Capítulo 9

Sé que soy inocente de todo lo que ha pasado. Entonces, ¿por qué no logro desprenderme de esta sensación de culpa?, susurró mirándose al espejo del gabinete. Estaba sentada en la moqueta, la espalda apoyada en la mesa, prematuramente cansada del trabajo, aunque el curso apenas había comenzado. Desde la muerte de Larrey no dormía bien, llegaba fatigada al colegio y le costaba mucho repetir una y otra vez los ejercicios con los niños.

Nunca antes había sentido tanto desánimo por su oficio, porque no era como muchos de sus compañeros que llegaban cada mañana al colegio mirando el reloj y contando ya desde ese momento las horas que faltaban para salir, los días que faltaban para las próximas vacaciones, los años que faltaban para la jubilación.

Sin embargo, no creía haberlo hecho mal hasta entonces. Si había una cualidad necesaria en su especialidad, ésa era la paciencia. Paciencia para conseguir que niños llenos de motivos para ser recelosos se volvieran confiados, paciencia para que abrieran los labios a menudo herméticamente cerrados, para que soltaran la lengua y aprendieran a pronunciar bien todas las palabras que fueran capaces de pensar. Sabía que cualquier alumno, por muy altas que fueran sus capacidades, nunca llegaría socialmente a nada sin una expresión correcta que impidiera la burla y la caricatura ajenas. Conocía a algunos muy inteligentes que habían abandonado los estudios al terminar la etapa obligatoria por no haber sido capaces de superar un defecto en el habla, un poco avergonzados y siempre inseguros por aquella limitación: ver que su sistema fonatorio se quedaba atrás, incapaz de acompañar la rapidez de sus mentes. Era curioso, pensaba, que mientras todos sus compañeros del colegio mantenían una lucha permanente para que los alumnos estuvieran callados, su trabajo consistiera precisamente en hacer que hablaran.

A pesar de que ese contraste provocaba en algunos —Julita Guzmán, Jaime De Molinos— un cierto desdén hacia su especialidad, era consciente de ser una buena maestra, paciente, eficaz, cariñosa y querida por los niños, y de ese mismo prestigio y orgullo emanaba una inercia que la empujaba a seguir siéndolo. Para ella el trabajo no era sólo un medio de cobrar una nómina a final de mes, como podría ser el de un empleado de banco o el de un fontanero, que trabajaban con materiales inertes —el dinero o el agua—, en sí mismos inmunes al dolor. El oficio de maestro exigía una especial delicadeza, porque la materia con que se trabajaba eran los sueños infantiles, y ante todo ella quería que esos sueños retrasaran el mayor tiempo posible su inevitable cosecha de monstruos. A nadie se le podía malograr prematuramente la única y breve etapa de su vida en que se puede ser dichoso, cuando una pelota de goma, un molinete, una bolsa de golosinas o un abrazo y un beso son suficientes para dar la felicidad en estado puro.

Reconocía, sí, que a veces era demasiado presuntuosa respecto a sus cualidades profesionales. Le gustaba que los demás las reconocieran y dejar un buen recuerdo en todos sus alumnos. Nunca había logrado corregir esa manifestación de su vanidad, por más que sabía que la mejor educación es aquella que logra enseñar sin dejar apenas huellas de su paso. Del mismo modo que un pequeño plantón llega a ser un árbol alto y fuerte en el que ya no se ve ni el hoyo que se hizo en la tierra al plantarlo, ni las duras podas ejecutadas hasta configurar la armonía de su copa, ni los cortes para aplicar los injertos, ni las raíces superficiales arrancadas con el arado para obligarlo a buscar en lo profundo su alimento, ni el nombre del jardinero que lo cuidó grabado a cuchillo en su corteza, así la mejor educación es la que logra hacer de un niño un adulto independiente y sereno sin que le queden huellas dolorosas de castigos o humillaciones, ni, por otra parte, de un sello excesivamente marcado con la firma de su maestro.

Como todo aquél que llega nuevo y falto de experiencia a un trabajo, también ella, tres años antes, había intentado paliar su inseguridad buscando los compañeros más afines a sus ideas e inquietudes, a sus gustos. La plantilla de profesores tenía una media de edad muy alta y muchos de ellos estaban próximos a la jubilación, porque el colegio se ubicaba en el centro de Breda y era un destino codiciado por la comodidad del trabajo y por el buen nivel académico de un alumnado proveniente de una clase media culta y consciente de la importancia de una buena educación. El colegio, en general, no sufría los graves problemas de disciplina de otros centros del extrarradio. En las villas provincianas como Breda aún se vivía junto a la plaza mayor, aún no habían sido barridas del centro histórico las viejas familias que siempre lo ocuparon, para dejar paso a esa poderosa, prolífica e imparable corriente de inmigración y a veces de marginalidad que siempre parece estar esperando la aparición de las primeras ruinas de las casonas para instalarse dentro, en el mismo corazón de las ciudades. Ella, a pesar de su poca antigüedad, había conseguido aquel destino gracias a su especialidad, donde no existía la feroz competencia de los maestros generalistas.

