Capítulo 14

Era el primer día de clases por la tarde y tenía a Alba sentada junto a ella, codo con codo. Como las dos estaban cansadas en esa última hora, le había dado un folio y le había pedido que dibujara lo que quisiera, pero le había sugerido que quedaría muy bien un dibujo de su familia. En un primer momento, la niña había dudado, inmóvil ante el papel en blanco, como si una resistencia interna de sus músculos y tendones le sujetara la muñeca y su mano no pudiera avanzar libremente por el folio, como si intuyera una trampa en el intento de hacerle expresar con un lápiz lo que se negaba a expresar con palabras.

Rita se preguntó si no se estaba precipitando al pedirle algo que sólo le interesaba a ella. Desde el día en que Julián Monasterio —no había vuelto a olvidar su nombre; a la mañana siguiente se le había aparecido posado en la lengua, con aquella sílaba final tan contundente que, si bien al principio le sonaba un poco tosca, a medida que la pronunciaba iba adquiriendo una dulzura insospechada— y ella estuvieron en la terraza, mientras Alba jugaba sola en la arena del parque, lo había tenido presente en su cabeza. No de una manera permanente ni ostensible, sino como una sombra grata y sutil, como uno de esos delicados perfumes que sólo se hacen notar cuando un movimiento casual lo acerca al olfato, o cuando otro olor desagradable o agresivo hace que se recuerde y entonces se lleva la muñeca a la nariz para protegerse contra la suciedad de afuera. Su imagen entraba y salía de su cabeza sin que supiera bien bajo qué estímulos, pero sí sabía que siempre lo hacía por las zonas de luz, de una manera clara y diáfana, mostrando lo que llevaba en las manos, no como en el pasado lo habían hecho Nelson o Moisés cuando iban a su encuentro, siempre deslizándose clandestinos por las paredes en penumbra y dando la sensación —le parecía ahora— de llevar entre los puños objetos dotados de filo.

De modo que no había podido resistir la curiosidad de saber más cosas de él. Aquel… —cómo llamarlo: encuentro era demasiado poco, amistad era excesivo— con el padre de la niña había comenzado de una manera extraña, abordando su intimidad, o si no abordando, al menos inclinándolo a la confidencia, cuando lo normal entre dos adultos hubiera sido comenzar hablando de lo trivial y dejar que poco a poco fueran aflorando, si surgían, las cuestiones más delicadas. Pero la conversación —y tampoco sabía precisar de qué forma— los había llevado directamente al corazón de sus preocupaciones y conflictos. Por eso, desde el día siguiente había sentido interés por conocer los detalles más sencillos de su vida cotidiana que equilibraran aquella inicial descompensación. No sabía casi nada más de él, de su trabajo, de su hogar, de sus gustos, de los lugares adonde iba en las horas en que no trabajaba o no se ocupaba de su hija. Sentía que había penetrado y conocía el interior de una casa de compleja arquitectura de la que, sin embargo, ignoraba lo más sencillo y visible: la fachada, la puerta, las ventanas.

Sospechaba que, después de aquellas confidencias, tal vez se sintiera un poco incómodo, como quien durante una noche de alcohol o excitación habla demasiado de sí mismo y a la mañana siguiente se pregunta inquieto cómo utilizarán los demás esa información. No había vuelto a verlo en los seis días transcurridos desde entonces. Siempre era la mujer que la cuidaba —Alba le había dicho que se llamaba Rocío— quien venía a buscarla.

Así que se había decidido a pedirle un dibujo de su familia o de su casa, y la niña, al fin, había comenzado mientras ella abría un libro y simulaba leer.

Había dibujado en primer lugar, en el centro del folio, el rectángulo de una piscina cerrada con una doble línea, como si temiera que el agua pudiera salirse. Dentro, emergiendo del fondo, su propia figura. La limitada habilidad de sus dedos no había impedido plasmar una actitud de bienestar, el atisbo de una sonrisa de cuchara en sil rostro entre un nimbo de gotas que caían del pelo.

Rita la había observado sin decirle nada, esperando la aparición del padre en el papel, confiando en que el dibujo ilustrara la idea que se había hecho de la relación de Julián Monasterio con su hija: la de una complicidad estrecha, excesiva y, por excesiva, poco conveniente para la serenidad de ambos. Una relación como una muralla frente al mundo exterior.

