Capítulo 7

Cuando Nelson le dijo que un detective privado quería hablar con él, Manuel Corona fue directamente a buscarlo, para demostrarle desde el principio que nada temía y que nada tenía que ocultar. Sin embargo, decidió esperar cuando lo vio al fondo del pasillo, entrando en el aula donde De Molinos debía de estar rumiando su fracaso, encerrado, sin salir al patio ni a tomar café. Seguro de no equivocarse, lo imaginó paseando con la cabeza agachada entre las rectas filas de mesas, las manos a la espalda, susurrando en voz baja expresiones coléricas y sórdidas, y hubiera sentido alguna compasión si su fracaso no lo hubiera arrastrado también a él de un modo que sólo ellos dos conocían. Porque varias veces le había dicho en privado que él sería su sucesor, que cuando transcurrieran dos años más sólo tendría que dar un paso adelante y ocupar el puesto que él abandonaría después de una esplendorosa cena de despedida a la que asistirían todos los profesores actuales y los que en lustros anteriores habían pasado por el colegio y aún no habían muerto; en la sobremesa, servidos ya el café y los licores, mientras los hombres fumaban puros y las mujeres cigarrillos, como en las bodas, se leerían telegramas de agradecimiento de las autoridades provinciales y municipales y, al final, coincidiendo con un brindis con champán, le entregarían un juego de gemelos de oro y una encina de plata con su nombre grabado en la base y las fechas de los cuarenta y dos años de servicio entregados a la educación.

Al principio había acogido sus promesas con cierto escepticismo, porque aún faltaba tiempo. Pero al volver de las vacaciones había comprobado de repente que aquél era el penúltimo curso del viejo. La perspectiva de sustituirlo y abandonar las clases, tan conflictivas y agotadoras, había dejado de ser una posibilidad más o menos lejana para convertirse en una próxima certeza de comodidad. Se había imaginado ocupando ya el despacho, con las manos limpias de tiza, con el cuello blanco de su camisa libre del polvo que levantaba el permanente remolino de los alumnos, con la placidez de estar alejado de tantos niños que para hablarle necesitaban gritar junto a su oído. Se imaginaba respondiendo al teléfono recostado en el sillón, o recibiendo de igual a igual a los inspectores, gente siempre vestida con elegancia y pulcritud. Imaginaba también las miradas de los compañeros y de los padres impregnadas del respeto que el poder, por pequeño que sea, termina imponiendo alrededor.

Y ahora la derrota del viejo había cercenado aquel futuro cuando era ya casi tangible, porque Nelson permanecería al menos cuatro años como director y porque, además, sabía que nunca podría competir con él en igualdad de condiciones. No poseía su elocuencia, ni su repertorio de anécdotas para contarlas en el momento adecuado, ni su atractivo físico, ni su manera de sonreír seductoramente un instante antes de saludar, ni aquella seguridad que aparentaba al hablar y que tanto resultado le había dado entre los votos de los padres. Y cuando un día sus recursos estuvieran agotados y ya no pudiera engañar a nadie, entonces él ya sería demasiado viejo para sustituirlo. No podía esperar tanto tiempo, no lo resistiría. Con su obesidad y un corazón obligado a trabajar como un ilota para empujar su sangre hasta cada una de las células que componían los ciento veinte kilos de su cuerpo, la vejez se le adelantaría diez o quince años y pronto llegaría esa época en que al acostarse por las noches no sabría si a la mañana siguiente iba a despertar o si se quedaría dormido para siempre.

Pero mientras tanto, frente a Nelson él no tenía un pasado lleno de aventuras que le despertaran nostalgia, ni siquiera esos recuerdos de dolores o desdichas que, cuando comienzan a estar lejanos, son siempre preferibles al vacío. Su vida se reducía a una infancia con la única amistad de un perro, a una adolescencia anodina y dolorosa de chico obeso y sin gracia que a menudo tiene que soportar las burlas de los otros, a una juventud desfilando por diez pueblos diferentes sin encontrar en ninguno afectos o razones para quedarse, cambiando cada curso de destino en aldeas de las que cada día que pasaba eran más confusos los recuerdos. Mirando atrás, se sentía como uno de esos viajeros que al volver de un largo periplo —no emprendido por placer, sino por una obligación insoslayable— no logran distinguir qué vieron en cada ciudad, dónde estaba exactamente aquella catedral que tanto llegó a gustarles o en qué lugar se encontraron con una hermosa mujer con quien charlaron una noche, aun cuando saben que nunca más volverán a visitar la ciudad ni a ver la catedral ni a conversar con la mujer. Todo su pasado era una madeja confusa y enmarañada en la que de vez en cuando se pinchaba con una aguja perdida que le hacía un poco de daño. Los nombres de sus alumnos anteriores, los cursos que impartió, los compañeros con quienes cada año entraba y salía a la misma hora, las tristes pensiones o los pisos sucintamente amueblados donde habitó, las estrechas carreteras que recorría para llegar, las fisonomías de las aulas, las fechas…… todo se le confundía en un remolino turbio de donde no lograba extraer los datos precisos que le dieran la sensación de que su vida era la consecuencia de su propia voluntad, no del azar.