Desde el primer momento había establecido una corriente de simpatía con Larrey y con Nelson, y no tanto porque fueran los más jóvenes de la plantilla —aunque ya rondaban los cuarenta años— cuanto porque parecía que también a ambos les gustaba su trabajo y no hablaban de él únicamente para lamentarse. De los restantes no estaba segura. Era cierto que había buenos profesionales, pero la mayor parte lo soportaba como un medio más o menos fatigoso de ganar el dinero necesario, con pocas horas de dedicación y muchas vacaciones.

En el curso anterior, demasiado tarde, había descubierto que Nelson la había engañado, que también él pertenecía a los que sentían su profesión como algo ajeno a ellos, como un trabajo tedioso en el que nunca implicarían otra cosa que su tiempo. ¿Por qué había ido tan lejos con él, por qué no se había detenido antes de llegar a aquellos juegos peligrosos?

Tuvieron que pasar varios meses para encontrar una respuesta que no le sirvió de consuelo, para comprender que una relación clandestina como aquélla —entre una joven maestra y un atractivo profesor casado, basada también en la ocultación, en los estímulos del riesgo, en besarse a escondidas, en rozarse las manos al cruzarse en un pasillo, en comprender que la cautela puede ser tan estimulante como la caricia, en mirarse furtivamente en un claustro sabiendo que los cuarenta rostros que los rodeaban eran por entero ignorantes de su secreto— no puede detenerse en un punto medio, que siempre tiene que ir más lejos que otra unión canonizada por el sacramento y la costumbre. En una relación clandestina no basta con repetir lo que ya se sabe del amor y del placer, también es necesario inventar lo que aún se ignora. Una relación clandestina apenas puede distinguir la frontera entre los labios y los dientes, entre el beso y la herida, entre la ternura y la ferocidad. Y si un día se detiene en lo cotidiano, en ese mismo momento comenzará a morir, porque aquel miembro de la pareja que ya dispone de otra estabilidad doméstica —acaso rutinaria, pero no tan insatisfactoria ni tan infeliz como para romperla—, ante dos propuestas similares en sus ofrecimientos siempre elegirá aquella que consolida su aceptación social, su comodidad y su descanso.

Además, entonces creía estar enamorada de Nelson y aceptaba todas sus sugerencias. Nunca se haría la víctima, porque también ella había llegado con él a una plenitud e intensidad que casi nunca antes había logrado. Y aunque fuera él quien llevara la iniciativa para arriesgar los pasos, todas las decisiones habían sido comunes, aceptadas por ambos. De modo que no se sentía con derecho a echarle nada en cara. Sólo cuando se quedó embarazada descubrió hasta qué punto, en caso de desgracia, es generalmente la mujer quien pierde más; hasta qué punto al hombre siempre le resulta más fácil y rápido replegarse hacia el cobijo de las sombras ante la súbita explosión de una vaharada de grisú.

Nelson se había negado a aceptar otra solución que el aborto. Cuando ella le dijo que estaba dudando, que no sabía si seguir adelante, sin exigir nada de él —ni ayuda, ni compañía, ni un apellido, ni mucho menos dinero—, los argumentos con que respondió apelaban a su propio bienestar de mujer, como si en realidad todo lo hiciera por su bien y no por el pánico que tenía a afrontar todo aquello ante su mujer, ante los compañeros de trabajo, ante todo su entorno. No habló apenas de él, como si, en el caso de que decidiera seguir adelante, la principal perjudicada fuera ella. Adivinaba que si hubiera argumentado cualquier razón típicamente masculina —la mínima duda de que el hijo fuera suyo, o que a ella le correspondía haber puesto los medios para evitarlo—, entonces no lo habría escuchado y habría continuado hasta el fin.

Una vez resueltas sus dudas —las más dolorosas que había sentido en toda su vida—, programó las vacaciones de Semana Santa para hacerlo: pidió cita en la clínica para su primer día libre y se reservó todos los demás para que supurara el dolor que imaginaba, para llorar y para borrar las huellas del llanto.

Sin embargo, no llegó a ser necesario. Siempre quiso creer que fue la angustia de aquellas dos semanas de espera, como si por una vez su cuerpo desoyera las reglas de su propio metabolismo y hubiera decidido obedecer sólo lo que la voluntad dictaminaba. Y si bien creyó —cuando, una madrugada, la despertó un intenso dolor en la tripa y vio las sábanas manchadas— que con aquel coágulo oscuro sobre la blancura de la ropa evitaba unos días de miedo, de depresión y de llanto, unas pocas horas bastaron para convencerla de que aún no había terminado el episodio de dolor. Porque la pérdida de aquel diminuto folículo que ni siquiera parecía carne, una membrana como una pequeña legumbre amarronada, le dejó un vacío insoportable que no tenía correspondencia con su tamaño. Se quedaba inmóvil sin motivo y sentía que toda su sangre recorría una y otra vez su cuerpo, cabalgaba desbocada por las venas buscando una perla que se le había perdido. Otras veces, al caminar por la calle, o al esperar ante un puesto del mercado, tenía la sensación de que, sólo con mirarla, las demás mujeres adivinaban lo que le había ocurrido, y entonces apenas lograba resistir el deseo de echarse a llorar ante una frase amable o una sonrisa bondadosa que, en su imaginación, negaban toda acusación, toda severidad.

