Durante las primeras semanas de su separación, si es que podía llamar separación al abandono, Julián Monasterio imaginaba los lugares donde Dulce estaría y donde él no estaría con ella: países que en otro tiempo habían deseado conocer juntos, montañas y playas, trenes y barcos a los que habían soñado subir y nunca tomaron. La imaginaba paseando por la arena de una playa, abrazada a la cintura de un hombre que a su vez deja reposar su antebrazo en la parte inferior de su espalda, en el sensual engranaje de sus caderas; o sonriendo para una fotografía en un rincón de piedras antiguas iluminadas por el sol; o durmiendo con la cabeza apoyada en el asiento del coche que el hombre conduce en un largo viaje hacia una de aquellas ciudades extranjeras adonde él debía haberse anticipado a llevarla: París, Venecia, Praga, Budapest, Estambul.
Sentía que seguía queriéndola incluso cuando la maldecía, cuando repetía una y otra vez puta, puta, puta, puta, hasta que las palabras que no se hubiera atrevido a decirle a la más sucia de las mujeres le quemaban los labios. Entonces retrocedía, asustado de su propia desesperación, y se quedaba mudo y adormecido por la rabia y el dolor y la vergüenza. Y dos o tres horas más tarde, cuando sonaba el despertador y tenía que reunir todas sus fuerzas para levantarse de la cama, antes incluso de preocuparse por las sábanas que ya habría mojado Alba, sus primeros pensamientos iban hacia su ex mujer. Hundido en el agotamiento, con los ojos aún cerrados, imaginaba que ese día Dulce se presentaba en casa de un modo imprevisto, en las manos las maletas donde traía lo que se había llevado, y que volvía a colocarlo todo en los armarios como si nunca se hubiera ido. Y él no sabía si perdonarla o si cerrarle la puerta con unas palabras de desprecio, las mismas palabras que unas horas antes le habían quemado los labios.
Pero con la llegada de la luz su dolor se atemperaba, como si el dolor fuera una baba que segregaba la oscuridad de la noche. Entonces se decía que, si ella volviera, sería capaz de transigir y olvidar esos meses en que lo había hecho desdichado, puesto que durante un tiempo más largo —toda una década— lo había hecho feliz. Sin aquellos diez años, se decía, la cama de Alba aún sería un árbol. Llegaba a la tienda y se entregaba con denuedo al trabajo, estimulándose a base de café y cigarrillos —apenas comía, le parecía tener la boca llena de ceniza—, forzándose a permanecer sentado ante los ordenadores que arreglaba o atiborraba de programas. Salía él mismo cargado con los equipos y los llevaba en su coche a los domicilios de los compradores, sudando por las encendidas calles de Breda en el corazón de aquel verano sonámbulo y blanquecino como una fotografía sobreexpuesta a la luz. Con la nuca y las axilas empapadas, llegaba hasta las puertas de clientes que tan sólo unas horas antes habían hecho el pedido y que lo miraban sorprendidos por su diligencia. Quienes lo conocían y sabían el abandono de su mujer —con esa celeridad que Breda había ido afilando a lo largo de los siglos para expandir no sólo el banal chismorreo, sino la más dura calumnia— debían de pensar que con aquellos excesos estaba infligiéndose un castigo por alguna culpa que no era ajena a su fracaso, pero a él no parecían importarle las miradas de conmiseración o de burla. Advertía que todos le pagaban muy deprisa y sin discusiones, como si intentaran acabar cuanto antes con un contacto incómodo, o como si quisieran contribuir de esa manera a compensarlo por el peso que lo afligía.
Recogía el cheque o los billetes y salía de nuevo al calor de las calles quemadas, bajo un cielo duro y limpio. En lo alto de las iglesias, las cigüeñas eran atraídas como chapas de imán por las torres de hierro. Ahora que estaba comenzando el otoño y todo se doraba en las pupilas, podía decir hasta qué punto aquel verano Breda le había parecido un lugar pálido, sonámbulo, silencioso y aplastado por el peso de un sol ancho y vertical. En una ocasión se había detenido a limpiarse el sudor ante el escaparate de una librería; tras el cristal, rio brillar en un expositor varias estampas de los lugares más pintorescos de la villa: la iglesia y la torre con el gran reloj de péndulos de piedra, el palacio de la familia De las Hoces, un balcón con macetas llenas de geranios, unas piezas de artesanía… Tardó muchos segundos en reconocer que se trataba de Breda, extrañado de que las fotografías tuvieran más brillo y colorido que una realidad que él veía pálida, mediocre, aburrida, pobre y recortada.