Y si miraba hacia adelante, ahora que la sucesión se había frustrado, las perspectivas de un futuro decidido y programado por él también eran improbables. Adivinaba cómo iban a ser sus últimos años, porque ya poco cambiaría. Seguiría cuidando a su padre hasta que a la enfermedad que le limaba las vísceras se le agotara la paciencia y cumpliera su último episodio; seguiría en aquel colegio, en aquel trabajo que lo cansaba y lo ensuciaba de un modo irremediable, porque no creía en la tan repetida crisis de natalidad que le permitiera una jubilación anticipada: cada comienzo de curso, mesnadas de niños seguían llegando a matricularse, como si nacieran, más que por el amor entre hombres y mujeres, por generación espontánea; seguiría viviendo solo, sin una mujer al lado que no sintiera asco o desprecio hacia él y su cuerpo mal hecho y con las hormonas enloquecidas desde el principio del principio; seguiría engañando su soledad con esporádicas visitas a prostíbulos de los que siempre saldría decepcionado, porque nunca había relación entre la intensidad de su deseo y la satisfacción que recibía; seguiría viviendo en la misma casa oscura y envejecida y moriría en la misma cama en que ahora dormía.

De modo que volvió sobre sus pasos y entró en la sala donde lo esperaba la joven profesora que habían enviado desde la Dirección Provincial para cubrir el puesto de Larrey. Estaba sola —Nelson debía de haber salido al patio o al café— y hojeaba una de las revistas de educación que se recibían en el colegio y que nadie leía.

Unos minutos antes, cuando Nelson le encomendó que le mostrara la pista y el horario, se había sorprendido de que fuera una mujer. Porque si bien los interinos que les llegaban para cubrir bajas temporales eran gente de poco más de veinte años, cuya edad remarcaba cruelmente la vejez de la plantilla del colegio, no había imaginado que para aquella asignatura enriaran a una chica. La educación física siempre le había parecido una materia en la que la fuerza, la rapidez, el vigor y la capacidad de dominar un amplio espacio exterior exigían la condición masculina. Además, era muy guapa. Con el pelo rubio en media melena y el rostro teñido por ese atractivo bronceado que se aleja por igual de la dureza rural y de la falsedad de las lámparas y que él nunca podía conseguir —pasaba y volvía sin transición de la palidez al enrojecimiento—, tenía toda la delicadeza que él admiraba, lejos de cualquier tópico de mujer gimnasta, hombruna, fuerte, de voz ronca y grandes pies anchos incapaces de sostenerse sobre unos tacones.

—¿Te llamas Violeta, no? —le preguntó, aunque recordaba perfectamente su nombre.

—Violeta, sí.

—Si quieres, vamos a ver tu despacho. Está junto al gimnasio. Allí se guardan las que ahora van a ser todas tus cosas.

—Vale —dijo. Se agachó para recoger una pequeña bolsa deportiva que tenía junto a sus pies y se dispuso a seguirlo.

—No habíamos imaginado que enriarían a una chica como profesora de Educación Física —le dijo con amabilidad.

—¿Por?

Enseguida se dio cuenta de su error. Aquel comentario, que había intentado que fuera agradable y mostrara que la sorpresa le satisfacía, en su boca parecía haberse convertido en un reproche, en un indicio de desprecio o de eso que ellas llamaban machismo y que en realidad sólo era una costumbre. A menudo le ocurría así con la gente más joven, le costaba entenderlos y que lo entendieran, como si hablaran idiomas diferentes llenos de trampas para el otro, o tal vez como si hablaran el mismo idioma, pero separados por una evolución de quinientos años que habían ido cargando las palabras de matices que él desconocía. Sólo había querido ser amable, ni siquiera intentar una galantería, porque era consciente de lo que él representaba para una muchacha así: la fealdad y todos los complejos y pequeñas obscenidades que la acompañan. A menudo, cuando el azar lo colocaba durante unos minutos junto a una de aquellas niñas como cachorros, imaginaba que estaría pensando en lo terrible que sería compartir la cama una noche con él: el colchón hundido hacia su lado por el peso, el sudor, la grasa, los olores, la respiración sonora y dificultosa.

—Bueno, no es habitual encontrar chicas en esta especialidad —explicó.

—No creas —respondió tuteándolo—. Todo eso ha cambiado mucho. Hoy ya nadie asocia la educación física con niños uniformados formando filas ni con una disciplina cuartelera. Es otra cosa muy distinta.

—Claro, claro que ha cambiado, como todo. Pero no me refería a eso. Siempre he oído a tus compañeros quejarse de la dureza de la pista: frío en invierno y calor en verano, además de la dificultad de mantener en orden a los niños en un espacio abierto.

—Pero sí tú estás dispuesta a cansarte más que ellos, a moverte a su lado hasta agotarlos, enseguida comienzan a tranquilizarse. En el fondo, es como impartir cualquier otra asignatura: una cuestión de quemar calorías, de no quedarse quieto sentado en un sillón.

No sabía si aquellas palabras iban dirigidas a él, a su barbilla hundida en la papada, a su estómago directamente vecino de sus muslos, el vientre suprimido, pero se sintió molesto con ellas. También con la aplastante seguridad con que hablaba una muchacha novata e interina que acaso nunca llegaría a tener un trabajo fijo. Pero no iba a discutir, a dejarse arrastrar por el odio repentino.

