Capítulo 4

Tal vez si no hubiera muerto su padre cuando él sólo tenía once años no hubiera llegado a ocurrir nada de todo aquello. Pero es muy difícil desprenderse de lo que deja un padre que agoniza cuando el hijo apenas ha tocado la adolescencia. Rechazar cualquier objeto o recuerdo suyo le hubiera parecido una especie de traición.

El signo de los tiempos había sido diferente para muchos de sus compañeros y amigos, hijos de hombres que tuvieron algún tipo de poder o influencia durante la dictadura y sospechaban que no siempre lo ejercieron de la manera más limpia. Para ellos quizá habría sido fácil desprenderse de un residuo heredado que un día cualquiera aparecía embutido en un libro de Baroja, fácil reprobar la bofetada injustificada que en una ocasión se recibió, reprobarla con virulencia para que un día de años más tarde no se reproduzca en el hijo del hijo. Pero a él no se le había concedido el tiempo en que el enfrentamiento facilita el rechazo, y mantener a raya aquella parte oscura de su herencia le había resultado mucho más laborioso. ¿Cómo escupir sobre la tumba de quien sólo le había dado beneficios?

Algunas veces, años atrás, había sentido envidia cuando sus amigos contaban las dificultades que tenían en casa, las discusiones para retrasar la hora de llegar por las noches, para recibir un aumento de la paga semanal, para esquivar las represalias por unas malas notas. Las discusiones de sus amigos casi siempre eran con el padre, pocas veces con la madre, más proclive a la concordia y al perdón. Cuando alguno de ellos le decía: «En eso tú tienes mucha suerte, no tienes un viejo que te amargue la vida», Julián Monasterio asentía con la cabeza y amagaba una media sonrisa, pensando que algunas noches hubiera preferido tener que llegar una hora antes a casa y mantener algún enfrentamiento con su padre a encontrar siempre la comprensión y la confianza que le otorgaba su madre. Porque era un buen estudiante y un buen hijo, y aprovechaba el tiempo y no derrochaba su dinero. Ella lo sabía y, a cambio, nunca coartaba su libertad y sólo se permitía darle consejos que no llegaban a ser órdenes.

De ese modo, él mismo había tenido que marcarse los límites en el momento de beber o de montar en un coche con alguien poco sobrio, él mismo —a una edad en que lo habitual era el desconcierto y la turbulencia— se había ordenado el mundo que lo rodeaba.

En ocasiones se imaginaba como el protagonista de un cuento oriental que ya no sabía si había leído en algún libro o si lo había inventado: un hombre que va por un desierto llevando un tesoro que no es suyo, del que no puede disponer porque alguien que no conoce le pedirá finalmente las cuentas. Así era para él aquella libertad, un bien que le habían concedido sin haber hecho nada para merecerlo y que, por tanto, no podía dilapidar. Entonces recordaba las lejanas palabras de su madre, cuando le apretó la mano para que empuñara un dinero excesivo: «No tienes por qué gastártelo todo, pero puedes necesitarlo. Tengo mucha confianza en ti». Había regresado del campamento con casi todas las monedas. Tardó algún tiempo en comprender que con ese tipo de palabras su madre había ido inculcándole para siempre un profundo sentimiento de custodia y responsabilidad sobre lo que le entregaban, dirigido mucho menos a cuestiones materiales que a su propio carácter: aunque lo tengas, no lo gastes todo, guarda siempre algo por si un día vienen a pedírtelo.

Con el paso de los años, había conocido a otros chicos que habían quedado huérfanos a una edad similar a la suya. Y a fuerza de observarlos había llegado a la conclusión de que la ausencia temprana de un padre provoca dos comportamientos muy distintos, sin apenas término medio: aquéllos que convertían su vida en un carrusel sin orden ni guía, entregados a cualquier estímulo o tentación del momento, y los que se forjaban su propio freno de un modo excesivamente responsable. Él estaba entre los segundos. Cierto que alguna vez había cedido al impulso de correr y había hecho algunas tonterías estrafalarias e inofensivas, pero incluso en los momentos más frenéticos había mantenido a la vista el punto de regreso. En muy pocas ocasiones se había atrevido a salir más allá de las murallas a enterrar el cadáver de su hermano, contraviniendo las leyes de la ciudad. En general había sido un adolescente sumiso, y sólo mucho más tarde descubrió que los adolescentes sumisos devienen adultos inseguros.

