Estaba tomando su segundo café en la mesa de la cocina, esperando el momento de ir a abrir la tienda. Rocío acababa de salir para llevar a Alba al colegio y él se había quedado solo en casa, fumando un cigarrillo y repasando las tareas que debía hacer ese día, intentando en vano olvidar que también esa mañana su hija había amanecido mojada. Una vez más se dijo que sus trastornos no eran necesariamente debidos a la separación, que aquella recaída se debía a la tensión de los primeros días de clase con una nueva profesora —¡qué difícil para Alba querer a una desconocida!— y que terminaría pasando en cuanto se acostumbrara a la rutina. También a él, cuando era niño, le temblaban las piernas al comenzar el curso, iba hasta la escuela casi empujado por su madre o su hermana María, había que arrancarlo literalmente de sus faldas, y tardaba algún tiempo en perder el miedo al nuevo profesor que invariablemente cada año le parecía un ogro. Además, había muchos hijos de padres separados que eran fuertes, alegres, brillantes en sus estudios, más serenos y responsables que los padres que los habían concebido, como si con su temprana estabilidad quisieran darles una lección.
Pero sabía que toda la mañana estaría ya perturbada por la imagen de las sábanas mojadas y que su recuerdo se le aparecería en cualquier momento y en cualquier actividad, asociado aún a la ausencia de Dulce, con una persistencia que iba convirtiendo la añoranza en encono, porque cada vez que ocurría ella no estaba allí y era él quien tenía que afrontarlo sin ninguna ayuda. Esas mañanas desaparecía cualquier atisbo de nostalgia o comprensión y sólo le quedaba un sordo rencor contra su ex mujer que no podía desahogar con nadie. Se sentía como el primer hombre que, para probar en vivo la eficacia de un paracaídas, ha sido arrojado desde un avión al vacío. Intentaba convencerse de que, al comenzar el siglo XXI, la humanidad ofrecía recursos suficientes para superar todas las dificultades, o si no, al menos, los placeres adecuados para olvidarlas. Pero mientras caía él no encontraba nada a que aferrarse.
Anhelaba el momento en que le llegara la paz. Como ocurría con otras parejas rotas que había conocido, también él esperaba que los viejos conflictos fueran olvidándose y que pudiera estar un día junto a ella sin odio y sin reproches, como dos viejos camaradas que disimulan y ocultan la profundidad de sus heridas y salvan su amistad culpando a los otros, o al azar, de aquello que los había enemistado.
Sonó el timbre y se levantó a abrir la puerta, pensando que Alba o Rocío habrían olvidado algo y volvían a recogerlo. No eran ellas.
En el descansillo, dos agentes de la Guardia Civil, un hombre y una mujer, muy jóvenes, le preguntaron su nombre y, con una neutralidad administrativa que desechaba por igual la cordialidad y la amenaza, pero no un suave y firme apremio que emanaba más de sus uniformes que de su actitud, le pidieron hablar un momento con él.
—¿Qué ocurre? —les preguntó cuando ya estaban en el salón.
—Nada especial, no se preocupe —dijo la mujer—. Sólo queremos hacerle unas preguntas sobre su padre. Sobre el trabajo de su padre.
—Mi padre… mi padre murió hace muchos años —dijo sin lograr disimular el temblor de su voz. Por fin estaban allí. A pesar de toda su ocultación, lo habían encontrado.
—Lo sabemos. Por eso venimos a hablar con usted —dijo el hombre ajustándose la camisa con un movimiento de los hombros, como si se sintiera incómodo dentro de ella o tuviera calor en la casa con las ventanas cerradas, aún sin ventilar, donde flotaba ese tibio olor a galletas y a colonia infantil, pero ahora también un leve rastro de orina, de los hogares con niños.
—¿Qué quieren saber?
—Supongo que habrá oído hablar del homicidio que ocurrió hace una semana, en un colegio.
—Claro, como todo el mundo. No se habla de otra cosa en toda Breda.