Otra vez se había encontrado con un burro muerto. Ya lo había visto la tarde anterior vagabundeando por las calles circundantes al mercado de abastos, ajeno a los pitidos de los vehículos obligados a detenerse para dejarlo pasar con ese andar lento, digno y majestuoso que a veces concede la agonía incluso a los animales menos gráciles. Esa tarde ya no tenía ninguna señal ni mostraba otro aparejo que una sudada banda de cuero alrededor de su cuello, ancha y oscura como la cinta de afilar navajas de un barbero. La aparición de un burro en el centro de la ciudad le pareció anacrónica en los inicios del tercer milenio, un animal que comenzaba a ser casi prehistórico conviviendo con los ordenadores que contenían todos los saberes del mundo.
Apareció tumbado en el callejón por donde los camiones entraban al mercado, impidiendo su paso, con un batallón de moscas repartidas entre el ano y la boca entreabierta por donde se veían los dientes amarillentos, grandes como fichas de dominó. Los bomberos habían tardado mucho en venir a llevárselo. No supo por qué recordó el cuento de los músicos de Bremen e imaginó que el gallo, el gato y el perro habían abandonado a su compañero más ingenuo y torpe a merced de los truhanes para seguir una carrera en la que el burro era un estorbo.
Y al terminar el día de trabajo y llegar la noche, en el insomnio se preguntaba qué había necesitado Dulce que él no pudo darle. Repasaba recuerdos buscando detalles reveladores que hubiera debido descifrar antes del abandono y no lograba encontrar momentos crueles o épocas de pesadumbre que pudieran justificarlo.
Otras veces pensaba en cómo sería el hombre con quien se había ido. Sólo en una ocasión lo había visto borrosamente desde el balcón de su casa, cuando Dulce vino a recoger a Alba y él se quedó esperando dentro del coche a que salieran. A través del parabrisas vislumbró un rostro moreno, pero no pudo observar más detalles sobre su físico, su edad o su actitud. Sin embargo, a ella la imaginaba con nitidez acostándose a su lado, la imaginaba desnuda adoptando las mismas posturas que había adoptado para él, y cuanto más excitantes habían sido aquellas posiciones y movimientos, más insoportables y dolorosas le resultaban las imágenes, pero también más difíciles de evitar en su imaginación.
Así una y otra noche, hasta que terminaba durmiéndose poco antes del amanecer sin haber hallado una respuesta satisfactoria entre una amplia gama de hipótesis igualmente agrias, sin saber si su fracaso era consecuencia de un déficit de ternura o de un déficit de palabras obscenas que rompieran más a menudo y con más decisión el decoro burgués con que en los últimos tiempos solían comportarse en la cama.
En aquella obsesiva búsqueda de errores, otra madrugada había recordado un pequeño suceso de muchos años atrás, cuando aún no estaban casados, poco tiempo después de comenzar su noviazgo. Un pequeño suceso que, después de todo lo que una década más tarde había ocurrido, ahora ya no sabía si calificar como una involuntaria indiscreción —como hizo entonces—, o como el hecho de que ella hubiera arrojado una piedrecita contra sus ojos para comprobar la rapidez e intensidad de sus reflejos. Pero no siempre los párpados se cierran a tiempo, no siempre las pestañas detienen las piedras, se dijo. La anécdota fue así: hacía unos días que no se veían, porque ella se había ido al norte a ver a su familia. Al regresar, él fue a buscarla a donde vivía con otras compañeras, uno de esos pisos llenos de tapices, cojines y carteles en las paredes, con muebles de mimbre y con las cortinas de la bañera transparentes. Se encerraron en la habitación y comenzaron a desnudarse con impaciencia. Dulce debía de haberse corrido sin que él lo advirtiera, y recordaba sus palabras susurradas en su oído con una naturalidad que lo sorprendió mucho: «Si quieres, ya puedes correrte». Era la primera vez que utilizaba aquella palabra, que aún tenía una dureza incómoda, casi obscena. Hasta entonces cuando hablaban de sexo —pero no necesitaban hablar mucho, les bastaba con practicarlo mucho—, lo hacían por caminos indirectos, utilizaban el lenguaje metafórico y particular que cada pareja va elaborando en secreto como un rito de su intimidad al que nadie más tiene acceso. Dulce la había dicho con tanta naturalidad que él había pensado que no era la primera vez que recurría a ella, aunque fuera la primera vez que él se la oía. Y no era difícil deducir que diferentes lenguajes implican siempre diferentes interlocutores. Pero por entonces él ya había aprendido a desconfiar de las mujeres que llegaban a la madurez sin haber cometido alguna vez algún error y, con la seguridad que le daba su amor hacia ella, de errores calificaba todas sus historias anteriores a él. Se decía a sí mismo que también ella tenía una vida pasada en la que él ni siquiera existía, y que no podía aspirar a borrársela sin borrar al mismo tiempo algunas de las cualidades que lo habían enamorado. Sin embargo, y a pesar de todas sus reflexiones, había sentido un brote de celos tan intenso como para recordarlo ahora, diez años después.