Pasó las siguientes semanas aturdida, como un pez de agua dulce arrojado al mar que comprueba que aparentemente el fluido es el mismo, que ha sido devuelto al agua y puede nadar, pero que la sal poco a poco va endureciendo sus branquias y le impide respirar. Cada vez que veía a una madre con un cochecito de bebé la embargaba un ambiguo sentimiento de ternura y de vergüenza del que no le resultaba fácil desprenderse. Entonces procuraba no pensar, pero a menudo no lo conseguía. Se imaginaba embarazada: su barriga chocaría contra la encimera de la cocina cuando lavara los platos; ya no podría sentarse con tanta facilidad en la moqueta del gabinete y tendría que atravesar con mucho cuidado el patio del colegio donde los niños jugaban con balones; usaría vestidos premamá, medias sin elástico y zapatos cómodos y planos; tendría un poco hinchados sus labios como arrugados por el frío y de un color más intenso las pecas de la cara.

La vuelta al trabajo la ayudó a salir de aquel estado depresivo. El único que lo sabía todo y podía haberlo hecho, Nelson, sólo tuvo para ella palabras amables, casi siempre dichas con prisa, como si ahora que todo había pasado tuviera miedo de ella, de encontrarse a solas, de mirarla a la cara. Toda su seguridad, su brillantez y su ingenio desaparecían cuando ella estaba presente.

Respecto a Gustavo, nunca supo si llegó a adivinar algo, pero por su conducta hubiera creído que sí. En sus horas libres se acercaba al gabinete a hablar con ella, a contarle cualquier anécdota intrascendente que le hubiera sucedido en sus clases, cualquiera de los pequeños accidentes que ocurrían en la pista y que tanto lo asustaban. La invitaba a tomar café en los recreos y a veces la esperaba a la salida, y en una ocasión, cuando habían pasado ya varias semanas, la convenció para hacer con él una excursión en bicicleta, a la que era tan aficionado. Su ayuda fue como la de esos médicos que, engañando al paciente con un placebo, van dejando que el tiempo alivie una enfermedad para la que no hay otro remedio que el paso de los días.

Una mañana de mayo, dos meses después, al mirarse al espejo antes de salir hacia el trabajo, la sorprendió la imagen resuelta y atractiva que veía en el cristal, tanto más cuanto que no había sido consciente de aquel cambio ni había hecho nada por provocarlo. Llevaba puesta una camisa de manga corta y una falda por encima de las rodillas que le devolvían un aspecto ingrávido y juvenil propicio al optimismo. De pronto pensó que se puede pasar por una enfermedad dolorosa, por una mutilación o por la muerte de alguien muy querido, y que al cabo de unas semanas se vuelve a sonreír con la misma alegría de antes. Mientras se ajustaba los zapatos de tacón bajo, por un momento aún le vinieron recuerdos dolorosos, pero volvió a contemplarse con decisión en el espejo, rechazándolos. Se veía atractiva y sólo le faltaba comprobar si su cuerpo podía volver a reaccionar a las caricias con la misma facilidad e intensidad que antes. Porque en algún momento había llegado a temer que, del mismo modo que a las mujeres africanas a quienes les extirpan el clítoris les extirpan capacidad de sentir placer, lo que le había ocurrido a ella podría secarla y contraerla de una forma irremediable. Sabía que toda herida deja su cicatriz, que todo accidente vuelve precavido a quien lo sufre; sabía que todo dolor genera el miedo a revivirlo, y sospechaba que ella no iba a poder pasar indemne por aquella desgracia. En las primeras semanas había jurado no volver a acostarse nunca jamás con un hombre. Sin embargo, ahora, en el esplendor de la primavera, dudaba de la conveniencia de su promesa, porque necesitaba comprobar que en el interior de su cuerpo todo seguía funcionando, que no había ningún rincón adonde no llegara la sangre. Se sentía como una niña que, tras una caída dolorosa al correr, recuenta y limpia sus heridas, pero luego extiende otra vez las piernas para comprobar que puede seguir corriendo.

Fue a principios de junio. Dos compañeros que iban a jubilarse los invitaron a todos a una cena y a la fiesta consiguiente. Desde que ocurrió aquello no había vuelto a salir, y si terminó bebiendo más de lo habitual, el alcohol no fue la única razón para que, al final de la noche y disimulando ante los demás, aceptara el repetido ofrecimiento de Moisés de acompañarla hasta su apartamento. Cuando abrió la puerta y lo dejó pasar era plenamente consciente de lo que estaba haciendo. Aquella noche le gustaba Momo, le gustaba mucho. Desde que llegó al colegio, unos meses antes, había notado sus miradas, su interés por hablar con ella, por acompañarla, y en dos ocasiones había rechazado amablemente su ofrecimiento de salir alguna noche juntos. Porque al principio estaba Nelson y, más tarde, los malos recuerdos. De modo que sabía bien lo que iba a ocurrir cuando cerró la puerta a sus espaldas.

