Capítulo 13

Sus pupilas tardaron unos segundos en acomodarse a la brusca penumbra de la iglesia, un tiempo que siempre le producía un pequeño, pero intenso, brote de miedo: ya no veía lo que ocurría en la luz de la calle, pero aún tampoco veía nada del interior del templo. En ese momento de tránsito tenía la sensación de ser un ciego al borde de un precipicio a merced de cualquier vidente que quisiera empujarla al vacío. Cada mes que pasaba se sentía más torpe, más frágil y más lenta en reaccionar a cualquier estímulo, cada curso le costaba más esfuerzo controlar el frenético ritmo de los alumnos que día a día iban siendo más rápidos, más duros, más fuertes, más independientes.

A aquella hora de la tarde, las seis y media, el sol iba desapareciendo de los estrechos vinales y el pequeño templo contraía sus espadañas y se acurrucaba en la oscuridad como un caracol. Sólo la luminaria circular absorbía un poco de la cada vez más escasa luz exterior para dejarla caer lentamente sobre el atrio como una niebla húmeda y lenta que hacía bajar varios grados la temperatura.

Julita Guzmán retuvo un escalofrío y avanzó hacia la pila de agua bendita encastrada en una columna. Uno de los últimos rayos de sol rebotó en algún sitio y produjo extrañas chispas de reflejos en el agua, como si de la pila salieran mariposas. Se humedeció el corazón y se santiguó lentamente, dejando una pequeña mancha de humedad en su frente y en sus labios.

La iglesia estaba casi vacía. Sólo algunas figuras negras, de rodillas, parecían orar o pedir algo a la cruz o a los santos que las contemplaban impávidos desde sus hornacinas. Sin mirarlas, se dirigió hacia el sitio que ocupaba habitualmente, en el extremo de un banco de la mitad anterior, un pedazo de madera gastada que casi consideraba como suyo. Desde allí podía salir rápidamente a la calle en las contadas ocasiones en que el templo se abarrotaba, casi siempre misas de funerales por algún compañero muerto, pero también, en una ocasión, por un ex alumno del colegio, como aquél a quien habían expulsado y había terminado agonizando pocos años más tarde, víctima de una de esas enfermedades que ella nunca padecería y que tanta vergüenza le daba nombrar. Desde aquel asiento, además, estaba muy cerca del confesionario y podía ver si don Lucas se hallaba dentro. A ella le gustaba confesarse en días como aquél, días de entre semana, cuando no había que esperar y podía estar segura de que el sacerdote escucharía con atención sus pequeños pecados rigurosamente ajustados al catecismo. Los fines de semana el templo estaba demasiado concurrido, había mucha gente laxa que creía conseguir la salvación con la simple visita dominical, también algún turista apenas vestido, irrespetuoso y chillón. Sospechaba que los días festivos el sacerdote se impacientaba con ella, aburrido de escuchar siempre lo mismo. Julita Guzmán se decía que, puesto que todos sus pecados eran veniales, don Lucas no quería entretenerse mucho con ella cuando los fines de semana llegaba a la iglesia tanta gente con el alma inquieta por ofensas, desprecios, robos, mentiras, por abandonarse al placer. Aunque, otras veces, esperando en su banco y viendo cuánto se demoraba con chicas o mujeres jóvenes, no lograba evitar las dudas y llegaba a pensar que la dejaba de lado para escuchar historias e intimidades más… Al fin y al cabo, el sacerdote era un hombre. Y estaba segura de que no existía ningún hombre sobre la tierra lo suficientemente disciplinado y casto como para resistirse a escuchar de labios de una mujer confidencias de ese tipo.

La mujer que ahora cabeceaba ante la rejilla era una anciana. No tardaría mucho. Julita Guzmán comenzó a rezar un padrenuestro, concentrándose para no equivocarse en los cambios del texto que aún era incapaz de mecanizar, atada al viejo orden de las palabras antiguas que seguían pareciéndole más solemnes y eficaces. Sin embargo, antes de terminar, su atención ya se había diluido en la placidez que le concedían aquellos momentos en la iglesia casi vacía, el único lugar público donde se sentía segura y encontraba la paz.

