Capítulo 12

—¿Otra vez quieres hablar conmigo? —le preguntó Gallardo tendiéndole la mano.

—Ya lo ve. Parece inevitable que de vez en cuando tengamos que discutir.

Cupido lo había citado en un lugar neutro, en la cafetería del Europa. Transcurridos tres años desde los sucesos de El Paternóster, el hotel se llenaba de nuevo los fines de semana desde que la guía Michelín había vuelto a incluirlo en sus páginas. No quería ir al cuartel. Incluso se había atrevido a sugerirle que sería mejor prescindir del uniforme, porque la propuesta que iba a hacerle era contraria a las rígidas leyes militares que Gallardo tanto estimaba.

—Pero no puedo decir que me alegre de verte. Siempre que apareces de esta forma nos das trabajo extra —dijo forzando un tono irónico que no logró ocultar su curiosidad y su impaciencia.

—Usted sabe bien cuánto me necesitan.

El teniente sonrió sin enseñar los dientes, torciendo la boca a un lado mientras se sentaba en uno de los hondos sillones de la cafetería.

—No por mucho tiempo. A los detectives privados ya no os quedan muchas oportunidades. Del mismo modo que vuestra asquerosa profesión nació hace un siglo y medio, cuando el ejército dejó de ocuparse de los delitos civiles, morirá dentro de pocos años, cuando también a nosotros nos desplacen de estas funciones. Si te sirve de consuelo, los dos tendremos que buscarnos al mismo tiempo otro oficio.

—No creo que os jubilen. Sois el único cuerpo de funcionarios a quienes se les paga el sueldo con tanto mayor placer cuanto menos trabajo hacen.

—Te equivocas. El futuro está en el laboratorio y en los satélites, en el adeene y en los gepeeses. En toda esa mierda de iniciales que ni siquiera forman un nombre.

Un camarero se acercó a ellos y pidieron café. Gallardo esperó a que se alejara para continuar.

—Terminaremos reducidos a la vigilancia del tráfico, a la prevención en las calles y a ejercer de escoltas. Cuando surge algún enigma, ya apenas nos dejan intervenir. La consigna que más veces nos repiten desde Madrid es que no toquemos nada. Ahora las estrellas del espectáculo son los técnicos de laboratorio: cogen una muestra y en pocas horas te dicen a quién pertenece, qué edad y qué sexo, qué alimentación y qué costumbres, cómo fueron sus padres y cómo serán sus hijos. Un asco. A nosotros sólo nos queda ir a detenerlo. Eso de la deducción y la incógnita está pasando a la historia. Y sin embargo, sospecho que habrá casos oscuros que todavía nos harán necesarios. ¿De qué querías hablarme? —cortó.

—Del profesor que mataron en el colegio.

—¿También en eso te has mezclado? —preguntó, a medias entre el malestar por su intrusismo y la curiosidad por ver lo que sabía.

—Sí.

—¿Y?

—Tengo una información y quiero hacer un trato.

El teniente movió de un lado a otro la cabeza, como si se hubiera cumplido su temor.

—Lo suponía. Tanta discreción en este encuentro no podía indicar otra cosa.

—¿Qué quería? ¿Que se lo propusiera por escrito?

—No me toques los cojones, Cupido. Tú, más que un detective, pareces un comerciante. Y lo peor es que nunca es tuya la mercancía que ofreces. ¿Qué mierda tienes ahora para vender?

—Algo que lo acercará a la estrella de capitán —contestó sonriendo, haciendo caso omiso de su exabrupto. Como otros agentes que había conocido, también Gallardo oscilaba sin transición entre los dos extremos: o se esforzaba por hablar como un ministro, citando reglamentos y normativas, o maldecía como un presidiario, dando rienda suelta a la eterna inclinación militar hacia el lenguaje barriobajero.

—Déjate de chorradas. ¿Qué sabes?

—No le diré nada sin una condición.

