Capítulo 16

Cupido sacó la pistola de la funda y la acercó a su nariz. Tenía un olor a grasa un poco rancia y a hierro o acero, ese olor del fondo de la tierra que los metales fuertes se niegan a perder a pesar de todas sus manufacturas y limpiezas. No olía a pólvora, porque hacía mucho tiempo que no había disparado con ella en uno de aquellos ejercicios contra una silueta negra que muy de cuando en cuando practicaba en una galería de tiro de la capital. Nunca había disparado contra un hombre y tenía la seguridad de que nunca lo haría, por lo que a veces se preguntaba para qué quería entonces una pistola.

La guardaba encima del armario, sin excesivas precauciones; jamás había imaginado que pudiera ser víctima de un robo y en su piso no había niños que pudieran curiosear con ella. Una noche había conocido a una mujer dubitativa —las mujeres eran para él exactamente como el aire que respiraba: las necesitaba para vivir sin asfixiarse, pero no podía retenerlas dentro de su pecho— que le preguntó si, con su peculiar trabajo, no llevaba siempre encima un arma. Respondió que nunca iba armado, pero que tenía una pistola en casa. Si por un momento temió que ella se negara a acompañarlo, aquella posesión fue lo que pareció decidirla, como si el arma en sí misma fuera un objeto capaz de despertar un deseo con el que, en principio, no parecía tener ningún vínculo. De modo que habían ido a su piso y sin apenas preámbulos se fueron a la cama. Aunque Cupido esperaba que lo hubiera olvidado, la mujer —una mujer bella y joven, que ahora había perdido toda duda y sabía con claridad lo que quería— le pidió que le mostrara la pistola. Se resistió, como si su petición fuera una broma, pero la mujer siguió insistiendo, mirándolo de un modo que parecía sugerirle que, a cambio, haría por él todo lo que le pidiera. Cupido, que desde mucho tiempo atrás sabía que en la cama todo sale mejor cuando se está complacido, accedió al fin, aunque un poco incómodo, diciéndose que en el amor y en el sexo nunca llegaría a conocer todos los fetiches y que siempre seguiría sorprendiéndose.

Algunas veces había observado cómo cambia el rostro de la gente cuando tiene un arma entre las manos. Cómo aflora el miedo y la fanfarronería, el nerviosismo y a veces la violencia. La mujer había sopesado la pistola descargada, la había olido y elogiado su belleza, había acariciado tan lenta y sugerentemente el metal oscuro, denso y pavonado que el propio detective vio aumentar su excitación de un modo tan sorprendente que no tuvo reparos en aceptar sus siguientes sugerencias. La mujer le pidió que él cogiera la pistola y que no la soltara mientras hacían el amor, como si el arma —con aquella dosis de amenaza y poder que, aun descargada, conservaba— fuera el tercer componente imprescindible en aquel peculiar ménage. Y tenía que reconocer que no había estado mal el placer aquella noche, estimulado por el contraste entre el frío del metal y los cuerpos ardientes, por las palabras obscenas provocadas por la doble intención del lenguaje, por el impúdico cumplimiento de las mudas promesas que la mujer le había hecho.

La dejó sobre la mesa y buscó en el archivador metálico la documentación de su licencia. Había caducado y pasaban ya cinco meses de los tres años reglamentarios. Sacó del sobre los nuevos impresos que había solicitado y comenzó a rellenarlos con la sensación de que todo aquello era superfluo y prescindible, porque nunca lograría resolver con un arma lo que no hubiera resuelto con el pensamiento y las palabras.

La instancia de papel timbrado lo obligaba a hacer de nuevo unos trámites que lo llenaban de pereza, toda una serie de requisitos tendentes a disuadir de su adquisición, a impedir que alguien encolerizado se hiciera con un arma antes de que se le hubiera calmado la cólera: certificados de aptitudes psicofísicas, de poseer los conocimientos necesarios sobre su conservación, mantenimiento y manejo, de no tener antecedentes penales. Esta última exigencia le había acarreado muchas dificultades la primera vez que la solicitó, y sólo al cabo de algunos meses pudo conseguir la licencia, fundamentando su petición en necesidades del trabajo que, por fortuna, nunca después la habían justificado. Rellenó el impreso del banco para el pago de las tasas y lo adjuntó todo a la guía de la pistola donde figuraba la marca, el modelo, el calibre y el número de serie: una tarjeta de identificación obligatoria con un sorprendente parecido con el permiso de circulación de un automóvil. Todo aquello, junto con la propia arma que debía ser revisada, se lo llevaría al teniente Gallardo para que le facilitara su tramitación. Tenía que verlo para preguntarle por la investigación en el banco y aprovecharía la risita.

