Se despertó temprano a la mañana siguiente y telefoneó a Ernesto para que abriera la tienda, porque él, le dijo, tenía que hacer unas gestiones en el banco.
Acababa de colgar cuando sonó como si estuvieran esperando a que terminara. Era Rocío, la mujer que venía todos los días a hacer la comida y la limpieza de la casa, a cuidar a su hija mientras él estaba en la tienda. Había tenido fiebre y vómitos toda la noche y no podría ir a trabajar. Sólo se había levantado de la cama para avisarlo.
Aunque su ausencia lo contrariaba especialmente ese día, le dijo que no se preocupara, que él se encargaría de todo, que lo importante era que mejorara. Estaba muy agradecido hacia ella, una mujer de unos cuarenta y cinco años, casada, sin hijos, pero que había demostrado con Alba la paciencia y la habilidad de una matrona. No quería perderla. Sin Ernesto en la tienda y sin Rocío en casa todo se volvería aún más caótico. Mantenía con ambos unas relaciones más profundas que las derivadas de un simple compromiso laboral. A ella la había contratado por medio de su madre —a cuyo piso iba a hacer ocasionales limpiezas— y de alguna forma consideraba su eficacia y su cariño como una parte más de su herencia.
Sin ninguna prisa, se preparó las tostadas, el café y el zumo de naranja. Luego encendió un cigarrillo y dejó que la nicotina lo invadiera, provocándole una sutil sensación de mareo. Siempre tenía la impresión de que ese primer cigarrillo de la mañana no se detenía en sus pulmones; notaba cómo el humo seguía viajando por todo su cuerpo, adormeciendo sus párpados, removiendo su estómago, debilitándole un poco las rodillas, pero ayudándolo a organizar su cabeza.
Hizo un esfuerzo para levantarse de la silla e ir hasta la habitación de su hija. Esa mañana confiaba en que no hubiera vuelto a hacerlo. La tensión por la muerte y el funeral de la abuela comenzaba a parecer algo concluso, y la tarde anterior se lo había pasado bien en la piscina con sus primos.
Alba dormía abrazada a la almohada y con el cuello un poco torcido, una costumbre que ningún muñeco de ningún tamaño había podido desterrar. Desde que era pequeña le habían ido comprando peluches con la esperanza de que le tomara cariño a alguno, lo arropara con ella bajo el edredón y la ayudara a combatir los miedos a las sombras cuando se despertaba en medio de la noche. Se los habían regalado de todos los tamaños y colores, de diferentes texturas y expresiones, mudos y con sonido, inmóviles y capaces de vibrar, pero siempre los había dejado tirados en cualquier rincón, como si aquel sucedáneo del contacto con sus padres fuera un engaño demasiado evidente para aceptarlo. Él mismo había terminado pensando igual que ella: todas aquellas sólidas bolas de lana eran en el fondo vulgares y ni siquiera dejaban una posibilidad a la malicia infantil para desmembrarlas como las muñecas o los juguetes articulados. Hasta que cumplió los cuatro años, al acostarla tenían que quedarse junto a ella, esperando a que el sueño le llegara, y fue por entonces cuando se aficionó a dormir abrazada a la almohada donde Dulce o él se habían recostado, en la que debía de encontrar el olor y los ecos de sus cuerpos.
La contempló desde el quicio de la puerta, sin decidirse todavía a despertarla. La persiana entornada dejaba entrar unos renglones de luz que permitían ver toda la habitación: la alfombra de alegres colores rojos, verdes y amarillos, el cesto de mimbre tan útil para guardar muñecos y para jugar al escondite, la cenefa de ositos que él le había colocado simulando un zócalo cuando Dulce la trajo un día, poco tiempo antes de marcharse, el armario de cálida madera vista, el alargado perchero con la figura de un tren en el que cada vagón tenía un gancho, la estantería atiborrada con los juguetes que le compraba, a veces sin que ella se los pidiese, siempre con la excusa de que todo lo que tuviera era poco para compensar la ausencia de su madre.
