Capítulo 10

Se ajustó el casco y comenzó a pedalear hacia la carretera de Mayorga. Le habían indicado dónde vivía Saldaña, el único de los padres del Consejo Escolar que, la tarde de la reunión, se había ido del bar al mismo tiempo que los maestros y el único que, por tanto, tenía alguna posibilidad de haber vuelto al colegio.

No sabía qué podía encontrar en aquella entrevista. Frente a las palabras contenidas, ajustadas y prudentes de los profesores con los que habló, sospechaba que, en alguien que vive del trabajo en el campo, el mismo esfuerzo brutal y solitario de la lucha con la tierra sin saber si ese esfuerzo obtendrá fruto termina modulando una forma de expresión que en la mayoría de las ocasiones tiende a reducirse a monosílabos, a enérgicos cabezazos para asentir o negar, a repetir varias veces lo que su interlocutor propone, sin expresar una opinión propia: una mezcla de la prudencia de los topos con la astucia de los sainetes rurales.

Pedaleó suavemente los diez kilómetros previstos hasta llegar a una zona, al otro lado del Lebrón, donde se diseminaban casas familiares en parcelas de ocho o diez hectáreas, con la mayor parte del terreno dedicada al cultivo de maíz, tabaco, tomate, pastos húmedos o árboles frutales, plantas siempre sedientas que hasta treinta años antes —hasta la construcción del pantano— habían sido desconocidas en Breda, para estallar de pronto con un insólito nivel de producción en las tierras regadas, como si el propio suelo hubiera estado almacenando durante siglos un alimento que sólo necesitaba el agua para rendir unas cosechas fabulosas.

La casa de Saldaña, junto a la carretera, no podía confundirse: una esmerada construcción —en dos volúmenes, con porche y terrazas, con pararrayos y antena parabólica— para residencia habitual que la diferenciaba de otras construcciones toscas, sólidas y oscuras, pensadas más como almacén o como lugar de descanso tras el trabajo que como única vivienda. Además, el espacio entre la casa y la carretera, aunque ahora aparecía abandonado, no hacía mucho tiempo había sido destinado a jardín, lo que cualquier otro agricultor de Breda hubiera considerado un ridículo dispendio, y aún revelaba en la disposición, anchura y trazado de sus arruinados parterres una amplitud que nunca suele aparecer en quien considera sus propiedades exclusivamente como un medio de producción agrícola. Algunos árboles de sombra, esqueletos de rosales, lilos sin podar, restos de geranios y plantas de adorno endurecidas que se resistían a morir —con la misma obstinación con que una mujer hermosa resistiría las penurias de un naufragio, con la esperanza de recuperar todo su esplendor en cuanto un barco la recogiese y su capitán la invitase a cenar en la mesa de oficiales—, le daban a la casa más aspecto de chalé que de vivienda rural de un campesino. Al fondo, también, una piscina sin limpiar, en cuya superficie las hojas secas brillaban al sol como pequeñas láminas de oro que se negaran a hundirse. Cupido observó que una mitad del amplio terreno posterior estaba plantada de maíz, que ya comenzaba a perder la espiga y a mostrar aquel color marrón grisáceo que le daba a sus hojas un aspecto de espadas; en la otra mitad se levantaban filas de árboles frutales —manzanos, perales y melocotoneros— ya vacíos de fruta.

La finca entera daba la impresión de pertenecer a un propietario que, sin renunciar a extraer de la tierra todo su fruto, también conoce y aprovecha comodidades de origen urbano: la piscina y el jardín, la antena parabólica y el pararrayos, el aire acondicionado, el paisaje, el silencio y la independencia. Una combinación de trabajo rural y civilización que, si bien en otros lugares ya no era extraña, allí, en Breda, en una villa levantada desde la primera piedra con una vocación de defensa, dureza y austeridad, no dejaba de resultar novedosa e insólita. Los campesinos que Cupido conocía seguían siendo gente taciturna, testaruda y huraña que presumían de ser capaces de aplastar un avispero entre las manos encallecidas sin sentir el pinchazo de los aguijones, de fulminar a un ternero de un puñetazo en la cabeza y de engullir un kilo de cecina sin sentir en los intestinos ninguna molestia.