Aquella especie de agorafobia que siempre había sufrido se le había acentuado con los años y cualquier espacio donde se acumularan más de treinta personas le daba pánico, le hacía sentirse como una pluma a merced de una inminente estampida de búfalos. Cuando no podía eludir la asistencia a una aglomeración buscaba una pared donde apoyar la espalda, colocarse cerca de las salidas y rehuir cualquier contacto físico. A mujeres como ella, que nunca habían amado, a quienes nunca había tocado la dura mano de un hombre, tanta cercanía les resultaba insoportable. Había llegado a la conclusión de que el mundo estaba demasiado poblado y que por eso la gente tenía que apretarse —las bocas demasiado cercanas, el aliento y la saliva, las caderas rozándose al andar por las calles repletas, las nalgas y los vientres frotándose al esperar en las colas— dando lugar a tanta promiscuidad y a tanta violencia que podrían evitarse manteniendo vacío un espacio de seguridad. La cercanía, pensaba, es la primera condición para el contagio, y puesto que en todo ser humano hay virus, de índole física y moral, la mejor forma de profilaxis es la separación, cuando no un radical aislamiento.

Así que prefería las pequeñas y antiguas iglesias a la más solemne y ostentosa catedral, donde se sentiría apabullada por la abundancia de tumbas en el suelo y por la altura y grandiosidad de cúpulas, retablos, capillas, columnas, órganos, coros y rejerías. Aquéllas eran el ámbito idóneo en tamaño y decoración, porque, en el otro extremo, también despreciaba esas modernas parroquias de barrio construidas con cemento, pavés y ladrillo visto que prescindían de la nobleza de la piedra —Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

La anciana abandonó al fin el confesionario y Julita Guzmán fue a ocupar su sitio. Se levantó un poco la larga falda gris para que no la incomodara al arrodillarse sobre la gastada pana roja del reclinatorio y repitió en voz baja las mismas palabras de siempre. A través de la rejilla oyó la voz cansada del sacerdote respondiéndole y, tras una pausa más larga de lo necesario, en su última frase creyó advertir los restos de un bostezo.

Siempre se confesaba en el mismo orden, repasando uno a uno los diez mandamientos para sentirse segura de que nada quedaba en el olvido. Amarás a Dios sobre todas las cosas, y lo amaba y, si hubiera tenido poder, habría impuesto íntegros sus preceptos sobre toda la Tierra con la única ayuda de una legión de ángeles sin sexo, armados con los óleos y el cuchillo de los sacrificios. No tomarás el nombre de Dios en vano, y su boca sin labios sólo se atrevía a mencionarlo en la plegaria y en la catequesis, con tanta piedad que a veces, al susurrarlo, creía arder como una zarza. Santificarás las fiestas, y no sólo las fiestas, a menudo convertidas por la multitud ruidosa y perfumada en una mascarada de domingo, sino que casi todas las tardes iba a su iglesia a escuchar misa, desde hacía décadas, las mismas décadas que había empleado en adquirir un completo curriculum de bulas, jubileos e indulgencias con las que, sin embargo, no lograba sentirse totalmente segura de su salvación. Honrarás a tu padre y a tu madre, y aunque estaban muertos, cada día de Difuntos los evocaba con una memoria que aún no había dado la más mínima muestra de debilidad al recordar sus rostros, su rígida herencia moral. No matarás, y temía el color de la sangre y el contacto incluso con la de los niños más puros, y a nadie había matado, aunque en ocasiones se sorprendía de la turbulencia de su odio y deseaba que murieran algunos de sus semejantes. No cometerás actos impuros, desde hacía tantísimo tiempo, una mujer que nunca en su juventud abrió los muslos ni los labios, una mujer casta en una ciudad llena de lujuria. No burlarás, y nunca había robado un alfiler o una naranja, y ni siquiera cuando había podido hacerlo con total impunidad, en su trabajo de secretaria gestionando los fondos del colegio, había desviado a su bolsillo ni una sola peseta ni un regalo. No dirás falso testimonio ni mentirás, y a nadie mentía expresamente, si bien tenía que reconocer que no siempre decía toda la verdad, todo lo que sabía. No consentirás pensamientos ni deseos impuros, y de sus pesadillas había desaparecido todo lo que ella consideraba como impuro, los deseos de las lobas o la humedad de los cerdos. No codiciarás los bienes ajenos, y también cumplía ese último precepto, no tanto porque casi todo lo que necesitaba para su bienestar material presente y futuro lo había ido guardando ya en años anteriores cuanto porque lo necesario para su bienestar espiritual —no estar tan inmensamente sola y no tener tanto miedo— no eran objetos y, por tanto, no podría arrebatárselo a nadie sin que al cogerlo cambiara de sustancia.