—Sabes perfectamente que hay cosas que no puedo negociar.

—Y usted sabe que antes que nada sirvo a quien me paga. Y estoy seguro de que es inocente de todo lo que ha ocurrido —replicó. Era consciente de la excesiva solemnidad de sus palabras, pero sabía que aquel tipo de lenguaje que apelaba a códigos de conducta tan rancios como firmes era el que mejor podía convencerlo.

El teniente se quedó mirándolo a los ojos durante un tiempo que a Cupido le pareció demasiado largo.

—En los últimos años, en este país todo el mundo se cree que puede pactar con la ley y cambiar las reglas del juego. Pero que te quede claro que no voy a darte más de lo que ofrezcas —dijo al fin—. Espero que todo esto no sea una tontería. ¿Cuál es esa condición?

—Su nombre debe quedar en silencio. Sin filtraciones a la prensa. Hay más gente detrás que lo pasaría peor que él. Niños. Mi cliente —dijo, aunque aquella palabra siempre le sonaba extraña— aceptará su responsabilidad personal por un error que no debió ser nada. Que debió no ser nada —enfatizó.

—¿Hay algún delito?

—¿Delito? No —mintió. Sabía que la tenencia clandestina de armas por alguien sin licencia sí lo era. En cambio, para gente con permiso sólo era una falta administrativa. Pero aquél era un matiz que en ese momento carecía de importancia.

—Haré todo lo que pueda.

Cupido asintió levemente con la cabeza. Aquella promesa era suficiente.

—Sé de dónde salió la pistola. Una FN belga, modelo 1900. Con silenciador.

Una chispa de astucia y alegría culebreó en los ojos del teniente. Con las pistas embrolladas, sin intuiciones que seguir, con la investigación inmovilizada, aquella noticia era más de lo que esperaba.

—¿De dónde?

—De una caja de seguridad de un banco, donde estaba guardada. Mi cliente cometió el error de dejarla abierta, o mal cerrada. Una casualidad entre mil, entre un millón, pero ocurrió. Alguien la cogió luego, antes de que los empleados del banco vieran abierta la caja. Posiblemente alguien que estaba esperando para entrar en el búnker. Pero mi cliente no se fijó en quién era. No miró atrás.

El detective le fue explicando todos los detalles que conocía —la muerte de la madre y la herencia, la fecha del hurto, la pistola embutida en un libro, el nombre del banco— e intentó justificar por qué no había ido a denunciar su pérdida:

—No podía imaginar que alguien la utilizara de aquel modo. No es de esos hombres que piensan que sólo pueden esperar daño del resto de la humanidad y que, por tanto, viven en una permanente actitud defensiva. No es de esos hombres que nunca olvidan cerrar todas las puertas —concluyó.

—¿Cómo se llama?

—Julián Monasterio. Su padre trabajó en los juzgados hasta su muerte, hace muchos años. Parece que alguien de allí dentro le regaló la pistola, que a partir de entonces pasó a ser un objeto más de la herencia familiar. Para él, un objeto sin otro valor que el recuerdo. Su nombre debe de resultarle conocido: dos de sus agentes fueron a interrogarlo hace unos días.

—Y volvió a callarse.

—¡Claro que volvió a callarse! Ya había ido demasiado lejos para retroceder tan fácilmente. Después de todo lo ocurrido, ¿quién iba a creer aquella historia: que había cerrado mal su caja fuerte en un banco y que alguien le había robado una pistola camuflada en un libro y había dejado dentro todo lo demás, algo de dinero y un saquito con monedas y joyas? Nadie lo creería. Y sin embargo, acaso sea lo más cierto de toda esta historia. Además, es un hombre aturdido que duda sobre cada uno de sus pasos. Su mujer lo abandonó hace unos meses. Él se ha quedado cuidando a una niña de seis años.