Sólo recordaba una época en que había renegado del recuerdo paterno. Fue la época en que, sin que su madre lo supiera, se afilió al Partido Comunista, poco después de la muerte de Franco. Siempre ocultó ante sus camaradas que su padre había trabajado en los juzgados, como si aquel edificio ante cuya fachada solían terminar las primeras manifestaciones de protesta, aquel edificio que veían como el símbolo de resistencia más tenaz a la llegada de la democracia, segregara un fluido que hubiera contaminado a todos los que trabajaban dentro. Sólo a Dulce le había contado el oficio de su padre desde el primer momento, convencido de que si no podía confiar todo su pasado —con las vergüenzas y los complejos adolescentes, con las pequeñas maldades infantiles y con los terrores más absurdos— a la mujer que amaba, con la seguridad de que iba a encontrar en ella la comprensión y la benevolencia, es que ni siquiera el amor merecía la pena. Pero por entonces ella parecía tan enamorada de él que cualquier cosa que le contara no hacía sino acrecentar su amor. ¡Era tan diferente a todas las demás!

Desde el primer momento le había parecido excepcional. La mayoría de las muchachas que conocía en aquel tiempo tenían un aspecto casi uniformado. Sus rasgos individuales se difuminaban en la marca generacional: pelo largo y casi siempre alborotado, cejas anchas que apenas se depilaban, como tampoco lo hacían con las axilas o las piernas, ausencia de cosméticos, zapatos sin tacón, faldas holgadas o vaqueros y anchos jerséis con un vago olor a curry y a henna en sus costuras. Dulce, en cambio, se diferenciaba de ellas, aun participando de su ambiente y de muchos de sus rasgos, en un cierto atildamiento que podía llegar a ser refinado y en una firme resistencia a dejarse encajar en el conjunto.

Sin embargo, y a pesar de sus confidencias, Dulce nunca se había entregado a él de la misma forma, como en un salto al vacío. Si bien le había ido confiando todo su presente en una época feliz y satisfecha, siempre había sido cauta al tratar de su pasado. Después de su marcha, Julián Monasterio comprendió que ella siempre había mantenido un pozo de reserva al que nunca le permitió la entrada. Desde que un año atrás comenzó a sentirla como una extraña, a sospechar que algo le estaba ocurriendo, sin que él supiera cómo abordarlo, sólo habían tenido una conversación larga: aquella noche en que le dijo que a la mañana siguiente se iba. En los últimos meses no sólo se habían apagado los besos —hacían el amor sin besarse, como esos animales que se aparean sin mirarse en ningún momento a los ojos—, también las palabras se habían ido cubriendo poco a poco de cenizas y se habían limitado a hablar de Alba y del colegio, de los respectivos trabajos de cada uno, de algún programa de televisión que veían sin aburrirse demasiado, como dos extraños que han coincidido en el mismo departamento de un tren para un largo viaje y la cortesía los obliga a no permanecer callados. Cuando alguna vez le preguntó qué le pasaba, Dulce respondió con evasivas y casi con agresividad, como si él no tuviera derecho ni siquiera a hacerle esa pregunta. Sólo la última noche exhibió ante él un amplio repertorio de esas razones para abandonar de las que tan bien saben proveerse los que abandonan. Hasta unos días más tarde, cuando definitivamente tuvo que aceptar que estaba solo, no comprendió la trampa con que ella lo había reducido al silencio: ¡con qué frecuencia un conjunto de medias verdades bien hilvanadas pueden llegar a redondear la más rotunda de las mentiras! Porque sin ser completamente falsas todas sus razones —la falta de entusiasmo, la monotonía, la necesidad de comprobar si de verdad estaba enamorada de otro hombre—, había dibujado con ellas un panorama desolador que se alejaba de la verdad más que de la mentira.

Apagó el ordenador. Lo había tenido encendido sin saber lo que estaba haciendo, porque mirar la pantalla y teclear algo era la mejor manera de que Ernesto no lo interrumpiera. Se levantó de pronto y se puso la chaqueta.

—Tengo que salir un momento —le dijo—. No tardaré mucho.

La mañana de septiembre era clara y fresca. Caminó un trecho, compró el periódico regional en un quiosco y entró en una cafetería. Cuatro días después, la noticia del asesinato había abandonado la portada y había sido reducida a una columna de la página de sucesos. Como no se había hecho público nada nuevo, las crónicas se limitaban a repetir lo sabido: la bala era de calibre 7,65 mm, marca FN y fabricada en Bélgica en 1958. Incluso habían publicado un dibujo del culote con toda aquella información grabada. Pero la pistola o el revólver que lo había disparado seguía sin aparecer y la Guardia Civil de Breda, con la colaboración de otros expertos, seguía investigando.