—Creemos que el arma utilizada salió de los juzgados donde trabajaba su padre —ahora intervino la mujer mientras el hombre lo miraba. No se interrumpían ni se pisaban las preguntas, como si al hablar se turnaran con una estrategia cuyas leyes él no podía adivinar—. Un modelo poco frecuente y una munición de aquellos años.
—¿Y?
—¿Su padre tenía alguna arma?
—No —mintió. Los dos lo observaron en silencio, sin demostrar decepción ni alegría. La mujer apuntó algo en una libreta y luego ambos dejaron pasar unos segundos, como si no supieran bien por dónde continuar, ella desviando a veces la mirada hacia la decoración de la sala; el hombre removiéndose dentro de la ropa verdosa, expandiendo una fortaleza que contrastaba con la feminidad de la mujer.
—¿Está seguro? —preguntó el hombre, con una insistencia que acaso sólo era su manera de advertir que nunca creían nada de lo que les decían la primera vez.
—Mi padre murió cuando yo era un niño de doce años. Si hubiera tenido… un arma —corrigió con precipitación, consciente de qué cerca había estado de cometer un error definitivo: una sola palabra para salvarse o condenarse—, no me lo hubiera dicho. Mi madre murió hace un mes. Conservaba muchas cosas de él, pero entre ellas no había ninguna arma.
—¿Y nunca oyó hablar de algo así? ¿De algún coleccionista o aficionado a ellas?
—No lo recuerdo. Además, ¿no es necesaria una licencia? Estoy seguro de que mi padre nunca la tuvo. Entre sus papeles no figuraba ningún documento de ese tipo.
—Aquéllos eran otros tiempos. Lo que buscamos salió de los depósitos de los juzgados de forma poco… ortodoxa —explicó vagamente la mujer. Y en aquel asomo de confidencia Julián Monasterio creyó adivinar que su visita formaba parte de la rutina de la investigación y que no lo implicaba a él en mayor medida que a cualquier otro.
—No creo que fuera a parar a manos de mi padre. Era un hombre tranquilo, un funcionario gris y siempre he supuesto que honrado y eficaz. Nunca tuvo afición a actividades de ese tipo. Ni siquiera le gustaba la caza.
Se quedó en silencio, con miedo a dejarse llevar y dar excesivas explicaciones que nadie le pedía. Enseguida los dos guardias le estrecharon la mano y comenzaron a caminar hacia la puerta.
—Siento no poder ayudarlos más.
El hombre se volvió para añadir:
—Lo que acabamos de contarle es información confidencial. No debe comentar nada a nadie.
—De acuerdo. Lo tendré en cuenta.
Cerró tras ellos, escuchó el ruido del ascensor y fue hasta la ventana a mirar tras los visillos. Desde allí vio cómo subían a un coche y arrancaban. Entonces, moviéndose con precipitación y alivio, llamó por teléfono a María y le explicó la visita que había tenido y todo lo que habían hablado. Era probable que también fueran a verla a ella y entonces tendría que contarles lo mismo.
—Te dije que lo mejor era entregarla, aunque hubiéramos tenido que pagar alguna multa —le contestó con aquel tono de reproche de hermana mayor que todavía era incapaz de evitar.
—Lo sé y tienes razón. Nadie podía imaginar que ocurriera una casualidad así. Pero ya no puedo volverme atrás. Sólo te pido que, si van a verte, también les digas que nunca oíste mencionar la existencia de un arma en nuestra casa. ¡Ah!, y no hables de pistola o revólver, sólo arma, porque ellos no lo han especificado.
Al otro lado del teléfono se prolongó el silencio. María, que casi siempre acertaba al predecir las dificultades, pero no era tan certera al imaginar los remedios, aún debía de estar calculando los riesgos y las consecuencias que podían caer sobre ella por haber cedido ante un capricho de su hermano menor. Como todo carácter fuerte y metódico, estaba convencida de que el azar guarda las bolas negras para arrojarlas a las manos de los débiles, de los negligentes, de los infelices.
—Es lo mejor que podemos hacer —insistió.
—¿Dónde la tienes ahora?