Bajó de la bicicleta y llamó en voz alta desde la puerta de la verja. Enseguida salió al porche un hombre con esa edad difusa de quien conserva todo el pelo, pero prematuramente encanecido. Le indicó que pasara y el detective avanzó los treinta metros que lo separaban de él. Vestía uno de esos monos azules que hasta dos décadas antes eran exclusivos de los obreros de las factorías o de las constructoras, de donde habían salido para encontrar un práctico y definitivo acomodo entre las gentes del campo. Sin embargo, algo no enejaba en todo el conjunto, como si sus manos fuertes, pero limpias, o su rostro bien afeitado rechazaran de algún modo aquella tosca vestimenta.

El detective le dijo su nombre y el trabajo que lo había llevado hasta allí. Todavía sostenía la bicicleta y Saldaña lo escuchó en silencio desde lo alto del porche. Junto a una de las columnas, colgando desde el tejado, oscilaba con la brisa el cable suelto del pararrayos.

—¿Quién le paga por ese trabajo? —le preguntó al fin—. ¿Los maestros del colegio?

—No. El padre de un alumno.

—Pero no es a un alumno a quien mataron —replicó.

Cupido lo miró sin comprender qué quería decir con aquella respuesta, desconcertado, pero no ajeno a la coherencia de su réplica.

—Pase —dijo de pronto. Desde lo alto le hizo un gesto con la mano y le abrió la puerta de la casa.

El detective dejó la bicicleta apoyada en el porche y entró tras él. Aceptó la invitación a una cerveza y, mientras fue a buscarla a la cocina, observó el interior. Al contrario de lo que se podía pensar, no había allí ninguno de esos adornos rurales —molinillos antiguos o colecciones de llaves oxidadas, bodegones de caza o cocina, herramientas de uso olvidado, yugos de madera, amarillentos platos de cerámica…— con que muchas casas de campo apelan a una nostalgia y a unos arcaicos modos de vida que, sin embargo, tanto se han esforzado en eliminar. En un mueble junto a la chimenea había al menos un centenar de libros y Cupido hojeó los títulos; muchos de ellos eran de autores que no había esperado encontrar allí: Tolstoi, Cervantes, Eurípides, García Márquez. Extrajo un tomo con las cartas de Kafka y, al abrirlo por una hoja con la esquina doblada, aparecieron ante sus ojos unas frases subrayadas. Leyó: «Pero estoy como en la escuela, el maestro camina arriba y abajo, toda la clase ha terminado ya los deberes y ha regresado a su casa, menos yo que estoy aquí cansándome y consolidando las faltas en mi deber de matemáticas, haciendo esperar al maestro. Naturalmente, una cosa así acaba expiándose, como todas las ofensas infligidas a los maestros». Lo cerró y lo devolvió a su sitio al oír los pasos que regresaban. Sus ojos se detuvieron entonces en una fotografía enmarcada y protegida con cristal, colocada en la repisa de la chimenea, donde sonreían el propio Saldaña, una mujer rubia y, supuso, sus dos hijos: un niño de cuatro o cinco años y un adolescente.

—Mi mujer no está. Trabaja en Breda y espera para recoger a nuestro hijo a la salida del colegio —dijo al llegar y advertir su curiosidad.

Cupido no quería comenzar la conversación como un interrogatorio ni poner en juego aquella habilidad que tenía para empujar a sus interlocutores a hablar incluso cuando su primera intención era evadirse. Sabía que, a menudo, la curiosidad que él sentía por conocer era menos intensa que la curiosidad del otro por saber qué iba a preguntarle. Por tanto, no era necesario comportarse como un inquisidor compulsivo. Cierto que había gente que se negaba a darle respuestas, pero muy pocos se resistían a escuchar sus preguntas, a comprobar cuánto ignoraba. Además, se preocupaba mucho de ocultar esa superioridad que a la postre termina emanando de quien interroga, de quien selecciona qué información le interesa y cuál es la prescindible, de quien decide por qué canales debe circular la conversación.

Con Saldaña, sin embargo, intuía que no valdrían aquellas elementales estrategias. El hombre que tenía ante él parecía indiferente, no receloso ni intrigado, sólo indiferente.

—En concreto, ¿de qué quería hablarme?

—Aquella noche, después de la reunión, usted salió del bar al mismo tiempo que los profesores. No quiso quedarse con los otros padres del Consejo Escolar.