—De acuerdo, de acuerdo. Un padre entristecido y desconcertado y temeroso que quiere proteger a su hija. Como miles de padres desde que las mujeres descubrieron que también ellas pueden marcharse del hogar sin que las devolvamos esposadas al marido. Pero no es mucho lo que me estás ofreciendo. Eso todavía no aclara nada —regateó.

—Puede ayudar a aclararlo. El autor del robo es alguien que también tiene contratada una caja de seguridad en el mismo banco. Habría que comprobar si alguno de los clientes coincide con los implicados del colegio.

El teniente por fin se recostó hacia atrás en el hondo sillón de cuero. Las lámparas acentuaron el brillo de la piel de la cabeza por la que avanzaba la implacable herradura de la calvicie, en la que a Cupido siempre le era difícil imaginar un tricornio. Gallardo había sabido adaptarse al nuevo formato de una Guardia Civil purgada de adherencias oscuras y sangrientas. Una especie de cálculo y satisfacción le rondaba ahora la cara y el detective supo que todo lo que le había propuesto iba a ser aceptado.

—Esos datos sólo puede pedirlos un juez. Necesitaré un par de días para hacer un informe y convencerlo de que solicite una lista. No hay nada peor que un banco para soltar información sobre sus clientes. Miento —corrigió—, hay alguien peor: tú.

—No puede quejarse —replicó el detective—. Siempre le ofrezco más de lo que pido.

* * *

Había trabajado sin descanso toda la mañana y había resuelto muchas de las pequeñas tareas pendientes. Iba a ser la una, la hora en que Alba salía del colegio. Le había prometido ir a recogerla en lugar de Rocío. Le pidió a Ernesto que cerrara la tienda y caminó el corto trayecto que lo separaba del centro escolar.

En el patio, muchas madres esperaban a sus hijos. Aunque había también algún hombre, la mayoría eran mujeres, como si el cuidado y la atención a los niños siguiera siendo fundamentalmente una responsabilidad femenina. Casi todas jóvenes, charlaban en grupos y parecían alegres y felices. Tal vez lo eran, tal vez se sentían satisfechas con aquella existencia tranquila y sosegada donde sus hijos acaparaban todo el protagonismo e imponían el horario y la forma de sus vidas.

En las pocas ocasiones, en cursos anteriores, en que él había ido a buscar a Alba, el regreso hasta su casa, caminando, siempre se le había hecho muy grato. Su hija, contenta de tenerlo a su lado, le contaba lo que le había sucedido ese día, su satisfacción por la alabanza de la profesora ante un dibujo bien hecho, o su enfado en el recreo con alguna compañera. Ahora que estaban ellos dos solos, pensó que debería repetir con más frecuencia esos paseos.

Sonó el timbre y enseguida comenzaron a aparecer los niños. Los más pequeños, los primeros, salían aturdidos, mirando alrededor como quien sale de un cine o de un teatro a una calle que desconoce. Pero tan pronto como localizaban entre los adultos el rostro familiar que los estaba esperando, perdían toda inseguridad y corrían hacia él para recibir el abrazo y el beso, la sonrisa, las palabras cargadas de entrañables diminutivos. Enseguida, a medida que aumentaba la edad de los cursos, su actitud iba cambiando. Ya salían hablando entre ellos, ajenos a todo lo demás, mirando con una cierta displicencia a los pequeños que aún necesitaban a sus padres para volver a casa.

Alba venía de las primeras de su grupo y Julián Monasterio quiso creer que se debía a que era él quien la esperaba. Se agachó para besarla, le quitó la pesada mochila que debía de ser una tortura para su frágil espalda y salieron del patio cogidos de la mano.

—¿Qué tal el colé?

—Bien —respondió con aquel laconismo en que se encerraba ante cualquier pregunta que apuntara a sus emociones o a sus experiencias.

—¿Hoy también has estado con Rita?