Su confesión, pues, era un paseo triunfal por las avenidas de la virtud. Los pocos obstáculos que encontraba se reducían a pequeñas faltas veniales, a no haber cumplido lo suficiente con el deber de caridad o a no haber luchado contra la pereza. De modo que no solía demorarse mucho en el reclinatorio. Porque lo que en verdad hubiera supuesto un conflicto irresoluble para don Lucas era un examen de conciencia sobre aquel undécimo mandamiento que no figuraba en las tablas de Moisés y cuya transgresión hacía estéril el acatamiento de todos los demás: y al prójimo como a ti mismo. A veces, con un atrevimiento sacrílego del que enseguida se arrepentía, Julita Guzmán se preguntaba por qué Cristo tuvo que añadir aquellas siete palabras, cuando sin duda también Él sabía que hay semejantes a quienes es imposible amar. O más aún, a quienes es difícil no odiar. Si bien ella procuraba aceptar avant lettre todos los pasajes de los dos testamentos, en aquellas siete palabras buscaba una alegoría que pudiera interpretarse en un sentido oculto o figurado. Porque era un precepto demasiado exigente, imposible de cumplir: si tanto esfuerzo costaba amar a un solo ser humano, ¡cuánto más suponía amar a toda una colectividad!

Pero pronto se reprendía por su falta de fe, por su flaqueza, por su arrogancia al dudar de la exactitud de los textos sagrados, precisamente cuando más necesario era ajustarse a la doctrina, en unos tiempos en que cada cual se atrevía a juzgar por su cuenta qué era o qué no era pecado.

Ahora ignoró de nuevo el último mandamiento y esperó la rutinaria absolución del sacerdote. La penitencia también fue la de siempre.

Don Lucas apartó la cortinilla granate y salió del confesionario. Lo vio subir la escalera del altar con paso cansino y esforzado. Algunas gentes más habían llegado para escuchar misa, pero a Julita Guzmán todavía le parecieron insuficientes. Los murmullos respondiendo a las primeras palabras del sacerdote no llenaban el espacio del templo, eran voces apagadas que hacían un desolador contraste con los gritos de los niños en el exterior, con los pitidos de los automóviles que penetraban en la intimidad de lo sagrado como una marea poderosa e indiferente a la solemnidad de la liturgia.

El acólito que lo asistía le abrió el libro por la página marcada y don Lucas, inclinándose muy cerca sobre él, comenzó a leer la parábola del día. Presentáronle unos niños para que los tocase, pero los discípulos los reprendían. Viéndolo Jesús, se enojó y les dijo: Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de los tales es el reino de Dios.

Julita Guzmán se removió un poco en su asiento, incómoda, porque aquella tarde aparecían demasiados detalles inquietantes. ¡Y aún faltaba la hora de catequesis! Se había comprometido porque faltaba gente preparada que quisiera impartirla y don Lucas se lo había pedido con tanta insistencia que no hubiera podido seguir negándose sin revelar que no le gustaban los niños, que, como los discípulos en la parábola bíblica, prefería mantenerlos lejos de ella durante el mayor tiempo posible. Porque, ¿cómo contarle al sacerdote que por su aversión y miedo hacia ellos se había vendido a Nelson cuando le propuso continuar en la secretaría, traicionando así dos décadas de amistad y confianza con el anterior director? ¿Cómo contárselo a nadie? Los niños eran seres diabólicos cuyos rostros tenían más atributos en común con las gárgolas de la cornisa que con los rosados angelotes que revoloteaban alrededor de la Virgen en los rompimientos de gloria de los cuadros del retablo. El primer artista que los pintó de ese modo tan inocente debía de desconocer su crueldad, su testarudez y su torpeza; estaba segura de que nunca se había encerrado durante cinco horas al día con veinticinco criaturas frenéticas por la excitación del juego, por las peleas y el contacto con los otros.

Acaso en algún tiempo habían sido de otro modo, dóciles y respetuosos; un tiempo en que se les podía azotar —sin saña, pero con la debida firmeza— sin que los padres vinieran a protestar como si hubieran recibido ellos los azotes, amenazando con denunciar y llevar el nombre y la foto del maestro a todos los periódicos del país, como si fuera un delincuente. Pero ese tiempo había quedado muy atrás, en una época dorada en que no había una sola palabra en todo el argot pedagógico que mereciera un mayor aprecio moral que la palabra disciplina.