Cuando tenía entre manos algún trabajo complicado, Cupido procuraba dedicarse exclusivamente a él, como ahora ocurría con la búsqueda de la pistola de Julián Monasterio. Se entregaba por entero a su resolución, con el mismo afán que un padre a quien le han robado o secuestrado a su hijo: no pensaba en otras cosas, no escatimaba hacer llamadas ni recorrer kilómetros, no tenía pereza en preguntar a todo el mundo con quien se cruzaba, no dejaba de llamar en ninguna puerta. Sin embargo, en algunas ocasiones, la propia esencia de una investigación —donde a periodos de intensa actividad, de dos o tres noches sin apenas dormir, le podían suceder estériles días de espera— lo empujaba a trabajar de forma parecida a esos profesionales por cuenta propia —albañiles, fontaneros, técnicos del hogar— que dependen de encargos ocasionales y que, por tanto, no pueden rechazar ninguno, porque a una racha de ocupación excesiva puede suceder otra de paro. Así, no dicen nunca que no a una demanda y alternan el trabajo en varios frentes, provocando a menudo la irritación de sus clientes. Excepcionalmente, Cupido aceptaba alguna tarea fácil que resolvía con una o dos noches en vela, escondido en la oscuridad de un rincón o entumecido en su coche, vigilando mientras los demás a su alrededor dormían, se divertían o se amaban. En la parada producida por la investigación entre los clientes de las cajas de seguridad del banco, había solucionado un sencillo encargo de robos en una librería. La dueña estaba desconcertada, porque no lograba impedirlos a pesar de la constante vigilancia que ella y sus dos empleados ejercían sobre los clientes. Cupido se convirtió durante unos días en lector y bibliófilo muy interesado por todas las novedades, por los facsímiles, por los premios literarios, por las listas de títulos más vendidos y por las senatorias editoriales para copar los escaparates y las vitrinas más visibles. Siempre le había gustado leer y seguía leyendo mucho en cuanto su trabajo se lo permitía, de modo que le resultaba grato pasar allí algunas horas entre textos de escritores que admiraba. Hojeando libros encontró frases o versos que le provocaban sonrisas o le hacían pensar: «El crimen no es rentable», había leído en una de las tragedias de Eurípides. Y también: «Pues las preguntas que no tienen respuestas son estériles», en un poemario de Francisco Brines, sintiendo que, como le ocurría a menudo con la poesía, también aquélla lo aludía personalmente. El punto muerto en el que estaba con el trabajo de Julián Monasterio, sin saber por dónde avanzar, pendiente de las gestiones de un tercero, le hacía cuestionarse si lo había enfocado bien, si no estaba preguntando lo que no tenía respuesta y, en consecuencia, si no eran otras las preguntas y otras las personas a quienes debía dirigirse. Porque hasta ese momento sólo tenía datos aislados que no le servían para nada: un hombre muerto de un disparo el único día en que no vestía chándal, una pistola robada de un banco con la que probablemente habían disparado y una pequeña red de odios y ambiciones. Datos que parecían oscurecer el conjunto de la investigación, del mismo modo que las débiles bombillas de su infancia colgadas en las esquinas, al iluminar sólo un pequeño cono de la calle, hacían aún más impenetrable la oscuridad del resto. Ése era siempre el peor momento en una investigación, cuando teniendo un puñado de datos era incapaz de interpretarlos y deducir de ellos una hipótesis. Le hacía sentirse torpe.

Una tarde había visto a una mujer guardarse un libro dentro del jersey y, cuando iba a salir, chocó con ella de modo que se le cayera al suelo. Era un familiar de la propia dueña que a menudo pasaba por allí a saludarla. Ni siquiera habían pensado en ella como posible autora de los hurtos. Se produjeron unos momentos de vergüenza común que, como le ocurría a veces, terminaron contagiándolo y haciéndole despreciar su trabajo de detective.

Sonó el timbre de la puerta y durante unos segundos dudó en ir a abrir, resistiéndose a escuchar un nuevo problema de labios de un hombre o una mujer que terminaría implicándolo en sus angustias. Cuando al fin se decidió vio en el hueco al teniente Gallardo, vestido de calle y con un portafolios en la mano.

