Capítulo 5

El colegio era un edificio prematuramente envejecido por la poderosa erosión a que a diario lo sometía la cuádruple estampida de seiscientos niños. Aunque las paredes estaban pintadas hasta media altura de un feo color marrón, con la esperanza de que absorbiera la suciedad, las huellas de manos y patadas habían sobrepuesto unas estelas negruzcas que Cupido observó mientras seguía al conserje por el pasillo hasta llegar a una puerta donde una chapa metálica indicaba DIRECCIÓN. Estaba entornada y el hombre golpeó con los nudillos y la abrió un poco más para anunciar:

—Preguntan por usted.

—Adelante.

El conserje se apartó para que pasara, cerró a sus espaldas y dejó al detective frente al director. Era un hombre de unos cuarenta años y daba la impresión de que cuidaba su atractivo aspecto para seguir aparentándolos aún durante mucho tiempo.

Se levantó de la silla en que estaba sentado, rodeó la mesa llena de papeles y pequeños útiles de escritura y se acercó a él para estrecharle la mano. Observó a Cupido unos instantes, preguntándose quién podía ser, porque su imagen —pantalones vaqueros y una sencilla camisa— no correspondía con la de un vendedor de material escolar ni con la de alguien de la administración. Tampoco tenía ese aire responsable y alerta de los padres que llevan por primera vez a sus hijos al colegio y no pueden disimular la desconfianza y el temor a dejarlos tanto tiempo entre desconocidos.

—¿Sí?

—Me llamo Ricardo Cupido. Soy investigador privado. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre la muerte de su compañero —se presentó, esforzándose por ser neutral y cortés. El principio siempre era lo más difícil, porque su aparición venía a remover el recuerdo del conflicto o del dolor, cuando muchos de sus interlocutores estaban deseando el olvido.

—¿Investigador privado? —repitió con extrañeza, como si fuera una profesión que no existía, que sólo tenía cabida en la literatura, en el cine, en la fantasía o en los sueños—. Todo lo que sabemos ya está en conocimiento de la Guardia Civil. No sé si… ¿Quién lo ha contratado?

—El padre de uno de sus alumnos —respondió, evitando la mentira.

La referencia a un padre lo desconcertó un poco más. Después de todo lo ocurrido, sabía que estaba en sus manos y que debía escuchar y atender cualquier iniciativa que viniera de ellos, porque la muerte de Larrey había tenido un efecto cruel y paradójico: en lugar de extender la condición de víctimas a todos los profesores del colegio, puesto que uno de ellos había sido agredido, los había incluido a todos en la condición de sospechosos. Para la prensa y la opinión pública, las únicas víctimas eran los alumnos que habían tenido que regresar una semana después a un colegio marcado por la violencia.

A los oídos de Nelson habían llegado las hipótesis más fantasiosas que estaban surgiendo en Breda para explicar la tragedia, y en la mayoría de ellas se señalaba con el índice no a alguien ajeno al centro, como él había defendido siempre ante todos, sino a los de dentro, a cualquier profesor a quien se le hubiera visto hablando en susurros con Larrey. La propia fantasía de los niños, interpretando palabras o medias frases que hubieran oído, contribuía a extender los rumores más excéntricos, a atribuir culpas absurdas y espoleadas por el desconcierto. El claustro de profesores era un claustro de sospechosos. Y cuanto más tiempo se tardara en aclarar aquel suceso, más disparatadas serían las versiones. Había demasiada gente que escuchaba y engullía con avidez cualquier historia, como si se alimentaran de ellas. De modo que no tenía sentido permanecer callado.

—¿Qué quiere saber? —preguntó recuperando la firmeza de su voz, desplazando hacia los ojos la desconfianza.

No fueron necesarias muchas preguntas para completar detalles. Nelson le fue contando el mismo relato que habría hecho varias veces en aquellos días: la reunión decisiva del Consejo Escolar, los miembros que lo componían, el resultado de la elección y la posterior invitación a tomar unas cervezas. Luego, todos, excepto Larrey, decían haber vuelto a su casa. El al menos lo había hecho.

—¿Hubo algo extraño en la reunión que no ocurriera otras veces?

