Jaime De Molinos esperó sin levantarse de la silla a que los últimos alumnos salieran al patio. Se sentía exhausto. Las dos horas de clase lo habían agotado más que una mañana entera en el despacho de dirección contestando al teléfono, tramitando papeles y atendiendo visitas de madres agitadas e insolentes. Tenía cincuenta y ocho años y suspiró con cansancio y hastío al pensar en los dos que aún le faltaban para poder acogerse a la jubilación anticipada. En la edad en que las fuerzas comenzaban a fallarle, Nelson le había dado una patada al sillón que ocupaba y lo había enviado de nuevo al aula, donde se necesitaba una energía inagotable para dominar y enseñarles algo a aquellas treinta bestezuelas que a veces parecían mirarlo desde sus pupitres con sonrisas maliciosas y burlonas. Se resistía a creerlo, pero no podía evitar pensar que desde que ya no era director los alumnos lo consideraban de otra forma; ya no callaban cuando él pasaba a su lado en el patio, ni rehuían su presencia, como si hubiera desaparecido el poder que siendo director lo envolvía en un aura de respeto, de temor y de obediencia. Antes, cuando algún profesor llevaba a su despacho a alguno de los alumnos más turbulentos y recalcitrantes en las faltas de disciplina, hasta los más engallados agachaban la cabeza, conscientes de que allí los castigos eran más severos y de que él era el juez supremo que los administraba. En su despacho no importaba tanto de qué se era acusado sino por quién se era acusado. Y aunque él era consciente de lo injusto de tal situación, nunca hizo nada por cambiarla.
Miró a su alrededor, tomando fuerzas para comenzar la limpieza que había ido posponiendo esos primeros días. Aquella clase la había ocupado el año anterior una profesora interina de ideas demasiado insolentes. Y al terminar el curso se había marchado dejando aquella absurda, idiota decoración de colorines en muebles y paredes. Flores —susurró con desprecio—, flores en una clase. Encima de un armario había dejado un ramo de rosas, acaso una ofrenda de algún padre en agradecimiento por un boletín de notas limpio de suspensos, postergando el fracaso hasta hacerlo irremediable. Un detalle estúpido. Antes nadie hubiera regalado flores. Si acaso un libro, una pluma y un tintero, una caja de bombones. Transcurrido el verano, sólo quedaban los tallos secos, con las espinas afiladas por el calor, y una parva de pétalos amarronados alrededor del florero. Se levantó de la mesa y lo vació en la papelera. Escondió en un cajón el bote de cristal: a él no le serviría para nada.
Sobre el armario había también un globo terráqueo y de un golpe seco lo hizo girar rápidamente sobre su eje. La mirada se le nubló en la vertiginosa rotación de los colores sólidos y brillantes y de repente notó un amago de vértigo. Lo detuvo en seco, con la sensación de que el mundo entero, al igual que el globo, giraba desordenadamente por el espacio en un vacío insondable, difícil de comprender, a impulsos de los golpetazos que de cuando en cuando le propinaba una mano airada. Por un instante le pareció que los puntos cardinales, los trópicos y meridianos, los polos y el ecuador que antes le parecían referencias inamovibles ahora podían ser volteados para llenarlo de penuria y desconcierto. Se sentía como un fraile del medievo que después de estar toda su vida creyendo en la inmovilidad de la Tierra y contemplando el carrusel del sol y las estrellas escucha decir que en verdad es él quien se mueve, que está equivocado y que todo es un espejismo.
Frente a sus ojos había quedado el mapa de España y el del continente africano. De pronto, aún aturdido, sintió que toda la anchura del mundo, y su destino, y sus habitantes, y las miserias, guerras y catástrofes que cada día veía en los telediarios le eran indiferentes y lejanas. Ahora no le importaban nada, no sentía ninguna solidaridad ni compasión hacia el resto del género humano, como si la ofensa que uno de ellos había oficiado contra él contaminara a todos los demás. Su mundo afectivo se reducía a dos lugares: su hogar, donde había entregado toda preeminencia a su mujer, y el colegio, de cuyo sitial más alto había sido arrojado. Aquel despido era como una mutilación y, al igual que los mutilados y sus miembros fantasmas, sentía un confuso dolor físico que no siempre podía localizar en un punto concreto de su cuerpo.