—Adelante —le dijo.

Pero ya había dado los primeros pasos hacia el interior, observándolo con la curiosidad sin disimulo de quien está acostumbrado a penetrar en todos los lugares sin que nadie le impida el paso. Se sentó en el sillón de los clientes y esperó a que Cupido lo hiciera al otro lado de la mesa.

—¿De modo que es aquí donde trabajas?

—Sí. ¿Esperaba otra cosa? —replicó, viendo que también el teniente parecía inclinado a encontrar un lugar menos doméstico, más lleno de referencias a su oficio: una habitación con un ventilador de grandes aspas de madera y un perchero donde colgaban una gabardina y la funda de una pistola. Y en la antecámara, una secretaria con un aire impostado de mujer ingenua y sensual—. No se necesita mucho más para hacer este trabajo.

—¿Tú crees? Tú solo no irías muy lejos sin nosotros. ¿Crees que algún banco te entregaría a ti una relación de sus clientes?

—¿Ya los tiene?

—Sí.

—¿Y?

—Nadie del colegio, ni sus cónyuges, ni un familiar directo tiene contratada una caja de seguridad en ese banco.

La noticia hizo que Cupido volviera a sentir de nuevo la incertidumbre de aquel encargo, el temor a entrar en una fase de desaliento y desidia donde los días transcurrieran sin avanzar un solo paso. Uno nunca termina de acostumbrarse a sufrir decepciones, se dijo. Si no hallaba pronto algo más, esperaría media semana antes de ir a ver a Julián Monasterio y decirle que no sabía qué hacer ni cómo seguir adelante, que todas sus gestiones se habían estrellado contra puertas cerradas que ni siquiera parecían esconder tras ellas un enigma.

—Pero hemos encontrado un nombre —añadió el teniente amagando una sonrisa que no llegó a encerrar toda la ironía que hubiera deseado.

Cupido comprendió que la broma era un pequeño desquite y retuvo su impaciencia. Ahora sabía por qué el teniente no le había parecido enfadado en ningún momento desde que entró por la puerta. En diez años de contacto con ellos, sólo con verlos moverse podía adivinar cuándo una investigación funcionaba mal en el cuartel. Allí dentro no vivían filósofos y, por tanto, no eran gentes que pudieran soportar con flema el convivir con preguntas que no tienen respuestas. Cuando las cosas iban mal, el malestar interior terminaba afectando también a la población civil: una inflexible rigidez en las multas de tráfico, exhibición de mal humor por todos los agentes agobiados por el exceso de trabajo, automóviles oficiales circulando con luces y sirenas encendidas a una velocidad mayor de la permitida. Sólo su ansiedad le había impedido adivinar que Gallardo tenía algo y que por eso había venido hasta su casa.

—Saldaña tiene contratada una caja de seguridad en el mismo banco, en iguales condiciones que la de su cliente. Un campesino con una caja de seguridad —repitió, señalando su extrañeza.

Cupido la sintió también suya, porque aquél era el último nombre que esperaba encontrar en la lista. Pero si Saldaña había disparado contra Larrey, eso explicaría por qué se había quedado abierta la puerta del colegio —ya que él no tenía llaves— hasta que el conserje, al volver del hospital, la cerró pensando que alguien había olvidado hacerlo.

—Y en el banco, ¿no llevan un registro cada vez que alguien utiliza su caja fuerte? —le preguntó, agotando toda la información.

—No. Se limitan a hacer de guardianes del tesoro. Llega un cliente, se identifica, pide la otra llave que necesita y se la dan. Nada más. Es el propio juego del ocultamiento el que lo exige. ¿Nunca has entrado en un sitio de ésos?

—No.

—Aunque parezca mentira, yo tampoco hasta ahora. Incluso la cámara de vídeo que hay dentro la desconectan durante el horario de servicio a los clientes. Me gustaría mucho ver qué hay dentro de todas esas cajas, cuántos millones de dinero negro, cuántos documentos comprometedores, cuántos productos claramente ilegales, cuántas trampas.

—Y los empleados que estaban aquel día, ¿no recuerdan nada?

