La tarde en que lo iban a matar, Gustavo Larrey fue el primero en llegar al colegio. Consideraba que la puntualidad no era un mero ejercicio de cortesía o educación, sino una condición inexcusable de solidaridad hacia los otros. Era un hombre madrugador, a quien ni siquiera los dos meses de vacaciones estivales habían podido acostumbrar a la pereza, a quedarse en la cama cuando los ruidos de los coches y los pasos de los primeros viandantes comenzaban a resonar en las calles. No fumaba. La buena forma en que se mantenía como profesor de Educación Física y una cierta energía interior también lo empujaban fuera del lecho, aunque se hubiera acostado tarde, y no porque se lo hubiera propuesto como un hábito de salud, sino porque su cuerpo parecía pedirle una actividad que su cabeza no rechazaba. A menudo, antes de desayunar, salía a correr unos kilómetros hacia la Fuente de Chico Cabrera, casi siempre el mismo itinerario, del que conocía la distancia hasta cada hito, las subidas y las bajadas, los baches y las piedras que debía evitar para no tropezar y caer.
También aquella mañana se había levantado temprano. Empleó las horas en limpiar la casa, hacer la compra y preparar la comida, de modo que, a las dos, cuando su mujer llegó del hospital, encontró la mesa puesta, los manjares olorosos y recientes y una fragante rosa roja en un violetero. Comieron, recogieron todo y tomaron café en la cocina. Ese era un momento delicioso que les gustaba compartir, sobre todo en las semanas en que ella tenía guardia nocturna en el hospital y disponían de menos tiempo para estar juntos. Luego se habían ido a la cama, porque ella entraría de nuevo a la noche para un turno de doce horas. Hicieron el amor y él se levantó poco después, mientras su mujer se adormecía escuchando en la radio las primeras noticias de la tarde, las tertulias cuyos miembros a menudo convertían la noble tradición del diálogo al servicio de la sabiduría en un rastrero oficio al servicio de la difamación.
Gustavo Larrey procuró no hacer ruido con las puertas y con la ducha para no despertarla y se preparó para salir. Siempre que iba al colegio llevaba chándal, necesario para el trabajo en la pista, pero ese último día antes del comienzo de las clases aún se vistió con ropa de calle, un pantalón oscuro y una camisa clara. La reunión del Consejo Escolar estaba convocada para las seis de la tarde y, si bien con los compañeros apenas cuidaba su aspecto, el chándal parecería un gesto de mal gusto, si no de desprecio, al lado de los padres.
Cuando llegó al colegio, la valla exterior ya estaba abierta, pero no la puerta del edificio. Abrió con su llave y se dirigió al despacho reservado al profesor de Educación Física, una pequeña habitación junto al cuarto donde se guardaba el material deportivo. Se sentó ante la mesa y, sin prisas, hojeó el periódico regional que compraba todos los días. Se detuvo en las páginas culturales y deportivas y durante algún tiempo estuvo leyendo algunas crónicas.
Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa. De un cajón extrajo una carpeta con la programación de la asignatura que debía llevarse después a casa y, para que no se le olvidara, la colocó encima del diario. Luego volvió a leer la convocatoria del Consejo Escolar donde venía expuesto el único punto del día: la elección del nuevo director para el próximo cuatrienio, una vez concluido el periodo de mandato del anterior. Dos eran los candidatos: Jaime De Molinos, que lo venía ejerciendo desde hacía ocho años y quería continuar en el cargo hasta jubilarse con todas las ventajas administrativas y económicas, y Nelson. La continuidad frente a la renovación, pensó. O, al menos, así lo habían presentado ellos dos en sus proyectos.
Pero los había leído con atención y en realidad no había muchas diferencias entre uno y otro. Quienquiera que resultara elegido, nada cambiaría apenas en el colegio. Por eso no iba a ser fácil la elección. Ambos tenían un grupo de partidarios muy igualado y sólo los indecisos como él podrían inclinar el triunfo hacia uno u otro. Él todavía no había decidido a quién votar. Le molestaba la actitud y el tono autoritario habitual en De Molinos, pero no tenía ninguna confianza en las dotes de gestión de Nelson, en su capacidad para tomar decisiones frente a la inspección o frente a la ocasional arbitrariedad de los padres, en su energía para resolver los pequeños asuntos casi domésticos que tanto influían luego en el buen desarrollo de las clases: las obras de reparación, la elección de editoriales o las contratas de material, el control de la calidad en los menús del comedor escolar, las actividades extraescolares.