Dejó el globo donde estaba, temeroso de volver a tocarlo, y se dirigió al panel de corcho para continuar con la limpieza. Arrancó los dibujos y pinchó el horario de clases y el folio con las diez normas básicas de disciplina cuya redacción él mismo había impulsado unos años antes —cuando aquel alumno había ahorcado al perro del jefe de estudios—, para poner freno al creciente deterioro del orden dentro del colegio. Había dispuesto que aquellas tablas de la ley estuvieran siempre bien visibles en todas las clases y que de cuando en cuando fueran recordadas, pero la anterior profesora no lo había cumplido. Bien, al menos dentro de su aula él se encargaría de que todos acataran esos diez mandamientos.
Sin detenerse a descansar, animado por ese espíritu de limpieza que, en la misma medida en que avanza, se vuelve voraz y purificador y va creciendo hasta lindar con la destrucción, siguió arrancando murales y carteles sobre la salud bucodental o el racismo o los beneficios de la lectura. Fue arrugándolo todo y arrojándolo a la papelera, aplastando con el pie su contenido cuando ya no cabía más, hasta que comprobó que el aula volvía a ser un lugar espartano donde nada invitaba a la distracción. Todavía faltaba vaciar los cajones de la mesa y de los armarios, eliminar todo lo superfluo, todo lo que no fueran desnudos instrumentos de trabajo: lápices, bolígrafos, figuras geométricas, reglas y escuadras, la bola del mundo, el borrador y la tiza, a cuyo chirrido, antaño insoportable, había terminado acostumbrándose. Pero todo eso lo dejaría para otro momento. También él tenía derecho al descanso durante el recreo.
Fatigado, se sentó ante la mesa y, aunque estaba prohibido fumar dentro de las clases, encendió un cigarrillo y aspiró el humo con delectación.
Mientras fumaba colocó ante él el vade que había traído de su casa, la vieja y querida carpeta de tapas de cartón duro forradas con loneta que guardaba como si fuera una reliquia y que no había vuelto a usar desde sus primeros años de profesión. Allí dentro, en sus hojas amarillentas, estaban escritos todos los saberes que necesitaba manejar un maestro: la regla de tres simple y compuesta, las fracciones, el valor de pi hasta la octava cifra decimal, el sistema métrico y otras tablas de medida y conversión, los mapas de España y del mundo, las reglas básicas de ortografía, los diez mandamientos… Allí dentro estaba la trilogía indispensable: abecedario, números y doctrina. De lo demás podría prescindirse. Acarició de nuevo las tapas. El olor que desprendían le hizo sentirse más seguro, evocando un tiempo lejano en el que aún era joven y fuerte y casi feliz. Cierto que para completar el nuevo escenario de la clase faltaba la tarima. La tarima de madera seca y dura que no sólo era el estrado donde el maestro se subía para ser mejor visto y escuchado por los alumnos. También era el patíbulo donde, para ejemplo de los demás, se exhibía a quien iba a recibir el castigo. Pero soñar con su recuperación era pedir demasiado.
Volvió a mirar el aula, con las mesas separadas en filas individuales. Cada uno de sus alumnos recibiría lo que se hubiera ganado con su esfuerzo o su inteligencia, sin ayuda de nadie. Llevaba ocho años sin impartir clases, pero ése era un aspecto en el que el tiempo no había transcurrido para él. Volvería a dar sus lecciones como siempre lo había hecho y sus alumnos volverían a escuchar en silencio y a trabajar agachando la cabeza sobre los libros como si fueran a lamerlos. Nada de aquellas últimas modas de aprendizajes comprensivos o atención individual a cada uno de ellos. Nada de explicar al menos tres veces y de distintas formas un concepto o un problema para que todos tuvieran la posibilidad de asimilarlos. Nada de bajar el nivel para que nadie se quedara atrás. La vida era injusta en el reparto de los dones desde el nacimiento y el alumno que no aprendiera eso en la escuela lo aprendería más tarde en el mundo del trabajo de una forma mucho más dolorosa, a fuerza de despidos, de paro o de marginación. Él impondría un ritmo igual para todos desde el principio y los que no quisieran quedarse atrás tendrían que esforzarse por seguirlo, porque no estaba dispuesto a detenerse para soplarle a nadie un poco de aliento en la boca. ¡Como si la posibilidad de enseñar estuviera en la mano del hombre, cuando nadie puede enseñar nada a quien no está dispuesto a aprender o no tiene las capacidades necesarias!