—Nada. Ya ha pasado un mes y medio. Además, era agosto y estaba trabajando un sustituto que no conoce a los clientes habituales. Pero recuerda bien a nuestro hombre, Julián Monasterio, y ha confirmado el incidente: su caja se quedó abierta hasta el día siguiente. Al menos sabemos que no le mintió al contárselo.

—Siempre supe que no mentía. Es una historia demasiado absurda para que, si no fuera cierta, alguien la inventara esperando que lo creyeran.

Pero lo importante en ese momento no era Julián Monasterio, sino Saldaña. Su nombre en la lista del banco parecía materializar su presencia entre Cupido y el teniente: la imagen de un hombre oscuro, entristecido, de manos toscas, pero con ese incipiente refinamiento de aspecto y costumbres que el uso de la tecnología estaba imprimiendo a muchas gentes del campo cuya piel ya no parece tener varios centímetros de grosor ni su pelo un parentesco cercano con el de los caballos; aun así, todavía conservan mucha fortaleza en sus brazos, y en el movimiento y el trabajo físico adquieren una dignidad y grandeza que pierden en la inmovilidad, en la que parecen disminuir y hacerse insignificantes.

—¿Y ahora? —preguntó Cupido.

—Voy a ir a hablar con él. Llevo una orden de detención.

Se levantó de la silla y se despidieron. Al detective le hubiera gustado acompañarlo, escuchar de labios del propio Saldaña su confesión o sus negativas, pero sabía que ni el teniente iba a invitarlo a una gestión oficial ni él podía pedírselo. Lo acompañó hasta la puerta y lo rio bajar la escalera, prescindiendo del ascensor. Todo parecía a punto de terminar sin que él hubiera tenido una actuación destacada, pero eso lo llenaba de tranquilidad. Por un instante se sintió como el mozo de una compañía teatral en gira por provincias que, con la caída del último telón, sabe que debe empezar a embalar los decorados.

Volvió adentro, llamó por teléfono a Julián Monasterio y le contó adonde habían llegado con los datos del banco.

* * *

Alba había ido al chalé de sus primos, invitada al cumpleaños de uno de ellos, y Julián Monasterio estaba solo en casa. Le dolía la cabeza, pero aun así encendió un cigarrillo y salió al balcón a fumar. Un viento molesto y frío soplaba entre los edificios y se llevaba rápidamente el humo hacia los pájaros que volaban nerviosos de regreso a sus refugios en los árboles. En la calle, los conductores comenzaban a encender las luces de los coches en plena marcha, sorprendidos de la rapidez con que el otoño liquidaba el atardecer.

La llamada de Cupido lo había tranquilizado, lo inclinaba a un optimismo que, sin embargo, no llegaba a ser pleno. Al pensar en sus palabras veía que aún no estaba todo resuelto, y un regusto de desconfianza y de urgencia por acabar le impedía relajarse por completo.

Apagó la colilla en una de las macetas que aún quedaban en el balcón, llenas de tierra, pero ya sin plantas. Siempre las había cuidado Dulce y a veces la evocaba agachada sobre los rosales, los geranios, las margaritas, los ficus, la alta yuca que crecía y crecía en un gran tiesto y una planta —de la que no recordaba el nombre— de flores azules con los pétalos tan frágiles que parecían alas de mariposa. La recordaba manipulando con una bolsa de humus para renovar la tierra, con una regadera donde echaba una dosis de abono líquido, con un insecticida de vaporizador y unas tijeras con las que podaba hojas secas y ramas que introducía en bolsas de basura. Cuando terminaba, a él le gustaba abrazarla y besar y oler sus dedos, en los que las humildes y peludas hojas de los geranios habían dejado una fragancia deliciosa que se mezclaba con su propio olor corporal.

Cuidar sus plantas era una de las pocas tareas domésticas que a ella le gustaba, siempre renuente a la áspera rutina de lavar platos, recoger lo que desordenaba Alba, hacer camas o barrer, aunque sólo fuera durante los fines de semana, porque los demás días era Rocío quien se encargaba de todo. Con las flores la veía poner siempre algo de su parte, una forma de implicarse que no era exclusivamente manual. Entre el momento inicial de agacharse con las tijeras de podar sobre la primera maceta y el último, dos o tres horas más tarde, cuando tranquila y satisfecha fumaba un cigarrillo observando la tierra negra y removida, las plantas limpias de parásitos y excrecencias, como purificadas, por su rostro habían desfilado la decepción, la pena, el entusiasmo, la duda, la desconfianza, el cálculo, la ilusión y la esperanza. Luego, durante varios días, seguía saliendo a la terraza a observar el progreso y los resultados de su trabajo, hasta que, poco a poco, las plantas iban perdiendo aquel esplendor fruto del abono y la poda y también ella dejaba de mirarlas hasta un próximo impulso. De modo que, como todas las aficiones —y de un modo más certero que el trabajo, o el vestido, o la casa—, su afición a las plantas se convertía en un fiel reflejo de su forma de ser.