Efectivamente, su figura fue la siguiente en aparecer: de pie, fuera de la piscina, de frente mirando al agua. Alba había puesto bajo sus pies su nombre, PAPA, como si fuera consciente de la dificultad de los demás para identificarlo y quisiera dejar bien claro quién era quien estaba cerca de ella. El rostro del hombre no sonreía, pero tampoco mostraba nada amenazador o desagradable. Era tranquilo, inmóvil, neutro, y mantenía un notable equilibrio por la exacta simetría de sus extremidades. Sin embargo, advirtió que había pintado en los ángulos interiores de los ojos unos extraños semicírculos, como unos lacrimales excesivamente hinchados.

Cuando, incapaz de contener su curiosidad, la interrumpió para preguntarle qué eran, Alba contestó que los agujeritos por donde salían las lágrimas.

Retiró entonces del dibujo el dedo con que había señalado, con prevención, como si hubiera tocado sangre, como si hubiera llegado demasiado lejos con su curiosidad, conmovida por aquel detalle que revelaba una imagen del padre que sin duda había hecho una fuerte impresión en la hija. Aquellos dos lacrimales hinchados ponían una nota de tristeza, pero no contaminaban de pesadumbre el cuadro completo. Se alegró de que el retrato no lo evocara como uno de esos hombres aplastados por el fracaso que ya están impedidos para creer en la felicidad. No pudo evitar preguntarse cuántas veces lo habría visto llorar.

Dos niños aparecieron luego en la parte superior del folio, al fondo, con una pelota roja y verde entre ellos, jugando al fútbol, un poco ajenos a la atracción de la piscina. Le preguntó quiénes eran y Alba le dijo el nombre de sus dos primos.

No le sorprendió que hubiera dibujado a su madre en último lugar. Sospechaba que el modo de pintarla —su detallismo o vaguedad, el tamaño de la figura, el hueco donde colocarla—, suponía el momento más conflictivo del trabajo. Alba se había quedado dudando y hubo un instante en que giró la cabeza hacia ella, como si fuera a decirle que ya había terminado o que no quería añadir nada más.

Pero ella había seguido con los ojos fijos en el libro que no leía, simulando que no advertía sus dudas y obligándola a tomar una decisión. La niña apoyó entonces el lápiz en la parte izquierda del folio y lo mantuvo unos segundos inmóvil. Luego volvió a levantarlo. Sobre el papel sólo había quedado un punto negro. Alba dibujaba muy bien y ella supuso que no era la dificultad técnica de plasmar la imagen de su madre —si se trataba de su madre— lo que la retenía, sino la duda misma de incluirla en un dibujo donde ya estaba su padre. Al fin, con un movimiento decidido, comenzó a delinear el tronco del que surgían las piernas, los brazos —de uno de ellos colgaba un paquete con apariencia de regalo— y la cabeza. Bajo su figura no escribió ninguna palabra.

—Estoy cansada —dijo al terminar.

—Vale. Ya no más. ¿Me cuentas un poco lo que has pintado?

—Papá —señaló con la punta del lápiz—. Yo. Mis primos. Mamá.

—¿Y la piscina? ¿Tienes piscina en tu casa?

—No. Es de mis primos.

—¿Te invitan?

—Algunas veces.

—¿Mamá te trae un regalo? —señaló su figura.

—Sí.

Se fijó en la figura de la mujer. La había colocado muy separada del padre, junto al margen izquierdo del papel, tan cerca del borde que el brazo derecho apenas le cabía dentro. Su pelo era largo y vestía una falda corta. Aunque su tamaño no era pequeño ni había descuido en perfilar los detalles, parecía una figura impostada en la escena, ajena al polo de atracción con que la piscina aglutinaba a los demás personajes, mirando hacia el exterior de la hoja, como si allí afuera hubiera algo que le interesara más.

—Es muy bonito. Me gusta mucho. ¿Me lo regalas?

—Sí.

—Lo voy a colocar en el panel —se levantó y lo clavó en el corcho con unas chinchetas—, para que todos vean lo bien que dibujas.

Alba esbozó una pequeña sonrisa y comenzó a guardar los lápices en su estuche, encajando cuidadosamente cada uno en el lugar que le correspondía en la escala cromática. Sonó el timbre. Rita le hizo una caricia en el pelo y dejó que saliera.