—En la caja fuerte del banco, con las arras, las pequeñas joyas de papá y algunos papeles míos —respondió. Aquélla era la mentira más difícil. Cuando decidió esconder la pistola, sospechaba que tendría que engañar a alguna gente, pero no había imaginado que entre ellas estuviera su propia hermana. Pensó en el detective a quien había contratado y rogó en silencio que hiciera pronto algo que detuviera tantas amenazas. ¿Qué haría su hermana si supiera que la pistola había desaparecido de su caja de seguridad del banco y que probablemente habían disparado con ella contra la nuca de un hombre? No estaba convencido de que se prestara a ocultarlo.
—¿Estás seguro?
—Ya te lo he dicho. Hace dos días fui a guardar unos papeles. La pistola seguía allí, empotrada en el libro.
—De acuerdo —oyó que aceptaba con un suspiro de resignación—, si vienen a preguntarme, les diré que nunca oí hablar de una pistola.
—De un arma —la corrigió.
—De un arma. Pero si todo esto se complica, ten en cuenta que seguiré repitiendo lo mismo. Desde el principio te dije que lo mejor era entregarla y que yo no quería saber nada.
—Gracias, María. No te preocupes más. No merece la pena.
Apenas había colgado y estaba intentando serenarse cuando la señal repiqueteó junto a su oído, como un animal que, al soltarlo, le hubiera saltado al rostro sin darle un respiro, una tregua. No se atrevió a descolgar enseguida, temeroso de otra mala noticia. A su alrededor vivía gente feliz que nunca había sentido la tentación de aplastar de un puñetazo su teléfono, de matar al mensajero. A su alrededor vivía gente feliz que recibía parabienes con cualquier motivo, invitaciones a fiestas a las que ni siquiera había pensado asistir, llamadas de mujeres que sugerían compartir unas horas de risas y placer, requerimientos de amigos para ver una película o un partido de futbol o para comentar durante unos minutos cualquier banalidad. Pero, para él, en las últimas semanas el teléfono había sido con demasiada frecuencia el eslabón que lo enlazaba directamente con la desdicha. De modo que descolgó con el recelo de quien ya no espera ninguna bienaventuranza.
—Buenos días. ¿Podría hablar con Julián Monasterio? —era una voz de hombre.
—Soy yo.
—Le llamo desde el colegio de su hija Alba.
¿Qué ocurre ahora?, se preguntó. Estaba tan ensimismado en las dos conversaciones de aquella mañana que de inmediato asoció la llamada del colegio a una nueva complicación relacionada con la pistola, a algún dato suelto que lo vinculara con la muerte del maestro. Y no sólo a él. Si algo había temido desde el principio, eran las consecuencias que pudieran derivar hacia su hija, el reflujo de la tormenta que él había desatado y que podría mancharla con toda su sórdida bardomera. Porque no podía cargar a Alba con más peso, no podía dejar que creyera que los años de felicidad que les quedaban a todos los niños de su edad ya no existirían para ella. Ya era excesiva su zozobra, la mirada de adulto en una niña de seis años. No podría soportar que su hija fuera más infeliz que él mismo.
—¿Qué ocurre?
—Nada grave, no se preocupe —dijo el hombre. Debía de haber notado el tono de ansiedad y se apresuró a calmar su alarma—. Sólo quería pedirle que se pasara por el colegio para hablar de Alba.
—¿Pero ocurre algo?
—No. Soy el jefe de estudios. Su tutora y la logopeda creen que a Alba le vendrían bien unas clases específicas de ayuda individual. Al menos, por un tiempo. Parece que su hija está un poco rara en clase.
—¿Rara?
—Un poco. Ayer la sorprendió el conserje fuera del colegio, intentando irse a casa en mitad del horario escolar. No le contesta a la profesora y parece que tampoco con sus compañeros habla mucho. Creemos que sería conveniente para ella sacarla durante algún periodo a la semana del aula para intentar ayudarla. Pero sería mejor explicarle todo esto aquí, más despacio. No por teléfono. ¿Podría venir al colegio?
—Sí. ¿Cuándo?
—A la una terminamos las clases.
—De acuerdo. Estaré ahí a la una.