Deseaba pasar la noche con él. Habían bailado algunas piezas juntos y se había sentido atraída por la firmeza de sus hombros, por la tibia sensación de limpieza que emanaba y por la frescura de su edad —seis años más joven que ella—, que, en aquella cena donde se festejaban dos jubilaciones entre votos de envidia y parabienes, tenía un contraste casi insultante con la incipiente decrepitud general. A su lado, hasta Larrey y Nelson parecían brumosos, mayores y levemente ajados, como después de haber pasado una noche en vela.

Pero no se trataba únicamente del atractivo físico. Más tarde, al pensarlo, dedujo que en aquel impulso hacia Momo había también una necesidad de regresar ella misma hacia su propia juventud, hacia una Rita de cinco años antes, de negar un presente lleno de ortigas que no le agradaba.

Frente al atractivo de Nelson, de sus manos cuidadas y hábiles, de su experiencia, Moisés representaba la elasticidad y el candor de los cuerpos donde el tiempo aún no ha depositado ninguna adherencia innecesaria. El pelo rapado, las patillas un poco largas y el pequeño aro de plata en la oreja le daban un encantador aspecto de frescura que contrastaba fuertemente con la elegancia estándar, gris y repetida de todos los demás asistentes a la fiesta. Sospechó que estaba allí por ella, porque no tenía ningún otro vínculo con nadie. Quizá lo habían invitado formalmente o de paso, como eventual trabajador en el centro, pero sin un especial interés en su asistencia, y él había aprovechado la ocasión para estar cerca de ella en una velada nocturna y en otro ambiente que no fuera el del colegio, rodeados de niños y de gritos.

No encajaba en ningún corrillo, apenas intervino durante la cena en las conversaciones, pero parecía escuchar con atención y le vio reír los viejos chistes forzando el gesto, disimulando el probable aburrimiento. No estaba sentado lejos de ella, en la mesa alargada, y observó que apenas bebía vino y que se comportaba con tanta moderación que en algún momento le pareció fingida, aunque sin duda convincente para las maduras maestras de las que estaba cerca: un chico fuerte con el pelo rapado como un presidiario que sin embargo no resultaba amenazante; que llevaba un aro en la oreja y sin embargo no resultaba afeminado. En todo momento fue discreto y no manifestó un interés especial por ella que los demás pudieran observar.

En la cama todo había ido bien. No tuvo problemas para humedecerse y seguir el ritmo que casi imponía él: una cierta rapidez y la repetición media hora después. Incluso al amanecer, antes de marcharse, volvió a correrse limpia e intensamente sobre la seca espuma del placer anterior, aunque ése era un momento que nunca le había agradado, porque no le gustaba prescindir de aquel sueño profundo y reparador que siempre la embargaba después. Todo había ido bien, sí, pero, una vez pasada la prueba, no estaba dispuesta a repetirlo otra noche. A su lado, Momo parecía casi un niño y ella era consciente de que aquella efímera aventura nunca podría dar pasos hacia adelante que llevaran directamente al corazón. Porque no se trataba tanto de una diferencia de edad cuanto de creencias, ideas, costumbres, cultura, desengaños, moral y ambiciones. Momo podría vivir diez años mientras ella estaba en coma y, al despertar, la diferencia seguiría siendo la misma.

Unos días más tarde, ante su insistencia en verse otra vez, le había dicho que aquello no iba a repetirse. Sentía que no le debía nada: nada le había pedido que ella no hubiera también dado. Momo se resistió a aceptarlo, pero parecía resignado cuando se despidió con un último abrazo.

Llamaron a la puerta y se puso en pie antes de decir que pasaran. Matilde Cuaresma traía a la alumna de la que le había hablado el jefe de estudios. Estaba esperándola. La niña levantó unos grandes ojos asustados para mirar la habitación tan diferente de las aulas, la cálida moqueta en el suelo, las macetas, el espejo de cuerpo entero, la lámpara con la figura de Pinocho, la decoración alegre y de colores vivos. Una habitación tan distinta del resto del colegio que parecía que alguien la había incrustado allí después de robarla de un hogar de niños felices.

—Es la alumna que te había comentado. Tienes que verla. —La tutora la empujó un poco hacia adelante, decididamente, pero con prevención, como se empuja a un perro al que se va a abandonar, o a un gato que parece dócil, pero del que se teme que de un modo imprevisto arquee el lomo, erice el pelo y enseñe las uñas y los dientes duros y afilados como agujas—. Yo no sé qué le pasa, porque todavía no la he oído hablar.

—Bueno, aún es pronto. Sólo han pasado unos días de clase —respondió, un poco molesta por aquella costumbre que tenían algunos de sus compañeros de llevar al gabinete a los niños en cuanto detectaban el mínimo problema, como si fueran incapaces por sí solos de imaginar algún remedio y sin darles el tiempo necesario dentro del aula para que rompieran su timidez o su zozobra.