Llegaron al pequeño despacho que había ocupado Larrey y abrió la puerta con la llave. Aunque la Guardia Civil lo había revisado todo, nada parecía haber cambiado de sitio. La mesa y el armario estaban ordenados, las perchas de los vestuarios vacías y en la habitación aneja todo el material deportivo —colchonetas, cuerdas, caballos y plintos, aros, palos de hockey, balones, pelotas, raquetas, bolos, redes y bancos— dormían con la inquietante placidez de los juguetes de un niño repentinamente muerto o desaparecido.

Vio cómo Violeta cruzaba los brazos y se frotaba lentamente los hombros, como si de pronto sintiera frío. Por primera vez, su expresión había perdido aquella seguridad un poco hiriente en su capacidad y en su atractivo.

—No me asustan los niños ni la pista —dijo—. Me asusta… Al profesor anterior, ¿por qué lo mataron?

La pregunta lo sorprendió, porque en los labios frescos de la muchacha adquiría una brutalidad que no tenía en las bocas de los demás compañeros del colegio. Con cualquier otro podría alegar un accidente, o una casualidad, o una equivocación, o un ladrón que había entrado a robar, pero ante ella no eran suficientes esas respuestas, porque su boca también estaba preguntando: ¿Puede volver a repetirse?, ¿qué hago yo aquí ocupando el hueco dejado por él?, ¿qué hago yo aquí?

—Otro chico a quien llamaron antes que a mí para hacer este trabajo se negó a aceptarlo. Le asustaba sustituir a alguien muerto de esa forma.

—No debes preocuparte —respondió; pero sentía una confusa satisfacción al ver cómo su seguridad y dominio habían desaparecido—. Aquello fue demasiado extraño para encontrarle una razón, pero todos estamos seguros de que ni al autor ni la causa hay que buscarlos dentro del colegio.

La muchacha cabeceó varias veces, pareció aceptar sus palabras y por un momento le gustó verse ejerciendo un papel de protector. Abrió la carpeta y le fue mostrando los horarios de las clases, los cursos que impartiría, el material disponible y la meticulosa programación quincenal que había elaborado Larrey.

—¿Cuándo empiezo?

—Ahora, después del recreo. Pero si estás cansada puedes esperar a mañana.

—Ahora. Cuanto antes, mejor. Me he traído la ropa —dijo agachándose a recoger la pequeña bolsa deportiva.

Se fue a los vestuarios y unos minutos después apareció de nuevo ante él. Venía ataviada con un elegante chándal rojo y gris y se había recogido el pelo en una coleta que la embellecía y acentuaba su aspecto de frescura y limpieza. Corona sintió que aquellos pasajeros minutos de antes, cuando la había tenido pendiente de sus palabras y de la información de que disponía, habían pasado como un soplo de humo y que la chica volvía a verlo como el compañero maduro, gordo y aburrido que ya no podría añadir nada que le interesara. Ahora, vestida con el chándal y con unas deportivas blancas, parecía impaciente por abandonarlo, por salir del despacho y saltar a la pista como un hermoso animal joven a corretear con los niños. De pronto pensó que la diferencia de años entre ella y los alumnos era menor que la que había entre ella y él. La aparición de aquella chica recién salida de la Escuela Universitaria había bastado para recordarle algo que, riéndose cada día entre sus compañeros, olvidaba a menudo: lo viejos que eran todos en aquel colegio.

El sonido del timbre anunciando el fin del recreo casi lo sobresaltó. La muchacha se acercó a la mesa a consultar el horario y dijo:

—Tercero A. Entonces, salgo al patio y comienzo.

—De acuerdo.

Se quedó sentado en la silla, incapaz de moverse. Sentía las manos sucias por la mezcla de su sudor con el polvo que ya había aparecido en la habitación cerrada. Echó de menos las toallitas jabonosas que guardaba en la mesa del despacho. Siempre era lo mismo, una lucha personal y permanente contra la suciedad del mundo mientras miraba alrededor y se extrañaba de que hubiera gente que era feliz en medio del fango. Siempre le habían producido una especie de incredulidad las imágenes de televisión que mostraban a niños del Tercer Mundo jugando en la tierra junto a chozas de paja, rodeados de moscas y de perros sarnosos, de excrementos y basura, y que, sin embargo, parecían dichosos y sonreían con unos dientes tan blancos y una risa tan franca que no podía ser fingida ante la presencia de la cámara. Como si la miseria de alrededor y la roña fueran algo inocuo que no podía manchar su inocencia. También con Larrey —y con la muchacha que acababa de salir por la puerta y que, vestida con chándal y deportivas, parecía aún más fragante que con la ropa de calle con que se había presentado— se había preguntado, con un atisbo de envidia, cómo conseguían ser limpios y felices a pesar de su estrecho contacto con tanta gente sudorosa, sucia y desdichada.