La niña seguía profundamente dormida, con ese sueño pesado al que por fin se accede en la madrugada después de una noche agotadora de amor o pesadillas. Pero tenía que despertarla si quería aprovechar la mañana. Se arrodilló junto a ella y deslizó su mano bajo la sábana, a la altura de sus caderas. Otra vez estaba allí la humedad, el olor a pis le llegó inmediatamente después. ¿Qué más podía hacer para evitarlo? La había llevado a su pediatra que la envió a un psicólogo que le puso un pequeño aparato que activaba un timbre en cuanto detectaba la humedad. Pero aquella prolongada sucesión de remedios había sido peor, porque, después de las primeras noches en que Alba y él se despertaban sobresaltados por los timbrazos, la niña parecía haber radicalizado su enuresis y, si antes lo hacía ocasionalmente, durante el tratamiento de represión se orinaba con más frecuencia y cantidad, como si hubiera decidido declarar la guerra al detector hasta ahogarlo o ignorar sus avisos.
Luego, tras el fracaso de los profesionales, él había optado por la reacción opuesta: no decir nada cuando ocurría, ignorar la mancha como si fuera una secreción tan natural y vinculada a la noche como los pelos o el círculo de saliva que al despertar aparecen en la almohada, y mantener una aparente indiferencia para que su hija no adivinara cuánto estaba preocupándolo. Pero tampoco aquello había resuelto nada.
Lleno de pesadumbre, apoyó la cabeza en el colchón, los ojos abiertos en la penumbra. No era él quien se había ido de casa, pero se sentía en parte responsable de que todo aquello ocurriera, aunque no supiera encontrar las palabras que explicaran la culpa, porque las palabras que él conocía, en el caso de usarlas, sólo falsearían aquella peculiar y dolorosa responsabilidad. Se levantó del suelo y se acostó en la cama junto a ella, abrazándola y acariciándole el pelo con persistencia y dulzura, para hacerle sentir desde el primer momento en que se despertara que tampoco esa mañana habría ningún reproche, que no le importaba mancharse un poco, porque era su hija y nada de lo suyo le era ajeno ni rechazable ni, mucho menos, le daba ningún asco.
La niña, al sentirlo a su lado, se giró para abrazarlo y lo besó en la mejilla. Así estuvo durante unos momentos, relajada por su contacto, aceptando las caricias de sus dedos entre su pelo sudoroso. Luego, como si de pronto lo hubiera descubierto, Julián Monasterio notó la tensión repentina que endurecía su pequeño cuerpo, el sutil movimiento separándose de él. Su hija lo había notado y también ella se sentía avergonzada e impotente. Le dio un beso y la apretó de nuevo contra él, intentando que no huyera hacia aquella distancia abismal en que se refugiaba, tanta pena y resignación en una cabecita tan pequeña, dando tiempo a que fuera ella quien hablara primero y le contara por qué, qué pesadillas o terrores o preocupaciones la asaltaban cada noche para hacer aquello, qué perseguidores y con qué armas. Esperó así unos minutos, hasta que comprendió que otra vez el hermetismo de su hija seguía siendo mayor que su paciencia, una barrera infranqueable a todos sus esfuerzos.
—Tenemos que levantarnos —le dijo—, Rocío no puede venir a trabajar. Se ha puesto enferma. Hoy estaremos todo el día los dos juntos.
La niña, obediente y callada, salió rápidamente de la cama huyendo de la suciedad y la culpa, cogió la ropa que la tarde anterior Rocío le había elegido y fue al baño. Las delgadas piernecitas desnudas caminando por la alfombra acentuaban su aspecto de fragilidad y desamparo. Julián Monasterio oyó los ruidos que hacía dentro, siempre el mismo ritual: lavarse los muslos y el culito en el bidé, tirar de la cadena y salir vestida, en las manos la bola del pijama manchado que llevaba al cesto de la ropa sucia.
En los peores momentos, cuando se sentía muy cansado, cuando tenía mucho trabajo en la tienda o cuando Alba se ponía enferma, había llegado a pensar que él solo no era capaz de atenderla bien, de cuidarla, de educarla, de devolverla al estado de dos años atrás, cuando aún tenía unos padres que se amaban y una infancia que conocía la felicidad.