Ya había comenzado a llegar gente, porque oyó los murmullos de las conversaciones que parecían amplificarse en el edificio vacío de niños. Desde su despacho reconoció la voz de Rita, la última incorporación al centro, una logopeda con quien había encontrado afinidad desde el principio. Su voz, ahora, tras el verano, volvía a ser agradable, parecía haberse limpiado de aquella tristeza que tuvo durante el último trimestre del año anterior.
Cogió la convocatoria del Consejo Escolar y se levantó para ir a saludarla. Al asomarse al pasillo, la vio entrar en el despacho de dirección y fue hacia allá, porque quería sentarse junto a ella en la reunión. Estaba haciendo unas fotocopias. Larrey se dio cuenta de que, al coger de su mesa la convocatoria, se había traído también el periódico y la carpeta, pero decidió dejarlos allí y, cuando acabara el Consejo, volver a recogerlos.
Rita terminó con las fotocopias y se fueron juntos hacia la sala de profesores. Ya estaban casi todos. Jaime De Molinos hablaba con la secretaria, Julita Guzmán, y con Corona, el jefe de estudios. Nelson bromeaba con el grupo de padres.
Rita estaba especialmente guapa. El bronceado del verano aún no había comenzado a apagarse en su piel y algunas pecas en la nariz y en los pómulos personalizaban su rostro de un modo fresco, casi infantil.
—¿Ya has decidido a quién vas a votar? —le preguntó, sin interés por forzar la confidencia. Sospechaba que escribiría en la papeleta el nombre de Nelson, pero tenía la suficiente confianza con ella para que ambos supieran que no le estaba pidiendo ningún nombre.
—Sí. En blanco.
—No, por favor. Tenemos que hacer que esto sea lo más corto posible. Va a estar tan igualado que es mejor decidir de una sola vez.
Se callaron, porque en ese momento, como si hubiera sonado el timbre que al día siguiente convocaría a los alumnos a las filas, entraron los miembros del Consejo Escolar que faltaban.
Generalmente, De Molinos tenía que pedir silencio antes de comenzar cualquier reunión, porque las conversaciones y los comentarios intrascendentes se demoraban y se resistían a morir. Pero ahora no fue necesario. Enseguida se hizo un silencio expectante, sólo roto por los ruidos de las sillas que se ajustaban ante la gran mesa rectangular de la sala, por algún bolígrafo que tamborileaba suavemente, por algún encendedor al prender un cigarrillo.
Nadie puso ninguna objeción al acta de la reunión anterior, como si su lectura fuera un prólogo aburrido e innecesario que, sin embargo, había que cumplir para darle a lo que vendría después un marchamo reglamentario de orden y legalidad. La propia voz de la secretaria, Julita Guzmán, una voz sin matices, plana y seca, poco hospitalaria, parecía oponerse a cualquier comentario.
Mientras leía, Larrey se fijó una vez más en su rostro, intentando encontrar el perfil de los labios muy finos, o hallar alguna emoción en sus ojos exprimidos de luz. Era una figura gris que fuera del colegio a nadie llamaría la atención, soltera y, según los comentarios de todo el mundo, irremisiblemente virgen a sus cincuenta y cinco años. Pertenecía a ese tipo de mujeres que, a fuerza de ser castas, terminan idealizando su propia castidad. Pero no ocupaba el cargo de secretaria sólo por su afinidad a las rígidas ideas de Jaime De Molinos; también porque su eficacia y su obsesión por el orden la hacían la persona idónea para aquel puesto. Administraba el dinero del colegio con tanto rigor como administraría su propio dinero. Controlaba con precisión las fotocopias particulares que hacía cada profesor o los pasos del contador del teléfono, y pasaba el coste de las llamadas con la misma puntualidad que la compañía de teléfonos. Distribuía el material escolar de manera ecuánime, para que cada aula tuviera todo lo necesario sin que sobrara nada. Despachaba al día toda la correspondencia, todos los expedientes de los alumnos, todas las faltas de los profesores y toda la documentación, sin cometer errores, con un orden que en el colegio era necesario para no perderse entre tantos papeles. Por eso aceptaba mal los errores de los demás, las tachaduras al rellenar un libro de escolaridad, una equivocación en un acta. Algunos profesores la odiaban con un odio perseverante y a menudo ella, más que De Molinos, era el objetivo de las críticas por un malestar provocado por cualquier exigencia nimia. Rita, contra quien había manifestado alguna vez su intransigencia y su incomprensión por el trabajo que desarrollaba, le había dicho en una ocasión a Larrey: «Odia a los niños. Odia que ellos, día a día, vayan haciéndose más fuertes, más autónomos, más sabios, mientras ella, día a día, va haciéndose más vieja, más torpe, más débil».
