Capítulo 11

Sacó todas las piezas del maletín donde iban encajadas, un maletín pequeño, de suave piel negra, como una cartera de cobrador o funcionario que podía llevar a cualquier sitio sin que nadie adivinara su contenido. Las colocó sobre la mesa y comenzó a montarlas, siempre en el mismo orden ritual, tan inquebrantable para él como el orden de las partes de la misa para un sacerdote: la campana, el cuerpo inferior y el superior, el barrilete y la boquilla. Una vez completo, lo acarició con mimo y sólo entonces realizó el movimiento principal: ajustó la caña a la boquilla sin apretar demasiado la abrazadera.

Podría prescindir de muchas cosas en su vida: de una casa propia, de su mujer, del coche, del dinero y del trabajo, de toda aquella lista con que tantos hombres a quienes conocía intentaban rodearse de felicidad, mintiéndose y aceptando la mentira. Pero no podría prescindir de aquel objeto —un trozo de madera de ébano, hueco y acribillado por diecisiete taladros— que tenía entre las manos.

Aquél era el mejor momento de sus días, una hora antes de la caída del sol. Ya había regresado del colegio, había tomado café con su mujer, conteniendo la impaciencia, fingiendo que escuchaba sus rutinarias quejas o murmuraciones, para hacerle creer que también él se interesaba por lo que ocurría en la pantalla del televisor, en cualquiera de los estúpidos programas de media tarde que a ella tanto le gustaban donde aparecían gentes normales relatando sus desgracias más íntimas con un impudor que a él siempre le producía un poco de vergüenza. Cuando calculaba que ya había transcurrido el tiempo suficiente para eludir cualquier reproche de abandono, se iba al estudio insonorizado y la dejaba fumando uno y otro cigarrillo, descalza, nimbada en el sofá con tanta indolencia que daba la impresión de que el máximo esfuerzo que podía hacer era llevarse a los labios la taza de café. Pero la indolencia en una mujer también exige estilo —pensaba mientras se alejaba por el pasillo y veía sus zapatos en la alfombra— y tiene su momento: esos años, cifrados en la cuarta década de vida, en que la mujer madura, sin la energía ya de la juventud, aún sugiere, sin embargo, que puede erguir la cabeza y ser activa y muy activa en cuanto un estímulo de generosidad o una promesa de placer la pongan en movimiento. Antes de esos años, la indolencia habla de amargura; después de esos años pierde cualquier seducción y sólo indica pereza.

Con la puerta cerrada, sacaba de la funda las piezas del clarinete, lo montaba y lo acariciaba unos instantes y adaptaba el oído a la nota de . Siempre el mismo rito. Sólo entonces comenzaba a relajarse, presintiendo la llegada del bienestar. El mundo exterior del colegio, con los gritos estridentes de los niños, con las mezquinas envidias y la apatía de los maestros, y también el mundo interior de su hogar, al otro lado del tabique, iban alejándose poco a poco. Las notas que surgían parecían agruparse como filamentos de una escoba que comenzaba a barrer sin esfuerzo, pero de un modo implacable, toda aquella triste vulgaridad que lo rodeaba. Al lado de aquella música cálida y aterciopelada, los demás sonidos humanos eran ásperos y prescindibles. No sólo los ruidos groseros con que un organismo imperfecto expulsa todo lo que no puede asimilar, también la voz era de una pobreza fonética lamentable. Incluso los ruidos de la naturaleza, los del agua o el viento, ¿qué podían enfrentar al adagio con que Mozart demostró a todas las generaciones de músicos anteriores y posteriores a él que aquel instrumento de viento hasta entonces menospreciado podía llegar allí donde llegaba el clavicordio? La pequeña pieza musical lo llenaba de un bienestar que no había encontrado en ninguna otra actividad, lo envolvía con un efecto sedante y benéfico en una burbuja sonora donde desaparecía el dolor de cabeza o de las cervicales, la tensión de mantener ante los demás su mentira de personaje necesario, la evidencia de su resignada infelicidad. En cuanto comenzaban a surgir de la campana, las notas del adagio empujaban las paredes y levantaban el techo, expandían la habitación y en su poderoso empuje iban borrando el mundo entero hasta que sólo quedaba un prisma infinito, vacío de todo lo que no fuera la melodía, en cuyo centro estaba él soplando, soplando, soplando hasta que sentía que se le desencajaban las mandíbulas y que los labios no coincidían uno con el otro.