¿Y qué podía hacer ella contra todo esto de ahora, contra niños y padres confabulados en la misma rebelión?

Don Lucas ya estaba ofreciendo la comunión. No lo había advertido y salió precipitadamente de su banco para llegar a tiempo antes de que terminara con las tres o cuatro mujeres comulgantes. La mano temblorosa del sacerdote puso en su lengua la oblea consagrada y Julita Guzmán se retiró despacio, con la cabeza agachada, sintiendo que el pan ácimo se le pegaba al paladar seco y gastado y que no tenía saliva suficiente para humedecerlo.

Se quedó sola en el templo cuando terminó la misa. Los niños no tardarían en llegar. Sentada en el banco, pensó en lo que iba a enseñarles ese día. A veces, antes de que Nelson ocupara el despacho, solía traer fotocopias de textos bíblicos, de poesías religiosas o de vidas de santos que hacía en la propia fotocopiadora del colegio. Con De Molinos aquella pequeña infracción no constituía ningún problema; con su conciencia tampoco, puesto que no era su provecho, sino el apostolado, lo que la movía. Pero ahora no se atrevía a hacerlo. Aunque Nelson le había pedido que realizara su trabajo con la misma autonomía con que venía haciéndolo, ya no podía permitirse aquellas pequeñas libertades. Cierto que no era una cuestión económica, porque en definitiva las cantidades de dinero público desviadas para el servicio de la religión eran insignificantes, sino de comodidad. La última vez que había ido a una tienda de reprografía —tras el mostrador, chicas de labios rojos y uñas pintadas, indiferentes con ella, pero muy amables con los clientes masculinos, y sonrientes hasta el punto de que le habían hecho preguntarse por qué la gente sonríe tanto, qué motivos de risa encuentra alrededor— a sacar copias de uno de sus viejos y amarillentos libros de oraciones y vidas de mártires, había sorprendido el gesto de sorna que se cruzaban las empleadas.

Don Lucas reapareció por la puerta de la sacristía. Se acercó a ella y le entregó una copia de la llave. Julita Guzmán adivinó cuáles serían sus siguientes palabras.

—Tengo que irme ya. Hoy me encuentro muy cansado. Cierre usted la puerta y mañana me da la llave.

No era la primera vez que ocurría, pero no podía negarse, y aunque al principio se había sentido orgullosa de aquel privilegio que se le encomendaba —custodiar la casa de Dios—, ahora ya no le gustaba nada quedarse sola en la iglesia. Cuando tenía que hacerlo, a medida que iba apagando las luces sentía crecer en ella el miedo al húmedo silencio de las piedras, a los huesos enterrados bajo las lápidas, al olor de los cirios recién apagados, a las cicatrices sangrantes de las viejas estatuas.

—¿Las clases van bien? —le preguntó el sacerdote de un modo que revelaba el deseo de escuchar sólo una respuesta afirmativa que no comprometiera su descanso.

—Bien. Aunque podrían mejorar si los niños pusieran un poco más de interés.

—El signo de los tiempos —replicó. La frase rutinaria de resignación y despedida que utilizaba siempre que no tenía nada que decir o no quería seguir hablando.

Julita Guzmán volvió la cabeza para verlo caminar hacia la puerta, oscuro y encorvado, de camino hacia la habitación que ocupaba en la casona parroquial. En momentos así le parecía tremendamente viejo y lamentaba la escasez de vocaciones que obligaba a la Iglesia a mantener en activo, sin jubilarlos, a ancianos decrépitos. Porque la gente joven seguía sintiendo un radical desdén hacia los templos y las sacristías. Y si había algunos que escuchaban la llamada interior que los convocaba en ayuda de los demás, dirigían esos impulsos hacia aquellas oenegés que en realidad tanto daño le estaban haciendo al apostolado, porque usurpaban desde el laicismo territorios tradicionalmente gestionados por los agentes del Vaticano.

De repente comenzó a impacientarse por la tardanza de los niños. La penumbra se había adensado y se precipitó hacia la sacristía para encender algunas luces. No había muchas bombillas ni eran muy potentes, pero su claridad la reconfortó enseguida. Introdujo unas monedas en el cepillo y encendió varias velas de un atril viejo y arrinconado entre los nuevos paneles de energía eléctrica. Le seguían gustando los añejos aromas a incienso y cera, aunque ahora ya apenas quedaban. Estaban siendo barridos por los agresivos olores de los productos de limpieza y por la mezcla de los perfumes que se ponían casi todas las mujeres, desde las jovencitas recién salidas de los colegios a las ancianas cuyos maquillajes no lograban ocultar que tenían edad para ser sus abuelas. Apagó la cerilla mientras oía las pisadas y las voces de los primeros niños. Al fin habían llegado.