Acaso los demás no mentían, acaso él era el único que había odiado a Larrey. Un odio controlado y saludable que lo mantenía vivo, un odio intenso, porque a nadie se aborrece tanto como a quien encarna el ideal al que hemos aspirado y nunca conseguido, el odio del deforme hacia el apuesto, el odio del hombre solitario hacia el hombre que vive en las cercanías de la felicidad. Su tranquilo quehacer profesional, sin pereza y sin ambiciones, el bienestar hogareño que, como un halo, lo rodeaba por las mañanas al llegar al colegio, el esplendor físico en que se mantenía —ese esplendor físico que es tanto más envidiable cuanto que su dueño no hace nada por conservarlo— eran atributos necesariamente dolorosos para quien, como él, nunca podría alcanzarlos. A menudo había comparado su radiante abundancia con la opacidad de su vida y siempre había sentido un sórdido malestar. A pesar de las horas en la pista, del sudor por el esfuerzo, del roce físico con los niños, Larrey nunca tenía aspecto de suciedad. Observándolo, había llegado a pensar que la limpieza no depende tanto de la frecuencia con que uno lava sus manos o sus ropas cuanto de una cualidad interna e intransferible, como la fortaleza del cabello o el ajuste del metabolismo. Había gentes que siempre darían una sensación de pulcritud, aunque no se ducharan todos los días, como si sus cuerpos no destilaran humores y excrecencias. En cambio, otros, entre los que no podía dejar de incluirse, parecían sucios al poco tiempo de salir del baño: su pelo volvía a ser lacio y grasiento, su nariz se llenaba enseguida de gusanos, su piel brillaba al expulsar todo lo que les sobraba y sus ropas parecían tener la cualidad de atraer las moscas y el polvo.

Oyó los pasos que se acercaban por el pasillo y supo que ya venía a buscarlo, porque su ritmo lento y dubitativo denotaba la inseguridad de alguien que no conoce la distribución del colegio y tiene que detenerse a leer el cartel de cada puerta. Abrió una carpeta y simuló estar leyendo: aquél no era su despacho y temía que pudiera creer que trataba de esquivarlo. Y algo de eso había en su demorarse en el cuarto, porque si media hora antes se había dirigido a su encuentro, ahora, tras la conversación con la muchacha, había perdido la audacia de aquel primer impulso. Le gustaría quedarse allí un rato largo, en silencio, sin sentir alrededor la presencia de nadie, a solas con su apatía y su pobreza de alma, alejado de todos los conflictos que siempre le generaba el contacto con los otros.

Porque, ¿para qué quería hablar con los cuatro? Ninguno de ellos era una de esas porteras que disfrutan relatando una y otra vez un acontecimiento trágico del que han sido testigos. El haber encontrado el cadáver de Larrey sólo era una casualidad que nada aportaría a su investigación. Además, ahora que los pasos se acercaban, temía la forma en que aquel hombre alto se dirigiría a él, el tono en que le haría las preguntas, la insistencia con que buscaría sus ojos. Imaginaba las reacciones de sus tres compañeros a su interrogatorio, si podía llamarlo así. Veía a Nelson amable, pero cauto, escapándosele de entre los dedos con su habitual habilidad en cuanto tocara algún detalle espinoso. Veía a De Molinos respondiendo con aspereza, o quizá negándose a responder a alguien que no llevaba uniforme. ¿Y a Rita, tan amiga de Larrey? El detective seguramente sería uno de esos tipos que no le hablan del mismo modo a un hombre que a una mujer hermosa, que evitan con ellas las palabras duras, como si las palabras pudieran herirles la piel. Pero ya estaba allí, oyó los dos golpes suaves en la puerta y una voz que preguntaba: «¿Se puede?» al tiempo que, por el resquicio, aparecía la mitad de su rostro.

—Adelante —respondió, sin levantar los ojos de los papeles que no leía. Se demoró unos segundos antes de cerrar la carpeta y dirigir la mirada sobre el hombre que había avanzado hacia la mesa y ahora estaba en el centro de la habitación y se presentaba diciéndole su nombre y la turbia profesión a que se dedicaba.

—Estaba esperándolo. Aunque no creo que pueda ayudarlo. No conocía mucho a Larrey —añadió, pensando que no sólo a él, que en realidad apenas conocía las pasiones, los deseos o las desdichas de ninguno de los compañeros con quienes llevaba diez años conviviendo.

—Pero como jefe de estudios tendría formada una clara opinión profesional sobre él —propuso el detective.

—Sí, claro. Profesionalmente sí. Era un buen maestro. Nunca faltaba a clase, nunca estaba enfermo, nunca llegaba tarde. A pesar de que su asignatura era una de las llamadas mañas, tenía prestigio entre todos nosotros. Y entre los padres.

—¿Este era su despacho? —preguntó mirando alrededor, la ventana con rejas y las estanterías, la mesa casi limpia de papeles, la habitación aneja para guardar materiales, como si de su decorado o de sus dimensiones pudiera deducir datos inimaginables para los otros.

—Sí.

—Aquella mañana, cuando lo encontraron, Nelson les pidió a tres de ustedes que lo acompañaran al despacho.

—Sí —repitió.

—Entiendo que llamara a De Molinos, a quien iba a suceder en la dirección, y a usted como jefe de estudios. Pero a Rita, ¿para qué?

De modo que ya lo has adivinado. Tan pronto, pensó. Tenía que venir alguien de fuera para ver que en aquel cuarteto faltaba Julita Guzmán, si es que Nelson hubiera pensado sustituirla por Rita. Pero no era a la vieja secretaria a quien iba a cambiar, una persona demasiado eficiente para que Nelson, con su tendencia al desorden, pudiera prescindir de ella. Nadie se lo había dicho, y después del asesinato de Larrey todo había quedado en suspenso. Pero estaba convencido de que era de él de quien iba a prescindir como jefe de estudios para poner en su lugar a Rita.

—No lo sé. Supongo que tendría alguna razón para hacerlo —respondió procurando que su tono contuviera un primer matiz de insolencia.