Marcó de nuevo y llamó a la tienda para decirle a Ernesto que se retrasaría un poco. Su empleado no dijo nada, pero por el seco modo de despedirse comprendió que no le había gustado. Esa mañana había varios encargos que resolver y Ernesto tendría que multiplicarse de nuevo en el trabajo. Julián Monasterio sabía que en ocasiones le estaba exigiendo más de lo estipulado y que terminaría marchándose si continuaba aquel ritmo, pero en las últimas semanas no lograba evitarlo. Todo parecía confabularse en contra suya: nunca le había gustado que los demás hicieran lo que a él le correspondía y sin embargo ahora no dejaba de pedirlo; siempre le gustaba hacer las cosas despacio y ahora todo iba demasiado deprisa. Muchas palabras que apenas había oído usar antes en toda su vida —pistola, asesinato, robo, abandono, separación— ahora le estaban siendo tantas veces repetidas que pronto le resultarían dolorosamente familiares.
Se recostó en el sofá y encendió un nuevo cigarrillo. Hacía apenas dos horas que había saltado de la cama y ya había pasado por tantas tensiones que se sentía fatigado. Intentó aislar cada uno de los problemas —las preguntas de los dos guardias civiles, las reticencias de su hermana a convertirse en su cómplice, la llamada del colegio y la tienda— y comprobar si en alguno había hecho o dicho algo mal que aún pudiera corregirse. Pero era incapaz de separarlos en su cabeza. Sobre todos ellos pesaba la sombra de su desdicha cotidiana, la ausencia de Dulce y el sordo dolor que aún le provocaba. Y toda esa pesadumbre lo mantenía en un estado de indecisión permanente y le impedía tener la lucidez necesaria para desentrañar los aciertos o los errores de cada uno de sus actos.
Todo se le había venido encima al mismo tiempo, una carga superior a sus fuerzas. Volvió a repetirse que tendría que soportarla hasta que desapareciera o se fuera haciendo indiferente. Toda desgracia y toda alegría extremas son intervalos efímeros en la rutina de los días, se decía, y sólo hay que esperar con calma a que el dolor o el gozo se consuman y pasen. Pero, por primera vez, temía que, a fuerza de repetirlas, llegara un momento en que no encontrara en aquellas palabras ni la energía ni el consuelo ni la esperanza que hasta entonces le habían dado para seguir adelante.
Poco a poco, cigarrillo a cigarrillo, el problema de su hija fue imponiéndose sobre todos los demás. Ahora se daba cuenta de que lo había postergado demasiado tiempo, asumiendo la misma actitud que su ex mujer, la misma excusa para eludirlo: «Tú tampoco eras muy locuaz cuando te conocí». Sintió un pinchazo de remordimiento por aquel abandono: cinco horas diarias en la vida de su hija de las que apenas sabía nada. De hecho, ni siquiera recordaba el nombre de su nueva profesora. Alba se lo había dicho, pero no le prestó la atención conveniente para retenerlo. Si bien estaba seguro de protegerla y cuidar de todas sus necesidades, tenía la certeza de no haberse ocupado lo suficiente de su educación. Sus comentarios sobre el colegio solían reducirse a preguntas rutinarias por lo que había hecho algún día en clase y a consejos de que trabajara y se portara bien con los profesores y con los compañeros. Era cierto que le compraba puntualmente todo el material que solicitaba, que firmaba los permisos para cualquier salida o actividad extraescolar y que abonaba sin tardanza la cuota de la asociación de padres, pero poco más. En aquellos días que llevaba de clases no le había revisado los cuadernos y libros ni una sola vez, no le había preguntado si necesitaba su ayuda en alguna dificultad.
A la una estaría en el colegio para hablar con la profesora.
Una vez decidido ese primer paso, volvió al teléfono y marcó el número del detective para contarle la visita de la Guardia Civil. Lo que habían descubierto podría traerle complicaciones si encontraban a alguien que recordara y pudiera atestiguar que a su padre le habían regalado aquella pistola. No contestaba y le dejó un mensaje en el buzón de voz diciéndole que necesitaba hablar con él con urgencia.