Al marcharse, había dejado allí la mayoría de las macetas, aun sospechando que él iba a abandonarlas y que aquellos jardines en miniatura que había hecho florecer en los balcones de la casa terminarían marchitándose.

Y así había ocurrido. Él las había regado y abonado algunas veces, los días posteriores a su marcha, cuando aún creía que sólo era una locura pasajera y que no tardaría en volver. Entonces encontraría su casa como la había dejado, con sus frutas preferidas en el frigorífico, con el periódico del día en la cesta de mimbre, con las macetas estallando de flores y verdor en los balcones, con las dos almohadas en la cama hecha, tan limpias y tirantes las sábanas que podría hacer rodar por ella una manzana sin que surgieran arrugas.

Pero luego, según los días fueron pasando y comprendió que no regresaría, también abandonó aquel cuidado, del mismo modo que había dejado crecer su pelo por encima de las orejas, que no se compraba ropa ni apenas se lustraba los zapatos. En el abandono de las macetas, en el olor de las flores muriendo, encontraba una suerte de pequeña venganza contra ella. «Mira lo que he hecho con eso que tanto te gustaba», murmuraba a veces cuando salía al balcón a fumar un cigarrillo. Aplastaba con rabia la colilla contra la tierra reseca e imaginaba que la aplastaba contra su piel, la misma que había besado y acariciado con tanta pasión en los sueños de la noche anterior. Luego, de repente, se asustaba de aquella reacción y volvía deprisa al interior, arrepentido de haber cedido a un impulso de violencia que era totalmente ajeno a su carácter, con vergüenza de que alguien hubiera estado observándolo desde alguna ventana y por sus gestos pudiera adivinar sus pensamientos.

Uno de los fines de semana en que Dulce vino a buscar a Alba, cuando aún subía al piso y no se limitaba a llamar al portero automático y a esperarla abajo con cualquier excusa de prisas o de dificultades de aparcamiento, al pasar por el salón había visto las macetas abandonadas en las que sólo quedaban los tallos y algunas hojas secas. Durante unos instantes se detuvo a observarlas con una expresión que se acercaba más a la curiosidad de un botánico comprobando en un campo los efectos de la sequía que al dolorido interés del dueño. Él se quedó a su lado, esperando cualquier reproche, un mínimo comentario que le permitiera responder con agresividad. Había imaginado aquella situación y tenía bien meditadas las palabras de réplica que le mostraran una parte de su dolor. Pero Dulce había vuelto la cabeza hacia otro lado, como si fuera precisamente aquel abandono lo que había esperado de él. Su indiferencia le había dolido más que cualquier protesta o censura, porque con ella venía a decirle que ya no le importaba nada de la casa donde había vivido.

Así que la casa donde había vivido se había ido despoblando poco a poco de sus huellas. Si un día fueron las plantas de las macetas, más tarde les siguieron la bandeja en la que a ella le gustaba cenar sin levantarse del sofá, cuya presencia junto al televisor se le había vuelto insoportable. Otro día era una horquilla del pelo encontrada bajo un cojín, o un marco con una fotografía que ya no tenía sentido conservar, o las cartas comerciales y de servicios a su nombre que poco a poco iban dejando de llegar.