Se quedó en silencio, temiendo la nueva pregunta que podría ponerlo en un aprieto, reuniendo fuerzas para aparentar la audacia suficiente que ocultara su debilidad, pero rio que el detective retenía sus palabras, como si las pospusiera para otro momento.

—La tarde anterior, en la reunión, ¿no ocurrió nada extraño con Larrey?

—No, con él no. Lo único extraño fue que Nelson saliera elegido. Pero nadie levantó la voz ni se opuso al resultado de una elección limpia. Vivimos en una democracia, ¿no?

—Claro.

—Luego estuvimos en el bar tomando unas cañas y todo seguía siendo normal. Ni Nelson hizo alarde de su victoria ni De Molinos parecía demasiado afectado por su derrota. Julita Guzmán fue la primera en retirarse y los demás nos fuimos poco después. Larrey salió con Rita. No hubo nada extraño, ningún indicio que presagiara una desgracia —insistió, satisfecho de su explicación. Todo estaría bien si terminara allí y no hubiera más preguntas.

—¿Acompañó a De Molinos a su casa?

Sabía lo que quería decir: una coartada mutua. Supuso que aquella misma cuestión se la habría planteado también al viejo.

—Sólo unos minutos, la parte compartida del trayecto. Al día siguiente comenzaban las clases, y nuestro oficio, aunque a mucha gente no se lo parezca, es un trabajo duro. Posiblemente ahora más duro que nunca. Desde la administración no dejan de enviarnos normas, cartas y circulares obligándonos a hacer tareas que antes eran de los médicos, de los medios de comunicación o de los servicios sociales. Y hasta de las criadas: muchos pretenden que cambiemos la ropa sucia a los niños que se orinan. Los padres ya no esperan respetuosos en la puerta del colegio, avanzan por los pasillos y entran en las clases como si fueran de su propiedad, sin llamar a la puerta, con una actitud cada vez más exigente, como si sus hijos fueran todos superdotados. Y los alumnos están perdiendo los últimos restos de disciplina. ¿Ha visto las pintadas del muro posterior?

—No.

—Todo un mural de ofensas y desafíos. Para eso les hemos enseñado a escribir.

Podría seguir enumerando las agresiones a su profesión, pero vio que el detective no parecía muy dispuesto a escuchar el largo repertorio de sus quejas. Como si no tuviera nada más que preguntarle, le dio las gracias y salió con una despedida que no parecía mostrar ninguna decepción.

Antes de volver a su despacho pasó por el servicio de profesores a lavarse las manos. Se sentía viejo y fatigado y notaba los primeros avances del sudor haciéndose visibles en las axilas y en la nuca, la presión de la corbata en torno al cuello, molestándolo al respirar, calentando la grasa de la papada. Se demoró en su mesa hojeando papeles que tenía que tramitar, incapaz de concentrarse en ellos, esperando con ansiedad el sonido del timbre que diera por finalizada la mañana.

* * *

Abrió la puerta de su casa y, mientras se quitaba la chaqueta, miró hacia el salón. Una rápida ojeada le bastaba para saber si durante la mañana Petra había estado diligente o si, con la excusa de que su padre no dejaba de requerirla, se había demorado en las tareas. Odiaba llegar al mediodía y encontrar la comida sin preparar, la ropa destiñéndose en la lavadora, las camas sin hacer en las habitaciones. Pero todo aparentaba orden: el suelo brillaba al recibir la luz de la ventana, no olía a cerrado y los cojines estaban ahuecados en los sillones y en el sofá que, bajo su peso, se había ido hundiendo en el centro y había adquirido una extraña forma de barca.

El suelo brillante de la casa, o tal vez la visita del detective al colegio, que aún lo mantenía en un estado de excitación, le hicieron recordar de pronto a Bruno, el King Charles spaniel que había tenido hasta tres años antes. Se quedó mirando las baldosas, como si el perro aún estuviera allí abajo, observándolo y moviendo la cola para darle la bienvenida. Con una ternura que no sentía por nadie evocó a aquella bola de pelos suave y caliente que caminaba por el pasillo para seguirlo a dondequiera que fuese, insistiendo en su persecución hasta que él dejaba que le lamiera los dedos. Al perrito no le importaba su gordura, su sudor o el polvo que traía del colegio, no le importaba qué había hecho en las últimas horas la mano que lamía.

Desde el primer momento Bruno lo había cautivado con un cariño y una fidelidad incondicionales. Se sentaba a sus pies cuando él se sentaba, levantando la cabeza ante cualquier movimiento suyo, callaba cuando él callaba, gemía cuando tenía que irse y lo dejaba encerrado, giraba de alegría como un trompo cuando oía sus pasos acercándose por la escalera y se lanzaba hacia él en cuanto asomaba por el quicio de la puerta.

Y sin embargo, no fue él quien lo trajo a casa. Se lo habían regalado a su padre en la central nuclear el día en que se jubiló. Uno de sus compañeros pensó que, ahora que ya no tendría nada que hacer, aquel animalito de pocos días, apenas destetado, pacífico, de raza noble, de simpático aspecto, le haría más compañía que la bandeja de plata —regalo de la dirección— o que el reloj que le habían comprado entre todos. El perro le ayudaría a no encerrarse en casa y a salir a la calle, a mantener un horario de momentos fijos que le impidieran perder la exacta medida del tiempo, a responsabilizarse con una tarea vicaria que hiciera más suave el tránsito entre su ocupación en la nuclear y las dilatadas horas libres de que ahora dispondría. El padre había arrinconado la bandeja en un hueco del mueble donde estuviera visible sin estorbar y había farfullado: Un reloj. Siempre un reloj a quien se jubila, para que no pueda olvidar que le quedan pocos años.