Había aprendido a tocar desde muy joven. Su padre era clarinetista en la banda municipal de música de una ciudad de Levante a la que no había vuelto más que en fugaces risitas por motivos familiares. Lo había iniciado con un viejo requinto, sin apenas método, y le había dado los primeros consejos que aún recordaba con cariño. Le insistía en que al clarinete había que comenzar acariciándolo como si fuera una mujer y terminar tratándolo como si fuera un velero. Había que llevárselo a la boca como si se diera un beso, apoyando con dulzura y decisión la caña en los labios humedecidos, pero no llenos de saliva. Luego, a medida que el propio instrumento se envalentonaba, sólo era necesario acompañarlo, dejarlo sonar y darle todo el viento que pidiera, brisa o huracanes, sol o lluvia para una tarde de toros o un concierto.

Cuando tuvo las bases técnicas elementales comenzó a tocar en un grupo aficionado con vocación de jazz, porque veinte años atrás aquélla era la música de una progresía ilustrada que despreciaba con olímpico desdén los toscos repertorios de metales y percusión de las bandas municipales y sólo condescendía, con una mirada por encima del hombro, con los grupos de rock que también por entonces proliferaban antes de que los despedazaran los caballos. Cada temporada, él y sus tres compañeros subían a los festivales de San Sebastián y de Vitoria con ánimos de aprender y de reducir la enorme distancia que los separaba de Paquito d’Rivera o de Perry Robinson. Fueron años de ensayos constantes, de una fe ciega en sus posibilidades.

Sin embargo, el entusiasmo les duró poco tiempo, el suficiente para aceptar que con sus escuálidos pulmones y su escaso talento nunca llegarían a nada. El grupo se disolvió por derribo al cabo de tres años, aburridos de lo poco que avanzaban, del escaso éxito y prestigio que conseguían entre las chicas, de su incapacidad para componer cuatro acordes originales y vibrantes con los que hacer que los zapatos despegaran del suelo.

Aquel tiempo, sin embargo, le sirvió para descubrir la riqueza de la música clásica, como si el jazz hubiera sido un trampolín que desde Bessie Smith, Duke Ellington o Charlie Parker lo enviara hacia las raíces más antiguas y profundas de cada instrumento. Había comenzado a deslizarse hacia atrás en el tiempo y, acaso porque ahora ya no pretendía ningún objetivo vicario que no estuviera dentro del pentagrama, había encontrado en los clásicos un placer más intenso que el del jazz. Mozart, Schubert, Schuman o Brahms eran como inmensos ríos profundos cuya cuenca, corriente y cauce nunca podrían ser conocidos en todos sus secretos; a su lado, Goodman o Armstrong eran arroyuelos cantarines llenos de limpieza, vitalidad y matices, sí, pero que nunca llegarían al mar.

Un día había escuchado en una audición el adagio del Concierto para clarinete, y orquesta de Mozart. Mientras duró la interpretación creyó que estaba rodeado de ángeles. Aquellos escasos siete minutos le parecieron lo más sublime que ningún músico había hecho nunca. El juego melódico entre el clarinete y los violines, el modo en que aquél iniciaba la frase para cederle enseguida el relevo a la repetición de las cuerdas, era de una perfección inefable. Pero incluso cuando el clarinete se retiraba daba la impresión de que seguía allí detrás, al acecho, vigilando el comportamiento de sus compañeros de orquesta. Y todo aquel juego de reto, de pregunta y respuesta, sucedía en la primera parte, en apenas tres minutos. Porque luego era otra vez el clarinete quien ya tomaba definitivamente el mando de la pieza, como si, insatisfecho con el trabajo de los otros, los hiciera callar para quedarse él solo en un glorioso rompimiento de gloria que sólo al final permitía intervenir de nuevo al coro de violines.

Lo estudió con tanto ardor que nunca había vuelto a olvidarlo; no necesitaba mirar la partitura para saber cuándo se equivocaba. Casi todos los días en que se encerraba en el estudio comenzaba sus ejercicios con el adagio. Las notas iniciales del acorde —do fa la, la sol fa— tenían la cualidad de un columpio que lo elevaba del suelo y lo lanzaba al aire de pronto y sin pasos intermedios. Ahora también comenzó con él.

Pero esa tarde no encontraba ni el pulso adecuado de la interpretación ni la sensación de bienestar. Abrió y cerró los puños, intentando relajarse, y apretó el cinturón abdominal antes de comenzar de nuevo.

A los diez minutos seguía igual de tenso y torpe. Sus dedos caían sobre espátulas y anillos de una manera rutinaria, parecían los de una mecanógrafa, no los de un músico.