—Corona está de acuerdo en que la veas —replicó—. Ya en los cursos anteriores de Infantil era muy callada, pero ahora parece haber enmudecido definitivamente.

Se agachó frente a ella, le cogió las manos sonriendo y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

La niña siguió con los ojos en el suelo, las largas pestañas casi ocultando el color miel moteado de verde de las córneas, negándose a mirarla a la cara con esa obstinación que tan bien conocía y que, al cabo de unas semanas, casi siempre terminaba rompiendo.

—Yo me llamo Rita, tengo un nombre muy feo. ¿No me quieres decir cómo te llamas tú?

—Se llama Alba Monasterio —respondió impaciente la tutora.

—Alba. Es un nombre muy bonito. Creo que voy a copiártelo. Yo también quiero llamarme así. —Le hizo una caricia en el pelo.

La niña levantó los ojos para mirarla por primera vez, para comprobar que su rostro refrendaba la amabilidad de sus palabras.

—Parece autista —intervino de nuevo Matilde Cuaresma.

Rita miró a la tutora desde abajo, sin disimular ya su irritación por hacer delante de la niña un diagnóstico tan grave sin haber calculado todo lo que aquello representaba.

—¿Y con los demás niños? —le preguntó.

—Tampoco habla. En los recreos se pasa mucho tiempo sola. Además, ayer el conserje la vio hiera de la valla, cuando se iba a su casa.

Quizá no hable —pensó—, pero ahora lo está escuchando todo. ¿Y qué podría replicar a ese tipo de comentarios?.

—Es mejor que venga contigo ahora, desde el comienzo del curso, antes de que pase más tiempo y luego no se pueda remediar nada —dijo en un tono más suave, de pronto simulando preocupación. Sin embargo, al intentar ser amable parecía aumentar su desprecio hacia la niña, su odio por tener el coraje de estar sola y en silencio, sin necesitar a los demás—. Es hija de padres separados, ya sabes —añadió.

—Eso no tiene nada que ver —replicó irguiéndose.

—Hemos avisado al padre. Vendrá a hablar contigo. A la una.

Respiró hondo cuando Matilde Cuaresma salió del gabinete. La nueva dirección de Nelson no parecía haber cambiado nada.

Se sentó con la niña en la moqueta y comenzó a hablarle, llamándola por su nombre —Alba, Alba, Alba— cada vez que le decía algo, preguntándole su edad, sus gustos, el nombre de sus amigos. La niña no le respondió una sola palabra y únicamente afirmaba o negaba con la cabeza, los ojos fijos y mansos en el color de la moqueta, los ojos pardos con manchas verdes, del color de las hojas de los chopos cuando están a punto de caer. ¿De qué tienes miedo? —se preguntó—, ¿cómo convencerte de que cuando me lo cuentes comenzará a desaparecer? Le acarició otra vez la cabeza y, como ya había transcurrido media hora, la acompañó de vuelta a su clase. Hablaría con el padre y le haría un hueco en su horario.

Cuando regresaba al gabinete vio a Moisés esperándola junto a la puerta. Tenía en la mano unos papeles y le entregó uno. Era una convocatoria para la reunión del claustro, y al leer el orden del día vio que no aparecía ninguno de los temas que, en su proyecto, Nelson había propuesto modificar.

Moisés entró en el gabinete tras ella y cerró la puerta a sus espaldas. Rita disimuló un gesto de contrariedad. Desde el comienzo del curso no había hablado a solas con él, y tampoco en ese momento le apetecía hacerlo. Habían tenido una aventura, pero ya antes del verano le había dejado claro que todo aquello había acabado y que no tenía sentido volver a mencionarlo.

—Rita.

—Sí —respondió. Por el tono en que había pronunciado su nombre, como se le habla a alguien dormido a quien se quiere despertar suavemente, podía adivinar lo que vendría a continuación.

—¿Quieres salir conmigo esta noche? —le preguntó, ofreciendo aquella sonrisa que tanto éxito tenía entre las alumnas de catorce y quince años que lo buscaban en las horas de recreo. Fue su primera pregunta, directa, levemente teñida del acoso que el amor y el deseo emanan cuando se atreven a manifestarse sin rodeos. Pero ignoró ese matiz: aún era demasiado ingenuo para pensar aquello, demasiado joven para que no le resultara difícil tener una aventura placentera sin convertirla en un enamoramiento.

—No, Momo. No es una buena idea, ya hablamos de eso.

—¿Estás ocupada? Si es algo de tu casa, puedo ayudarte.

En una ocasión le había ayudado a colgar unos cuadros y a cambiar de sitio algunos muebles, y entonces parecía muy satisfecho de participar junto a ella en aquellas tareas menudas y domésticas. A ella le gustaba mucho tener su apartamento limpio y ordenado y cambiar, quizá con demasiada frecuencia, la decoración, pero aquella forma tan ingenua de intentar ganarse su benevolencia, que en otro momento le hubiera agradado, ahora, después de lo ocurrido en el colegio, le parecía torpe y comenzaba a irritarla.