—Es cierto. Me fui muy pronto. No quedaba mucho que hablar con los demás padres. Y tampoco siento hacia los maestros ninguna simpatía.

—Pero forma parte del Consejo Escolar. Y ahí se entra voluntariamente.

—Sí, claro. ¿Qué mejor manera que estar dentro para comprobar si cumplen con su deber?

Cupido lo observó otra vez sorprendido. No era muy común expresar en voz alta un desprecio así hacia una profesión que en todos los medios de comunicación era generalmente valorada y ensalzada en toda su importancia, aunque luego ni el Estado ni la propia sociedad hicieran nada por dignificarla y rodearla de prestigio y de respeto. Público elogio, censura privada. Aquélla era una contradicción que seguía sin resolverse: ¿por qué cuando por fin había triunfado el consenso histórico de extender la educación a todo el pueblo como la mejor arma para su redención y bienestar, en ese mismo momento sus principales protagonistas habían llegado al más bajo nivel de consideración social?

—¿Qué tiene contra el colegio?

—¿Eso no se lo han contado?

—No.

—Entre todos ellos mataron a mi hijo.

—¿En el colegio? —preguntó, otra vez desconcertado.

—Usted no tiene hijos.

—No —respondió Cupido.

Saldaña lo miró como si aún estuviera en lo alto del porche y él siguiera abajo, acaso arrepintiéndose de haberlo invitado a entrar, acaso preguntándose si las graves palabras que acababa de decir encontrarían eco en un hombre sin familia que llegaba hasta su casa vestido con un maillot de ciclista y a quien le pagaban precisamente para poner en duda las palabras que le decían. Sin embargo, comenzó a hablar:

—Sé que mi hijo era un muchacho difícil. Desde pequeño había sido demasiado inquieto. Ese tipo de niños que todo lo quieren coger y probar, que arrastran las sillas hasta las ventanas para asomarse al vacío y que se quedan mirando los enchufes como si tras ellos se escondieran tesoros. Ese tipo de niños que aterrorizan a los dueños de una casa cuando se va de visita. Yo mismo tenía dificultades con él, pero siempre terminaba escuchando si se le hablaba con tranquilidad.

Miró a Cupido para comprobar que entendía lo que le estaba diciendo. El detective asintió con un breve cabeceo.

—En el colegio había ido superando con alguna dificultad los cursos más bajos. Repitió un año. Pero en cuanto llegó a los superiores, los problemas se agravaron. No le gustaba estudiar y nadie de allí dentro supo explicarle la necesidad que todos tenemos de hacer muchas veces cosas que no nos gustan. A los suspensos en las calificaciones siguieron pronto las horas de clase expulsado en el pasillo, un castigo que si bien al principio le resultaba humillante y doloroso, no tardó en convertirse en una liberación, porque allí fuera nadie lo controlaba. Él mismo terminó provocando que lo sacaran del aula. La primera vez que lo expulsaron del colegio tres días fue por insultar a un profesor que, al parecer, lo había humillado previamente. No crea que ahora pretendo excusarlo. Sólo quiero equilibrar las culpas. Al curso siguiente, sus deseos de salir de allí no eran menores que los de sus maestros. Desde fuera, yo me veía impotente para controlar aquella situación y, aunque le pedía que trabajara y tuviera paciencia, sabía que su desencanto ya era irremediable. Un día… —se detuvo, dudando si debía continuar.

—Sí —le pidió Cupido.

—Un día, en clase, con el jefe de estudios, ocurrió algo que no puedo olvidar. Mi hijo se había llevado al aula una escolopendra. Viva, pero encerrada en un tarro de cristal. Siempre le había gustado curiosear con ese tipo de animales. De alguna manera, Corona lo supo y dijo que si alguien tenía algún bicho guardado en la clase, que saliera a tirarlo por el váter. ¿Alguna vez le ha picado una escolopendra?

—No.

—Duele mucho, es como la picadura de un ciempiés. Y deja para siempre una cicatriz parecida a la que queda tras una operación donde te han dado muchos puntos —guardó silencio unos segundos—. Mi hijo la escondió en el bolsillo del pantalón. Aguantó el dolor del veneno antes que ceder ante el maestro. Llegó a casa con el muslo enrojecido e hinchado, pero no le oí ni un gemido ni una queja.