También el problema de los dientes había quedado sin resolver cuando se marchó Dulce. Los dos incisivos superiores se le habían caído al comenzar la primavera y pensaron que se debía al empuje de los definitivos que enseguida asomarían por debajo. Sin embargo, habían ido pasando las semanas y los meses y los nuevos dientes no afloraron. Cuando ya estaba solo, había ido con ella al dentista y Alba, a pesar del miedo que apareció en sus ojos al descubrir las herramientas brillantes y metálicas colocadas en aquella especie de encimera de cocina, se dejó recostar en la camilla con la docilidad de quien ve todo aquello como algo que no es peor que lo que le está pasando. El médico la había examinado con una espátula y una linterna y se volvió hacia él para preguntarle si los dientes de leche se le habían caído a causa de algún golpe, porque los definitivos aún no estaban cercanos a salir. Le respondió que no. Aunque reconoció su extrañeza y no encontró ninguna explicación razonable, les dijo que debían esperar, que sin duda todo se solucionaría con el paso del tiempo, que la naturaleza de los niños no siempre seguía leyes lógicas, que su organismo estaba lleno de alarmas, pero también de prodigios. Los había citado de nuevo para dentro de seis meses, pero él tuvo la impresión de que se los estaba quitando de encima.
Había llegado a pensar que, del mismo modo que la enuresis solía tener una causa psíquica, también ésta podía estar actuando sobre la dentición. Porque cuidaba mucho su dieta y estaba seguro de que no se debía a falta de minerales o vitaminas. Alba era una niña perfectamente sana, con un peso y una estatura normales, con su pequeño organismo fortificado a base de vacunas contra el asalto de todos los virus evitables. Era como si los dientes se hubieran paralizado dentro de las encías por algo más turbio y oscuro que una simple combinación de moléculas. Como si la propia niña hubiera decidido que aún no debían aparecer en su boca y dejar las rosadas encías tiernas y mellucas.
Se lo había comentado varias veces a Dulce cuando venía a buscarla los fines de semana, pero también ella se negaba a darle importancia. «Ya le saldrán. Cada niño es diferente. Además, tú me contaste que a ti también te tardaron mucho en salir», respondía siempre, con el pertinaz optimismo de quien está inmerso en una excitante aventura y rechaza cualquier problema secundario que intente detenerlo. «Porque también tardaron mucho en salirme los de leche» —replicaba—. «Ya verás cómo cualquier mañana le han aparecido», concluía de un modo abrupto que hacía inútil seguir insistiendo.
Evitó mirar la ropa manchada que llevaba hacia el cesto y le preguntó:
—¿Te apetece venir conmigo a hacer unos recados?
—¿Qué recados? —dijo, oscilando entre la alegría de estar con él y la desconfianza. Julián Monasterio sabía lo poco que le gustaba caminar deprisa por las calles para ir a varios sitios diferentes, o esperar mientras él entregaba una factura o iba al domicilio de algún cliente que lo llamaba aterrorizado por la repentina aparición de un virus en su ordenador que él eliminaba en unos pocos minutos. Sabía cuánto odiaba que la gente a quien él saludaba se inclinara hacia ella para hacerle cualquier pregunta tonta que la obligaba a asentir o negar con la cabeza, o para darle un beso o acariciarle el pelo con una conmiseración que incluso ella advertía.
—Nada de ordenadores. Tengo que ir un momento al banco a guardar unos papeles y luego nos vamos al híper a comprar cosas ricas de comida. Hoy que no está Rocío tenemos que encargarnos nosotros de todo.
—Vale.
—¡Qué bien! —le dijo, como si su compañía fuera lo más importante que le podía suceder esa mañana—. Primero, tienes que desayunar todo el tazón.
Le preparó el Cola Cao y las tostadas y se demoró unos minutos junto a ella tomándose el segundo café. Luego fue al estudio y guardó en el maletín las arras, las joyas y la pistola de su padre.
En el banco no estaba el director, que siempre le daba la otra llave necesaria para abrir, sino un sustituto a quien no conocía. La chaqueta y la corbata de ejecutivo hacían necesario que el aire acondicionado estuviera demasiado frío para su hija y él, con manga corta. Comprobó que su carné de identidad coincidía con los datos del propio banco y lo acompañó hasta el búnker con la segunda llave, los gestos resueltos simulando eficacia.