Detalles así, lejanos y casi olvidados, le venían a la memoria aquellas noches de verano, mientras vagaba hambriento y borracho por la ciudad recalentada como una plancha de estaño, o mientras daba vueltas en la cama soportando el bochorno y cambiaba de lugar en un intento inútil de evitar el sudor. Llegó a pensar que siempre había existido en Dulce una parte oculta de su vida a la que él nunca había tenido acceso, como en los monasterios se les ofrece a los turistas la arquitectura más brillante y llamativa, pero les queda vedado un claustro recóndito o unos sótanos que permiten una perspectiva oculta del edificio sin cuya contemplación fundamental el viajero curioso no puede afirmar que lo sabe todo del recinto.
Sin embargo, Julián Monasterio no podía afirmar tajantemente que no hubiera sospechado su existencia. En algunas épocas había imaginado la posibilidad de un disturbio, aunque no imaginara cuándo ni en qué forma se presentaría. Algunas veces había entrevisto en Dulce su parte ignota, cuando entraba en una de aquellas fases de nerviosismo injustificado tan proclives a la depresión y al malhumor como al entusiasmo. En esas fases, Dulce no tenía término medio: pasaba de creerse la mujer más desgraciada a creerse la mujer más feliz; lo que tenía cerca, aunque fuera hermoso, bueno y resplandeciente, no le agradaba, y sólo lo oscuro y lejano le parecía atractivo; se levantaba una mañana con fuerzas para enfrentar los más arduos proyectos y a la tarde se sentía aplastada por la fatiga… Pero en cuanto volvía la serenidad y hacían el amor una noche llena de besos, él olvidaba aquellos atisbos de la desgracia.
* * *
Desde su marcha nunca se había citado con una mujer y el encuentro previsto con Rita para una hora después le imbuía un cierto miedo. Temía haberse convertido en uno de esos hombres que, tras un fracaso amoroso, no distinguen entre la mujer que lo traicionó y el resto de las mujeres.
Después de afeitarse se metió bajo el chorro de la ducha y dejó que el agua muy caliente le relajara los hombros y la nuca tensos por estar tantas horas ante los ordenadores. Se frotó a fondo hasta sentirse muy limpio. Tras el abandono de Dulce se había propuesto cuidarse físicamente, dejar de fumar, hacer deporte y viajes, diciéndose que si los hábitos más benéficos del progreso le habían sido útiles en el bienestar, mucho más necesarios le serían en la desdicha. Pero no lo había cumplido. Era consciente de que en unos pocos meses había comenzado a ceder ante ciertos peligros de los solitarios: descuidar su higiene, ceder al desaliño, comer mal y deprisa, adquirir manías y egoísmos que la convivencia con los otros impide.
Aunque al ponerse el desodorante se dijera que todo ese cuidado corporal también lo haría para una cena con amigos o con su hermana María, en aquel meticuloso afán de pulcritud estaba presente la idea de gustarle a Rita, de parecerle atractivo y agradable. Alcanzar eso ya le parecía suficiente para esa noche. Cualquier otro objetivo más amplio no sólo lo veía imposible, también presuntuoso. Lo que hubiera de ser, sería, y en nada podría mejorarlo la precipitación. ¿Cuánto tiempo tendría que transcurrir aún hasta que volviera a hacer el amor?, volvió a preguntarse con una sorprendente ausencia de ansiedad para un hombre que, acostumbrado durante una década a dormir con una mujer, llevaba ahora varios meses viviendo solo. ¿Cuánto tiempo para besar y ser besado, acariciar y ser acariciado, para seducir y no alquilar una boca y unas piernas abiertas? No únicamente follar: eso estaba a su alcance en cualquier momento.
En una ocasión, una de aquellas noches de verano había dejado a Alba con su hermana, había cogido el coche y se había ido lejos, con la esperanza de que otras caricias le permitieran olvidar lo que aún la deseaba. Después de conducir dos horas se detuvo ante un local de carretera iluminado con muchas luces de colores: un lugar apartado del mundo. Dudó un momento, sin bajarse del coche que aparcó en un rincón en sombras. Allí, tan cerca, con el motor y las luces apagadas, no le resultaba tan consecuente la relación entre su soledad y el paso que iba a dar. Pero no había llegado hasta allí para regresar inmediatamente, de modo que entró intentando componer el gesto de seguridad e indiferencia que imaginaba en los clientes habituales.