Saldaña miró la foto de la estantería y continuó:

—Poco después lo expulsaron definitivamente y, tal como marca la ley, hubo que buscarle un nuevo centro. Todos los colegios donde podría haber estado más o menos bien le cerraron las puertas. Supongo que habría llamadas de teléfono indagando, conversaciones preguntando qué tipo de alumno era, esas pequeñas suciedades e intrigas del corporativismo. Y un alumno con un expediente de expulsiones es al sistema educativo lo mismo que un hombre con antecedentes penales lo es a toda la sociedad: ya está marcado y no lo aceptarán en ningún sitio. Usted debe de saber de eso más que yo.

Cupido eludió la implicación personal que le proponía y permaneció en silencio. Pero claro que lo sabía. Él tenía una ficha con las yemas de sus dedos manchadas de tinta en los archivos judiciales de Breda y sabía cuánto le había costado instalarse. Y cuánta gente estaba esperando todavía que se buscara otra ciudad para vivir.

—En el propio colegio me sugirieron que lo llevara a un internado, lejos de aquí: un centro casi aislado en el campo, regido con una disciplina de cuartel o reformatorio donde encierran a muchachos que nadie ha podido manejar. Me negué, porque aquélla no podía ser la solución. La otra alternativa eran las viejas escuelas del cementerio, el único lugar de Breda donde lo admitieron. ¿Las conoce?

—Sí —respondió. Estaban en las Casas del Obispo, el barrio marginal de Breda. Al referirse a él, todo el mundo recordaba siempre la anécdota provocada treinta años antes por el error de un linotipista que trastocó dos vocales. El día de su inauguración, un titular a cuatro columnas en un periódico regional anunciaba: «Un barrio para todos gracias al culo del obispo». Por allí se levantaron ocho aulas que nadie se ocupaba de reformar y que habían quedado húmedas y viejas. Un colegio antiguo y pequeño, con los cristales metódicamente apedreados cada cierto tiempo, con las paredes sucias de pintadas e insultos, con el porche en ocasiones manchado de excrementos, con un reducido claustro de profesores minado por bajas por depresión, incapaces de soportar la tensión de alumnos y padres reunidos en un gueto de míseras viviendas sociales prematuramente envejecidas donde Breda había ido arrojando todo lo que estorbaba en su rancia escala de estamentos aceptados. Una parte de la población del barrio había conocido en algún momento de su vida la cárcel o el prostíbulo.

—Aunque su estancia iba a durar menos de un año, quizá debí oponerme y no permitir que fuera allí. Pero pensé que podría venirle bien ver a otra gente que tenía mucho menos que él y que lo pasaba peor. Además, sólo era el resto de ese curso. Al siguiente iría al instituto.

Se detuvo y se mojó la boca seca con un largo trago de cerveza. Parecía estar tomando fuerzas para afrontar la parte más dolorosa del relato.

—Pero mi hijo era aún demasiado joven para aprender ese tipo de lecciones. Durante los primeros meses le preguntábamos qué tal iba todo. Se quejaba menos, estaba más apaciguado, aquel traslado parecía que lo estaba cambiando. Nos extrañaba un poco su tranquilidad, pero nos engañábamos diciéndonos que así son los adolescentes: se sienten angustiados en el lugar que les hemos preparado para que sean felices, y en cambio parecen dichosos en medio de las ruinas. Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado tarde. Habíamos confundido la causa de su aparente sosiego. No lo sospechamos al principio, porque siempre le dábamos poco dinero y hasta más tarde no comenzó a robar en casa. Pero ya estaba sacando los propios productos de la parcela: kilos o cajones de las frutas o cosechas que recogíamos. Cuando nos lo contó, nos admiramos de que hubiera podido desarrollar tanta astucia para ocultarlo. Más tarde llegaron los robos sin disimulo, la desaparición de esos objetos de valor que están tan guardados que tardas un tiempo en advertir su falta. Fue un proceso fulgurante. Dieciséis años y en unos pocos meses ya no podía prescindir de pincharse. El mechero, la cuchara y la jeringuilla en un bolsillo de la cazadora. Mi mujer y yo intentamos por todos los medios sacarlo de aquello. Lo vigilábamos, estábamos con él a todas horas, nunca lo dejábamos solo. Le repetíamos el daño que se estaba haciendo, sin conseguir otra cosa que aumentar su inquietud y su remordimiento, pero también, al mismo tiempo, su necesidad de apaciguarlos con una dosis. Llegué a encerrarlo abajo, en el sótano, y parecía que iba a tumbar la pared a cabezazos. Cuando nos convencimos de nuestra incapacidad, lo llevamos a uno de esos centros de desintoxicación. También para que dejara de odiarnos de aquel modo. Y otra vez era demasiado tarde. Se había contagiado. Quizá ahora habría podido ir viviendo de un modo más o menos soportable, pero hace cuatro años aún no había una terapia adecuada.