Alguien muy diferente a Manuel Corona. Aunque todos los que lo conocían pensaban que su carácter era lo contrario al exigido para un jefe de estudios —es decir, alguien dinámico y creativo, hábil y dialogante, que supiera ejercer la delicada labor de correa de transmisión entre la directiva y el claustro—, llevaba también varios años en aquel puesto y nunca había existido una razón poderosa para que alguien protestara contra él. Su modo de organizar los aspectos académicos —inclinado a un laissez faire y a revestir de un carácter sagrado la libertad de cátedra para que cada profesor hiciera dentro de su aula lo que quisiera— no coincidía del todo con la rígida concepción disciplinaria de De Molinos, pero desde el principio éste lo había incluido en su equipo, como el líder que cede una parcela de poder a sus adversarios políticos para aparentar que no sólo es generoso y condescendiente con quien no piensa como él; también esa cesión le sirve de amenaza para sugerir que si no aceptan aquello no habrá ningún otro gesto.
Era casi obeso, algo raro en una profesión de gente magra a quienes el esfuerzo diario con los niños, la tensión permanente y el continuo agacharse hasta su altura les impide engordar, y se hacía fácil pensar en él como futura víctima de una apoplejía fulminante. Tenía esa figura de gordo que sufre dificultades para comprarse ropa adecuada a su talla y para atarse los zapatos. Bajo su barbilla, una papada como la papada de las ranas latía con los mismos espasmos. Iba al colegio vestido siempre con chaqueta y corbata, lo que le servía como excusa para evitar cualquier contacto físico con los alumnos. Su obsesión por la limpieza le hacía lavarse continuamente las manos, y, cuando no podía, usaba esas toallitas jabonosas aptas para bebés que guardaba en un cajón de su mesa. Llevaba gafas de montura mínima y se le veía siempre recién afeitado, aumentando así la prominencia de su labio inferior, que parecía aplastado bajo el peso del superior y de las gruesas y brillantes mejillas.
—Si no hay alegaciones, vamos a pasar al único punto del día: la elección de director para un nuevo periodo de cuatro años —dijo la secretaria.
Leyó los nombres completos de los dos candidatos —don Jaime De Molinos Díaz, don Luis García Nelson— y mencionó sus proyectos, que posiblemente muchos no habían leído. Pasó las papeletas para la votación y explicó los detalles del procedimiento.
Fueron necesarias dos votaciones. En la segunda, con la voz recorrida por un temblor de inquietud cuando leyó el nombre escrito en el último papel, la secretaria proclamó que don Luis García Nelson había resultado elegido director para un próximo periodo de cuatro años.
Larrey miró extrañado a Rita y encontró la misma expresión en los ojos de ella. Los dos lo habían votado en la segunda ronda, pero aun así no esperaban su triunfo. La propia dinámica de la elección estaba hecha de tal modo que era muy difícil revocar a un director en ejercicio, quien, una vez en el cargo, podía fácilmente perpetuarse hasta su jubilación si no cometía errores graves y evitaba los escándalos. Incluso sin contar con el apoyo de los profesores, únicamente con los votos de los padres —siempre faltos de información detallada sobre el trabajo interno y, por ello, proclives a aceptar el pequeño grado de autoridad que emana de un puesto así— se podía salir nuevamente elegido. Porque, al contrario que en el desempeño del poder político, donde hay que tomar decisiones que van provocando irremisiblemente su erosión, en un centro escolar el desempeño del poder va afianzando a su titular, lo va revistiendo de un prestigio y una jerarquía que serán las mejores armas para su continuidad.
Larrey y Rita vieron cómo Jaime De Molinos se levantaba para estrechar la mano del vencedor, murmurando una felicitación que apenas lograba entreabrir sus labios. Enseguida, la secretaria concluyó oficialmente la reunión. Debía de estar pensando que era la última a la que asistía y su voz, al leer el acta de la votación, tenía el tono ceremonial de una despedida.