La decoración, el mobiliario que no parecía rescatado de un rastro, la limpieza al menos aparente, la abundancia de luz y el propio aspecto de las mujeres más o menos jóvenes lo sorprendieron, porque lo había imaginado oscuro y sórdido y casi clandestino. Además, no se veía a ningún hombre vigilante o amenazador con aspecto de chulo. Las chicas que estaban solas esperaban en la barra o junto al juke-box y no se acercaron a él para agobiarlo con propuestas agresivas u obscenas, como había temido. Ni siquiera parecían mirarlo demasiado. Se quedaron a una distancia prudente, como si adivinaran que necesitaba un tiempo para tomarse un whisky y apaciguar el corazón que le palpitaba como un caballo. Sólo al cabo de diez minutos, cuando ya comenzaba a preguntarse si no debía ser él quien hiciera el primer gesto, una mujer joven y rubia, posiblemente teñida, que le pareció bastante guapa, aunque acaso fuera el whisky, la excitación que el ambiente comenzaba a ejercer y la camiseta escotada y la falda corta, se acercó a él, lo saludó con un beso en la mejilla y le preguntó cómo se llamaba. Iba a decirle su nombre cuando un chispazo de prudencia lo empujó a mentir, convencido de que también ella estaba esperando la mentira. La mujer sonrió al repetirlo y le sorprendió la eficacia de su sonrisa, porque pensaba que una mujer que cada noche se deja follar por diez o quince hombres no tiene otro destino que llenarse de asco. Y había que ser muy hábil para disimularlo así.
Le pagó lo que le dijo, sin considerar si era una cantidad pequeña o excesiva, porque no sabía bien lo que estaba comprando, y la siguió por una escalera hasta una habitación anodina. Se fue despojando de la ropa mientras la mujer manipulaba con algo en el cuarto de baño. Lo dejó todo doblado en una silla y, descalzo, anduvo de puntillas hasta la cama. Las sábanas parecían limpias y se sentó en ellas, esperando sin prisas, mientras su sexo, ajeno a cualquier inquietud, el lugar desconocido y su inquilina, comenzaba a crecer.
Desnuda, la mujer había perdido parte de aquella exuberante ostentación que exhibía en la barra, y ahora le parecía indefensa y casi vulnerable. Acaso todo estuviera dispuesto así de forma intencionada y formara parte de una escenografía perfeccionada desde el origen de los tiempos para satisfacer al cliente: atrevimiento y promisión de placer abajo y mansedumbre y solicitud arriba. Con una sonrisa se tumbó junto a sus caderas y sin preguntarle deseos o preferencias, dando por supuesto que eso era lo que esperaba de ella, tomó su sexo por la base, desenrolló sobre él un preservativo y, del mismo modo en que algunos animales humedecen su comida antes de engullirla, lo fue lamiendo y untando de saliva antes de acogerlo vorazmente entre sus labios, como si tuviera hambre o sed.
El beso en la mejilla que le había dado al saludarlo fue el único beso de aquel encuentro. Fue entonces, mientras se secaba, con prisas por salir, cuando por primera vez se preguntó cuánto tiempo habría de pasar hasta hacer de nuevo el amor. No únicamente follar: eso estaba a su alcance en cualquier momento. Abrazar a una mujer, besarla sin prisas, desnudos los dos una noche entera para llegar al amanecer desnudos. Mientras conducía de regreso pensó que sin duda hay muchas cosas más o menos satisfactorias que un hombre que vive solo puede hacer, pero en aquellos momentos no tenía ninguna duda de que prefería las limitaciones del compartir a las más favorables expectativas de la soledad.
Oyó que se abría la puerta de la casa y enseguida el saludo de Rocío a Alba, que estaba en el salón terminando de cenar. La había llamado por teléfono desde la tienda para pedirle que viniera esa noche a quedarse con la niña y ella había aceptado sin poner ningún reparo.
Julián Monasterio salió del dormitorio, vestido y recién duchado, y Rocío lo miró sin apenas disimular su curiosidad. Desde la marcha de Dulce, era la primera vez que estrenaba una camisa nueva y que se vestía así para salir, pero no le comentó nada. La mujer recogió el plato de Alba y lo llevó a la cocina.
—Tengo que irme ya si no quiero llegar tarde. Dame un beso. —Se inclinó hacia su hija.
—¿A la cena? —le preguntó otra vez. Era evidente que no le gustaba.
—Sí.
—¿Vas tú solo?