De nuevo se detuvo unos segundos, para beber el resto de la cerveza y seguir con aquella expansión que debía de resultarle al mismo tiempo dolorosa y benéfica. El relato de cómo la desdicha había irrumpido en su casa para trastocar los sueños de una vida idílica, para anular la pretensión de no ser un simple campesino encofrado tras una capa de suciedad y sudor que abastece de alimento a la ciudad a cambio de unas monedas que guardará celosamente bajo una piedra. Había comenzado hablando con esa neutralidad de quien sospecha que su interlocutor no podrá comprenderlo ni compartir sus razones, pero la silenciosa atención de Cupido le había hecho ir enfatizando sus palabras. Ahora ya no sólo le contaba su historia: al contarla parecía que de nuevo la estaba sufriendo.

—Al principio, después de su muerte, el aturdimiento no nos dejaba pensar. Era demasiado evidente el hueco en la casa, en la mesa donde comíamos, en su habitación. Una ausencia tan dolorosa que engullía cualquier intento de racionalizarla. Pero con el paso del tiempo se llegan a comprender las causas y a repartir las culpas. Sé la mía. También sé que si en el primer colegio lo hubieran tratado de otra forma no habrían llegado a expulsarlo y nunca hubiera sucedido todo lo demás. Hace cuatro años que lloro a mi hijo y todavía no me perdono a mí mismo, de modo que nadie puede pedirme que los perdone a ellos. Nadie puede pedirme olvido cuando ni siquiera he llegado a la resignación. En el Consejo Escolar donde se decidió su expulsión estaban De Molinos, Nelson, Larrey y alguno más. Pero no saque conclusiones precipitadas. Llegué a saber que, entre todos ellos, Larrey fue el único que abogó por concederle otra oportunidad. De modo que hacia él sólo sentía agradecimiento.

* * *

Tal como había planeado, al salir de la finca de Saldaña tomó la carretera del sur, desoyendo el desafío a sus piernas y pulmones que siempre representaban las duras rampas del Yunque y el Volcán donde la naturaleza no había podido ser vulgarizada por la mano del hombre. Porque, además, la escalada le exigía la entrega incondicional de todas sus fuerzas y una concentración que le impedía cualquier otro pensamiento que no fuera el cálculo del esfuerzo. Y ahora necesitaba remover en su cabeza las palabras de Saldaña, analizar los vínculos entre los maestros del colegio y el único padre del Consejo Escolar que tuvo alguna posibilidad de ver aquella noche la nuca de Larrey.

Había concluido esa primera parte de la investigación que siempre consistía en hablar con todos los implicados, como el médico que, incluso antes de conocer los resultados de análisis, escáneres y radiografías, interroga al paciente sobre sus síntomas y sus propias sospechas, sus hábitos de vida, sus alergias, sus operaciones, su pasado de salud o de dolor. Y como el buen médico, se cuidaba mucho de precipitarse en el diagnóstico para no iniciar una terapia equivocada cuyos efectos secundarios pudieran retrasar la devolución del bienestar.

Lo cierto es que se sentía desconcertado y no sabía qué camino seguir. En aquella muerte no imaginaba cuál era el móvil, quién el culpable, por qué el disparo. Había visto ya demasiados delitos de todo tipo para saber que no había uno igual a otro, que de todos ellos no se podía sacar una norma común. Cada uno había sido distinto del anterior, cada impulso había buscado un daño o una ejecución diferente. En algunas ocasiones le había resultado fácil encontrar los motivos por los que matar; en otras, lo fácil fue encontrar al homicida, no sus motivos. Pero esta vez se reunían las dos incógnitas: nadie parecía tener ninguna razón para disparar contra Larrey. Si bien era cierto que algunos de los implicados se habían explayado hablando contra aquéllos a quienes odiaban —limitando así el tiempo para elogiar a los que apreciaban, como si el odio ocupara muchas más horas de sus pensamientos que la amistad—, nadie había dicho nada contra él.