Encendió un cigarrillo y comenzó a fumar despacio, reuniendo las fuerzas necesarias para asistir al claustro. Estaba prohibido fumar en las aulas, pero ella sólo transgredía aquella norma al final de la tarde, cuando ya no entraban allí más niños y poco después venían las mujeres de la limpieza a abrir las ventanas, a barrer, a pasar la aspiradora por la moqueta.

Bajó la escalera y se dirigió hacia la sala de profesores. Ya estaban allí casi todos, callados o charlando en pequeños grupos afines. Era el primer claustro convocado desde la muerte de Larrey y, aunque durante días todos habían especulado y hablado mucho de él, ahora nadie evocaba su nombre en voz alta. La gran mesa rectangular los obligaba a verse las caras, precisamente en unos momentos en que todos trataban de pasar de puntillas y nadie quería ser objeto de la observación general. La sospecha de que entre ellos, codo con codo, pudiera haber alguien con las manos manchadas de sangre —o la posibilidad de que los demás lo pensaran de uno— enrarecía la reunión.

Pronto llegaron Nelson, Julita Guzmán y el pequeño grupo de rezagados que esperaban en el pasillo. Si en los claustros anteriores siempre se tenía que pedir insistentemente silencio, ahora todos parecían impacientes por escuchar las palabras de Nelson. Cualquier decisión que tomara sería analizada con atención, en tanto que revelaría —del mismo modo que, tras unas elecciones generales, los decretos del primer consejo de ministros revelan las intenciones de gobierno con más claridad que todo el programa electoral— cómo serían las decisiones que tomara en el futuro.

Julita Guzmán abrió el libro de actas para leer la de la reunión anterior, para su aprobación o no, pero Nelson le hizo un gesto de paciencia.

—Antes de nada, el equipo directivo quiere agradecer a todos el comportamiento y la serenidad que han mantenido en las dos últimas semanas, la dignidad con que han sobrellevado la desgracia que tanto nos ha afectado. Al expresar una vez más que todo se ha debido a un episodio de inseguridad ciudadana, provocado por alguien ajeno al colegio, creemos estar expresando la opinión de todo el claustro. También hemos agradecido al teniente la discreción con que está llevando a cabo su trabajo, procurando evitar la presencia de agentes en el centro, y así se lo hemos comunicado en una carta que está a disposición de quien quiera verla.

Hizo una pausa y deslizó los ojos sobre todos los maestros, como si comprobara que no sólo había captado su atención, sino que la había acrecentado con aquella nueva forma de llevar una reunión, ceremoniosa y solemne, con una expresión elaborada y un cuidado en los detalles que la diferenciaba sustancialmente de los modos de De Molinos, más tosco, autoritario y breve, dispuesto a eludir toda retórica y proclive a solucionar cualquier asunto por caminos más directos.

—Sé que todos seguimos afectados por la muerte de Larrey, y que aún nos afectará durante mucho tiempo. Pero un colegio se debe a sus alumnos y es fundamental que noten lo menos posible las consecuencias de lo ocurrido. La mejor manera de lograrlo es volver definitivamente a la normalidad. Que el teniente haga bien su trabajo y nosotros hagamos bien el nuestro. Que las clases prosigan de la manera más eficaz, que los horarios se cumplan con rigor. Es la mejor ayuda que podemos darles. Por eso, aunque de ningún modo la olvidemos, este equipo directivo no volverá a tratar de un modo oficial el asunto de su muerte, a menos que surja una noticia objetiva en la investigación. Creo que el propio Larrey, que tanto se preocupaba por los alumnos, estaría de acuerdo.

Rita vio cómo había un asentimiento general de cabezas que, comenzando por la derecha de Nelson —como esas olas que recorren las gradas de los estadios de fútbol—, pasaba junto a ella y daba la vuelta a la mesa hasta morir en Julita Guzmán. Todos parecían compartir las ajustadas palabras del nuevo director que, en definitiva, podrían repetir luego fuera del colegio, acaso porque explicaban sus propios deseos mejor de lo que todos ellos serían capaces de explicar.