—No, no tengo nada que hacer en casa. No es eso. No quiero que nos veamos más. No tiene sentido —replicó conteniendo el creciente enfado que todos le provocaban aquella mañana.

—Para mí sí lo tiene.

A cualquier mujer de más de treinta años aquella mirada suplicante y desvalida, húmeda y cargada de inocencia, quizá podría convencerla y hacerle sentir el impulso de abrazarlo contra su pecho y acariciarle los cabellos cortos y limpios. Pero comprendió que su instinto maternal, si es que lo había recuperado después de lo ocurrido, no podía ser despertado por nadie que ya tuviera dientes y hubiera aprendido a hablar y a caminar. Por vez primera, incapaz de conmoverse, pensó en Moisés de otra manera. Lo conocía lo suficiente para sospechar que fingía y que, por debajo de su sinceridad al querer estar con ella, había una calculada manera de comportarse y de poner sus mejores recursos al servicio de un deseo adulto. ¿Por qué se ha hecho objetor? —se preguntó de pronto—, ¿porque de verdad siente escrúpulos morales para empuñar un arma, o por simple comodidad, para evitar la presión de la disciplina, la dureza castrense y un puñado de noches en vela? Y del mismo modo que, en clase, con algunos de sus alumnos extraía de sus frases más triviales aquellos sonidos que revelaban dónde estaban sus dificultades de dicción, así extrajo de su pensamiento anterior tres palabras —empuñar un arma— que repentinamente, como el efecto de un imán que al pasar bajo un papel eriza las limaduras de la superficie, le volvieron a traer la imagen de Gustavo Larrey muerto en el despacho, tendido junto a la mesa, con la pequeña herida de bala en la nuca que apenas había sangrado. ¿Sería posible que un muchacho de poco más de veinte años pudiera haber matado y luego hablar sin temblor en la voz y sonreír y pedirle a una mujer que saliera con él y lo abrazara?

¿Pero qué me está pasando? —se preguntó, rechazando una visión que le parecía tan repugnante que tuvo que cerrar los ojos y frotárselos para borrar cualquier señal de que hubiera estado allí—, ¿es posible que a partir de ahora esté muerta para confiar en alguien y que sólo queden libres de sospecha los niños que llegan a esta habitación para que les ponga una chinita en la lengua?.

—No, Momo —repitió, incapaz de encontrar otras palabras, pensando que en el diálogo entre un hombre y una mujer hay muchas maneras de sugerir la atracción y el deseo, pero muy pocas para negarlos sin hacer daño al otro y sin que, al mismo tiempo, quede ninguna duda ni posibilidad de réplica.

—Es por Nelson, ¿verdad?

—¿Qué estás diciendo? —casi gritó. La condescendencia que había intentado mantener hasta entonces desapareció para dejar paso a una furia sorda. No iba a permitir que un insolente niñato invadiera su intimidad, que lanzara al abismo cargas de profundidad para ver con qué monstruos chocaba. Porque él no podía saber nada. Siempre habían sido muy prudentes al ocultarse y, si bien alguien podía llegar a imaginarlo, nadie podía tener ninguna certeza.

—¿Has vuelto con él? —insistió. Su tono también había cambiado, como contagiado de su misma irritación, y ahora casi parecía un novio celoso exigiendo explicaciones.

—No he vuelto con él porque nunca he estado con él. Que te quede claro. Y si un día estoy con alguien, tú no eres nadie para pedirme cuentas de mi vida. ¿Qué te has creído? Ahora, márchate, por favor.

Lo vio demorarse unos segundos frente a ella, dudando, como si aún tuviera algo que decir y tampoco él, como sus alumnos, encontrara las palabras adecuadas. Luego, al fin, agachó la cabeza y salió cerrando la puerta.

Las piernas le temblaban y tuvo que apoyarse en la mesa para no caer. El timbre anunciando la salida le pareció muy lejano, las voces de los niños en los pasillos le llegaban como un eco irreal de caballos desbocados. Se sentó en el sillón, esperando que todos se marcharan y que el colegio entero quedara en silencio, porque no la asustaban los grandes espacios vacíos y retumbantes; al contrario, era en las habitaciones pequeñas y cerradas donde podía llegar a encontrarse mal.

No quería ver a nadie ni despedirse con un rutinario «Hasta mañana» de los compañeros que salían presurosos, aliviados por dejar el trabajo y los incesantes requerimientos de los niños. Se daba cuenta de que no tenía con quien hablar, nadie a quien confiarle lo que le pasaba y desahogarse en su hombro. Sus padres vivían en otra ciudad —pero tampoco a ellos hubiera podido contarles nada— y las dos o tres amigas con quienes habitualmente salía no la hubieran entendido, la habrían mirado extrañadas y algo ofendidas por mantener ocultos durante tanto tiempo todos aquellos secretos, acaso también un poco irritadas por no haber sido capaces de intuirlos. Le habrían respondido con consuelo y reproches —ninguna le preguntaría si mientras tanto había sido feliz, o si todavía podían hacer algo por ayudarla— y no era ni una cosa ni otra lo que necesitaba. ¡Si al menos estuviera Gustavo allí cerca, en la pista o en el despacho junto al gimnasio, para charlar de cualquier anécdota, mirándola con aquella especie de bondad e indulgencia que siempre le mostraba! Lo echaba de menos con una intensidad insoportable.