¿Qué podía hacer?, se preguntó. Cuatro semanas antes él había tenido una caja de aquella misma munición entre las manos. Demasiadas coincidencias. No podía seguir escondiendo la cabeza y esperar que sus problemas se resolvieran ellos solos. Incluso en el caso de que no se tratara de su arma, eliminar aquella posibilidad le ayudaría a serenarse. No tenía pruebas irrefutables, pero cada día transcurrido, cada hora, cada minuto lo iban reafirmando en la sospecha de que el proyectil y la pistola eran los suyos. Y entonces cada minuto y cada hora y cada día en silencio lo habían hecho un poco más culpable, hasta el punto de no poder ir ya a hablar con el teniente de la Guardia Civil a confesarle que él era el dueño de una pistola de confuso origen que había sido robada y que además lo había callado durante los cuatro días posteriores al asesinato, si es que era un asesinato, como todo parecía indicar. Cabía la posibilidad de que no lo creyeran, y entonces —pensaba— podría llegar a pasarse en una cárcel la mitad de su vida.

Cerró el periódico y volvió a plantearse la duda de los últimos cuatro días, irritado consigo mismo, porque seguía siendo incapaz de decidir nada. No sabía calcular las consecuencias de decírselo a un agente de la ley, pero tampoco lograba adivinar qué pasaría si seguía callado. Un año antes habría ido corriendo desde el banco hasta el cuartel nada más conocer el robo, habría resuelto aquel problema imprevisto en el mismo momento de producirse. Pero las repentinas desgracias de los últimos meses lo estaban convirtiendo en un hombre inseguro, demasiado dubitativo, que sopesaba una y otra vez sus decisiones temiendo que en cualquiera de ellas se escondiera una nueva trampa. Sólo en la tienda y en el manejo de los ordenadores seguía sintiéndose seguro y dando pasos firmes.

De pronto recordó que uno de sus clientes, el dueño de una gestoría inmobiliaria, había contratado en una ocasión a un detective para averiguar quién de sus empleados se divertía introduciendo virus en los ordenadores de la empresa. No recordaba el nombre del detective, pero sabía que era un apellido extraño que le había llamado la atención. Había resuelto el problema sin ruido y sin demasiado esfuerzo, y todo se había arreglado con un despido. Su cliente no había querido acudir a la ley para que nadie preguntara demasiado ni metiera los dedos en las tripas de los ordenadores, en un campo especulativo, el de la compraventa de viviendas, donde el dinero negro formaba una corriente demasiado poderosa.

Julián Monasterio dudó unos instantes, mientras apuraba el café. Vivía en un país avanzado, con una policía en teoría solvente, al servicio del ciudadano. Cuando lo supo, le había parecido extraño que existieran detectives; extraño también que hubiera gente que confiara en ellos. Pero ahora descubría su necesidad. A un detective se acudía cuando la ineficacia de la ley, la vergüenza o un asunto no demasiado limpio impedía acudir a un juzgado. Era un mundo que imaginaba confuso y algo turbio, cuyo contacto podría acarrear consecuencias desagradables. Pero ¿acaso no era confuso y turbio todo el conflicto en el que estaba envuelto? Decidido, pidió las páginas amarillas. Sólo había un nombre en el epígrafe de Investigadores: Cupido, R. Marcó su número y acordó una cita para quince minutos más tarde.

* * *

Su primera sorpresa fue ver que no tenía un local dedicado exclusivamente a su trabajo. El despacho estaba en la propia vivienda, como la consulta de algunos médicos, lo que podía dar la impresión de que era un aficionado; pero también podía ser una garantía de discreción y seguridad. Desdeñó la primera posibilidad mientras se sentaba en una silla frente a la mesa. Al otro lado se sentó el detective.

Su segunda sorpresa fue que por ninguna parte se veía un ordenador, cuando aquél era el espacio adecuado para instalarlo. La amplia mesa de oficina, el archivador metálico, el teléfono, un armario cerrado, un calendario con los números de los días muy grandes y algún cuadro indicaban que era su lugar habitual de trabajo. Un hombre —pensó—, que ha resistido al delirio del final de siglo por la informática. No es de los que creen que no podrá vivir en el nuevo milenio quien no tenga un ordenador en el bolsillo. A pesar de su extrañeza, aquella carencia le gustó. Le parecía que su desdén revelaba una gran seguridad para adquirir y manejar por sí mismo la información necesaria, sin acudir a la ayuda de los servidores informáticos.