—¿Extraño? Esa tarde todo fue extraño —respondió con los ojos perdidos en algún lugar de la pared, por encima de su hombro izquierdo, con esa mirada sin fijeza que al no enfocarse en ningún punto concreto parece querer borrar el presente para concentrarse mejor en los recuerdos—. Extraño fue que tras ocho años en la dirección De Molinos fuera derrotado en un Consejo Escolar, cuando ni yo mismo pensaba que los demás iban a votarme. Extraño fue que tras la derrota no pareciera enfadado y dominara tan bien la decepción que debía de sentir. Extraño fue que Julita Guzmán se quedara a tomar una cerveza, porque jamás entra en un bar. Extraño fue que Larrey volviera a recoger la carpeta que había olvidado. Extraño que el conserje estuviera ausente precisamente esa tarde, de visita en el hospital… Si un par de esas casualidades no se hubieran dado al mismo tiempo, esa muerte no habría ocurrido.

—¿Quién podía desearla? —preguntó, animado por las mismas confidencias hacia las que Nelson se había ido deslizando, como si el propio director, al añadir aquella última condicional al relato objetivo de los hechos, le hubiera dado pie para abordar los aspectos más íntimos del enigma y no hablar sólo de los policiales: los lugares y las horas del reloj, la ausencia o la presencia, la siempre fácil recurrencia a las coartadas.

—¡Pero si es que también eso es extraño! —enfatizó—. Créame cuando le digo que si había alguien en el colegio que no tenía enemigos, ni siquiera enemistades, alguien a quien todo el mundo apreciaba, ése era Larrey —dijo. Luego reflexionó unos segundos, como si estuviera evocando los agravios y rencores de todos los demás, y añadió—: Lo malo de la muerte no es que ocurra; lo malo es que nunca elige a aquéllos que estamos deseando que se mueran.

Se quedó inmóvil, con la boca un poco abierta y mirando abstraído hacia la ventana del patio donde no sonaba el silbato del profesor de Educación Física ni las voces ni las carreras de los niños, como si él mismo estuviera sorprendido y asustado por las palabras que acababa de decir y cuya intención completa se le revelaba sólo después de haberlas pronunciado.

Cupido esperó en silencio a que siguiera hablando, pero Nelson se inclinó a leer unos papeles de la mesa.

—¿Puedo ver a sus compañeros, a los que también encontraron el cadáver?

—Dos compañeros y una compañera. Corona y Jaime De Molinos están ahora en clase, saldrán dentro de quince minutos. Rita está en el gabinete de logopedia. Pero son ellos los que tienen que decidir si quieren o no quieren hablar con usted.

Pulsó un botón numerado del panel de un interfono que había sobre la mesa y se inclinó hacia la rejilla del auricular.

—¿Rita?

—Sí —respondió una voz agradable.

—Ha venido un… investigador privado a hablar con nosotros. Le gustaría conversar también contigo.

Al otro lado hubo unos instantes de silencio.

—Dile que suba.

Al despedirse, Nelson añadió:

—No creo que estas entrevistas le ayuden mucho. El autor de la muerte vino de fuera, no me cansaré de repetirlo. La puerta principal del colegio estaba abierta cuando el conserje llegó a las doce de la noche. Pensó que alguno de nosotros se habría olvidado de cerrarla y no miró en el despacho.

Se asomó al pasillo y llamó:

—¡Moisés!

De la cabina del conserje que había junto a la entrada salió un chico joven, de unos veintidós o veintitrés años, y vino hacia ellos. Llevaba el pelo muy corto y limpio y las patillas finas y largas. Al acercarse, Cupido vio el brillo de un pendiente en su oreja. Un rostro atractivo, una cabeza que parecía sostenida no por los huesos de las vértebras sino por los gruesos tendones que esculpían su cuello ancho y duro con una clara imagen de fortaleza. Aquel muchacho no encajaba en el ambiente serio y un poco decadente del colegio: vestía como un alumno, pero ya no podía serlo; tenía edad para ser un profesor precoz y desafiante recién salido de la escuela universitaria, pero entonces le sobraba su puesto en la cabina acristalada del conserje, la mueca indiferente y burlona, la chispa de desprecio, el leve alzamiento de barbilla que parecía un gesto militar.

—Por favor, acompáñalo al gabinete de logopedia —le pidió Nelson.