Todos comenzaron a levantarse, comentando las incidencias ocurridas. Al salir, Larrey oyó que De Molinos le decía a Nelson:
—Supongo que podrás esperar un día para ocupar el despacho. Tendré que llevarme algunas cosas.
—Claro, el tiempo que necesites —respondió—. Pero ahora creo que deberíamos tomar todos una cerveza. Ya hemos hablado mucho.
Salieron del edificio. El sol ya se había ido y la oscuridad del cielo quedaba mitigada en el patio por los focos que iluminaban la pista central. De Molinos cerró la puerta y, poco después, todos los miembros del Consejo Escolar estaban ante la barra del bar donde cada día solían tomar café los profesores que no tenían guardia de recreo. Nelson se sintió obligado a imitarlos, acaso él también asombrado de su triunfo, pero satisfecho de la dosis de venganza hacia quien le había vetado cualquier posibilidad de cambio y de ascenso en los años anteriores.
Efectivamente, no quedaba mucho que hablar y Julita Guzmán, que nunca participaba de aquellas celebraciones, fue la primera en anunciar su marcha. Los demás pronto la fueron imitando. Al día siguiente comenzaban las clases y era necesario llegar con puntualidad. El grupo de padres, sin embargo, aún se quedó en el bar, excepto uno de ellos, que pretextó asuntos urgentes para irse.
Larrey acompañó a Rita hasta su coche y allí se demoraron unos minutos hablando del resultado de la votación, de lo que Nelson podría mejorar si en verdad se decidía a hacerlo y de una cierta lástima hacia De Molinos.
—Si quieres te llevo a casa —le dijo Rita.
Él solía hacer el trayecto caminando, pero ya iba a aceptar su invitación cuando recordó algo.
—Tengo que volver. Me he dejado el periódico y la carpeta en el despacho de dirección.
—Te espero —insistió.
—No, no merece la pena.
Desanduvo los ochenta metros que lo separaban del colegio. La valla seguía abierta, pero le extrañó que también lo estuviera la puerta principal del edificio, porque media hora antes De Molinos la había dejado cerrada. Alguien había dicho que esa tarde el conserje no estaba, que había tenido que ir al hospital con un familiar enfermo. Sintió envidia de él, porque era posible que se cruzara con su mujer caminando por un pasillo o cuidando a un paciente, y la echó de menos. Llevaban ocho años casados y seguía tan enamorado de ella como al principio. Aquellas noches en que tenía guardia se le hacían largas y tediosas, no sabía bien en qué emplearlas y al acostarse añoraba su contacto tibio, íntimo y suavemente perfumado. Su recuerdo le trajo una oleada de bienestar y paz que hundió en el olvido las tensiones de la reunión. Pensó que al día siguiente comenzaban las clases y estaba seguro de que también durante el próximo curso sería feliz.
Entró y, sin encender los tubos fluorescentes del largo pasillo, que en la oscuridad del edificio tendrían algo de escandaloso y alarmante, guiándose por los pilotos de emergencia y por la claridad que llegaba de los focos del patio, avanzó hacia el despacho de dirección. En un lugar generalmente tan ruidoso, el silencio parecía más hondo y, de algún modo, triste. La llave se colgaba en un clavo tras el tablón de anuncios. Todos los profesores lo sabían, porque cualquiera podía ser el primero en llegar o el último en irse, por tener cualquier reunión o por haberse demorado preparando las clases. Abrió la puerta. Las persianas de las ventanas estaban levantadas y no necesitó encender la luz para identificar en la penumbra su carpeta y el periódico encima de la mesa, donde los había dejado. Avanzó unos pasos, estiró el brazo para cogerlos y en ese momento sintió un golpe en la nuca y vio que todo se iluminaba con una intensa luz blanca.