Aplastó la colilla en el cenicero y lo guardó en un cajón de la mesa, donde no estuviera a la vista. Luego, caminando con las manos a la espalda, con un gesto que recordaba el de los sacerdotes, se acercó a la ventana y la abrió para despejar el olor, pero no se asomó a ella, se quedó en la penumbra desde donde podía observar el patio sin ser visto.
Afuera paseaban profesores y profesoras en dos grupos distintos, como si después de treinta años de convivencia todavía la separación de sexos no hubiera podido ser superada y perviviera la misma cautela provinciana y antigua, los secretos rancios y venenosos de un lado frente a los chistes obscenos y brutales del otro. Como la mañana era agradable, no sólo paseaban aquéllos a quienes les correspondía el turno de vigilancia del recreo. Otros también preferían caminar antes que quedarse en la sala.
Entre el grupo de mujeres estaba su esposa, Matilde Cuaresma. Observó su figura fuerte y arrogante, ya nada atractiva. Aunque había sido una mujer que lo enloquecía en la cama, poco a poco también ella había ido volviéndose anodina, a fuerza de años, de monotonía, de vestirse con ropas de colores pardos que resistieran la suciedad con que los alumnos siempre terminaban manchándolos cuando volvían del patio con las manos llenas de tierra o pringadas con los restos de dulces y bocadillos. Su andar erguido había perdido altivez, su cabeza se había vencido hacia adelante por estar tantas horas agachada sobre cuadernos y fichas escolares. La vio detener sus pasos un momento para hacerse escuchar mejor, gesticulando por algo que acaso la irritaba, y comprobó una vez más que lo que no había perdido —y nunca perdería— era el orgullo del origen familiar, la arrogancia del apellido Cuaresma que, al tiempo que la protegía con un prestigio de riqueza rural, la obligaba a estar continuamente defendiéndolo ante el signo destructor e irreverente de los tiempos.
Supuso que estarían hablando del nuevo director y de su victoria por dos votos, de las novedades que había prometido introducir, porque había comprobado que, una semana después, a todos ellos les inquietaban más los cambios anunciados —y la incomodidad que genera todo cambio— que la muerte ocurrida en el colegio. Incluso él había comenzado a olvidar antes el asesinato que su salida de la dirección. Porque a Larrey no tenía motivos para echarlo de menos. Cierto que siempre había sido un buen profesor, con quien nunca tuvo el mínimo conflicto: procuraba cumplir con su trabajo, no faltar injustificadamente y llevar sus clases de la mejor manera posible: aquella en la que el director nunca tiene que intervenir. Pero no podría decir que lo echaba de menos. En cambio, cualquier detalle cotidiano le recordaba su expulsión del despacho. En la próxima nómina ya no figuraría el complemento de director, unas cincuenta mil pesetas que hubiera consolidado para siempre si hubiera permanecido diez años en el cargo. Nelson sabía aquello, como sabía que a él sólo le faltaban dos cursos para blindar su vejez, y sin embargo se había atrevido a arrebatarle un sobresueldo que había llegado a considerar como suyo. ¿Por qué no había esperado un poco, por qué tanta prisa? Si hubiera venido a hablar con él, habrían podido llegar a un acuerdo, olvidar la honestidad y la vergüenza y repartirse en secreto los beneficios del poder. Prescindiendo de todas las promesas de sucesión hechas a Corona, le habría facilitado el relevo a cambio de aquella última prórroga.
Volvió a observar a su mujer. En la última semana, Matilde le había reprochado muchas veces su suficiencia y su obstinación al afirmar que Nelson no representaba ningún peligro para él, cuando ella le había advertido repetidamente esa posibilidad. Había reconocido ante ella su error, su exceso de confianza, su ingenuidad al no advertir la tentación que todo poder, por pequeño que sea, despierta en los arribistas. Y ese reconocimiento, lejos de aliviarlo, lo irritaba aún más contra Nelson.