Respecto al perro, le había gustado aún menos, pero no se atrevió a rechazarlo ante todos ellos, incapaz de saber si era una burla o sólo una equivocación con buenas intenciones. Había esperado con ansiedad la jubilación precisamente para no tener nada que hacer, para perder sin el mínimo remordimiento todo el tiempo que le sobraba, para quedarse en casa sin salir, fumando y algún día bebiendo, tumbado en la cama o mirando en el televisor las películas de ciencia-ficción y hecatombes futuristas a las que era tan aficionado. Le había contado que, tras la fiesta, al volver a casa, estuvo a punto de tirarlo por la ventanilla del coche cuando el cachorro, al que había colocado en el suelo de la parte posterior, se coló delante, se le enredó entre los pies, le impidió frenar y casi le hizo salirse de la carretera. Pero lo trajo, metido en la bolsa de plástico que también contenía la bandeja, dispuesto a regalarlo o a abandonarlo cerca de El Paternóster a merced de los jabalíes.

Bastaron tres días para que se encariñara con él y decidiera quedárselo, a pesar de la oposición de su padre y de sus augurios de que en poco tiempo estaría aburrido de cuidarlo. No podía arrojar de casa a quien, desde el primer momento que entró en ella, había ido a buscar su contacto y su olor, con una inocencia y una fe de no recibir con él ningún daño que nunca antes le había demostrado ningún ser vivo. Asumió todas las obligaciones de su cuidado, resistiendo una cierta vergüenza cuando salía a pasearlo los primeros días: un hombre alto y gordo llevando un perrito, atado con cadena, deteniéndose paciente y ridículo junto a un árbol cuando el cachorro alzaba la pata, sonriendo con impostura a los dueños de otros animales que se acercaban a olerlo, alguna vez diciéndole palabras de falso reproche en voz demasiado alta. Y todo eso en Breda, en una ciudad pequeña y provinciana que aún no había renunciado a su origen rural donde un perro era a menudo un animal parásito que no merecía mucho más aprecio que un lagarto.

Después, enseguida, vino la búsqueda de un nombre, la necesidad de diferenciarlo de todos los demás que poblaban las calles. No le resultó fácil encontrarlo, porque ninguno evocaba con precisión aquella figura caliente, glotona y peluda sin caer en lo anodino o en la cursilería. Durante días barajó combinaciones de sílabas que sonaran de forma agradable, aunque no tuvieran ningún sentido, palabras castizas y extranjeras, apelativos rudos y refinados, nombres de árboles y de animales, de fenómenos atmosféricos y de planetas, de héroes mitológicos y de películas, de minerales y de lugares exóticos, de perros ya existentes. A veces lo llamaba repitiendo un nombre que en los primeros momentos le gustaba, pero poco después lo rechazaba definitivamente. Luego, de repente, una tarde al llegar del colegio, el nombre se le apareció con tal evidencia que se preguntó cómo no lo había pensado antes. Lo bautizó Bruno, porque aquella palabra evocaba al mismo tiempo el color negro, aunque con algunas manchas rojizas, de su pelambre y un cierto eco de su carácter travieso, alegre y cariñoso.

Y como si el nombre lo hubiera convertido en un adulto, Bruno comenzó a aceptar desde entonces el puñado de normas básicas sobre higiene y comportamiento que le impuso. Su vivaz inteligencia para aprender fue otro motivo de admiración. Nunca hubiera creído que un animal tuviera aquella capacidad para escucharlo, levantando la cabeza y mirándolo fijamente hasta que terminaba de hablar, como si entendiera cada una de sus palabras. En el colegio, se dijo, había alumnos cuya memoria y facultad de raciocinio eran inferiores.

Durante cuatro años —cuatro años tan sólo, una vida demasiado corta incluso para un perro—, Bruno fue una mezcla de niño pequeño a quien cuidar y compañero que le ayudaba a mitigar su soledad y la árida ausencia de emociones. Luego, de pronto, había ocurrido todo aquello, el cuerpo colgando y aquel muchacho.

Avanzó por el pasillo, saludó a Petra, que ultimaba la comida en la cocina, y entró en la habitación de su padre.

—¿Cómo te encuentras hoy? Cuando me fui estabas dormido.

—Un poco dormido después de toda la noche en vela —precisó; era uno de esos enfermos siempre renuentes a reconocer cualquier mejora en su estado, cualquier episodio de bienestar físico—. Pero enseguida me despertó Petra con los portazos y los golpes. Creo que lo hace intencionadamente.

—No, papá. Tiene que limpiar y ordenar la casa y es inevitable que se produzca algún ruido.

—Pero no tiene por qué encender la radio y poner esa música horrible.

—Hablaré con ella para que baje el volumen.

—No te hará ni caso. Parece que en esta casa ella manda más que nosotros.