La secretaria comenzó a leer el acta de la reunión anterior, pero Rita no pudo prestar atención. Seguía pensando en las palabras de Nelson que invitaban oficialmente al olvido de Larrey, de un modo cortés, compasivo e incluso como un homenaje, pero a un olvido con el que todos parecían estar de acuerdo. Si su muerte en un principio había sido un acontecimiento brutal y doloroso, ahora, con el paso de los días, desaparecidos el dolor y la brutalidad y sin indicios sobre el homicida, sólo causaba una muy incómoda inquietud que era mejor apartar de lado hasta que otros —el teniente o el detective alto que un día rondó por el colegio— vinieran a eliminarla. Larrey estaba muerto y había que compadecer a su familia, pero para qué seguir lamentándose si al fin y al cabo todos ellos seguían vivos. Miró alrededor y se dijo que no era verdad que sus compañeros estuvieran tan afectados como Nelson había dicho. Dentro de pocas semanas nadie se acordaría de él, de la forma en que murió, de que no tuvo tiempo para que su cabello se volviera blanco. Escuchaban ya la lectura del acta que hacía Julita Guzmán y estaba segura de que ninguno se planteaba siquiera la posibilidad de pedir el traslado a otro centro que no estuviera manchado de sangre. Se sentían cómodos allí, en un destino tranquilo y rutinario en el que esperar la jubilación. Y si alguno de ellos, al retrasarse una tarde, con las clases terminadas, aún se inquietaba al caminar por un pasillo solitario y oscuro del colegio, su inquietud ya tendría menos intensidad que su pereza.

Julita Guzmán seguía leyendo rutinariamente el acta cuyos temas nadie recordaba. Rita sabía que no habría ninguna objeción, para terminar pronto e irse cuanto antes. En ese momento decidió que al menos ella sí pediría el traslado. No podía quedarse allí, conviviendo con la sombra de algo anómalo. Irse a cualquier ciudad dormitorio de una urbe grande y lejana, o tal vez a un pueblo de la costa donde en verano brillara mucho el sol y llegaran gentes rubias y altas que amaran el agua del mar y hablaran otro idioma, y en los inviernos fuertes ráfagas de un viento salobre e higiénico ventilaran las aulas del colegio elegido…

A su lado oyó la voz de Matilde Cuaresma que le contaba a una compañera más joven un conflicto que había tenido en clase con uno de sus alumnos. La lectura del acta no era interesante y habían surgido ya algunos cuchicheos. Entre las palabras de la mujer de De Molinos distinguió claramente unas frases que allí —en la sala de profesores, en el lugar que debía ser el centro medular del colegio, de donde dimanara todo el fluido benéfico, como el altar en una iglesia o el reactor en una nuclear— le resultaban casi obscenas:

—En esos casos, lo mejor es ponerlos de pie en un rincón, mirando a la pared. Eso les duele mucho a los niños.

También Rita dejó de escuchar a la secretaria. Aquel comentario susurrado junto a ella incrementaba su malestar. Si a los niños se los veía como a enemigos molestos a quienes había que domeñar sin importar el modo, todas las decisiones tomadas en aquella sala de gestión no servían para nada. Papeles mojados para salvar las apariencias frente a la administración que se ignorarían en cuanto el maestro cerrara la puerta del aula a sus espaldas. Se dijo que no todos sus compañeros de profesión eran así, y que sería muy injusta si no supiera reconocerlos. Pero su estado de ánimo en aquellos momentos estaba demasiado bajo para ser ecuánime. Mientras Julita Guzmán leía las últimas líneas del acta, deslizó su mirada por los rostros colocados alrededor de la gran mesa rectangular, por las expresiones que apenas lograban disimular el aburrimiento y la impaciencia. Ésos eran los firmes pilares de la escuela pública. Tan seguros de estar haciéndolo bien como colectivo que ninguno de ellos sabía más de su profesión a los cincuenta años de lo que ya sabía a los veinte, tan satisfechos de su eficacia, preparación, entrega y resultados que la gran mayoría de ellos llevaba a sus hijos a la enseñanza privada. En una revelación repentina comprendió por qué los hijos de maestros casi nunca elegían continuar la profesión de sus padres. Además del poco aprecio social, desde sus primeros años debían de haberles oído quejas sobre su trabajo, sobre la ingratitud del entorno, sobre un malestar diario que se acercaba mucho a la amargura. Con mensajes así, era comprensible que ninguno de sus compañeros tuviera un hijo decidido a consolidar una tradición docente en la familia, como, en cambio, ocurría con tantos abogados, o médicos, o arquitectos, esas sagas profesionales cuyo prestigio va acrecentándose en la misma proporción en que las continúan varias generaciones.