Para Matilde, ser la esposa del director significaba tanto como para él la dirección. Sabía que tardaría mucho tiempo en olvidar sus palabras de aquella noche, cuando llegó a casa y confesó su derrota. «Tendría que haberme presentado yo. Yo no hubiera permitido que ese mequetrefe se llevara los votos». Ahora se preguntaba cuántas cosas había hecho, empujado por ella, que solo nunca se hubiera decidido a emprender. Sin duda, muchas eran agradables, pero otras le habían dado frutos escuálidos que no compensaban sus denodados esfuerzos. Era ella quien había estado siempre obligándolo a escalar cotas, a abarcar territorios, a seguir haciendo durante toda su vida los esfuerzos necesarios para equilibrar la diferencia inicial y demostrar el agradecimiento del hombre sin patrimonio que es aceptado como esposo por una de las más adineradas señoritas de la villa.
Sin embargo, no podía afirmar que no hubiera sido feliz. Había llegado a sentir junto a ella esa gozosa y tibia felicidad conyugal que emana del contacto prolongado cuando no hay disturbios. Se habían casado jóvenes y en los primeros años habían disfrutado mucho en la cama y habían tenido cuatro hijos que ahora ya estaban fuera de casa. Probablemente hubieran venido algunos hijos más si él no hubiera logrado convencerla de que no era conveniente seguir aumentando la familia. Tras muchas noches hablando suave y persuasivo, Matilde había aceptado que usaran algún método. Al fin, sus rígidas convicciones religiosas terminaron cediendo ante su insistencia y el doloroso recuerdo del trágico antecedente familiar. Muchos años atrás, su propia madre, por indicación del médico de cabecera, había solicitado a Roma el permiso papal para hacerse una ligadura de trompas, como entonces era preceptivo. Su quinto parto se había complicado y el médico no quería arriesgarse a repetir la experiencia. El permiso del Vaticano, sin embargo, no se le había concedido y su madre había muerto al tener el sexto hijo. En aquella ocasión fue una niña: Matilde.
Unos golpes suaves en la puerta interrumpieron sus pensamientos. Se apartó de la ventana y dijo:
—Adelante.
Un hombre alto avanzó unos pasos hacia él. No tenía aspecto de funcionario de la ley, ni del Ministerio de Educación. Sus ocho años tratando con ellos le permitían identificarlos rápidamente: todos vestían con traje y corbata, todos llevaban un maletín negro cargado de papeles y todos trataban de fingir que en el colegio se encontraban como en su propia casa. Pero era un simulacro vano, porque también a los inspectores se les notaba el desconcierto que tantas leyes y reformas y disposiciones ministeriales les ocasionaban y a los pocos minutos les aparecía en el rostro la duda sobre qué actitud tomar: si revisar con gesto adusto el cumplimiento de horarios y programas y reprochar las posibles negligencias, o confraternizar cordialmente con los profesores.
—¿Jaime Molinos? —preguntó Cupido tendiéndole la mano.
—De Molinos, Jaime De Molinos. Con mayúscula —corrigió reticente. Aquella partícula era lo único antiguo y prestigioso que había heredado de una familia de campesinos y no aceptaba que nadie la suprimiera.
—Ricardo Cupido. Soy investigador privado.
—Investigador —repitió con un gesto de extrañeza, porque nunca había creído que hubiera otros caminos que los oficiales para indagar en la muerte de Larrey. Y en todo caso, los detectives privados eran algo lejano y exótico, propio de las ficciones que veía por las noches en el televisor mientras se iba adormeciendo en el sillón. Nunca había imaginado que un oficio como ése tuviera sentido en Breda, al fin y al cabo una ciudad pequeña donde un detective resultaba tan fuera de sitio como un agente de bolsa o un capitán de navío. Su presencia allí, sin embargo, introducía un nuevo elemento perturbador en el orden del colegio. De pronto, se alegró de aquella novedad, porque suponía para Nelson un motivo más de conflicto y de preocupación.
—¿Quién lo ha contratado?
Cupido esperaba aquella pregunta. Siempre era así, y el nombre de quien le pagaba a menudo decidía la colaboración o el silencio de sus interlocutores, el patrón a quien servía determinaba la naturaleza de las respuestas: hostilidad o indiferencia si era el de un adversario, amabilidad si su cliente era alguien poderoso o amigo.