—No. Con unos amigos —mintió, y no porque Rocío los estuviera escuchando, sino porque ignoraba cómo reaccionaría su hija si le decía que iba con su profesora. Una vez más reconocía las dificultades que tenía para hablar con ella, para fijar el límite entre la prudencia y la mentira. Le estaba limpiando con la servilleta las comisuras de la boca manchadas de ketchup y en ese momento le hubiera gustado tener cerca a Rita para preguntarle qué debía hacer. De pronto se quedó inmóvil, con la servilleta en el aire, sorprendido por aquel impulso. Porque se daba cuenta de que era la primera vez que prescindía de Dulce en un asunto relacionado con su hija, cuando hasta entonces siempre la había tenido como referente. En momentos de indecisión sobre problemas cotidianos siempre se preguntaba qué haría su ex mujer si estuviera en su lugar, y calculaba su acuerdo o desacuerdo con la medida que él se disponía a tomar. Pero en aquella ocasión era la imagen de Rita la primera que había aparecido espontáneamente ante sus ojos.
—¿Tardarás mucho?
—Un poco. Pero Rocío se queda durmiendo en tu habitación, por si necesitas algo.
Alba no respondió y era evidente que, aunque la quería y se sentía segura con ella, de ningún modo podía sustituir la presencia de su padre. Julián Monasterio rechazó la imagen de las sábanas mojadas al día siguiente, le dio un beso y salió de casa.
El bar donde se habían citado no estaba lejos y fue hacia allí andando. Hacía un frío inhabitual para aquellos primeros días de octubre y las aceras estaban casi desiertas. Un viento fresco y ácido recorría las estrechas calles del centro y traía ya el aliento y los olores del otoño, como si al pasar por El Paternóster se hubiera cargado con sus aromas y, contagiado de su incipiente podredumbre, entrara luego en Breda a recordar a todos que el verano ya había concluido y que durante los próximos meses nadie debía esperar un clima bonancible.
Como el trayecto pasaba cerca de la tienda, se desvió una calle para comprobar que todo estaba bien. Lo hacía algunas veces, le gustaba ver el escaparate desde el exterior, cuando ya estaba cerrada, como un viandante cualquiera que se detiene unos instantes a curiosear precios y productos. Las luces estaban encendidas. Al fondo, su mesa y el asiento que ocupaba. Desde aquella misma posición, dos horas antes, Rita lo había mirado trabajando, acaso lo había observado con curiosidad durante unos segundos hasta que él la descubrió. ¿Qué había visto ella?, se preguntó. Para camuflar una fea columna que coincidía en el centro del escaparate, la había hecho cubrir con un espejo. Ahora se movió un poco para mirarse en él. En los meses anteriores, su expresión de temor y desconcierto al verse en un cristal era a veces tan intensa que no reconocía en ella al hombre que había sido, como un explorador que después de muchos años perdido entre salvajes es rescatado a la civilización y se espanta de su cara al mirarse en el primer espejo que le ofrecen. Sin embargo, ahora, al observar el rostro que emergía por encima del duro cuello de la camisa que estrenaba, en su expresión encontraba inquietud, pero no miedo. Y eso mismo era lo que debió de ver Rita: un hombre de treinta y seis años, algo cargado de espaldas a fuerza de pasar muchas horas ante el ordenador, pero todavía firme, con el pelo duro y corto que sólo pueden permitirse quienes aún no necesitan disimular un inicio de calvicie, con un rostro donde acaso ninguna parte era especialmente seductora —los labios finos y la nariz un poco grande—, pero con ese atractivo que algunos hombres logran extraer del dolor y del ascetismo y que se manifiesta en una total ausencia de grasa y en surcos que no parecen tanto arrugas de la edad cuanto marcas fruto del esfuerzo, de la severidad consigo mismo y del exceso de emociones. Pero también había allí, en aquellos dos decímetros cuadrados de piel, una falta de energía y optimismo que no le gustaba. Con los ojos cerrados, se pasó la mano apretando la carne, como si quisiera borrar esos rasgos de su cara y volver a reconstruirla por entero a partir de su silueta. Sin embargo, al volver a abrirlos nada había cambiado. Se dijo: Ése soy yo. He vivido ya treinta y seis años y aún estoy aprendiendo a ser feliz. A no ser en exceso desdichado.
Llegó al bar y pidió una cerveza. Cuando la vio entrar pensó que también ella se había arreglado especialmente para la cita. Aunque su aspecto no era tan cuidado como el de alguien que va a una fiesta de gala, la piel le brillaba tenuemente y un discreto carmín cubría sus labios y suavizaba sus estrías como pequeñas incisiones que desaparecían al sonreír, como si quisiera decirle que se había arreglado para él y al mismo tiempo ocultárselo. Aquella discreción le gustó: los maquillajes y los vestidos femeninos especiales para las fiestas, por muy prestigiosa que fuera su firma, siempre le habían parecido de una incómoda estridencia.
Desde el momento en que habían acordado la cita, Julián Monasterio se había sentido inquieto: hacía muchos años que no salía con una mujer distinta de Dulce, y temía resultar aburrido o anodino, o caer en las torpezas que había cometido en sus primeras citas juveniles, cuando el afán por ser divertido lo empujaba a decir banalidades de las que luego terminaba arrepintiéndose.