Al forzar un acorde, notó cómo la caña se rajaba entre sus dientes y cómo una astilla del bambú se le clavaba dolorosamente en la lengua. Apartó la boquilla y se escupió en la palma de la mano: la saliva salía enrojecida. Dejó el clarinete en la mesa con un gesto de asombro —nunca antes le había pasado aquello— y fue a recostarse en la chaise longue, dispuesto a cerrar los ojos durante unos minutos y no pensar en nada.

Era imposible, no lograba olvidar el colegio. Desde que se había hecho cargo de la dirección mantenía todo el tiempo allí una actividad incansable, respondiendo con esmero las cartas oficiales, organizando la documentación, las estadísticas de evaluación y los partes de asistencia, calculando las calorías del menú del comedor escolar, preocupándose hasta de los más mínimos detalles. Cuando regresaba a casa, en su cabeza seguían dando vueltas los trabajos dejados a medias, los asuntos y las llamadas pendientes. Tomaba un café con su mujer y le contaba con desgana alguna anécdota ocurrida en el colegio, esforzándose por ocultar que, en el fondo, no le importaba tanto el buen funcionamiento del centro cuanto mantener su derecho a exigir que los demás también fueran activos. Después de haber expuesto ante el Consejo Escolar su proyecto para la dirección y ser elegido, no podía dejar que todas las cosas siguieran igual. Durante algún tiempo tendría que cumplir al menos una parte de lo prometido. Sin embargo, no encontraba el valor suficiente para emprender las reformas anunciadas y enfrentarse a una mayoría del claustro proclive a la pereza. En realidad, estaba haciendo de la continuidad su norma de conducta y ni siquiera había sustituido a nadie del anterior equipo directivo. Y de esa inmovilidad derivaba su nerviosismo y su mala conciencia. Además, desde la muerte de Larrey le parecía que todo el mundo examinaba con lupa cada uno de sus movimientos y que cualquier error que cometiera sería magnificado. Le aterrorizaba la posibilidad de una nueva desgracia, de un accidente de un niño en el patio, del aumento del fracaso escolar, porque podría llegarse a creer que, desde que él había asumido la dirección, todo conducía al desastre.

Había cumplido cuarenta años y ya no iba a moverse de ciudad. En Breda esperaría la jubilación y envejecería. Ya era demasiado tarde para buscar otro destino y comenzar una vida diferente más cercana a lo que siempre había creído que era la felicidad. Durante años había intentado en vano el traslado a Madrid o a una de aquellas ciudades grandes y luminosas de la tierra de donde procedía. Pero entonces no tenía la suficiente antigüedad. Ahora ya sí, pero para qué. Por qué las cosas buenas le llegaban siempre demasiado tarde, se preguntó. Recordó con odio todas las trabas y limitaciones que durante una década le había puesto De Molinos desde la dirección, con una persistencia que él siempre creyó deliberada para que no pudiera ir acumulando los puntos y méritos necesarios, como si desde el primer curso en que llegó al colegio ya hubiera visto en él la posibilidad del daño, la presencia de un enemigo. Ahora ya lo eran, claro, y ante nadie había disimulado que en todos sus esfuerzos por desbancarlo de la dirección contaban menos el dinero y el afán de poder que la revancha y el rencor que había ido madurando contra él. Porque sin sus impedimentos habría podido conseguir el traslado adquiriendo otra especialidad. La asignatura de inglés ya estaba demasiado saturada, no salían plazas y la competencia era muy dura. Pero él tenía suficientes conocimientos para haberse especializado en música sin demasiado esfuerzo. Y entonces hubiera podido ir a donde quisiera. Había solicitado dos veces la asistencia al curso y en ambas De Molinos, haciendo uso de sus prerrogativas como director, había propuesto a gente afín y torpe que nunca podrían señalar la diferencia entre una corchea y una fusa, que no sabían tocar un instrumento y que posiblemente no conocían de Mozart más que lo que habían visto en Amadeus.

¿Por qué entonces el viejo se había atrevido a mostrar aquella expresión de sorpresa y de desprecio cuando, solos los dos en el despacho, le dijo que iba a presentarse a la elección, aquella mueca de burla que hizo definitiva una decisión que todavía entonces hubiera podido ser revocada? ¿Hasta tal punto estaba seguro de su sitial que ni siquiera se tomaba en serio el anuncio de un desafío?

Pero lo peor de todo era haber llegado a odiar así por causas tan pequeñas y mezquinas, haberse dejado invadir por la amargura sin haber mediado, a cambio, un motivo grande y poderoso, una pasión que justificara la intensidad del odio. Si las discrepancias laborales habían llegado a alimentar tanto encono, ese hecho revelaba de forma incuestionable la mediocridad de los impulsos que manejaban su vida.