La niña alzó sus grandes ojos —las largas pestañas que él le alababa a menudo diciéndole que parecían abanicos, las pupilas del color de las hojas de los chopos cuando están a punto de caer— para mirarlo preguntándose qué sabía él de su nueva profesora para llamarla por su nombre, qué confianza había establecido con ella cuando en todos los cursos pasados siempre era su madre la que conocía a los profesores y quien se encargaba de hablar con ellos.

—Sí —volvió a limitarse al monosílabo.

—¿Y qué habéis hecho? —insistió, procurando que su tono sólo revelara interés, que estuviera limpio de vigilancia y de preocupación y de acoso.

—Hemos hablado un poco.

Bien, muy bien, se dijo, cediendo a una oleada de gratitud hacia la profesora. Dudó si preguntarle de qué habían hablado, porque sentía curiosidad por saber cómo Rita había logrado derribar tan pronto las murallas de resistencia con que se blindaba su hija, pero se contuvo. No quería atosigarla.

—Creo que es un poco amiga mía —añadió de repente, todavía las palabras cautelosas y limitadoras, todavía la desconfianza sobre la fe. Pero aquel pequeño avance era ya un avance triunfal.

—¡Qué bien! —exclamó, y le propuso—: Antes de ir a casa con Rocío, vamos nosotros dos a tomar un aperitivo. ¿Quieres?

—Vale.

Se sentaron a la mesa en una terraza y pidieron un vermut, un refresco y un platito de aceitunas. Julián Monasterio vio a su hija picar con apetito, manchándose los dedos y las comisuras de la boca con el líquido de las olivas mientras observaba con atención a unas niñas que jugaban en el parque, al otro lado de la calle.

—¿Por qué no vas a jugar un ratito con ellas? —le preguntó.

Alba negó con la cabeza, sin hablar.

—Anda —insistió—. Yo te miro desde aquí.

—No las conozco.

—¿Qué importa? Así os hacéis amigas.

—No —dijo con firmeza.

Estaba pensando en pagar y marcharse, para pasar por la tienda antes de que cerrara Ernesto, cuando vio venir a Rita caminando por la acera. Traía una carpeta de color azul en las manos y cuando llegó junto a ellos se detuvo a saludarlos.

—¿Qué tal, Alba? —Le hizo una caricia en el pelo.

—Bien —susurró la niña con un hilo de voz.

—¿Estás tomando un refresco?

La niña asintió sin mirarla a los ojos, sin hablar. Julián Monasterio esperó unos segundos antes de intervenir.

—¿Te apetece un vermut, una caña?

Rita inició una protesta, temerosa de que él hubiera interpretado mal su comentario anterior, y arguyó algo de tener prisa, pero Julián Monasterio se levantó para acercarle una silla.

—Supongo que después de varias horas en el colegio hablando con los niños te vendrá muy bien a la garganta algo líquido —dijo, un poco sorprendido él mismo de la decisión con que estaba actuando.

—De acuerdo.

Se sentó con ellos y, mientras el camarero traía las consumiciones, le hizo a Alba algunos comentarios agradables a los que la niña apenas respondía, como si ahora que estaba junto a su padre relegara en él toda la responsabilidad de mantener la conversación, todas las respuestas.

Rita, sin embargo, no parecía sentirse defraudada. La siguió tratando con amabilidad y paciencia, aceptando sus breves movimientos de cabeza para afirmar o negar como si fueran tan dignos de consideración como la frase más elaborada.

Julián Monasterio se recostó hacia atrás en la silla y las estuvo observando. Recordó sus palabras durante la entrevista: «Y tampoco en casa hay que dejar de hablar con ella, de preguntarle cómo le va en el colegio, qué amigas tiene, qué hace en clase, cómo se porta». Le daba la impresión de que la profesora tenía en el trato con su hija algo benéfico o medicinal que le salía de dentro de un modo tan fácil que no podía ser únicamente fruto de su pericia profesional. En las ocasiones en que él mismo se había visto obligado a ser amable con algún niño con síndrome de Down o limitado por algún otro problema, siempre había sabido que su amabilidad era impostada, ficticia, y que todos —también los propios niños objeto de su atención— se estaban dando cuenta de que no actuaba con naturalidad. Ante aquellas criaturas siempre se había sentido incómodo. En cambio, la actitud de Rita hacia su hija no parecía conllevar ningún disimulo.