* * *
Siempre solía ser el primero en entrar al despacho. Pero aquella mañana él era ya un simple profesor y se quedó en el vestíbulo con todos los demás, forzando el gesto para disimular la frustración que la pérdida de su anterior jerarquía le ocasionaba. Respondería con una mueca desdeñosa e indiferente cualquier comentario de condolencia o solidaridad que recibiera; nadie, ni los mejor intencionados, iba a tener la satisfacción de verlo herido, crispado o convulso. El poder, cómo satisface —pensó—, el pequeño poder que permite ser el primero y el último en hablar y que los demás te escuchen y obedezcan tus decisiones, el poder que otorga prerrogativas cuyos beneficios no son tanto las mezquinas prebendas concedidas, sino el placer mismo de concederlas o negarlas. Porque la satisfacción que emana de ocupar las alturas no depende tanto de la amplitud de su órbita, sobre cuarenta personas o sobre cuarenta millones, cuanto de su propia esencia. ¡Cómo odiaba ahora, no sólo a Nelson, sino a todos los que habían alimentado sus expectativas y su seguridad en el triunfo! ¡Cómo despreciaba a quienes, aun estando a su lado, como Corona o Julita Guzmán, no habían sabido prever el peligro que se le echaba encima ni ayudarlo a idear una reacción para atajarlo! ¡Habría sido tan fácil destrozar al otro candidato con sólo airear aquel rumor entre los padres del Consejo!
Todavía no había llegado Nelson, aunque estaban a punto de dar las nueve, y no alimentó con una palabra ni un gesto el comentario que alguien hizo sobre su tardanza en su primer día en el cargo, la primera crítica risueña y leve —pero también venenosa— que se le hacía, como, estaba seguro, le habrían hecho a él por cualquier motivo durante los ocho años anteriores.
Luego, alguien más se extrañó de que tampoco Larrey, que siempre era de los más puntuales, hubiera aparecido todavía.
Tenía que recoger algunos objetos personales del despacho, los despojos después de la batalla, pero no iba a entrar hasta que no llegara Nelson. Había perdido, pero no iba a facilitarle las cosas ejerciendo una camaradería que todos ponderarían como falsa y que, al no poder disimular la humillación, no haría sino aumentarla. Porque nunca sabe perder con deportividad quien no ha contemplado previamente a la lucha la posibilidad de la derrota. Nelson tendría que venir a preguntarle cada duda y él respondería, o no respondería, simulando ignorancia, y entonces tendría que descubrir por sí solo la larga lista de pequeños recursos necesarios para agradar a los padres o para agilizar la burocracia que Julita y él habían ido perfeccionando en aquellos ocho años. No le iba a ser fácil, porque, como todo aquél que tiene una fe ciega en su capacidad de improvisación, no era especialmente ordenado. El mismo detalle de que aún no hubiera llegado, el primer día de clases y de cargo, cuando el patio hervía de madres y niños excitados por la vuelta al colegio, era sintomático del desorden en que vivía.
Vio cómo el conserje se acercaba a pulsar el timbre a cuya llamada los alumnos se ordenarían en filas, una por cada clase, e irían entrando acompañados por su profesor, que conduciría a cada grupo hasta su aula.
En el momento en que sonaba el repiqueteo lo vio aparecer por la puerta, respirando agitado, como si hubiera tenido que correr. Por un segundo —pensó— no has llegado tarde en tu primer día como director, por un segundo. Apuesto a que lo estuviste celebrando anoche con quien tú y yo sabemos.
Nelson recibió las felicitaciones de quienes aún no lo habían llamado por teléfono o no lo habían visto. Venía vestido de un modo menos sport del que solía hacerlo y De Molinos, apoyado en el inicio de la barandilla de la escalera, tuvo que reconocer que el nuevo cargo le sentaba bien: un hombre casi veinte años más joven que él, con el bronceado del largo verano todavía en su rostro y en sus manos, con un atractivo físico que el pequeño poder que asumía parecía multiplicar. Hasta su condición de zurdo le otorgaba una originalidad añadida. Y no sólo originalidad; también demostraba su fortaleza de carácter y su resistencia a las presiones externas.
Los niños habían comenzado a entrar, los más pequeños siempre los primeros, y se iban dirigiendo hacia sus aulas, guiados por sus tutores. Rita, que, como logopeda, no tenía un grupo a su cargo, se admiró una vez más del valor de la educación, no sólo por los conocimientos que con ella se adquirían, sino sobre todo por aquellos detalles que les mostraban a los niños desde el primer momento que el caos del mundo podía ser ordenado: cómo seiscientos alumnos que un minuto antes se saludaban, corrían, chocaban, gritaban, lloraban y peleaban ruidosamente en la abigarrada confusión del patio, ahora iban acomodándose sin demasiado esfuerzo dentro de las clases, iban ocupando sus sitios y alcanzando un moderado silencio que hubiera parecido imposible viendo su excitación anterior. Para los más pequeños, aquélla era su primera salida solos fuera del hogar. La escuela, pensaba, es el primer lugar donde el niño se queda aislado y se ve obligado a trabajar sin el amparo de sus padres, sin rostros conocidos a quienes pedir auxilio o consuelo ante una caída dolorosa o ante el primer golpe que otro más fuerte le inflige. Si esa primera salida al mundo, a los tres años de edad, resulta dolorosa durante un tiempo demasiado prolongado, cabe la posibilidad de que ya siempre vea el mundo como un lugar inhóspito y lleno de enemigos.