De nuevo estaba hablando Nelson, abordando ya los puntos del orden del día: reuniones informativas con los padres, actividades extraescolares, detalles de organización interna, pequeñas modificaciones sobre burocracia y gestión.

Rita estaba esperando algo más, pero en quince minutos había terminado. ¿Eso era todo lo que tenía que decir? ¿Ésas eran las mejoras que a veces, cuando no era director, había expuesto como necesarias? Miró alrededor esperando algún comentario, alguna pregunta, alguna sugerencia, algún atisbo de decepción que corroborara la suya y le indicara que no estaba sola, pero todos callaban satisfechos de que nada esencial cambiara. Hasta De Molinos parecía un poco sorprendido de que, en el fondo, aquel claustro se pareciera tanto a los que él había presidido hasta unas semanas antes.

Mientras hablaba, Nelson no había mirado ni una sola vez hacia ella, como si temiera encontrarse con sus ojos y ver en ellos la decepción.

Todo transcurría por los tranquilos cauces de la inercia cuando bajo el vago epígrafe de «Otros asuntos» se llegó al último punto previsto. Corona, el jefe de estudios, tomó la palabra para recordar las fechas de las celebraciones escolares y mostró algunas de las informaciones y convocatorias que se habían recibido.

—También ha llegado el flúor —añadió Nelson—. Os recuerdo que se les da semanalmente a los niños. El conserje os llevará una garrafa a cada clase.

—A la mía no es necesario que la lleve. No pienso ocuparme de eso. La salud de los niños es una responsabilidad de los padres y son ellos quienes deben encargarse.

Era la primera vez que hablaba De Molinos y todos miraron hacia él, extrañados por la dureza de su tono en un asunto tan baladí. Rita pensó que su intervención oponiéndose a Nelson se debía menos al pequeño trabajo de hacer que los niños se enjuagaran la boca con flúor durante un minuto que a la necesidad de rechazar alguna de sus propuestas y renegar así de su nueva condición de gregario.

—En todo caso, que venga alguien de Sanidad a dárselo. No es responsabilidad nuestra que a un niño le salga una caries. Será de los padres o de los médicos, pero no nuestra. Bastante trabajo tenemos con enseñar matemáticas, lenguaje y religión para además tener que encargarnos de sus hábitos de higiene.

Rita esperó que Nelson respondiera con alguna réplica rápida y brillante que anulara la oposición de De Molinos. Sus últimas frases la habían molestado profundamente. Por las especiales características de su propio trabajo, que a menudo se acercaba a lo terapéutico, se sentía aludida por ellas. Algunas veces había afirmado que enseñar a vivir respetando a los demás, odiando la violencia, manteniendo una mínima higiene… no sólo era tan importante como una ley física o un concepto de geografía, sino que ambos tipos de conocimientos no podían ser separados. Dudaba de que nadie pudiera amar las ciencias naturales, o las matemáticas, o el lenguaje sin amar al mismo tiempo los hábitos de limpieza, o el sosiego que se deriva de ordenar el mundo reservando un hueco para cada cosa y para cada ser vivo, o la confianza en el valor de la palabra frente a la fuerza. Y Nelson siempre había estado de acuerdo con ella. Por eso le extrañó la respuesta conciliadora y temerosa que ya estaba dando:

—Tal vez podamos arreglarlo de alguna forma.

Se irguió un poco en su asiento, curiosa por saber qué arreglo proponía. Miró a Manuel Corona, el jefe de estudios. Pero tampoco él, que siempre insistía en la necesidad de cuidar la higiene en el centro y que daba ejemplo con su personal pulcritud, parecía dispuesto a intervenir.

—Tenemos flúor suficiente para todos los niños. Podemos escribir una nota a los padres. El que quiera, que traiga un recipiente. Se les entregan las dosis correspondientes a cada alumno y que cada cual las administre en su casa —propuso Nelson.

—Me parece lo mejor. Nadie puede obligarnos a hacer esas tareas —adujo alguien.

Estaba escuchando todo aquello con perplejidad y con un intenso sentimiento de vergüenza. No sabía si podían obligarlos a esa tarea en concreto, aunque sí a enseñar hábitos de salud. Del mismo modo, tampoco se decía expresamente en la programación que estaban obligados a atarle el cordón del zapato a un niño de tres años que se dispone a bajar una escalera de veinticinco peldaños, y lo hacían. Pero lo que aumentaba su irritación es que fuera precisamente Nelson quien había propuesto aquel… apaño. No encontraba una palabra mejor para nombrarlo.