Por su parte, Cupido aguardó a que pasara la primera oleada de desconcierto o recelo. Con frecuencia ocurría así con sus clientes, como si esperaran encontrarse con un tipo que llevaba una pistola junto a la axila sudada, habitante de un despacho desordenado y caluroso, con un ventilador de grandes aspas en el techo y, en las ventanas, persianas de laminillas que dejaban una penumbra propicia a la intriga y a las confidencias. Pero el hombre que ahora tenía ante él no parecía preocupado por el decorado, sino por algo más profundo y lejano y lastimero.

—Todavía no sé bien qué quiero que haga, si es que aún se puede hacer algo. Quizá me baste con un consejo, con que me explique qué dice la ley, qué pena o qué castigo hay para algo que sólo fue una imprudencia.

El detective asintió con la cabeza, mirándolo a los ojos. Había siempre en las primeras palabras de sus clientes un esfuerzo extra por saltar la barrera de la humillación y la vergüenza que suponía acudir a otro para solucionar un conflicto a menudo íntimo, para reconocer la propia incapacidad de resolverlo. Las primeras palabras débiles, aún veladas por el miedo y la desconfianza. Y él procuraba que les resultara un poco más fácil expresarlas.

—¿Por qué no me lo cuenta desde el principio?

Julián Monasterio dudó un momento, como si aún estuviera arrepintiéndose de haber venido. Pero enfrente tenía la voz de un hombre tranquilo, un tono sereno que prescindía por igual de la astucia y del paternalismo y que parecía augurar que resolvería cualquier problema. No sólo las pequeñas estafas rutinarias o los desconsolados adulterios; también las faltas que no pueden preverse, que ni siquiera se sabe que son faltas. No daba la impresión de dedicarse a aquello sólo porque no había encontrado ningún otro oficio mejor.

—Usted, quiero decir… —vaciló buscando las palabras que no lo comprometieran y pudieran olvidarse—, ¿se vería obligado a contarlo en el caso de que lo considerara algo grave?

—¿Quiere decir contarme algo forzándome al secreto?

—Sí, algo así. Como una confesión.

Cupido lo miró preguntándose hasta dónde podría escucharlo sin comprometerse.

—¿Se trata de un delito?

—No —respondió con rotundidad. Al menos de eso se sentía seguro. Moralmente seguro. Todo había sido fruto de una serie de casualidades que habían ido a caer juntas sobre él. Si aparecieran de golpe todas las armas que había ocultas en España, estaba convencido de que se formaría con ellas un auténtico arsenal. Si las fundieran, habría metal suficiente para construir una estatua en todas las plazas de una ciudad como Madrid. Pero las de los demás seguían ocultas. Sólo la suya había desaparecido. ¿Por qué en los últimos meses todo se le escapaba de las manos?

—Cuente con mi silencio.

—Todo empezó con la muerte de mi madre, hace un mes.

Se detuvo para sacar un paquete de cigarrillos, como si necesitara apoyarse en aquel gesto elemental para organizar su relato. Ofreció a Cupido, que negó con la cabeza, y encendió uno con un mechero de plástico, dándose tiempo para elegir las palabras más precisas que no omitieran nada. Le fue contando todo lo sucedido, repitiendo algunos datos que consideraba importantes, como si no estuviera seguro de que el detective los hubiera comprendido, haciendo algún silencio cauteloso cuando narraba lo más conflictivo, porque desconocía si las normas sobre la inocencia y la culpa por las que él se regía eran las mismas que las de Cupido.

Se sentía mejor cuando terminó de hablar. El detective apenas lo había interrumpido, no había hecho ningún gesto de incredulidad o de duda. Comenzaba a sentir que podía confiar en él, en los gestos de lealtad con que iba asintiendo a medida que su relato se complicaba.

—¿Por qué está tan convencido de que le dispararon con su pistola?

—¿Ha leído las noticias sobre la muerte?

—Sí.

—Entonces sabrá que el calibre del casquillo es de 7,65 mm, no muy común, que es de la marca FN y que su fecha de fabricación es de 1958, el mismo año que el de la munición de mi padre. No creo que en Breda haya mucho material de ese tipo.

—Supongamos que es así. ¿Qué quiere que haga yo?

Julián Monasterio abrió los brazos en un contenido gesto de desamparo, como si le mostrara las manos vacías para decirle que no tenía nada a que agarrarse, que por eso había venido a hablar con él.

—Se lo dije al principio. Ni siquiera sé si ya se puede hacer algo. Si todavía se puede hacer algo —corrigió—. Pero puedo decirlo en pocas palabras: quiero solucionar este problema.

El detective lo miró pensativo, calculando su desesperación, el pesimismo con que se negaba a confiar en el azar o en la casualidad y que la bala hubiera salido de otra arma, el convencimiento que mostraba en su desgracia, en ese tipo de desdicha que entristece de un modo irremediable al tiempo que corroe cualquier fe en el futuro.