Llamaron a la puerta. Temía que de nuevo fuera Moisés. Antes de marcharse lo había visto dudando si añadir algo. Pero quien entró era un hombre de unos treinta y cinco años, moreno, de una estatura media. Al mirarlo, le resultó familiar algo que no estaba en sus rasgos, sino en la actitud con que observó la habitación antes de avanzar hacia la mesa, con cierta prevención, como se entra en los talleres donde se manipulan materiales muy frágiles o peligrosos. Luego agachó un instante la cabeza hacia la moqueta y entonces reconoció el gesto. Su hija lo había hecho igual media hora antes.

—Soy el padre de Alba Monasterio. Me han llamado esta mañana para que venga a hablar con usted. Espero que no le haya hecho esperar.

—Siéntate, por favor. Y, si te parece bien, nos tuteamos —sugirió.

—Muy bien. Mejor —aceptó. Luego añadió enseguida—: ¿Qué ocurre con Alba?

Su voz revelaba una ansiedad a punto de convertirse en dolor físico. Se había sentado en el borde de la silla, como si temiera escuchar una desgracia que lo obligaría a salir corriendo para remediarla. También él tiene miedo. Como su hija. Como yo, pensó dejándose embargar por un repentino sentimiento de simpatía.

—Alba ha estado aquí conmigo esta mañana. Soy la logopeda del colegio. Su tutora está preocupada porque en clase apenas habla. No interviene, no pide nada, se niega a contestar cuando le preguntan algo. Y tampoco con sus compañeros parece que esté muy a gusto.

El hombre asintió, la mirada hundida en la moqueta, la cabeza un poco inclinada hacia un lado, con aquel gesto tan parecido al de su hija.

—Siempre ha sido una niña muy callada. Pero ahora…

Sus dudas impulsaron a Rita a hacerle la pregunta más delicada. No todos los padres reaccionaban bien ante ella; algunos se negaban a responder o mentían, porque suponía penetrar en un terreno delicado y a veces moral, y al fin y al cabo aquello era sólo un colegio, no una iglesia. Pero sabía que era más fácil que se sinceraran con ella —a la que, de algún modo, veían a medio camino entre la labor docente y la terapéutica— que con los propios tutores, siempre más preocupados por cumplir el programa académico que por las circunstancias personales que en algunos niños lo impedían; siempre procurando en exceso que su clase fuera homogénea y compacta, cuando es imposible que cualquier grupo de más de cuatro niños lo sea.

—¿Le ha ocurrido algo en casa?

El hombre levantó la cabeza y la miró a los ojos para responderle.

—Sí. En los últimos cuatro meses, demasiadas cosas. Ahora vivimos ella y yo solos. Su madre se marchó. Y hace unas semanas murió su abuela, con quien se llevaba muy bien. Supongo que son demasiados cambios para no sentirse desconcertada. Pero en casa sí habla, aunque a veces le cuesta explicar lo que le pasa. Quiero decir que no sé nada de ninguna limitación física, ni de autismo, ni nada de eso.

—Claro que no. —Se alegraba de que hubiera salido de sus labios aquella palabra aterradora. Y le agradecía toda la otra información, consciente del esfuerzo que había tenido que hacer para no ocultarla—. Claro que nada de autismo. Yo creo que no es nada grave. Por lo que me estás contando, no es extraño que Alba se haya replegado sobre sí misma. Pero por su propia felicidad, hay que sacarla de ese encierro.

—¿Cómo?

—Hablando. Hablando mucho con ella. En clase, con una profesora nueva a quien no conoce y con todos los demás niños observándola, es normal que se sienta cohibida. Aquí estaremos ella y yo, solas. Trabajaremos juntas media hora cada día. Quizá tengas que ayudarla un poco en casa si se retrasa en algunas tareas.

—De acuerdo, que venga. Si es lo mejor para ella —dijo al cabo de unos segundos.

—Creo que es lo mejor. Y tampoco en casa hay que dejar de hablarle, de preguntarle qué amigas tiene en el colegio, qué hace en clase, cómo se porta. Hablar con ella de las cosas que conoce y mantenerla alejada de los problemas que aún no puede comprender. Resulta tan obvio que algunas veces lo olvidamos: a Alba, a cualquier niño, es necesario ofrecerle modelos de bondad, limpios de conflictos, en estos primeros años en que se aprende, de una vez y para siempre, qué son los sentimientos.

Se detuvo, temerosa de haber caído en la jerga profesional que siempre intentaba eludir cuando hablaba con alguien que no era de su profesión. Pero el padre de la niña —no había dicho su nombre— asentía con leves movimientos de cabeza.

—No dejar de hablarle —repitió. Se levantó con un gesto de alivio, como si antes de llegar hubiera temido algo más grave—. No sé cómo darte las gracias por tu interés.