—El padre de un alumno que prefiere mantenerse en el anonimato. Ya se lo dije al director.
—¿Ha hablado con él?
—Con él y con otra profesora, Rita. Me ha dicho que usted y el jefe de estudios también estaban cuando encontraron el cadáver en el despacho.
—¿Y por qué quiere hablar conmigo? Supongo que Nelson y ella ya se lo habrán contado con todo tipo de detalles —dijo acentuando la ironía—. Y, claro, también supongo que su relato coincide hasta en las mismas palabras.
Era una insinuación demasiado evidente para no ser intencionada y Cupido comprendió que por primera vez estaba escuchando algo nuevo y dañino, diferente al relato rutinario de los hechos. Uno de aquellos datos que al final resultaban tan reveladores, porque, si a menudo se alejaban de la verdad objetiva, sin embargo iluminaban cómo su interlocutor la interpretaba en su conciencia. No podía pasar por alto aquella invitación a la confidencia.
—¿Quiere decir que ambos…?
—Yo no digo nada —lo interrumpió—, aunque lo diga todo el mundo. Para muchos, esos dos no son precisamente un ejemplo. Imagínese lo que pensarían los padres y los alumnos si se extendiera ese rumor. Imagínese.
Usted no contribuye a silenciarlo, pensó Cupido, que, de un modo instintivo, odiaba ese tipo de veladas sugerencias cuyos autores nunca tenían el valor suficiente para firmarlas con su nombre, pero sí la maligna certeza de que siempre hay alguien dispuesto a creer determinadas cosas que se digan de una mujer. Se preguntó por qué —si era tan decisivo— no lo había difundido antes de su derrota en la elección. Acaso porque entonces estaba seguro de su triunfo.
—No tendría por qué contarle nada a un detective privado —continuó—. Ya se lo dije todo al teniente de la Guardia Civil. Pero si el actual director lo ha hecho, será conveniente que yo también le dé mi versión. Supongo que querrá saber qué hice al salir del bar.
—Sí.
—Me fui directamente a casa. Durante un trecho, Corona, el jefe de estudios, y yo seguimos el mismo itinerario. No era necesario que aquella misma noche comenzara a sacar del despacho mis cosas personales, ¿no cree?
—¿Pudo ser un ladrón?
—¿Un ladrón en el colegio? No. Hemos sufrido algunos robos, más bien pequeños hurtos, posiblemente hechos por antiguos alumnos que creerían vengarse de algún viejo castigo llevándose un aparato de música o de vídeo. En una ocasión, un ordenador. Pero ahora no ha sido un ladrón. Si había logrado llegar hasta el despacho, lo habría registrado. Es muy fácil hallar en el armario una cajita de caudales en la que se guardan pequeñas cantidades. Además, un ladrón, al ver dentro a alguien, habría huido o se habría escondido. Larrey no lo pudo sorprender. Por la forma como le dispararon y el lugar donde cayó, Larrey estaba allí antes.
—¿La luz estaba encendida cuando entraron por la mañana?
—Sí. Debía de haberse quedado así toda la noche. Las persianas estaban bajadas y desde fuera no podía notarse.
Un griterío en el patio atrajo la atención de De Molinos y también Cupido se acercó a mirar por la ventana: dos alumnos mayores, de catorce o quince años, se peleaban golpeándose con una furia propia de los adultos. Los demás habían hecho corro alrededor y por un momento el patío del colegio, con las altas vallas metálicas al fondo, tenía el mismo aspecto que el patio de una cárcel. Enseguida tres o cuatro alumnos más se metieron en medio y la pelea se volvió una frenética masa de cuerpos que caían enlazados al suelo. Algunos profesores corrieron rápidamente hacia allá y con esfuerzo lograron separarlos.
—Este colegio va directamente al caos —dijo De Molinos.
—De niños todos nos hemos peleado. Ya veces nos hacíamos mucho daño.
—Una lucha así, casi colectiva, nunca había ocurrido en este patio —insistió con voz autoritaria—. Nelson no es el director adecuado para llevar este centro. No sabrá imponer la disciplina necesaria. No sabía imponerla ni siquiera en su clase. Ahora mismo debería estar ahí abajo arrancándoles la oreja a los culpables. ¿Lo ve usted por algún sitio?
—No.