Sin embargo, su trabajo consistía en desmentir las apariencias. Sabía que toda vida es siempre demasiado larga para no haber cometido algún error o haber causado algún daño; sabía que no hay nadie que no esconda un secreto más o menos vergonzoso y que muchos serían capaces de hacer cualquier cosa por mantenerlo oculto. Su profesión, como muy pocas, le había hecho conocer la variedad de impulsos que mueven a los hombres a hacer daño a otros hombres y le había planteado algunas preguntas sobre sí mismo: cómo seguir ejerciéndola sin perder los restos de esperanza indispensables para seguir creyendo en la bondad. Penetrar en el corazón de las tinieblas de tanta gente le había revelado que, en ocasiones, los límites del mal se saltan con gran facilidad, incluso por las gentes más normales y tranquilas y anodinas. A veces recordaba la afirmación de Warhol de que a todo el mundo le llega en algún momento de su vida la oportunidad de ser famoso durante cinco minutos. Él no creía en esa afirmación. En cambio, creía que la que sí les llega a todos es la de hacer un daño irreparable —si se sienten seguros de su impunidad— en esos cinco minutos. Y no tener un arma cerca es conveniente para pasar por ellos sin perder la inocencia.

En el trabajo que ahora lo ocupaba, a alguien se le había ofrecido esa ocasión y no había dudado en aprovecharla. Todo indicaba que ese alguien tenía uno de aquellos rostros: el atractivo de Nelson, el afectivo y asustado de Rita, la expresión de víctima herida en su orgullo del anterior director, De Molinos, el gesto receloso de Julita Guzmán o el apagado y triste de Saldaña, el pulcro y pasivo de Corona o el enérgico de Moisés. Excepto el objetor de conciencia, cuya presencia en el colegio no dejaba de ser incontrolable, anacrónica y extraña, los otros seis habían salido aquella noche del bar antes que los demás y cada uno había terminado —decían todos— yéndose solo a su casa. Cualquiera de los siete podía haber seguido a Larrey hasta el despacho.

Había llegado a una de esas interminables rectas tendidas sobre una carretera que apenas parecía ascender, con una cota que la lejanía hacía parecer suave, pero que en anteriores ocasiones había terminado agotándolo, porque su engañoso aspecto le impedía regular un equilibrado desgaste de sus fuerzas. Para correr, nunca le habían gustado las carreteras con largos tramos rectos: remarcaban la soledad del campo, eliminaban la sorpresa de las curvas y adormecían la atención del ciclista y del conductor de automóviles de forma peligrosa.

Sin embargo, se dirigió hacia ella pedaleando sin levantarse del sillín, con la cabeza agachada y ayudado por la brisa que lo empujaba por la espalda. Aun así, llegó arriba sin aliento. Se detuvo a descansar en la cima que, al contrario de la vertiente por la que había llegado, caía bruscamente hacia el otro lado, en una bajada tan pronunciada que daba la sensación de que, si tomaba velocidad, antes de llegar al fondo podría despegar del suelo y volar sobre los campos de cereales. Las tierras de regadíos quedaban a sus espaldas, las aguas del Lebrón distribuidas desde el pantano habían ido muriendo unos kilómetros atrás, en las últimas acequias que aún alimentaban praderas de pastos o alfalfa y cultivos de poca sed como el girasol o la soja, anunciando así la transición hacia aquellos suelos más pobres y secos extendidos sobre un terreno ondulado por unas fuerzas geológicas debilitadas tras la lucha mantenida para elevar hacia el cielo, treinta kilómetros al norte, las moles casi gemelas del Volcán y del Yunque. Aún se demoró unos minutos en la cima, junto a la cuneta, contemplando al fondo los barbechos, las manchas verdosas de arbustos más duros, ásperos y resistentes que los propios árboles, la aldea bautizada con aquel nombre que siendo niño tanto lo atraía y lo atemorizaba: Silencio. Luego, dio la vuelta y se dejó caer de regreso hacia Breda.