Por otra parte, nunca había sido ingenioso ni hablador. Nunca había sido de ese tipo de hombres que siempre terminan haciendo suyas las anécdotas graciosas o las aventuras que los demás les han contado. Nunca había sido capaz de atribuirse un lance ocurrido a otro. Se reía con los chistes, pero nunca los recordaba ni podía repetirlos con la misma gracia. Siempre había tenido buenos amigos que cumplían aquel papel con tan sobrado ingenio que a él le permitían mantenerse en segundo plano, donde siempre le había gustado estar. Además, en los últimos meses de soledad había visto crecer su tendencia al mutismo, a responder con monosílabos a los saludos y comentarios de gente conocida, como si el silencio de su hija tuviera vínculos con una oculta inclinación suya que hubiera rebrotado después de mucho tiempo enterrada.
Sin embargo, cuando Rita apareció en el bar olvidó todos sus temores. Un poco sorprendido, comprobó que desde el primer momento se sentía bien junto a ella, y que aquel bienestar facilitaba todo lo demás. En cuanto transcurrieron dos o tres minutos comprobó que no tenía que pensar dos veces lo que iba a decir y que contaba todo lo que se le iba ocurriendo. Terminaron sus cervezas y él propuso coger el coche para ir a cenar fuera de Breda, a un pequeño restaurante situado junto a El Paternóster, porque aunque durante el día era un sitio frecuentado por senderistas y gentes de paso que imponían una agitación excesiva, al atardecer quedaba sumido en una extraña paz agrícola, potenciada por el silencio y soledad de la Reserva. No estaba demasiado lejos, a unos ocho kilómetros, a una distancia desde la que podía afirmarse que la ciudad había quedado atrás, y esa relativa lejanía les daba la sensación de que no verían rostros conocidos que aquella noche no les apetecía ver.
Para Julián Monasterio había algo turbador en llevarla sentada a su lado en la oscuridad interior del coche. Había olvidado que su reducido espacio, tan vulgar y mecánico, tenía aquella capacidad de acercar tanto dos cuerpos extraños, de destacar el perfume que llevaran, de encerrarlos en un ámbito de intimidad. En aquellos ocho o diez minutos que duró el trayecto notó que volvían a cobrar vida la ansiedad, la emoción, el ligero nerviosismo, la validez de la insinuación, las dudas y la valentía de sus primeras citas juveniles, pero también la cautela, la advertencia y la cobardía de los últimos meses. En esos instantes, Julián Monasterio se sentía más joven, pero también más viejo, y si le hubieran pedido que lo explicara mejor no hubiera sabido hacerlo.
—Nunca he estado aquí —dijo Rita cuando llegaron.
—Creo que te gustará.
Salieron del coche y ella se quedó inmóvil junto a su puerta, observando la quebrada línea que separaba el cielo de las cumbres del Volcán y del Yunque. De vez en cuando caía una chispa fugaz, como escoria de materia incandescente que le sobraba a la armonía de las estrellas. El viento zarandeaba las ramas de los pinos y robles contra las tersas mejillas de la noche y su movimiento acrecentaba la sensación de frío. Rita cruzó los brazos protegiéndose de la brisa que le ondulaba el pelo con una incómoda insistencia. Julián Monasterio sintió el impulso de dejarle su chaqueta para que se abrigara, porque no tenía ninguna prisa por entrar en el restaurante que se veía silencioso y solitario. Estaba bien allí, viéndola contemplar las oscuras montañas, confiada en el hombre que esperaba tras ella, ajena a las pequeñas amenazas del millón de animales que con la luz viven bajo el amparo de las piedras y que ahora habrían salido de sus madrigueras.
Cuando por fin entraron no había ningún cliente más en el pequeño comedor, y temieron que estuviera cerrado, porque algunas luces permanecían apagadas y varias sillas estaban colocadas encima de las mesas. Reinaba esa impresión a la vez de orden y caos que tienen las casas un día antes de comenzar una mudanza. Llamaron en voz alta y una mujer sorprendida salió a recibirlos.
—No los había oído —explicó.
—Queríamos cenar —dijo Julián Monasterio.
La mujer miró interrogativamente hacia atrás, hacia la puerta de la cocina, donde apareció un hombre vestido de cocinero que asintió con la cabeza.
—Íbamos a cerrar, porque no creíamos que ya llegara nadie. Pero siéntense —dijo separando dos sillas—. La suya será la última cena que serviremos esta temporada.
—¿No es todavía un poco pronto? —preguntó Rita.