—Estará en el despacho esperando que alguien se los lleve para lanzarles un discurso sobre la paz y la concordia. Como si sólo con buenas palabras pudiera conseguirse algo de estas bestezuelas.
Posiblemente más que sólo con sanciones, pensó el detective. A él, los castigos recibidos en la escuela sólo le habían provocado odio hacia ella. Además, no sería fácil impedir que los chicos pelearan en el patio si veían que los mayores empleaban entre ellos otra violencia más dura y resuelta.
De Molinos se apartó de la ventana y regresó a su mesa. Desde el sillón miró el aula vacía de niños como si fuera un lugar ajeno, incómodo y desconocido. Su mirada arrastró la de Cupido, y el detective pensó que, del mismo modo que una casa revela el espíritu de su dueño, así una clase revela el de su maestro. Las mesas individuales estaban separadas en filas rigurosamente rectas, las paredes, desnudas y no había ni un solo adorno que pudiera distraer la atención de los alumnos. El contraste con el gabinete de logopedia que acababa de dejar era muy intenso, y le extrañó que dentro del mismo colegio pudiera haber mundos tan drásticamente opuestos, como si no existiera entre los profesores un proyecto común de educación o, al menos, un esfuerzo por aparentar coherencia, de modo que los niños tuvieran unos referentes parecidos. Lo imaginó impartiendo sus clases desde el sillón, seguramente añorando las viejas y altas tarimas de madera que ya no existían en ningún sitio, impidiendo cualquier ruido, convencido de que el silencio absoluto es el único camino para llegar al aprendizaje, explicando algo con esa forma autoritaria de hablar de quien está acostumbrado a dar órdenes sin necesidad de gritar ni de levantarse del asiento para consolidar su autoridad. Por lo que ya sabía de Larrey, De Molinos y él debían de ser muy distintos.
Cupido esperó unos segundos antes de hacerle la última pregunta, posiblemente inútil, pero de la que no podía prescindir:
—¿Larrey tenía enemigos?
—¿Enemigos Larrey? Entre estas paredes encontrará gente enemistada por todas partes. Pero Larrey era el único que era apreciado por todos.
—¿Y él? ¿Odiaba a alguien?
—Eso temo que ya no podrá saberse nunca.
Cupido se despidió y salió de la clase mientras se oía el potente sonido del timbre marcando el fin del recreo. Desde una ventana vio cómo la turbamulta de los niños se organizaba milagrosamente en filas. Delante se colocaron los maestros, esperando. La mayoría de ellos ofrecía un aspecto anodino: ni de una pulcritud uniformada, como los empleados de los bancos, ni sucios como los mecánicos o los trabajadores manuales, con esa suciedad que emana de su oficio y que dignifica al tiempo que mancha. Su aspecto era mucho más gris, como si el polvo —de las tizas, de la tierra del patio— los volviera opacos y neutros, sin llegar a provocar rechazo, pero también incapaces de seducir por el atractivo o la elegancia. Los jerséis, los pantalones y las faldas eran de esos colores y texturas capaces de absorber la suciedad sin que apenas se note. Ni siquiera en sus zapatos —también los de las mujeres sin tacones— había ese lustre prestigioso que hace olvidar el desaliño del resto de la vestimenta. Cupido pensó que si uno de ellos hubiera caminado por las calles después de disparar, nadie se habría fijado en él, como si su misma normalidad lo volviera invisible. Y sin embargo, su oficio era el más digno oficio posible, y dentro de ellos latían las mismas pasiones, los mismos miedos y las mismas ambiciones y alegrías que en los componentes de cualquier otro gremio. Desde hacía mucho tiempo sabía que se puede ser maligno en extremo o bondadoso en extremo sin que nada exterior revele una u otra cualidad, sin necesidad de ser brillante ni original ni excéntrico. A menudo, los mejores talentos y los peores monstruos habían escondido su excepcionalidad bajo un aspecto anodino que los protegía del interés y la curiosidad ajenas.
Ya habían entrado los alumnos y el grupo de los hombres se demoraba un poco junto a la puerta, hablando, sin duda perezosos para enfrentarse de nuevo al intenso esfuerzo que supondría interesar, enseñar y mantener en orden, en un reducido espacio cerrado, a tres decenas de niños llenos de energía.