—De ninguna manera. Es mi trabajo y ya me pagan por hacerlo. Pero me gustaría que te pasaras por aquí en cuanto vayas notando algún cambio en ella. Para bien o para mal.

—Lo haré.

Desde la puerta, cuando iba a salir, se volvió para preguntarle, con el mismo tono de ansiedad que había tenido al principio:

—¿Se sabe ya algo de la… muerte? —eligió la palabra menos dura.

A Rita no le extrañó la pregunta, porque cada día se la hacían conocidos con quienes se cruzaba. Una muerte violenta seguía siendo la noticia más interesante en la ciudad, la novedad que convertía el patio del colegio en mentidero público para desesperación de todos los profesores y en especial del equipo directivo, que en todas sus declaraciones seguían insistiendo en que la agresión era una trágica casualidad venida de fuera y, por supuesto, irrepetible. Sin embargo, las madres no parecían tan convencidas y seguían demorándose en el patio después de haber dejado a sus hijos, como si quisieran prolongar su presencia protectora. Incluso había visto a algunas de ellas entrar en el edificio con cualquier excusa y detenerse inquietas y curiosas ante la puerta del despacho que aún seguía clausurado, con la misma curiosidad macabra con que, en un accidente mortal de carretera, los conductores pasan muy despacio junto al coche aplastado y observan los cadáveres sobre el asfalto apenas cubiertos con una manta.

—Nada —respondió—. Todo el mundo está desconcertado. Anteayer incluso estuvo por aquí un detective privado. Pero nadie parece saber nada.

—Ojalá se resuelva pronto.

—Ojalá. Por la tranquilidad de todos.

Cuando el ruido de sus pasos desapareció por la escalera se dio cuenta de que todos debían de haberse marchado y estaba sola. Recogió su carpeta y cuando iba a salir se encontró en la puerta a Nelson. No pudo evitar un pequeño grito y un estremecimiento.

—¡Me has asustado!

—Lo siento. Vine antes, pero oí que hablabas con alguien y esperé abajo a que estuvieras sola.

—Pasa —regresó al gabinete—, ¿Qué querías?

—Nada relativo al colegio. Hablar contigo.

Casi no pudo evitar una sonrisa al pensar en todas las visitas que había tenido esa mañana. Todos iban a buscarla solicitando su compañía, su ayuda o su consuelo, sin tener en cuenta lo que también ella podía necesitar. Y tantas visitas —la de Matilde Cuaresma entregándole a una niña de seis años como si fuera un animalito peligroso con el que no sabía qué hacer, la de Momo mendigando una cita, la de Nelson ahora— no podía dejar de verlas como una invasión.

—Dime.

Nelson cerró la puerta a sus espaldas, para buscar una mayor intimidad, o como si temiera que alguien —en el edificio que ya debía de estar vacío— pudiera escucharlos.

—Te he estado observando estos días y te noto muy nerviosa. Y preocupada. Todos lo estamos y entiendo que tú especialmente. Sé bien lo amigos que erais Gustavo y tú.

—Sí.

—Si puedo ayudarte en algo.

A pesar de su tono amable, Rita sintió que aquellas palabras eran una mera fórmula, y que tampoco él venía a ofrecer, sino a pedir. Una cierta tristeza fue abriéndose paso entre la sonrisa hasta hacerse dueña absoluta de los labios, de los ojos levemente velados por la caída de los párpados. Se preguntó si la imagen que daba ante él era tan desvalida; si esa tendencia del hombre a acercarse a las mujeres que ven frágiles o desdichadas era un instinto puramente masculino, como si supieran de una manera animal y primaria que las mujeres felices son de muy difícil acceso.

—Si te apetece, podríamos vernos alguna tarde. Para hablar.

Recordó que Moisés había usado casi las mismas palabras y respondió con la misma negación, ahora teñida por una acre ironía:

—No. Creo que no sería una buena idea.

—¿Qué te pasa, Rita? Me hablas como si yo fuera tu enemigo.

—Tú sabes bien lo que me pasa. Lo que me pasó. No quiero volver nunca más a una situación semejante. Y ahora, por favor, vete. Es inútil seguir hablando de esos temas.

Nelson se dirigió hacia la puerta con pasos rápidos y ofendidos. Desde allí le dijo:

—No eres la misma Rita que yo conocía.

—Claro que no soy la misma. Entre todos me habéis hecho cambiar —replicó. La imagen que acababa de presentar de sí misma le provocó de repente unas intensas ganas de llorar.

—¿Entre todos? Hay alguien más, ¿verdad?

Notó que los ojos se le humedecían de un modo incontenible y que dos lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—Siempre es lo mismo con vosotros. Podéis perdonarle a una mujer casi todo: que derroche vuestra fortuna y vuestro tiempo, que beba, que sea estúpida o caprichosa. Pero nunca le perdonaréis que atente contra vuestro orgullo. Siempre es lo mismo. Seríais capaces de matar por averiguar algo que una vez sabido os haría mucho más daño.

Se limpió las lágrimas mientras la puerta se cerraba con estrépito.