—¿Por qué no te vas a jugar un poquito? —volvió a insistir cuando el camarero llegó con las bebidas.

Alba aceptó ahora la invitación, como si comprendiera que los dos tenían que hablar de algo que ella no debía oír. La ayudó a cruzar la calle y regresó a la terraza. Su hija llegó frente al grupo de niñas que jugaban en un rectángulo de arena y se agachó cerca de ellas, hundiendo también sus manos en la tierra, pero sin atreverse a abordarlas, esperando en vano que hieran ellas quienes vinieran a invitarla. Julián Monasterio pensó en ese momento que su actitud era la de quien ha decidido no pedirle nada al mundo para no recibir sus negativas y aceptar sólo aquello que le ofrecen.

—¿Cómo va Alba? —le preguntó.

—No es fácil —dijo mirándola, sola al otro lado de la calle, esperando sin fe la invitación—. Hoy hemos hablado un poco. De sus juegos. Me ha dicho que le gusta mucho bañarse en la piscina y en el mar.

—Es cierto. Como si flotando en el agua se sintiera más segura que pisando tierra firme. Antes, en los veranos, solíamos ir un mes a la playa. Pero este año, al quedarnos solos, no me pareció conveniente —añadió, consciente de que estaba entrando en un terreno conflictivo cuyo paso le había vetado a mucha gente.

—¿Fue en esos meses cuando Alba comenzó a hablar menos?

—Nunca había sido una de esas niñas parlanchinas que en la cola de los supermercados o en las salas de espera hacen sonreír a los adultos. Pero sí, cuando se fue su madre —continuó, y se dio cuenta de que al citarla no había dicho su nombre, Dulce, ni ninguna de aquellas palabras marcadas por el prefijo ex que de algún modo todavía sugerían algún tipo de vínculo— acentuó su tendencia al silencio. Supongo que los dos tenemos alguna culpa en no haber sabido evitarlo.

—Su madre, ¿vive en Breda?

—No. Se fue a otra ciudad. Dos fines de semana al mes viene a buscarla.

Su respuesta la sorprendió, porque normalmente eran los hombres quienes un día hacían la maleta y se marchaban dejando a la mujer el cuidado de los niños. La misma corriente de simpatía y el impulso de ayudarlo que había sentido por él cuando fue al colegio la empujó a decirle:

—Supongo que no es fácil. Que habrá momentos duros.

—¿Duro? Siempre es duro —respondió, evitando mirarla, desviando los ojos hacia su hija, que seguía jugando sola en la arena—. Pero puede soportarse. Uno se siente como un trozo de madera cuya mitad está hundida en el agua. Se mira desde arriba y parece que está partido por el medio. Sin embargo, aún está entero. Empapado, pero entero. No recuerdo cómo llaman a eso, tú debes de saberlo.

—Creo que se llama refracción.

—Refracción —repitió lentamente la palabra—. Te miras al principio y ves que estás roto, o torcido. Entonces te llevas la mano al lugar aparente de la herida y compruebas con un poco de incredulidad que, a pesar de todo, aún sigues entero, que todo está dentro, las vísceras y las glándulas, el corazón y los huesos.

Se detuvo, sorprendido de estar hablando así, de haberse saltado tan de pronto el terreno de prudencia o recelo que hay entre un hombre y una mujer casi desconocidos. Cogió el vaso de vermut, menos para calmar la sed que para ayudar al disimulo de su sorpresa por aquella confianza que había surgido entre ellos en un encuentro casual. Estaba vacío.