Julián Monasterio advertía que, si bien el dolor por su marcha no había desaparecido aún de un modo absoluto, al menos se había inmovilizado. Ahora se preguntaba cuánto había influido Rita en aquella tranquilidad y esperanza que a veces comenzaba a vislumbrar en el futuro. Después de los pocos días que llevaban viéndose, con todo lo que esa palabra podía significar, ella se había marchado el fin de semana a casa de sus padres, y ambos habían acordado llamarse el lunes, a su regreso. Pero ya había transcurrido la mayor parte de la tarde y ni ella le había telefoneado ni él había hecho nada por localizarla. Los días que había estado sin verla lo habían llenado de prudencia y no podía evitar pensar en los inconvenientes de una relación demasiado precipitada, sin que hubiera tenido tiempo para protegerse contra sus riesgos. Temía haberse arrojado demasiado pronto a la profundidad, cuando aún no hacía muchos meses que vivía con otra mujer a la que amaba y con la que había tenido una hija. Tal vez eran los ocho años que los separaban, tal vez Rita estaba acostumbrada a aquella facilidad y rapidez en sus relaciones, se decía, resistiéndose al malestar que esa idea le provocaba, porque podía imaginar a otros hombres más jóvenes junto a ella. Acaso, llegó a pensar en algún instante, el viaje para estar con sus padres sólo era una excusa para verse con algún amigo de su ciudad.

Pero enseguida rechazó aquella imagen, diciéndose que tenía que hacer algo para alejar la falta de fe y el recelo que siempre estaban cerca de él, prestos a colgarse de su brazo y a susurrarle al oído un poco de veneno.

Por todo eso se resistía ahora a llamarla. No bastaría con preguntarle cómo le había ido en el viaje y en la fiesta de sus padres. También tendrían que hablar de ellos dos, mencionar el recuerdo durante la ausencia, la añoranza, la urgencia de concertar un nuevo encuentro, y era esa parte la que lo llenaba de inquietud. Porque si bien expresar con intensidad y precipitación cualquiera de aquellos sentimientos le haría parecer adolescente o inmaduro, no aludir a ellos de alguna forma le haría parecer frío, y siempre preferiría evitar esta última impresión.

Volvió al interior de la casa y abrió el mueble donde guardaba todas las medicinas buscando un calmante que le aliviara el dolor de cabeza. Estaba lleno de cajas de tabletas y de frascos de jarabes o antibióticos, de analgésicos y de antiácidos con que Dulce siempre se automedicinaba, a impulsos y en exceso. Cuando se sentía mal, enseguida recurría a un remedio que terminaba resultando inútil, porque nunca eliminaba la causa que le provocaba el malestar: pedía un jarabe contra la tos, pero no dejaba de fumar dos cajetillas diarias; o estaba indispuesta del estómago y tomaba un astringente, pero no prescindía de comer la fruta verde que tanto le gustaba o el manjar que la indisponía… Todavía quedan en casa muchas cosas de ella; ¡es tan difícil vaciar, limpiar, eliminar todas las huellas y los residuos que una mujer ha dejado en el hogar donde vivió diez años! Diez años. Uno mira la fecha de caducidad de un medicamento y cree que el mes marcado tardará mucho en llegar, está seguro de que lo habrá consumido antes de esa fecha, pero pasa el tiempo demasiado rápido y también las medicinas caducan y lo que fue un recurso para el bienestar ya no sirve para nada, para nada, para nada, es un producto inútil, pensó.

Puso dos aspirinas en medio vaso de agua y, mientras se disolvían, cogió una bolsa para tirar todo lo inservible o caduco. El cajón quedó casi vacío. La seguridad de que todo lo que acababa de arrojar a la basura era ya irrecuperable lo llenó de una tristeza suave, muy diferente de los arrebatos de dolor y odio que un episodio semejante le habría provocado unas semanas atrás.

En aquel vaivén emocional en que oscilaba, quería creer que si se estaba vaciando de tantas cosas pasadas era porque de algún modo estaba haciendo hueco para acoger algo nuevo y mejor. Había reunido la suficiente valentía para desprenderse de recuerdos y esperar, sin demasiada impaciencia ni cálculo ni incertidumbre, a ver qué pasaba. Una relación como la de Rita que en los meses de verano le hubiera parecido inimaginable, ahora le resultaba creíble y quizá en algún momento le llegara a ser tan necesaria como lo había sido su amor por Dulce. Porque Rita no es ajena a este inicio de paz, se dijo. Encendió otro cigarrillo pensando que ya se había demorado en exceso. Marcó su número.

—Hola. Iba a llamarte yo —dijo Rita con una voz amable que borró de golpe las sospechas fatalistas que había rumiado durante toda la tarde.

—¿Qué tal el viaje?