No sabía por dónde avanzar. La única posibilidad era buscar en el banco de Julián Monasterio, comprobar si alguien de entre los siete rostros también tenía contratada una caja de seguridad. Si aparecía un nombre, acaso el camino se despejara. Pero para conseguir aquellos datos del banco era necesaria una orden judicial que a él, un detective sin otro vínculo con las instancias de poder que su amistad con un teniente de la Guardia Civil, le estaba vetada. Sólo Gallardo podría tramitarla. Y para eso tendría que contarle cómo sabía que la pistola había salido de allí y, con ello, implicar a su cliente, cuando el secreto había sido la primera condición que le impuso al contratarlo… Demasiados obstáculos para resolver. A menos, pensó, que también el teniente aceptara un secreto de sumario sobre el propietario del arma, un precio que sólo se avendría a pagar si confiaba en llegar por ese camino hasta el culpable. Bien, podría intentarlo, se dijo al fin, cuando estaba arribando a las primeras casas de Breda. Sólo tenía que convencer a su cliente para que le permitiera iniciar aquella negociación.

Cansado, se bajó del sillín, ya dentro del garaje, miró el controlador del manillar y comprobó que había hecho casi setenta kilómetros. No estaba mal, aunque en aquel momento tuviera la sensación de que, si daba un paso, las piernas se le iban a desprender de las caderas.

Subió a casa, se duchó y calentó una de aquellas comidas preparadas que cada vez consumía con más frecuencia. Antes de marcar el número de Julián Monasterio comprobó los mensajes del buzón de voz. Su cliente se había anticipado: quería hablar con él y le pedía que lo llamara lo antes posible.

Él mismo descolgó al primer timbrazo. Su voz revelaba impaciencia cuando se precipitó a decirle:

—Tenemos que hablar enseguida. Ha ocurrido algo. ¿Puede venir a la tienda?

—En diez minutos estaré ahí.

Dejó el plato sucio encima de la mesa y fue a su encuentro. La puerta ya estaba cerrada, pero Julián Monasterio lo esperaba y le abrió en cuanto lo vio llegar a través de los cristales del escaparate.

Detrás del mostrador había dos mesas llenas de ordenadores, algunos con las cubiertas levantadas, y aunque era una tienda donde se vendía la más sofisticada tecnología, no dejaba de tener cierto aspecto de taller donde la manipulación mecánica aún no había sido borrada de la lista de tareas connaturales al hombre. En un rincón se acumulaba una pila de aparatos viejos, acaso con perfecta capacidad de funcionamiento, pero ya arcaicos y con insuficiente memoria y velocidad para mover los nuevos y exigentes programas. Fugazmente, Cupido pensó que no había otro modo: para avanzar, el hombre necesita abandonar residuos. La civilización se perfecciona en la misma proporción y velocidad con que aumenta la chatarra. La basura es el último precio a pagar por el éxito.

—Esta mañana estuvo en mi casa la Guardia Civil. Un hombre y una mujer, muy jóvenes. Saben que la pistola salió de los juzgados de forma irregular, pero no saben quién se quedó con ella. Están preguntando a todos los que trabajaban allí hace cuarenta años. A sus hijos.

—¿Qué les contestó?

—Lo único que podía decirles. Que no sabía nada, que nunca oí decir que mi padre tuviera un arma.

—¿Cree que los convenció?

—Creo que sí.

Cupido asintió con leves movimientos de cabeza, tranquilizándolo. Sin embargo, dudaba de que aquel intento de Gallardo hubiera terminado. Lo conocía y sabía que si no encontraba respuestas volvería a insistir una y otra vez desde el punto de partida.

—Luego he seguido pensando. Y no estoy seguro de que algún compañero de mi padre o alguien que trabajara allí no sepa quién se la llevó. Algunos habrán muerto y otros no deben de saber nada. ¿Pero y si encuentran a alguien que recuerda?