—Quiero ayudarlo si está seguro de que me necesita —dijo—. Pero mi primer consejo es que vaya a contárselo todo a la Guardia Civil. El teniente es un hombre más comprensivo de lo que esta ciudad siempre ha creído. Tal vez le haría sudar durante algunas horas, pero no dudaría de que está usted diciendo la verdad.

Negó varias veces con la cabeza, con una obstinación que indicaba que había rechazado mucho antes aquella posibilidad.

—No. No quiero que mi nombre aparezca por ningún sitio. Tengo una hija de seis años y ella ya tiene bastantes problemas. No quiero que un error de su padre le haga más daño.

Encendió otro cigarrillo, aspiró el humo con la avidez del toxicómano que intenta calmar con el sucedáneo de la nicotina la ansiedad por algo más intenso. La brasa chisporroteó unos instantes, avanzó hacia el filtro como una cuerda impregnada de pólvora. Sin prisas, casi en voz baja, le fue contando los detalles de la marcha de su mujer, la enuresis de su hija, su tendencia a un mutismo que a él le resultaba desolador.

Cuando terminó de hablar, Cupido comprendió por qué al entrar tenía aquella expresión de desconcierto y asfixia, como la de un animal acuático que lleva demasiado tiempo fuera del agua.

—Usted me está pidiendo que recupere la pistola y se la entregue con la máxima discreción para devolverla a la caja del banco de donde fue robada.

—Sí.

—Para recuperarla tengo que encontrar a quien la tiene, que acaso sea quien ha disparado.

—Encuéntrelo. No me importa lo que luego ocurra con él —dijo, y añadió—: Si quiere, podemos hablar de dinero.

* * *

Cupido había aceptado el trabajo sin tener ninguna idea de cómo podía abordarlo. ¿Qué debía hacer? Encontrar al ladrón de la pistola y arrebatársela, claro. Pero ¿y después? ¿Callar su nombre, aunque fuera él quien había disparado contra aquel profesor? Porque si lo revelaba, también terminaría saliendo a la luz el nombre del verdadero propietario del arma. Un asunto complicado, cuya misma dificultad lo seducía al tiempo que lo inquietaba de una manera personal, como si se hubiera contagiado con el sobrante de angustia que emanaba su cliente. Muy pocos de quienes conocían su oficio lo creerían, pero aún seguía conservando un impulso de obligación moral hacia aquellos trabajos donde se vertía sangre inocente que a menudo salpicaba a quien estaba libre de culpa. Sentía como un desafío personal el aclararlos. Muchos no lo creerían, pero seguía pensando que el mundo se pudre un poco más cada vez que un hombre muere violenta y prematuramente.

Cabía alguna posibilidad de que el ladrón fuese alguien distinto del homicida, pero tenía que prescindir de ella y actuar calculando la peor perspectiva. Él también tenía una pistola, una Glock 19 que nunca se había visto en la necesidad de usar. La escondía en el hueco de una persiana empotrada, donde podía acceder fácilmente con una presión de los dedos, y la consideraba como uno más de esos utensilios que se guardan en las cajas de herramientas y que nunca se usan, porque se compraron un día lejano para hacer un arreglo y después están tanto tiempo sin servicio que se llega a olvidar su existencia. La había recordado tras la visita de Julián Monasterio. Había revisado entonces la fecha de su licencia y había comprobado que estaba caducada desde varios meses antes. Su más efectiva y mejor arma habían sido siempre las palabras. Acaso hubo un tiempo y un país donde tuvieron vida detectives privados así, tipos fuertes, cínicos y amargados, casi telúricos en su facilidad para usar la violencia en un ambiente violento. Pero su trabajo en la ciudad donde vivía no exigía esa clase de cualidades.

A pesar de la dificultad del encargo, Cupido estaba seguro de que una vez más llegaría a solucionarlo. Su trabajo consistía en hacer estallar todo el sistema de mentiras, casi siempre complejo, tras el que se esconde y parapeta el culpable. La investigación, si se tienen fuerzas para hundirse en las miserias ajenas y para afrontar ocasionales riesgos, si se tiene resistencia para seguir insistiendo cuando todas las preguntas y respuestas parecen estériles y no se ve ninguna salida, siempre le había dado resultados, como una tierra fértil que al ser removida aúpa el cereal hacia la superficie a pesar de la sequía y de la explotación intensiva a que la han sometido. Sólo había que lanzar la palabra o la pregunta adecuada en el momento propicio, con la misma fe y seguridad con que el campesino derrama la semilla.