—Bien. Entonces lo haremos así. Se repartirá el flúor a quien lo pida y nos olvidamos de ese asunto.

—Creo que no debemos olvidarnos de ese asunto —se rio de pronto negando sus palabras y esforzándose por contener la agresividad que sentía contra la mayor parte de los cuarenta rostros que la miraron sorprendidos por su reacción—. ¿Cuántos años lleva en marcha ese programa de salud? —preguntó.

—Diez o doce —dijo Manuel Corona.

—Y hasta ahora siempre se había cumplido.

—Sí.

—No creo que sea una buena idea abandonar uno de los pocos hábitos favorables que les hemos inculcado a los alumnos.

—Yo tampoco creo que diez o doce años sean suficientes para inculcarles un hábito —replicó una de esas voces incapaces de disociar el humor de la malicia o el sarcasmo.

—Por otra parte, sabemos que no vendrán a recogerlo precisamente los niños que más lo necesitan, aquellos cuyos padres no les han comprado nunca un cepillo de dientes —añadió, ignorando aquel comentario. En otros momentos hubiera sentido una cierta vergüenza al pronunciar palabras así ante tanta gente que fijaba en ella sus miradas, pero su exaltación las hacía coherentes con lo que antes había dicho.

Nelson se quedó mirándola como si calculara el camino más corto para atravesar un bosque, sin saber qué decisión tomar.

—Yo te dejo mi clase para que tú vayas a dárselo —oyó de nuevo a Jaime De Molinos, que había esperado un silencio para dirigirse a ella con una de esas réplicas malignas que siempre lograban dejarla sin palabras.

—De acuerdo, de acuerdo —intervino Nelson, conciliador—. Que cada cual haga lo que crea conveniente. Darlo en la clase o repartirlo para que se lo lleven a casa.

Distraída y debilitada, en silencio, ignoraba qué más temas se habían tratado, pero poco después vio que todos se levantaban para marcharse. No había escrito nada en el folio de la reunión: un papel en blanco que reflejaba mejor que ninguna otra cosa el vacío que sentía en su interior. Nadie había elevado la voz para apoyarla y aquella indiferencia general le recordaba que había más de un camino para llegar a herirla. Cerró su carpeta sin mirar a nadie, diciéndose que estaba sobrevalorando un asunto secundario que la irritaría de un modo inútil y demasiado duradero. Pero no podía olvidarlo. De acuerdo, se dijo, pediría el traslado dentro de unas semanas, en cuanto saliera la convocatoria.

De vuelta en el gabinete, estaba recogiendo su bolso cuando llamaron a la puerta y entró Nelson, cerrando a sus espaldas.

—¿Qué quieres?

—Has salido muy disgustada de abajo.

—Claro que sí. Y tú vienes a decirme que no me preocupe.

—Sí. A eso venía.

Lo miró a los ojos, buscando las palabras que no pudo decirle en la reunión.

—Me parece increíble cómo has cambiado. Si hace unas semanas me hubieran dicho que ibas a defender en un claustro a De Molinos, que ibas a estar de acuerdo con su pereza y con su forma de entender lo que es un niño y un colegio, no lo hubiera creído.

—No es así, Rita. Sabes que no es así. Un colegio no es un campo de batalla donde hay que aplastar al enemigo. A veces es necesario ceder en cuestiones pequeñas para no transigir con las más importantes.

—Eso ya lo he oído en otro sitio, y dicho con mejores palabras. Pero son precisamente las cuestiones en apariencia pequeñas las que diferencian a un colegio agradable y eficaz de una guardería o un reformatorio. Creía habértelo escuchado alguna vez.

—Lo que sé es que no merece la pena enfadarse por algo tan nimio. No está demostrada la eficacia del flúor.

—No, claro. Sobre todo en niños que sólo irán al dentista cuando tengan la boca podrida y ya sea irremediable. Este es un colegio público, no un internado de lujo. A algunos niños, o se les da aquí el flúor o no tendrán otra cosa. Sólo te falta repetir que a ti tampoco te importa que un grupo de alumnos tenga una caries más o menos.

Sentía tanta firmeza, tanta convicción en lo que estaba diciendo, que una cierta exageración en sus palabras carecía de importancia. Avanzó hacia la puerta para salir, pero Nelson no se movió. Vio cómo su mano —la mano zurda que tanto la había atraído en otro tiempo— se elevaba y le cogía suavemente el brazo.