El detective supuso que ambos tenían ante los ojos una misma figura, cuya aparente fragilidad e inocencia no eliminaban su condición de amenaza: la de uno de esos ancianos aquejados de achaques que apenas salen de su casa y que, cuando lo hacen, es para recorrer siempre el mismo itinerario; que olvidan el nombre de su interlocutor y tomar sus medicinas, y no recuerdan lo que les ocurrió o vieron el día anterior, pero que conservan una memoria petrificada donde están grabados de forma indeleble anécdotas y detalles de varias décadas atrás: el rayo de sol que iluminaba la mesa que ocupaba en su lejano despacho, el reo al que un día tomó el nombre y lo miró y supo que a pesar de todo era inocente, el destinatario final de una pistola embutida y oculta en un libro.

—Si alguien recuerda —respondió—, no será fácil convencerlos de que usted no sabía nada de ella. Conozco al teniente. No lo soltarían.

Julián Monasterio agachó la cabeza, desalentado, y el detective sintió de nuevo un brote de compasión hacia él, hacia su lastimera incapacidad para enfrentar un problema que nunca tendría que haber sido problema, hacia aquel estado suyo de derrumbe en el que cualquier novedad constituía un sobresalto.

—Entonces, ¿qué puedo hacer?

—Negociar —dijo, aunque temía que interpretara mal sus palabras. Su cliente le estaba pidiendo una salvación y él sólo podía proponerle una derrota honrosa.

—No tengo mucho que ofrecer.

—Creo que tiene tanto como ellos.

—¿Qué? —Mostró las palmas vacías de las manos, para que viera que no quedaba nada en ellas, ni siquiera la alianza que había dejado un pequeño aro de piel más blanca en el fondo del anular.

—Me contó que el día que dejó su caja de seguridad abierta alguien estaba esperando fuera del búnker, pero que no miró hacia atrás y no puede saber quién ni cómo era.

—Sí.

—El teniente daría cualquier cosa por saber de dónde salió la pistola. Porque debió de cogerla alguien que también tiene contratada una caja de seguridad. Con ese dato, todo le sería más fácil. No hay mucha gente que haya podido disparar contra Larrey. Si alguno de ellos tenía ese mismo servicio en el banco, sería una coincidencia muy reveladora, ¿no cree?

—Pero también verían mi nombre en la lista. Después de la risita de esta mañana, terminarían sabiendo quién era el dueño. Y se preguntarían por qué no fui a decirlo antes, en cuanto supe que la habían robado. No creo que estén de muy buen humor después de lo que ha pasado.

—Pero eso es precisamente lo que le propongo: negociar. Un trato fuera del cuartel, sin testigos, sin un solo papel firmado. Decirle que sabemos el lugar de donde cogieron la pistola, aunque no sepamos quién lo hizo. Eso tendrá que averiguarlo él y podrá llevarse los laureles. A cambio, le exigiremos que el dueño verdadero a quien se la robaron quede completamente al margen.

—¿Sin que ni siquiera se haga público mi nombre?

—Sin que ni siquiera se haga público su nombre.

—¿Aceptarían eso? ¿La ley aceptaría eso? —preguntó con el mismo recelo que mostró el primer día para admitir que el azar estuviera de su parte.

—La ley pacta con personas mucho menos limpias que usted —dijo Cupido.

A veces tenía que aceptar trabajos de gentes que no le gustaban, que le ocultaban datos o que simplemente lo trataban con la displicencia de quien contrata los servicios de un desinfectador o de un perro, avergonzados de hablar con él e impacientes por terminar su relación. Pero por Julián Monasterio había sentido desde el principio la simpatía que le despertaba la gente desvalida y precaria. Sin conocerlo bien, su actitud le hacía pensar que sus problemas iban más allá de la pérdida de la pistola y que el castigo que estaba recibiendo era muy superior a su culpa.

—¿Está seguro de que me dejarían al margen? —insistió aún.

—Estoy seguro de que podría pactar con el teniente. En cualquier caso, también corre un riesgo si llegan hasta usted por otro lado.

Julián Monasterio se levantó de la silla y se quedó mirando a través del escaparate. La calle estaba casi vacía. Sólo pasaban algunos transeúntes, caminando deprisa. Pensó en su hija. Si no se daba prisa, no llegaría a tiempo para verla, para preguntarle qué tal le había ido con la nueva profesora y para darle un beso antes de que se marchara de nuevo al colegio.

—Lo pensaré —dijo volviéndose hacia Cupido—. Déjeme un día para pensarlo y mañana le daré una respuesta.