Abandonó la ventana y avanzó por el pasillo, buscando el gimnasio para hablar con Corona. Al bajar la escalera se cruzó con el grupo de maestros. Todos se callaron. Ya debían de saber quién era y qué estaba haciendo allí. Al pasar junto a ellos y saludarlos, Cupido sintió un eco del miedo y del respeto que había sentido de niño, cuando los encontraba por la calle. Porque todavía ahora tenían el mismo olor que él recordaba de sus años infantiles, una mezcla de los olores de la tiza, del sudor y de la madera de los lápices al ser afilados. Y aunque, al verlos tan cerca, todos sus rostros tenían rasgos diferenciados, mantenían sin embargo una cierta uniformidad en su manera de vestir, de cortarse el cabello —ni rapado ni largo—, de moverse y de mirarlo, de evitar cualquier estridencia. Por un momento le parecieron idénticos a los maestros que había conocido en su infancia. Un grupo particular dentro del género humano que no se modernizaba, ni cambiaba, ni aprendía más de lo imprescindible; que permanecía ajeno a la evolución del tiempo, impertérrito en sus gustos, opiniones y creencias y sin establecer verdaderas amistades fuera de su profesión; un grupo al que le pasaba la historia al lado sin afectarlo en su esencia: grises, aferrados a la comodidad de la rutina, resistiéndose a asumir la difícil responsabilidad que se ponía en sus manos. Y quizá por eso el fracaso de todos los intentos de reformas educativas, porque nunca se lograba contar con la colaboración entusiasta de quienes debían ser sus principales protagonistas.
Al terminar de bajar la escalera vio la puerta abierta de una amplia habitación. El centro estaba ocupado por una enorme mesa rectangular, a cuyo alrededor se colocaban varias decenas de sillas acolchadas. Era la sala de profesores, pero observó que necesitaba una mano de pintura casi tanto como las aulas de los niños. Una cafetera eléctrica con un poco de café aún en la jarra, un pequeño frigorífico, un televisor sobre un mueble bajo y largo y algunos aburridos cuadros de paisajes con montañas y árboles componían una decoración rutinaria y poco acogedora.
Una mujer de unos cincuenta y cinco años, delgada, con el pelo cano, vestida con un grueso traje gris, estaba inclinada sobre unos papeles, en la mano un lápiz rojo subrayando a intervalos, corrigiendo con fiereza los errores. Intuyó que debía de ser la secretaria, liberada por su cargo de impartir algunas horas lectivas, y decidió hablar con ella.
—¿Julita Guzmán? —le preguntó, procurando que sus palabras sonaran amables.
—¡Sí! —se asustó la mujer. No lo había oído llegar, pero en su expresión alterada había algo más que sorpresa. El brusco movimiento de su cuerpo revelaba un estado de tensión presto a saltar ante cualquier estímulo.
Cupido se presentó por quinta vez en poco más de una hora. Cuando la mujer supo su oficio, se negó a seguir conversando con él, amparándose en que todo lo había contado a quien se lo tenía que contar.
—No es de usted de quien quería hablar —explicó el detective, aunque sentía una enorme curiosidad por saber por qué aquel anochecer se había quedado tomando cañas, cuando nunca entraba en un bar—, sino de Larrey. Algunos datos sobre su familia.
Sus palabras parecieron tranquilizarla, porque dijo:
—Sus padres habían muerto y no tenía hermanos. Estaba casado. Visité a su esposa después del funeral y está destrozada. No creo que sea una buena idea que vaya a hablar con ella.
—No lo haré —aceptó.
Y procuraría evitarlo si no era muy necesario. Antes de ir al colegio había pensado en esa posibilidad, pero la había rechazado. No esperaba encontrar ninguna información trascendental y urgente. Una visita precipitada le parecía un modo de incrementar su dolor de forma innecesaria.
—No es aquí, dentro del colegio, donde tiene usted que buscar al… —dudó, temerosa de la palabra exacta—. Es fuera, entre los ladrones, entre los locos, entre los padres de los alumnos.
—¿Por qué entre los padres? —preguntó.
Pero la secretaria no pareció oírlo y se inclinó de nuevo sobre los papeles que leía y tachaba: una figura borrosa, abrigada y seguramente temerosa del invierno.