—Creo que estás exagerando y que todo esto no te hace ningún bien. No puedes ser más severa con tus propios compañeros que con tus alumnos.

—Claro que sí puedo. No tengo motivos para ser severa con los niños —se soltó el brazo—. Déjame pasar, por favor.

—Rita, entiendo que estés nerviosa. Larrey era muy amigo tuyo y sé cuánto lo querías. Pero no entiendo que derives hacia mí tu malestar. Yo no lo maté y no tengo ninguna culpa de que lo mataran.

—Tú nunca tienes culpa de nada, Nelson. De nada —dijo en voz baja, sintiéndose de pronto muy cansada de luchar sola contra aquel malestar que debía de ser muy evidente y que, sin embargo, nadie venía a calmárselo. Lo apartó suavemente y salió.

Ya estaba oscureciendo y los niños que siempre se quedaban jugando en el patio también se habían marchado a sus casas, dejando las pistas desiertas. Caminó sola, recordando el comentario mordaz de De Molinos invitándola a que fuera a su clase a hacer su trabajo. ¿Por qué era inevitable encontrar en todas partes gente que hace daño?, se preguntó. ¿Por qué tantas veces terminaba en conflicto con quienes la rodeaban por el sencillo hecho de intentar ser honesta y cumplir bien con sus clases, cuando esas condiciones, al contrario, debían ser el pasaporte para ser querida? Desde la muerte de Larrey sabía que no iba a encontrar el mismo cariño en nadie del colegio, pero al menos esperaba que todos fueran corteses. Ella había llegado a Breda sin conocer a nadie, por motivos de trabajo. Atrás había dejado a su familia, su ciudad, a un grupo de amigos de los cuales algunos la habían defraudado. En general estaba segura de que en el nuevo lugar todo iría bien y no le haría mal a nadie y nadie tendría motivos para herirla. Y un día descubres, se dijo, que por todas las puertas se cuelan la maldad y el impulso de hacer daño sin que se haya hecho nada para provocarlo.

Estaba pasando por la terraza frente al parque donde seis días antes se había sentado con Julián Monasterio y de pronto lo recordó con una intensidad inesperada. Tanto que se detuvo en la acera unos segundos, pensando que en esos momentos le hubiera gustado mucho encontrarlo y estar con él charlando de cualquier cosa, sentada en una de aquellas sillas blancas con una bebida en las manos. Sentía la seguridad —sin nada concreto que la justificara— de que nunca, pasara lo que pasara, él hablaría contra ella de un modo que provocara las risas de los otros.

Retomó el camino hacia su casa, pero de pronto cambió de dirección para ir hacia su tienda, en una calle comercial cerca de la plaza. A través del escaparate lo vio sentado frente a un ordenador. En una mesa al lado había otro hombre, más joven que él, y supuso que era su empleado.

No tenía ninguna razón para estar allí mirando y ya iba a marcharse cuando él, al levantarse para coger algo, la vio en la calle, al otro lado del cristal. Fue hacia ella, abrió la puerta y salió afuera, como si adivinara que Rita estaba allí por algún motivo que no incumbía a la informática y no quisiera que su empleado los oyera hablar. En su rostro, una primera y fugaz expresión de alegría al verla dejó paso a un gesto interrogativo, casi de preocupación, el mismo gesto de vulnerabilidad que ya le había visto en algún momento de los dos encuentros anteriores y que la inducía a tranquilizarlo. Comprendió que estaba temiendo que le dijera algo sobre Alba, que las clases no iban bien, o que había retrocedido en su avance. Se saludaron y Rita casi se precipitó a decir:

—Pasaba por aquí y me detuve un momento a mirar. Luego te vi dentro.

—¿Ahora sales del trabajo? —le preguntó señalando su carpeta.

—Sí.

—Es muy tarde.

—Hoy hemos tenido una reunión.

Julián Monasterio miró hacia dentro de la tienda, donde Ernesto seguía tecleando ante un ordenador. El suyo también estaba encendido.

—Tengo que terminar un pequeño trabajo y volver a casa para ver a Alba. ¿Te apetece que nos veamos después, para charlar un rato? ¿Para cenar? —sugirió.

—Sí —aceptó.

Acordaron la hora y el lugar y se despidieron con un hasta luego promisorio y reconfortante.