Desde la marcha de Dulce era la primera vez que hablaba así con alguien, íntima y serenamente, sin buscar el consuelo y la compasión ajena, huyendo de la imagen de ser un animal herido que gime para que lo acaricien, pero también sin la frivolidad que en ocasiones había visto en mujeres y hombres separados que bromeaban sobre su fracaso matrimonial y relataban anécdotas privadas con una alegría forzada muy cercana al ridículo. La primera vez que aceptaba hablar de su ex mujer con alguien que no la había conocido y que, por tanto, aceptaba el pasado como él lo contaba, sin hacer correcciones. La primera vez que ese mismo pasado parecía quedar atrás, enterrado en el calor insoportable de aquellos meses de verano, y no saltaba a contaminar el futuro como un perro rabioso.

Por un instante, sin embargo, aún se preguntó si la intimidad que la conversación había creado entre ellos no tendría su base en un simple atractivo físico. A él, Rita le gustaba, le gustaba mucho, desde sus jóvenes uñas sin esmalte a las pecas de la nariz y los pómulos, desde el movimiento de sus manos al coger el vaso a la forma de su boca: si bien sus labios podían dar la impresión de estar ateridos, en cambio la lengua que de cuando en cuando se atisbaba entre ellos era una promesa de calidez y dulzura que terminaba acrecentando el deseo de besarlos. Pero ella, ¿por qué lo escuchaba con tanta atención? No sabría decir si era la simpatía o una cierta obligación de su oficio lo que la había mantenido aquella media hora junto a él, pero se dijo que su forma de mirarlo, de escuchar y de hablar, que la falta de cautela en sus preguntas denotaban un interés que trascendía la simple curiosidad profesional.

* * *

Rita lo había escuchado al principio con sorpresa, extrañada de estar así, de pronto, sentada en una terraza y tomando un aperitivo con un hombre a quien apenas conocía. De hecho, no recordaba su nombre, sólo el apellido de Alba, y aunque en aquella media hora hizo esfuerzos por evocarlo —lo había leído en la ficha escolar de su hija—, cuando se despidió de él seguía sin saberlo. Pero lo verdaderamente extraño, y a la vez reconfortante, era la dignidad que transmitía al contarle su complicada situación personal. Las confidencias habían surgido de un modo natural, sin que ninguno de los dos las hubiera forzado. Y pese al triste contenido, su relato no había sido deprimente, porque la honestidad y delicadeza con que lo narraba habían neutralizado la incomodidad que sin ellas habría sentido.

Su sorpresa venía acrecentada, además, porque aquella conversación era el polo opuesto a su rutina diaria. En el colegio había un tácito acuerdo de no inmiscuirse en la vida privada —y en esa palabra se incluía cualquier cuestión que tocara aspectos sentimentales, familiares e ideológicos: es decir, casi todo lo importante— de los compañeros. Allí estaba prohibido hacer preguntas que pudieran contener una alusión a un conflicto personal, a un estado de ánimo. Los comentarios se reducían al tiempo meteorológico y a la actualidad deportiva, a los achaques de la salud, a la pereza por el lento desarrollo del curso, a quejarse de las dificultades disciplinarias con algunos alumnos, a lamentar la injerencia de los padres, aun cuando ella creía que la mayoría de los padres participaban demasiado poco en la vida escolar. Por eso, o quizá a consecuencia de eso, en el colegio no existían, salvo excepciones, amistades verdaderas. Ella la había sentido únicamente por Gustavo Larrey, pero él ahora estaba muerto. Y durante un tiempo había creído sentirla —y se había equivocado— con Nelson, porque hasta entonces pensaba que es inevitable que surja cariño entre quienes conviven varias horas al día. Pero no. En el colegio había aprendido que cuarenta personas pueden vivir veinte o treinta años juntas sin que entre ellas nazca una relación que vaya más allá del protocolo y la cortesía. De modo que también ella había terminado aceptando que aquél no era el lugar idóneo para dejar que los sentimientos se expandieran. Sólo con los niños, con los alumnos casi aterrados que llegaban a su gabinete, podía dar cauce libre a su afectividad y a su excedente de cariño sin que la miraran extrañados, a los breves y reconfortantes contactos físicos a los que estaba acostumbrada: tocar el brazo al saludar, acariciar el pelo ante un ejercicio bien hecho, apoyarse en alguien cuando se sentía muy cansada o muerta de risa. Cuando, al principio, lo había hecho de forma espontánea con algunos de sus compañeros, había visto cómo el brazo se tensaba o el hombro se retiraba perceptiblemente, como si esos gestos fueran extravagancias poco apropiadas al lugar. De ese modo había aprendido a contener las manifestaciones afectivas y ya no dudaba de que también ella comenzaba a ser aceptada como un miembro más de la Muy Seria y Respetable Cofradía de la Moderación.