—No. Desde principios de octubre ya viene poca gente por aquí. Pero no se preocupen —añadió al ver sus gestos de duda. Sacó un mechero del bolsillo y encendió la vela del centro de la mesa, con el mismo ofrecimiento con que un buen anfitrión encendería el fuego de la chimenea a su mejor huésped. Como dentro no hacía aire, la llama creció recta, sin temblar—. Ustedes son los últimos clientes de este año y no estaría bien que se fueran con el estómago vacío. Nos traería mala suerte. Prepararemos algo especial, aunque no esté completa la carta.
* * *
Cuando salieron del pequeño restaurante el frío había aumentado. Pero se sentían contentos, con esa leve euforia que da la conjunción del vino, la comida y las palabras precisas. Y sin duda también contribuía a su bienestar la soledad del restaurante, ellos dos los únicos comensales, agasajados por el cocinero que en una ocasión se acercó a preguntarles cómo estaba todo y por la mujer que les servía como a nobles de siglos pasados, como si hubiera adivinado la necesidad que ambos tenían de que aquella noche todo fuera apacible.
Al llegar junto al coche, Rita le dio de nuevo la espalda y se quedó inmóvil, en la misma postura y el mismo lugar que antes de la cena, contemplando las variaciones de la luz en las cumbres ansiosas de altura que ahora parecían más grandes, más verticales. El viento seguía sonando en las copas de los robles, y al moverlas creaba manchas borrosas y zoomorfas bajo la claridad de la luna, que se había alejado del cráter del Volcán atraída por las duras estrellas de octubre.
Durante unos segundos Julián Monasterio se quedó parado, observándola. Era consciente de que, si daba un paso adelante, podría abrazarla, y esa posibilidad entrañaba un deseo muy superior al que había previsto antes de salir de casa. Además, sentía que todas las circunstancias, toda la plataforma en la que la noche los había alzado —la cena en el restaurante desierto, la luna y las montañas, la inquietante muralla de clorofila de El Paternóster, la soledad— hacían que en aquel instante sólo tuviera dos alternativas: la primera era quedarse inmóvil y esperar a que Rita se dirigiera al coche; la segunda era moverse, pero si se movía tendría que ser para abrazarla. Sin dudarlo más, se quitó la chaqueta y avanzó unos pasos hacia ella para ponérsela sobre los hombros y dejar allí apoyadas sus manos, sintiendo en los nudillos las caricias de los mechones de su pelo que la brisa movía.
Al tocar esa región desconocida y misteriosa que es cada cuerpo ajeno, sintió la ambigua sensación del conquistador que, al tiempo que pisa una nueva tierra esperando descubrir un paraíso donde instalarse, advierte que de algún modo está traicionando la patria que ha dejado atrás. Durante un instante, el recuerdo de Dulce se le hizo muy presente. Pero comenzó a retirarse en cuanto Rita se inclinó hacia atrás para apoyarse en él.
—Gracias —dijo al sentir la chaqueta sobre sus hombros.
Luego, los dos quedaron en silencio, casi abrazados, mirando la oscuridad y escuchando la sorda crepitación del aire en lo alto de los árboles.
—Todo parece un poco irreal esta noche —susurró junto a su oído.
—Es una noche extraña y maravillosa —replicó en voz baja, volviendo la cara hacia él.
Julián Monasterio supo que aquellas palabras lo aludían. A lo largo de la cena había visto cómo iba disminuyendo la distancia entre ellos. Pero ahora, allí afuera, sin la presencia del hombre y la mujer del restaurante, todo corroboraba la estrecha cercanía a la que habían llegado. Ya no podía dudar de que tenía ante él a una mujer a la que enamorar —en otro tiempo hubiera dicho seducir— y que podría enamorarla si se lo proponía. Aunque corriera algún riesgo, sin duda merecía la pena intentarlo: todo lo que en los últimos meses había esperado encontrar lo estaba viendo ahora en los ojos de Rita.
Se besaron despacio, abrazados, sin apenas hablar, de cuando en cuando separando sus bocas para unir sus mejillas frías, para acariciarse el pelo o la nuca, para mirar los labios que acababan de besar como si buscaran en ellos una dulzura visible.
—Vámonos —dijo de pronto. Ahora que había tomado una decisión se sentía sorprendentemente seguro de los siguientes pasos que tenía que dar. Como si de repente recordara cosas que había olvidado, ahora sabía que a los besos y a aquella emoción que lo embargaba tenía que corresponder de un modo decidido, íntimo y profundo. No podía dejar que fueran apagándose, que se perdieran sin haberles extraído las promesas que auguraban. A pesar del temor que sentía a nuevas complicaciones semimetales y a que todo aquello, a la postre, no lograra superar la categoría de imitación de su vida con Dulce, sabía que si no pasaban la noche juntos, aquellos deliciosos instantes podrían no volver a repetirse y quedar disipados en la nada. Tal vez incluso no mereciera otra oportunidad por haber sido tan tibio, por dejar que escapara el ofrecimiento mientras se preguntaba una y otra vez si debía aprovecharlo. Intuía que era uno de esos momentos en que la pasión sólo acepta el avance o el reno— ceso y no permite a nadie permanecer inmóvil para continuar en otra ocasión, en el mismo lugar y en las mismas condiciones.