Chasqueó la lengua con gesto de fastidio. Todos los días se repetía aquella discusión que no terminaría nunca. Él mismo le había dicho a la asistenta que a las diez de la mañana tenía que despertarlo para darle las medicinas, pero si su padre se enteraba de aquella complicidad se negaría a tomarlas. Además, la única forma de que durmiera por las noches era mantenerlo despierto durante el día. Al principio se lo había permitido y entonces, en mitad de la madrugada, se levantaba para recorrer la casa como un fantasma, tiraba repetidamente de la cadena del inodoro, encendía el televisor, comía por el pasillo y, cuando al fin comprobaba que él no iba a levantarse, entraba en su habitación para decirle que le dolía algo y que no podía dormir.

Acaso Petra aprovechara sus indicaciones para su propia comodidad, pero no podían prescindir de ella. Llevaba muchos años en la casa y ya era como uno de esos mayordomos ingleses que hacen la compra, limpian, planchan, ceden o impiden el paso a quienes llegan, recuerdan fechas y plazos para las gestiones domésticas, conocen a los mejores técnicos de electrodomésticos y administran la casa de tal modo que se han hecho insustituibles para aquéllos a quienes sirven. Vivía en el mismo edificio, en un oscuro piso del semisótano, y aquella cercanía les permitía requerirla para cualquier imprevisto y a cualquier hora. Además, era una excelente cocinera.

—¿Te has tomado las medicinas? —le preguntó. La mesilla estaba atiborrada de frascos de Nembutal, Zantac, Prednisona, calmantes…

—Sí.

—Entonces, vamos a comer. Te ayudo a levantarte.

Lo condujo del brazo hasta el comedor. A través de la tela del pijama advirtió la delgadez a que lo estaban reduciendo el dolor y la quimioterapia. Notaba los huesos todavía articulados por los finos tendones que, al tensionarse, adquirían una dureza sorprendente y revelaban las fuerzas que aún empleaba en posponer lo inevitable. Un pájaro aferrándose a la rama de un árbol entre la sistemática destrucción de un huracán.

Se sentaron a la mesa que Petra había puesto mientras tanto y el padre observó con impaciencia la comida que humeaba en la cazuela, una chispa de saliva bollándole en los labios. Era el único placer que aún podía permitirse, el de la lengua y las papilas de la boca que, más que ninguna otra parte de su cuerpo, aún enviaban y recibían mensajes precisos del cerebro. El médico le había dicho que uno de los más frecuentes efectos secundarios de la quimio era la disminución del gusto, la posibilidad de perder el apetito, porque todas las comidas le sabrían a metal. Sin embargo, con su padre aquella regla no se cumplía. Ante el mantel, su rostro se alegraba de manera ostensible.

Le sirvió abundantes verduras y no esperó a que él también se sentara para comenzar a masticar, produciendo chasquidos opacos, como el ruido de una rana al zambullirse en una charca. Le seguía sorprendiendo su apetito, un hambre que no mitigaban ni el malestar ni las medicinas, como si la comida fuera para él el más eficaz antídoto contra la invasión del cáncer. Muchas veces se había preguntado si su enfermedad no era consecuencia de los treinta años que había trabajado en la central, aunque los médicos que lo atendían negaran una relación directa y demostrable.

Otros días su padre aprovechaba los momentos en que estaban juntos para desgranar todas las quejas por sus dolores, por el trato de Petra o por el estado del mundo según las noticias que veían en el televisor. Pero aquélla estaba resultando una de esas comidas que transcurrían sin apenas hablar, abriendo la boca únicamente para tragar con su mutua glotonería habitual. Habían terminado la verdura al mismo tiempo y se levantó para traer el segundo plato.

Cuando volvía con el asado se detuvo un momento, sorprendido por la violencia con que el cráneo de su padre, limpió de pelos por los efectos de la quimioterapia, se estremecía con el movimiento de las mandíbulas al masticar un trozo de pan. Ninguna otra parte de su cuerpo mostraba un presagio tan claro de su muerte. La piel amarillenta y pálida, surcada por venas oscuras, sin ese saludable lustre de las calvicies andrógenas, las orejas agrandadas por la ausencia de cabello, la nitidez con que se apreciaba la unión entre los diferentes huesos de la caja componían el exacto anticipo de una calavera.

Sintió un brote de piedad tan intenso que la bandeja con el asado le tembló entre las manos. Piedad por su padre y también por sí mismo, porque vio un futuro inminente en el que estaría definitivamente solo, sentado ante aquella misma mesa, con el mismo mantel amarillento y la misma cubertería, con los pies apoyados en la misma alfombra que comenzaba a despellejarse por los bordes y a enseñar la trama. Dejó que su padre se sirviera y él disimuló su temblor bebiendo un vaso de agua, limpiándose la boca cuidadosamente y volviendo a colocar los utensilios frente a él con una meticulosa geometría. Luego cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca, pero, a pesar del hondo apetito con que cada día llegaba a casa desde el colegio, ahora ya no tenía hambre. La carne le pareció dura, fibrosa, y se le hizo una bola entre los dientes que no podía tragar a pesar de las dieciocho veces que se obligaba a masticarla. Cuando miró a su padre, que engullía sus pedazos con una satisfacción que parecía adormecerlo, comprendió que no era la dureza del asado lo que a él le impedía comer, sino la total ausencia de saliva dentro de su boca.

* * *

—Creo que ya tenemos algo, mi teniente —dijo Ortega, uno de los dos jóvenes números a quienes había destinado para que lo ayudaran en aquel caso. Junto a él había puesto a una agente, la primera mujer que tenía bajo su mando directo.

—Dime.