El muchacho asintió, pero Cupido vio con claridad su gesto adusto, como el de quien es interrumpido en un ocio placentero para hacer un trabajo ingrato. Dedujo que era alguien a quien no le gustaba recibir órdenes. El detective se despidió del director con unas palabras de agradecimiento y comenzó a subir junto a él.

—¿Trabajas aquí? —le preguntó Cupido.

—¿Aquí? ¡Ni hablar! —exclamó—. Me volvería loco con tantos niños siempre gritando. Y con los maestros no crea que es mejor.

—¿No?

—No —respondió con sequedad.

—¿Entonces? —insistió, desconcertado.

—Soy objetor. Estoy haciendo el servicio social sustitutorio. Pero si lo hubiera pensado mejor quizá me habría ido al cuartel. Incluso allí habrá menos gente para dar órdenes. Menos ganas de removerlo todo.

—No te gusta el nuevo director —sugirió Cupido.

—No. Con el anterior al menos sabías a qué atenerte. No le gustaban los objetores y una vez, al principio, me dijo que aquí no iba a trabajar menos que en el cuartel. A veces se portaba como un sargento, pero luego se olvidaba durante una semana de que yo existía. El nuevo parecía otra cosa, pero ha resultado peor. Lo quiere tener todo controlado.

—¿Conocías a Larrey?

—Claro. Era buena gente.

—¿Lo viste aquella tarde?

—No. Ahora sólo vengo por las mañanas, hasta que comience la jornada partida. Luego mi turno será por la tarde —explicó. Se detuvo un momento en medio del pasillo, de pronto cauteloso—. ¿Usted es periodista, no?

—No. Soy investigador privado —respondió.

Levantó la cabeza con recelo, como arrepentido de haber hablado en exceso. En aquella semana había sido frecuente la presencia de reporteros, de padres curiosos y preocupados y de gente de la administración preguntando por la noticia que había alterado drásticamente la vida del colegio, como si a todos ellos les pagaran por descubrir la identidad del agresor. Pero la intervención de un detective era algo inesperado ante la que había que ser tan cauto como lo fue ante las preguntas de aquel teniente que lo había tratado casi con burla, sin disimular el desprecio por su objeción, haciendo algún chiste sobre su aspecto y los cuarteles, el pelo rapado y el sudor, el pendiente en la oreja y la disciplina.

Enseguida llegaron ante una puerta y llamó con los nudillos.

—Adelante —oyeron.

Cupido entró en una habitación muy agradable que tenía un aire acogedor y doméstico, con una mesa rodeada de sillas, una estantería con libros y juegos didácticos, varias macetas con plantas sin sed, una lámpara con una figura de Pinocho y un espejo vertical que llegaba hasta el suelo, cubierto con una moqueta verde. En las paredes, pinchados con chinchetas, había carteles de fotos de niños, de abecedarios, de campañas de higiene o de solidaridad, todos ellos de colores alegres y brillantes. Aquel despacho no parecía formar parte del colegio. Toda su decoración tenía un tono íntimo, casi familiar, que empujaba a tumbarse en la moqueta, a descalzarse, a escrutar el propio aspecto mirándose al espejo.

La profesora quizá no habría cumplido aún los treinta años, calculó. Iba vestida con vaqueros y una camisa clara de manga corta. Cupido pensó que su belleza sería convencional si no fuera por la boca, una boca que apetecía besar, de labios amplios y estriados que al sonreír —«Me llamo Rita», le había dicho tendiéndole la mano— se volvían lisos y jugosos.

—Creo que yo fui la última persona con quien habló —comenzó a contarle cuando Moisés cerró la puerta y él le hizo las primeras preguntas—. A menos que quien disparó le dijera algo antes de matarlo, lo que no parece probable del modo en que lo hizo. Y a pesar de que durante unos días todos me miraban de un modo extraño, como si aún conservara su imagen en mis pupilas, me alegro de que fuera yo. Gustavo era cordial con todo el mundo, pero nosotros además éramos amigos. —Se detuvo unos instantes, como si buscara uno o dos adjetivos no demasiado gastados ni jactanciosos. Al fin añadió—: Y por amigos entiendo algo menos simple que tomar café juntos, reír los mismos chistes y tener unas ideas similares sobre el trabajo y los compañeros.