Rita comenzó a contarle anécdotas intrascendentes del fin de semana, deteniéndose en pequeños detalles familiares, citando por sus nombres a los miembros de su familia, como si él los conociera, con esa parsimonia y naturalidad de quien habla por teléfono como se habla cara a cara y que es fruto de una confianza absoluta en su interlocutor. Escuchándola, Julián Monasterio tuvo la sensación de que con ella debía abandonar el desolado pesimismo que le hacía esperar de cualquier novedad una mala noticia. Escuchando su voz que le hablaba como a un viejo conocido y le permitía acceder sin reservas a aquella parte de su intimidad que residía en su familia, pensó que el resto de su vida no tenía por qué ser sólo una sucesión implacable de desdichas, que podía hallar momentos en que la felicidad apareciera con el esplendor repentino de un paisaje recóndito y maravilloso tras coronar una cumbre.

—¿Y tú? —estaba preguntándole—. ¿Qué has hecho?

Durante un segundo tuvo el deseo de responder: Echarte de menos, pero se contuvo, porque aquello, sin ser del todo falso, no era cierto. Se sentía más torpe y lento que ella en sus reacciones y, como la primera noche que pasaron juntos, en esos días había temido que todo aquello sólo fuera un experimento, porque sospechaba que los experimentos en el amor siempre terminan abrasando a los más incautos.

Pero al oírla de nuevo por teléfono se daba cuenta de hasta qué punto le apetecía verla. Y se dijo que si era precisamente ese detalle —la invariabilidad de los sentimientos independientemente de la ausencia o la presencia del otro— lo que diferenciaba el amor de una simple atracción física o de simpatía, él no estaba enamorado de Rita. Sus emociones estaban demasiado a merced de la cercanía o lejanía en que ella se encontrara, no tenían esa autonomía con que las fuertes pasiones parecen existir independientemente de la distancia, la voluntad o las circunstancias de quien las siente. De modo que se limitó a responder con vaguedades: trabajar bastante en la tienda, estar con Alba y llevarla a la piscina, ordenar algunas cosas de la casa.

—¿Nos vemos mañana? —le preguntó.

—Muy bien. ¿Sobre las nueve?

—Sí.

Acordaron el lugar del encuentro y se despidieron.

La casa se había quedado oscura, sin otra luz que la que entraba de las farolas de la calle atravesando los estores. Se recostó en el sillón, encendió un nuevo cigarrillo y puso los pies sobre la mesita, gozando de aquel momento de paz en la penumbra, recordando las palabras de Rita. Se sentía como si le hubiera devuelto el valioso regalo que días antes ella misma le había hecho y que él había perdido con su andar vacilante, con sus dudas, con su nerviosismo. Al entregárselo ahora, por segunda vez, Julián Monasterio tuvo la sensación de que aquella relación podría ser tan importante como para alterar su futuro, sus planes, sus modos de vida.

Apagó el cigarrillo cuando la brasa estaba llegando a la espuma y cerró los ojos, dejándose hundir en una tranquilidad abismada y gozosa. La cabeza había dejado de dolerle gracias a la doble dosis de analgésico. Debió de quedarse unos minutos adormecido y no supo por qué caminos de su memoria apareció de nuevo ante él la imagen de la escalera mecánica, el gran laberinto de cintas negras que emergían de los oscuros sótanos, se elevaban y se cruzaban en los aires hasta perderse en un fondo irreal y montañoso, como en algunos cuadros surrealistas donde las figuras humanas resultan insignificantes frente a la grandiosa magnitud de los objetos. Desde su posición veía cuerpos fragmentados, aunque nunca se apreciara una mancha de sangre o una señal de violencia: una fila de cabezas que parecían avanzar sin un gesto de dolor, como calabazas en el tren de montaje de una fábrica, o una sucesión de piernas cuya visión se iba reduciendo al llegar a la confluencia de dos cintas que al cruzarse actuaban como tijeras, o una hilera de mujeres que de pronto y sin que se advirtiera ningún cambio en la altura de la cinta, comenzaban a disminuir de estatura, como si las estuvieran cortando a rebanadas. Él también iba subido en una de ellas, pero ahora ya no sentía que lo arrastraban en una dirección equivocada, hacia una tolva negra y profunda que giraba engulléndolo todo. En todo caso, y al menos en ese sueño, no podía comprobar el punto final de llegada. De pronto sintió un brusco parón y todo, las cintas y las figuras transportadas, se detuvo en un silencio insondable, como si alguien invisible y poderoso hubiera pulsado el interruptor de energía para que el mundo entero quedara inmóvil y en suspenso.