Se levantó de golpe para evitar la imagen de Rita en la que siempre desembocaban aquellos pensamientos, incapaz de detenerlos antes de llegar a ella y contaminarla. Apoyó las yemas de los dedos en el borde de la mesa y los forzó un poco hacia atrás, hasta sentir que el dolor le alcanzaba las muñecas. Entonces abrió y cerró los puños varias veces antes de coger de nuevo el clarinete. Al escupirse en la palma de la mano la saliva ya no estaba enrojecida por la sangre, como si la acidez de sus pensamientos hubiera operado también sobre su lengua cauterizando la herida. Cogió una nuera caña, más blanda, y la ajustó a la boquilla. Colocó la partitura en el atril por la primera página y se sentó rígido en la silla sin brazos, en el centro exacto de la habitación insonorizada, dispuesto a insistir hasta arrancarle al pentagrama su benéfica capacidad de ensimismarlo.

Al principio, las notas fueron saliendo perezosas, con esfuerzo. Sentía que no tenía aire suficiente para mantener la presión durante un crescendo, como si una ancha cinta le apretara el diafragma y no lo dejara abombarse y acumular el oxígeno necesario. Ralentizó aún más el ritmo, hasta que, poco a poco, le fue satisfaciendo. Sólo entonces volvió al principio, a las notas sencillas y primordiales —do fa la, la sol fa— cuando ya cada dedo pulsaba la tecla justa el tiempo necesario y sus narinas se abrían aspirando el aire con codicia y notaba las primeras oleadas del bienestar llegando hasta sus pies, oyó que la puerta se abría un poco y vio a su mujer que se asomaba para preguntarle:

—¿Qué te apetece cenar?

Se sacó la boquilla de los labios, irritado, pero conteniendo la irritación como había aprendido en los últimos años, desde que aceptó la desaparición definitiva de la muchacha que un día soñó o inventó; la muchacha que, al volver de un viaje, se colgaba de su cuello y le besaba los labios y siempre le traía algún disco de importación o alguna partitura; la muchacha con la que, tiempo atrás, mezclando las lágrimas sobre las pieles desnudas, había llorado de tanto placer y tanta felicidad, y ahora, suavemente, casi sin darse cuenta, sin ser capaz de entenderlo, se había convertido en una mujer con la que dormía dándose la espalda y por la que había perdido toda curiosidad con el mismo implacable deterioro con que perdía el pelo y engordaba un poco y le salían las canas impensables unos meses antes.

—Cualquier cosa. No tengo apetito.

La vio volverse de espaldas, sin cerrar la puerta, vestida con un elegante albornoz de color naranja que no podía disimular el inicio de la decadencia de su espalda, de la nuca un poco hundida, de los hombros redondeándose, perdida la geométrica frescura que tanto le gustaba, inclinando la cabeza hacia adelante como si la tela le rozara una herida en la parte posterior del cuello. Desde el año anterior todo se había enfriado definitivamente entre ellos. Apenas hablaban de temas importantes, porque tenían miedo a sentirse aludidos y a ver reflejadas sus miserias; apenas se contaban nada de sus lecturas o sus sueños, de sus idas y venidas, de sus proyectos cotidianos, porque ninguno era compartido. Se habían dado la espalda y hasta en la cama hacía tiempo que no se acercaba al lado izquierdo que ella ocupaba. Tal vez si hubieran tenido hijos… Pero también aquella posibilidad de gozo y de dulzura le había llegado demasiado tarde. Cuando Rita le dijo que estaba embarazada casi no pudo creerlo. Recordó las visitas a las clínicas, quince años atrás, al principio esperanzadas, luego cada vez más breves y más lúgubres, las consultas a los ginecólogos para que los observaran y les preguntaran lo que a nadie le habrían permitido preguntar, y les hicieran desnudarse, y les estudiaran la sangre y el semen, y la sangre. Recordó la sensación un poco humillante de ponerse en sus manos como conejos de laboratorio, porque después de varios años de placer y también de felicidad ella no se quedaba embarazada. Hasta llegar al cabo de una tediosa sucesión de análisis y pruebas, de recuentos y gráficos, a una sola conclusión: era difícil que pudieran tener hijos, aunque acaso dentro de algunos años, con los avances de la ciencia… Eran jóvenes —les habían repetido todos los médicos—, muy jóvenes, y los niveles hormonales variaban misteriosamente con el tiempo. Cualquier cambio metabólico, cualquier glándula recóndita y caprichosa que un día comenzara a rendir a pleno funcionamiento por un estímulo que la medicina aún ignoraba, haría cambiar la situación. Lo mejor era no obsesionarse —insistieron—, seguir intentándolo, disfrutando con la juventud y la felicidad y esperar a ver las reacciones del cuerpo. Si dentro de tres o cuatro años todo seguía igual, quizá podría intentarse un tratamiento químico. En Estados Unidos y en Italia estaban empezando a conseguir sorprendentes resultados con parejas desahuciadas…