—Podemos ir a un hotel —sugirió, dispuesto a buscar un territorio siempre neutral. Podía imaginar cuatro o cinco razones por las que Rita no quisiera llevarlo precipitadamente a su apartamento y ninguna de ellas le parecía un motivo de alarma, por ninguna de ellas se sentía disminuido. Sin embargo, la oyó decir:
—Prefiero que vayamos a mi casa.
Subieron al coche y regresaron a Breda por la carretera casi desierta, algunas veces cogiéndose las manos y dejándolas reposar enlazadas sobre las piernas.
En el apartamento, se besaron y se ayudaron a desnudarse mientras se besaban; se detenían cuando una prenda revelaba una parte del cuerpo que merecía ser besada o acariciada por su belleza, por su ternura, como si quisieran ir gozándolo todo sin precipitación. Tenían toda la noche para los dos solos, con la seguridad de que, a su alrededor, en la ciudad dormida nadie preguntaría por ellos.
Julián Monasterio casi nunca había actuado a impulsos de emociones repentinas e intensas; a menudo, al recibir una fuerte impresión, se detenía y, antes de continuar, esperaba un mínimo tiempo para posibilitar un reajuste en su equilibrio emocional. Ahora, sin embargo, siguiendo la decisión tomada en el restaurante, se dejó llevar por aquel primer impulso. Ya estaban desnudos y el desnudo de Rita, lejos de inquietarlo, le daba una extraña sensación de paz.
Sus caricias tenían cualidades distintas. Las de él eran en parte cautelosas: iba tocando su cuerpo todavía algo desconcertado por la alegría y el agradecimiento, sin atreverse a darle a su boca el protagonismo que ya tenían sus manos. Las de Rita, en cambio, eran caricias que sin ser explícitamente osadas, sugieren y animan al otro a la osadía: la forma apenas insinuada de entreabrir los muslos cuando la mano se detiene en las rodillas, o la manera en que la punta de la lengua penetra entre los labios del amante, esa primera penetración aparentemente tan sencilla, tan sin consecuencias, pero que de un modo tan claro revela el grado de disponibilidad de los demás órganos.
Todo fue bien, lo suficientemente bien como para que la segunda vez resultara aún mejor que la primera. Al volver a hacerlo, ambos se habían entregado ya sin reservarse nada, sin esa cautela inicial que, preocupada también por el placer del otro, impide dar rienda suelta al propio placer. De modo que cuando los susurros y los gemidos decrecieron, tenían la sensación de conocerse íntimamente, en cuerpo y carácter, porque todo acto de amor donde dos seres se entregan desnudos e inermes a la voluntad del otro, de un modo tan inocente y a la vez tan impúdico, es también una revelación del alma de quienes lo practican.
Julián Monasterio volvió del baño y se acostó a su lado. La sangre que había hinchado su sexo regresaba lentamente al corazón, y con ella un sosiego que temía haber perdido para siempre. Sorprendido, en esos momentos volvía a confiar en que, a pesar de todo, la palabra felicidad pudiera tener un significado real, que no fuera sólo el conjunto falaz de cuatro sílabas en cuya búsqueda el hombre se empeña inútilmente para olvidar la desdicha y mantenerse en pie. Encendió dos cigarrillos y le pasó uno a Rita. Afuera, los ruidos de los coches habían desaparecido, las calles parecían haberse quedado desiertas, como si todos los habitantes de Breda descansaran dormidos. Sólo el rumor del viento seguía llamando a la ventana, más allá de las cortinas. Y ellos ya estaban hablando de lo que les había ocurrido aquella noche, procurando que ningún gesto ni palabra bajara el listón del lugar adonde lo había elevado la ternura entre dos cuerpos, la ciega confianza que permite que uno se abra por la mitad para recibir al otro. Hundidos en ese cansancio placentero que no es fatiga, conversaban y se acariciaban aún, se observaban desnudos, se señalaban sus propias faltas, sus carencias o sus excesos, pero esperando que el otro lo contradijera y besara la carne donde se indicó el defecto, porque en aquellos momentos de caricias lentas e indolentes que ya no tenían la avidez del deseo, de bienestar recostados en la cama que habían calentado sus cuerpos, intentaban transformar en hermoso todo lo que fuera imperfecto, o vulgar, o rutinario.