Nelson se dirigió hacia Corona y De Molinos:
—¿Vamos al despacho?
—Sí. Te estaba esperando —dijo el ex director.
—Rita —la llamó Nelson—, si no tienes clase ahora, ¿puedes venir con nosotros un momento?
—Claro —respondió. Adivinaba lo que iba a pasar, la propuesta a la que diría que no, sin arrogancia y sin desprecio, un solo no tranquilo y convincente que impidiera la insistencia o el ruego.
Caminaron por el pasillo y De Molinos esperó a que fuera Nelson quien cogiera la llave tras el tablón de anuncios, como el invitado que, a pesar de sentir en su espalda la mano hospitalaria del anfitrión, se niega a girar el picaporte antes que él.
—No está la llave —dijo Nelson con un poco de extrañeza.
—En la llavera —la vio Corona.
La puerta estaba cerrada, pero sin pasar el cerrojo, como la deja alguien que sale pensando volver enseguida. Nelson la empujó y dio dos pasos antes de detenerse paralizado por el asombro, sólo el asombro antes de que llegara la comprensión y el estupor y el miedo.
—¡Dios Santo! —exclamó De Molinos a su espalda, mirando por encima de su hombro, también paralizado por el mismo asombro, y luego, enseguida, por un oscuro sentimiento de venganza, como si en el cuerpo tendido ante la que había sido su mesa durante ocho años estuviera, a pesar de todo, su primera satisfacción: Esta es tu bienvenida por atreverte a usurpar lo que te era ajeno, esto es lo que te espera, la confusión y el caos.
—¡Gustavo! —sonó tras ellos el grito de dolor de Rita.
Anticipándose a los tres hombres, se agachó sobre el cuerpo, como si aún pudiera prestarle alguna ayuda, cuando todos habían adivinado desde el primer momento que aquella inmovilidad era irremediable. No era necesario haber visto antes un cadáver para saber que la sangre coagula en minutos, que aquella mancha en el suelo que había salido de la herida en la nuca podía haber sido roja en algún momento, pero tenían que haber transcurrido varias horas para secarse y adquirir aquel color amar roñado y sucio, para pasar de la categoría de savia a la condición de excremento. Entre su brazo derecho y la mesa estaban caídos el periódico del día anterior y su carpeta. Había regresado a recogerlos y no había querido que ella lo esperara mientras tanto en el coche. Aturdida por aquel detalle, le tocó la frente y notó su frialdad. Luego retiró la mano, como si advirtiera que no debía haberlo hecho. Pero aún se inclinó para observar su nuca.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó en voz casi inaudible, no a ellos, que la miraban paralizados; parecía que se lo preguntaba al propio cadáver, como buscando una explicación que negara que la herida que estaba viendo, redondeada y negra, con algunos pelos incrustados en su contorno, había sido causada por el impacto de una bala.
Nelson pareció salir de su estupor, descolgó el teléfono y llamó al hospital para pedir una ambulancia.
—Creo que también deberías llamar a la Guardia Civil —dijo De Molinos.
Nelson lo miró unos instantes y, sin añadir nada, buscó en la guía el número del cuartel. Tuvo que repetir dos veces lo que había ocurrido y el lugar desde donde llamaba para que al otro lado alguien creyera que no estaba bromeando. En una pequeña ciudad provinciana que no se resignaba a perder su rancia denominación de villa, donde ocurrían ocho o diez muertes no naturales al año, y todas ellas por accidentes, suicidios o sobredosis de drogas, una llamada así, anunciando un homicidio por disparo de bala en un colegio el día en que se iniciaba el curso, parecía la broma de un alumno para impedirlo.
—Creo que deberíamos mandarlos a todos a casa —dijo De Molinos.
—¿A quiénes? —preguntó Nelson, sin comprender de nuevo.