Habían salido de las primeras consultas llenos de asombro y desconcierto. Apenas pisaban la calle se besaban y se deseaban desesperadamente, incapaces de comprender que dos cuerpos hermosos que parecían creados para el placer estuvieran vetados a la procreación. De modo que esperaron aquellos años y, al contrario de lo que habían temido, que su mutua esterilidad se les fuera convirtiendo en obsesión, la fueron olvidando o, al menos, callando. Todavía entonces se querían, vivían bien, sólo algunos días no hacían el amor y nunca prescindían de nada que les procurara bienestar. Y ahora, ahora, ¿cómo habían podido llegar a esta callada hostilidad un hombre y una mujer que quince años antes se amaban de aquel modo y se deseaban y se admiraban y se sentían tan seguros de que su amor era eterno como para decirse que nada, ni un hijo, les era necesario? ¿Dónde había estado la trampa? ¿Qué había ocurrido para que un hombre y una mujer que quince años atrás se hubieran reído de todas las amenazas externas y de todo mal augurio que alguien les hubiera presagiado para el futuro se evitaran ahora y apagaran la luz y se dieran la espalda para no verse? Porque la relación con Rita no había sido una causa, ni siquiera una excusa, sino la consecuencia inevitable de una fatiga que venía de más atrás y más abajo, como el humo lo es del fuego y el dolor lo es de un golpe en el rostro… Claro que sí era demasiado tarde y cuando él le dijo que no le gustaban los niños, su respuesta aún seguía taladrándole los oídos. «Entonces para qué mierda eres maestro».

Guardó el clarinete desmontado en el maletín y fue a la cocina. Su mujer estaba lavando corazones de lechuga y él sacó del frigorífico una rama de apio y un puerro. En el cenicero, junto a la pileta, de un cigarrillo encendido salía un humo negruzco que le molestaba los ojos y la obligaba a entrecerrarlos, endureciendo su expresión. En los últimos meses había engordado más de la cuenta, incluso un poco más de ese extra de carne que no sólo se le perdona a la mujer de cuarenta años, sino que a menudo se convierte en uno de sus principales atractivos. Sus pechos grandes ya no lo excitaban a la gula de los primeros años. Ahora le parecían dos grandes pasteles un poco pasados que sólo le producían empacho. Cada año iba haciéndose más débil, cada año aumentaban sus achaques, sus enfermedades de opereta y su consumo de medicinas, aunque el suyo fuera de ese tipo de organismos que en la misma medida en que reciben alivio de un fármaco sufren sus efectos secundarios, con lo que nunca gozan de un completo bienestar.

En cambio, no pudo evitar pensarlo, Rita, a los cuarenta años, aún sería una mujer muy hermosa. Nunca aparentaría esa edad antes de haberla cumplido. ¿Por qué no se había atrevido a dejarla? No ahora, hundidos ya en la indiferencia; antes, en aquellos años intermedios en que ella pasó por una furiosa época de celos, cuando por primera vez él comprendió que terminaría siendo inevitable la infidelidad con quien quería acapararlo de tal modo que se estaba convirtiendo en su sombra.

—Puedes ir poniendo la mesa. Yo termino con esto —le dijo señalando las verduras.

Llevó el mantel al comedor, casi aliviado de no estar junto a ella, y lo extendió sobre el tablero. Ese era el único tipo de palabras que les quedaban, los comentarios sobre la rutina doméstica, sobre la compra o la administración del dinero, la anécdota contada con desgana sobre unos conocidos o sobre las pequeñas incidencias del trabajo. Llegaría un momento, pensó, en que ninguno de los dos podría soportarlo, disimular que aquellas palabras y vulgares tareas comunes eran necesarias y sustentadoras: lavar unos corazones de lechuga, coser un botón, asistir muy de vez en cuando a un mediocre concierto provinciano. Se quedó un momento mirando sin ver las líneas rojas y verdes del mantel, con el repetido asombro de haberse convertido en otro hombre, en una parodia de lo que fue un día, el resultado de algo que tiempo atrás fue limpio y honesto y ahora era anodino y también un poco sucio, un amasijo de frases eficaces con las que durante unos meses había logrado engañar a una muchacha.