Esperó a que se sentaran en los bancos y terminaran de charlar. Para ella, el templo era, más aún que el aula, el lugar donde se guarda silencio, pero ni siquiera allí era fácil mantenerlos callados. Iba a santiguarse para iniciar la clase cuando advirtió la ausencia de Marta, la niña que con más atención la escuchaba siempre. A sus nueve años demostraba tanta bondad, inteligencia y fe en Dios que le había hablado de ella a don Lucas como una joya en bruto a quien debían cuidar para destinarla en el futuro al servicio de la Iglesia.

—¿Y Marta? —preguntó—. ¿Está enferma?

Los niños se miraron entre ellos, sin atreverse a responder.

—Beatriz —se dirigió a una de sus amigas—, ¿Y Marta?

—Ha dicho que no va a venir más —respondió la niña en voz baja.

—¿Que no va a venir… más? —preguntó con cautela, temerosa de lo que su pregunta podría desencadenar.

—No.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Sus padres se han hecho Testigos de Jehová.

—¿Testigos de Jehová? ¿Así, de pronto?

—Sí —repitieron varios, casi con vehemencia, como si, una vez comunicada la noticia, todos estuvieran impacientes por dar detalles.

Tuvo que sentarse en la silla que colocaba frente a los bancos, porque las piernas le estaban temblando. Una vez más tenía la evidencia de que, de un modo u otro —y a pesar de su larga edad, su jerarquía y el saber acumulado en treinta y cinco años intentando que no la engañaran—, en su relación con los niños ella siempre terminaba perdiendo.

Los alumnos callaron al ver en su rostro una decepción y un dolor que iban más allá de la impaciencia ante sus torpezas o su mal comportamiento. Como si ellos hubieran sido cómplices de la deserción de Marta, se quedaron inmóviles y silenciosos, un poco asustados de la forma en que la catequista los miraba, como si todos ellos fueran miembros de una secta. Un minuto más tarde, sin embargo, vieron cómo la profesora se levantaba con esfuerzo de la silla, se hacía un hueco entre ellos en el borde de un banco y se arrodillaba mirando hacia el altar. Luego escucharon sus palabras:

—Vamos a rezar todos un padre nuestro por el regreso de Marta al camino de la verdad.

* * *

Los niños ya se habían marchado. Recogió la silla y, al pasar frente al altar, se arrodilló, persignándose con lentitud. Estaba muy cansada. Apagó las luces en el interruptor de la sacristía antes de avanzar hacia la salida por la semioscuridad tan grata a los murciélagos.

Ya en el exterior, hizo un esfuerzo para dar las cuatro vueltas a la llave de la pesada puerta. Todo estaba oscuro en la calle, como si el granito de los muros absorbiera la escasa luz de las farolas. Aligeró el paso hacia la avenida, donde aún había mucha gente caminando, a pesar del frío que llegaba anticipado en aquellos últimos días de septiembre. Cruzó un semáforo y, cuando estaba llegando a la otra acera, vio pasar a Moisés caminando junto a una chica. Iban cogidos de la mano. Él parecía no haberla visto y, contra su costumbre, Julita Guzmán miró unos segundos hacia atrás para comprobar si era la misma novia que tenía desde dos años antes. Claro que era ella. La chica vivía en un edificio frente al suyo y, unos meses antes, mientras hacía la compra en una tienda, había oído comentar que había roto con su novio. Julita Guzmán se alegraba de que todo fuera bien de nuevo.