—A los alumnos. Los mayores pueden irse solos. Seguro que en el patio todavía hay muchas madres de los más pequeños. A las otras habrá que avisarlas. En cualquier caso, sólo se necesitarán unos minutos para que lo sepa toda la ciudad.
* * *
El juez, el teniente Gallardo y dos guardias, un hombre y una mujer, esperaban en el pasillo a que dentro del despacho tres agentes especiales hicieran su trabajo. Eran expertos en análisis de pruebas y de cadáveres, una más de las múltiples secciones que en los últimos años habían ido apareciendo en el Cuerpo en su afán por modernizarse, hacerse autosuficiente y no depender en su trabajo de otras ramas de la administración: técnicos en delitos informáticos, en delitos ecológicos, en ayuda a mujeres maltratadas, en inmigración, en fraudes fiscales, en genética, en protección al turismo. Agentes dedicados a un único campo, especialistas jóvenes y con un brillante expediente universitario que cada día sabían más y más de menos y menos.
El teniente estaba seguro de que él no podría apreciar nada que los que estaban dentro no hubieran visto antes. De modo que no se impacientaba. Por otra parte, las nuevas instrucciones sobre su actuación eran tajantes: en casos así, delicados y con repercusión ante la opinión pública, nada debían tocar los agentes locales si no era estrictamente necesario. Bastaba una llamada a Madrid para que en menos de dos horas apareciera aquella selecta brigada de técnicos que eran muy mal vistos por los números de a pie, porque, teniendo su mismo grado, aparentaban una superioridad difícil de digerir por viejos guardias curtidos para quienes la única superioridad era la de los galones. Nunca iban armados ni sucios, como si las armas o el sudor fueran vestigios bárbaros de épocas pasadas; nunca emitían hipótesis apresuradas ni daban detalles de lo que estaban haciendo; se resistían a entablar relaciones cordiales con los demás agentes y a pernoctar en los cuarteles, aunque tuvieran que pagar de su bolsillo el alojamiento; parecían tener tantas dificultades para tratar con la gente como facilidad para relacionarse con los objetos o con los desperdicios: un diminuto trozo de papel, una mancha de semen en el cabecero de la cama o un pelo en el sifón del desagüe; y no ocultaban las prisas por abandonar aquellas ciudades provincianas que parecían agobiarlos. La brigada de los sabios, solían llamarlos aparentando desprecio, pero convencidos de su eficacia, de lo imprescindible de su tarea y del rigor con que la ejecutaban.
Él se había limitado a preguntar a la profesora joven y a los tres hombres las primeras cuestiones rutinarias: si cuando encontraron el cadáver todo estaba como lo habían visto el día anterior y si habían tocado algo más que el teléfono para hacer las llamadas. Comprobó que el rigor mortis era uniforme en todos los miembros y que, por tanto, nadie lo había movido después de dispararle.
Al mirar alrededor, en la primera inspección visual, la agente había visto brillar algo entre dos pilas de libros de cuentos infantiles y lo habían observado sin tocarlo: un casquillo de pistola, calibre 7,65 mm, marca FN.
En la habitación no había otras señales de violencia o desorden: los libros y papeles, la fotocopiadora, los archivos y el ordenador tenían la sólida placidez de los objetos burocráticos en descanso, sin contagiarse de la imagen casi truculenta del cuerpo tendido junto a ellos. Luego había cerrado el despacho y había esperado hasta que llegaron.
Los flases que de cuando en cuando iluminaban la habitación y rebotaban por el pasillo ya no estaban al servicio de un negativo de celuloide, sino de sofisticadas cámaras para ordenadores que permitirían luego ampliar cualquier detalle con rapidez y claridad. Las minúsculas huellas de dedos, pelos y pestañas, o de una mota de caspa o de piel en el casquillo no serían únicamente observadas al microscopio, sino analizadas en un laboratorio genético. En los últimos cuatro años habían cambiado por completo las técnicas de análisis, pero el teniente seguía manteniendo alguna desconfianza en los resultados finales. Si había casos en los que la ciencia ayudaba, en esta ocasión era muy escéptico. Quien hubiera disparado contra la nuca del hombre que aún permanecía tendido en el despacho probablemente sabía tan bien como ellos qué tipo de cosas no se debían hacer nunca, qué huellas evitar, los recursos de que ellos disponían y, por tanto, la manera de contrarrestarlos. Al final, se dijo, sólo el tesón y la inteligencia y las palabras adecuadas contribuirían a aclararlo todo.