Apoyó los codos encima de la mesa y se cubrió el rostro, frotándose los ojos húmedos con los dedos índice y corazón, como si quisiera borrar de ellos una imagen dolorosa: una nuca ensangrentada, los cabellos apelmazados junto a la herida, la mancha marrón en las baldosas del despacho.

—Esa noche, cuando salimos del bar, le dije que lo llevaba en mi coche. A él le gustaba caminar y siempre iba y venía andando.

—¿Por qué no se fue con usted?

—Había olvidado el periódico y su carpeta en el colegio y tenía que volver a buscarlos. Insistí en esperarlo, pero no quiso.

—¿No le pareció extraño? ¿No podía dejarlos allí hasta el día siguiente?

—No, no me pareció extraño, porque era muy ordenado con sus cosas. Supongo que necesitaría la carpeta. A la mañana siguiente comenzaban las clases —se esforzó por explicar. Sin embargo, tenía la impresión de que todo lo que le estaba diciendo a aquel hombre alto y atractivo no le serviría para nada, del mismo modo que no le había servido al teniente que llevaba la investigación. Pero a ella le hacía bien hablar, encontraba una especie de consuelo al repetir una y otra vez los mismos detalles, la misma historia, para hacerla cotidiana, para compartir y apaciguar la pena y sentirse un poco menos sola. Y aquel hombre alto que tenía enfrente, sentado en una silla para alumnos de la que le sobresalía la mitad de sus piernas, la escuchaba sin impaciencia, mirándola a los ojos con una atención cortés y cálida que la invitaba a continuar.

—He oído decir que todo el mundo apreciaba a Larrey, que no despertaba malestar en nadie —aventuró Cupido.

—Y era cierto. Porque no es que todos hablen bien de él ahora que no está, con esa indulgencia y compasión que negamos en vida, cuando es más necesaria, y que sólo concedemos a los muertos. Es que él era así. No tenía enemigos, no podía tenerlos —dijo con énfasis—. Yo creo que era feliz, un hombre satisfecho con su trabajo y su familia. ¿Conoce a su mujer?

—No.

—Comprobará lo que le estoy diciendo cuando la conozca. Y las clases le gustaban mucho —añadió. Miró por la ventana y se quedó escuchando, como si buscara los ecos del silbato y de los gritos de los niños en las pistas del patio ahora vacías—. No estaba frustrado ni amargado, cuando la frustración y la amargura son sentimientos demasiado comunes en nuestra profesión. Muchas veces le oí decir que este mundo que llevamos dos mil años destrozando podría ser arreglado en dos décadas por estas pequeñas criaturas que nos entregan, si supiéramos educarlas bien. Era un buen maestro, en un oficio donde siempre han sido mejores las mujeres, quizá porque tenemos más paciencia o porque sabemos disimular mejor nuestros estados de ánimo y esconder a los alumnos nuestros puntos débiles. Pero Gustavo… cuando un hombre es un buen maestro, lo es mejor que nosotras.

—¿Por qué fueron los cuatro aquella mañana al despacho?

—De los cuatro, yo era la única que no tenía ningún cargo. Por eso supongo que Nelson iba a pedirme oficialmente que me ocupara de la secretaría. Al cesar el anterior director, también cesaba todo su equipo directivo. Por delicadeza, tal vez no quería que estuviera presente Julita Guzmán.

—¿Llegó a proponérselo?

—Entonces no hubo ocasión. Luego… no me ha dicho nada, ni hemos hablado de eso. Supongo que todo lo ocurrido le habrá hecho cambial" de opinión. O habrá adivinado que yo no iba a aceptar.

—¿Y quién…?

—Sigue la anterior secretaria —se anticipó—. Tiene mucha experiencia, es meticulosa y ordenada y, en ese aspecto, es la mejor elección que podía hacer.

Un timbre resonó por todo el edificio anunciando la hora del recreo. Enseguida comenzó a oírse un poderoso rumor de sillas removiéndose, de voces y gritos infantiles, de carreras precipitadas por los pasillos hacia la libertad y el esplendor del patío.

—Hoy tengo turno de vigilancia —dijo Rita levantándose de su silla—. Creo que no lo he ayudado mucho.