—La única FN 1900 de que se tiene constancia en Breda figura en el registro de los juzgados. Fue confiscada a un contrabandista de café en 1962. Caja de munición y silenciador.

—¿También silenciador?

—Sí.

—Eso explica que nadie de las cercanías oyera el disparo. Y la fecha encaja con la de fabricación del casquillo.

—Pero de ahí no logramos pasar. Todavía al año siguiente aparece en el inventario. Sin embargo, en el 64 ya no figura. Hemos buscado y tampoco fue vendida en la subasta pública de armas que se hizo aquel año.

—¿Entonces?

—Creemos que la tuvo que coger alguien de dentro. Una pistola así es una auténtica joya, una maravilla de precisión para su tamaño, una pieza de coleccionista —dijo con un entusiasmo que revelaba su afición a las armas. Gallardo miró a la mujer y observó un atisbo de sonrisa y de ironía ante el fervor de su compañero—. Hemos ido a hablar con uno de los dos jueces que trabajaban en aquella época. El otro murió hace siete años. Nos ha contado algo que puede ser interesante.

Miró un instante a su compañera. Parecía dudar si cederle la palabra para que ella continuara la explicación, pero ante su silencio continuó:

—Al parecer, su colega, a quien le gustaban mucho las armas, era poco escrupuloso en estos asuntos. Le consta que, en alguna ocasión, permitió que gente de su confianza se quedara con alguna pieza que les llamara la atención. Nos dijo que se firmaba un papel de puro trámite y el arma ya tenía nuevo propietario. Pero de esos papeles no queda nada.

—Los viejos métodos, ¿eh? —preguntó, porque ante aquel agente que le hablaba, pero sobre todo ante la mujer (ninguno de los dos superaba los veintiocho años, ninguno de los dos había nacido cuando se confiscó la pistola) quería dejar bien claro que tampoco él, un oficial quince años más viejo, había tenido ningún vínculo con la época de la que estaban hablando.

—Sí. Los viejos métodos.

—¿Y no hay ninguna posibilidad de encontrar aquellos resguardos?

—Creemos que no. El actual juez también nos lo ha asegurado. Si quiere, podemos seguir indagando, pero posiblemente en los archivos no quede nada de entonces —intervino la mujer.

—Sí, seguiremos buscando un poco más. Pero ya enviaré a alguien. Vosotros tenéis otros trabajos.

Se recostó hacia atrás en el sillón y miró a los dos agentes, tan distintos entre sí, con unas diferencias que resistían la homologación impuesta por un mismo uniforme y un mismo ambiente. Mientras Ortega era de esos hombres que, indiferentes al frió, llevan las mangas levantadas en cualquier época del año para mostrar los bíceps, con una inclinación a la violencia que lo haría peligroso si no fuera disciplinado y honesto, Andrea era casi delgada y el teniente se preguntó qué tipo de cualidades que compensaran su fragilidad física habría demostrado para acceder al Cuerpo.

—Habéis hecho un buen trabajo. Ojalá nos lleve a algún sitio, porque cuando encontremos al dueño, es muy probable que hayamos encontrado a quien disparó. Vais a traerme una relación de todos los que trabajaban en los juzgados en 1963 y 1964. Habrá que hablar con todos ellos. Con los que queden vivos.

—Ya la tenemos, mi teniente. Cuando estábamos allí pensamos que podría ser útil —intervino ahora la mujer, tendiendo hacia él un folio impreso. Gallardo volvió a sentir una extraña mezcla de inquietud y bienestar al oírse llamar por ella con aquel posesivo antepuesto a su rango que en su boca se impregnaba de una turbadora intimidad.

—Gracias —dijo inclinándose hacia ella para coger el papel: una docena de nombres con las direcciones que tenían entonces y los años en los que estuvieron trabajando dentro.

La agente se había quedado ahora en primer plano, junto a su mesa, sus caderas casi rozando el tablero y, mientras hojeaba el folio, no podía olvidar su cercanía. Al principio, cuando llegó destinada al cuartel, no le gustó que le hubieran asignado a una mujer, porque imaginaba una fuente de conflictos y tensiones con los demás agentes, todos hombres. Pero en los pocos meses en que la había visto trabajando, su buena disposición para no ahorrar esfuerzos en los entrenamientos ni en el servicio, su perspicacia y su capacidad para organizarse lo habían cautivado. Le gustaba la seriedad con que llevaba a cabo sus tareas, aún las más triviales; le gustaba el modo tan trascendente y vigoroso con que pronunciaba las fórmulas legales al detener a alguien, tan distinto de la cansada rutina de los veteranos; le gustaba incluso su manera de conducir, la atención que prestaba a cada uno de sus movimientos, hasta el punto de que a menudo le permitía llevar un coche en el que él iba dentro, algo que nunca hacía con nadie. Además, cuando estaba vestida de civil, con ropas menos toscas que el uniforme, se convertía en una mujer atractiva. Algunas veces la había visto hablando con Ortega fuera del cuartel. Aunque eran muy distintos, se preguntó si entre ellos dos no habría algo más que camaradería, y se sorprendió al comprobar que una de las posibles respuestas no le agradó nada. Quizá había sido un error por su parte ponerlos juntos tan a menudo: un hombre y una mujer jóvenes haciendo la ronda nocturna por carreteras solitarias. Se dijo que cuando acabara aquel trabajo tendría que replantearse esa situación.