También por ese contraste entre el seco protocolo del colegio y la intimidad de su conversación, el encuentro con el padre de Alba le había agradado tanto. Se habían despedido amablemente y cuando, antes de marcharse, le dio un beso a la niña, que había regresado junto a ellos cansada de esperar en vano una invitación para jugar, él le había dicho:

—Un día de estos iré de nuevo a recoger a Alba. Supongo que nos veremos por allí.

—Claro. Será un placer.

Al separarse, ninguno de los dos había mencionado la posibilidad de precisar una nueva cita, pero ella tuvo la íntima sensación de que se verían pronto otra vez y de que tal encuentro ya no podía reducirse a un simple saludo.

Luego, mientras se alejaba caminando por la acera, sentía una especie de levedad que no se debía únicamente a los dos vermuts que había tomado. Cuando estuvo ante la puerta de su piso se sorprendió de haber llegado tan pronto. No recordaba haber hecho el camino, abstraída recordando sus palabras y sus gestos. De algún modo notaba como si la amplitud de su soledad se hubiera visto reducida en aquella media hora de charla. Desde la muerte de Gustavo Larrey estaba triste y comprobó —sin dejar de reconocer la dosis de egoísmo que esa comprobación revelaba— cuánto la ayudaba a soportarlo conocer otra clase de tristeza que no fuera la suya. De alguna manera, en aquel encuentro se había sentido como un ciego que, sentado en un banco de una calle, oye resonar otro bastón como el suyo acercándose por las baldosas de la acera. Era como si se hubieran reconocido y se hubieran puesto a hablar. Tenía veintiocho años y en su ambiente profesional —donde se pensaba que a toda confidencia siempre le sigue la petición de un favor—, si no se resistía, no tardaría muchos más en entregarse al escepticismo y al recelo ante la aparición de súbitas confesiones de aquel tipo.

Se cambió de ropa, se lavó las manos y, mientras se miraba al espejo, descubrió que se sentía agradecida hacia él y que le gustaría hacer algo a cambio. Por vez primera en su vida la atraía un hombre que parecía desamparado, menos firme que ella. Intuía que a su debilidad y a sus estragos podría aportar un poco de seguridad y de consuelo. Acaso me estoy haciendo vieja y comienzo a sentir un ambiguo instinto maternal, le dijo al cristal con una sonrisa de coquetería.

Las últimas palabras le evocaron de inmediato el episodio de dolor y su boca volvió a cerrarse sobre los dientes. ¿Qué tipo de herida era aquella que, al regresar a su memoria, nunca parecía haber perdido profundidad ni virulencia y se negaba a dejarse cauterizar por el paso de los días? No pienses, no pienses en eso —se repitió—, piensa en. Se esforzó otra vez por recordar su nombre, sin conseguir evocar los sonidos o las sílabas que se asociaran a su rostro. Sabía que era un nombre sencillo, fácil de decir, pero no muy común, y probó algunos en voz alta, en vano. Vivía sola y nadie podía oírla.