Moisés le había causado desconfianza al llegar al colegio. Cierto que ése era un sentimiento que le producía cualquier ser humano capaz de hablar o de moverse bruscamente, pero con aquel muchacho tenía motivos para temer. Conocía a sus padres y sabía que desde que era un crío pasaba mucho tiempo solo en casa, porque ellos se dedicaban casi exclusivamente a atender el bar de su propiedad. A ella, que consideraba que la educación de un niño debía basarse en el control, la disciplina y el orden, tanta independencia desde tan pequeño le parecía una bomba de relojería hacia el futuro. Sin embargo, hasta el momento Moisés no parecía un muchacho proclive al descontrol o al escándalo. Cierto que no le gustaba su modo de vestir, ni el pelo tan rapado, ni aquel aro que llevaba en la oreja. Y aún le gustaba menos que fuera objetor de conciencia. A pesar de todo eso, no había tardado mucho en ganarse su aprecio durante el trabajo en el colegio. Con ella al menos, no era perezoso y solía cumplir sin protestas los pequeños encargos que desde la secretaría le encomendaba, incluso aquellos que no tenía por qué hacer, como sacar fotocopias o sellar los seiscientos libros de escolaridad, porque eran tareas catalogadas como de puesto de trabajo. En los recreos, cuando algún niño se lastimaba o se hacía una herida, Moisés —se negaba a llamarlo Momo, le parecía demasiado hermoso el nombre bíblico como para contaminarlo con un diminutivo de tan mal gusto— no tenía reparos en curarlos, en mancharse de sangre, algo que repelía a todos los profesores. Además, era muy limpio. Su pulcritud también la había sorprendido, porque siempre había asociado el cuero en el vestir y los pendientes en las orejas masculinas a una dejadez en la higiene que, al menos en su caso, estaba muy lejos de ser verdadera. De modo que no había tardado mucho en aceptarlo en el despacho y sabía que lo echaría de menos cuando se marchara al cabo de dos o tres meses.

También se alegraba de que hubiera vuelto con su novia, una chica que debía de ser algún año mayor que él y que acaso podría corregirle aquellos defectos de juventud que mostraba. Al terminar el curso pasado, y coincidiendo con el comentario oído en el barrio, había llegado a sospechar que había algo entre él y Rita.

Ella nunca participaba en las fiestas gremiales que hacían sus compañeros. Sólo asistía a las cenas en las que se despedía a alguien que se jubilaba, porque ése era un acto casi solemne al que no se podía faltar sin que el homenajeado se sintiera ofendido. Las horas en el restaurante se le hacían siempre largas. No encajaba en aquel griterío de fiesta y alegría un poco beodas. No sabía sonreír a los chistes burdos y picantes que se contaban, ni se atrevía a levantar la voz con algún comentario ingenioso que, por otra parte, nunca se le hubiera ocurrido. Comía poco y no probaba el alcohol. Procuraba no moverse de su sitio y, si tenía que hacerlo, caminaba de puntillas. Nadie se ocupaba de ella y ella podía ocuparse de todos.

En la última cena de jubilación, Moisés y Rita se habían sentado cerca, y ella los había visto reír y había sorprendido desde su rincón sus miradas ocasionales, pero cómplices, por encima de las copas de vino, de los trozos de carne roja y de los ojos abiertos de los pescados, con una intensidad y confianza que apenas lograban disimular, poco convenientes entre una profesora y un jovencito objetor de conciencia. En las semanas que siguieron hasta final de curso, si alguna vez los veía cruzarse en el pasillo o coincidir en un despacho, procuraba observar el tono de sus voces o la calidad de sus miradas. Y aunque nunca volvió a advertir nada especial, había llegado a sospechar que eran… Se resistió a decirlo. Cómo la molestaba y la hería aquella palabra: ¡amantes! Le quemaba la boca, cada sílaba era un hierro al rojo vivo puesto entre sus labios.

Al final había terminado descartando sus sospechas, pero le había quedado una sombra de duda que las manos unidas de la pareja que ahora se alejaba por la acera, a sus espaldas, parecían borrar definitivamente.

Como si aquella pequeña revelación la hubiera vuelto más audaz, se desvió de la avenida y tomó un estrecho y oscuro callejón entre talleres cerrados y solares vacíos por donde acortaba el camino hacia su casa. Por allí no solían pasar coches.

Enseguida se arrepintió de haber elegido aquel itinerario. Algunas farolas estaban fundidas y las aceras sombrías y desiertas, sin portales de casas habitadas, le conferían un aspecto amedrentador. No quiso mirar hacia atrás. Apretó el bolso contra su costado y aceleró sus pasos. Su cansancio parecía haber desaparecido, pero cuando llegó al final y ya estaba en el cruce donde comenzaba su barrio, con las luces de algunos bares iluminando la calzada y el ruido de los automóviles que circulaban en ambas direcciones, se sintió agotada como un caballo viejo a quien se le ha obligado a correr una prueba para la que ya no tiene velocidad ni resistencia.

Entró en su casa, corrió los dos cerrojos y la cadena y, por primera vez en aquel reciente otoño, encendió el radiador para eliminar el temblor que la estremecía.