No quería que Alba entrara con él, porque podría ver las monedas y el libro que enfundaba la pistola y prefería mantenerla al margen de todo aquello. Además, el búnker, tan estrecho, agobiante y falto de aire y luz, no era un sitio apropiado para una niña. Le pidió que se sentara en uno de los sillones de fuera, que él no tardaría nada.
Era una habitación muy pequeña, de siete u ocho metros cuadrados, con las paredes cubiertas desde el suelo al techo por hileras de cajas fuertes que provocaban una intensa sensación de claustrofobia e inquietud propias de las cuevas llenas de misterios y tesoros. Unas ciento cincuenta, volvió a calcular, excesivas para una modesta sucursal de una ciudad provinciana, un exceso sólo explicable por la maligna y obsesiva inclinación de sus habitantes a guardar secretos y a desconfiar de la honradez de testaferros y albaceas. Algunas se veían semiabiertas, con las llaves colgando en las llaveras, porque no estaban contratadas. En un rincón del techo, una cámara de vídeo podía grabar todo lo que ocurría dentro, pero supuso que sólo funcionaría con la oficina cerrada o cuando se produjera alguna alarma. En aquel momento estaba apagada: ni el propio banco debía de saber lo que cada cliente escondía allí dentro.
El empleado abrió su cerradura, dejó la llave puesta —que debía recoger luego— y se marchó. Julián Monasterio se quedó solo.
Abrió su caja y comprobó que el contenido estaba en regla: dos millones de pesetas en dinero negro por las últimas ventas que no había declarado y un cuaderno y varios disquetes donde llevaba las trampas de la contabilidad de la empresa. Pequeños fraudes que nunca ascendían a mucho y a los que lo empujaban los propios clientes, siempre astutos y reacios a pagar cualquier tipo de impuestos. Hojeó la última fecha y la apuntó en un papelito de su cartera. Pronto tendría que actualizarlo, en cuanto se abriera el plazo de la tercera declaración trimestral.
Se estaba demorando y Alba seguía sola allí fuera, esperándolo entre desconocidos. Recordó lo que le había prometido en el desayuno y comenzó a darse prisa. Abrió el maletín y extrajo el saquito con las arras y las pequeñas joyas. Una vez más contó las trece monedas brillantes y amarillas, nuevas en su oro viejo. Las empujó hasta el profundo fondo de la caja y luego sacó el libro. Antes de abrirlo, y aunque la cámara de vídeo estaba apagada, se puso de espaldas a ella, ocultándolo. De nuevo, como el día anterior, no resistió al deseo de empuñar la pistola, admirando su equilibrio, su amenazadora perfección. Cerró el libro precipitadamente cuando oyó unos pasos que se acercaban a la puerta. Debía de ser el empleado. ¿Qué pensaría si lo viera con una pistola entre las manos? Reconoció su voz por la abertura, diciéndole a alguien:
—Hay que esperar unos minutos, porque está dentro un cliente.
—Ya salgo —dijo en voz alta mientras guardaba la pistola y cerraba el libro con un golpe que sonó demasiado.
—De acuerdo. Deje la llave del banco en la cerradura. Luego la recogeré yo.
Cerró precipitadamente, con los dedos temblorosos, haciendo girar su llave, pensando que, aunque el empleado no cerrara en ese mismo momento con la del banco, nadie podría abrirla ya.
Salió del búnker sin fijarse en quién esperaba, porque rio al fondo a Alba que se había puesto en pie y parecía nerviosa y desconcertada por su tardanza. Murmuró un rápido adiós y se apresuró a coger la mano que le tendía su hija.
Regresaron a casa y desde allí fueron al híper en el coche. Ahora que había guardado en el banco aquellos últimos restos de la herencia, se sentía más tranquilo, como quien se dispone a disfrutar de todo su tiempo libre después de alojar en una residencia canina a un perro hermoso y delicado, de una raza valiosa y un avalado pedigrí, pero que también puede ser feroz en caso de amenaza.
No supo en qué momento se había adelantado empujando el carro y alejándose de Alba, pero cuando oyó su grito comenzó a retroceder deprisa, antes incluso de haber visto dónde estaba y qué le sucedía. Alba, distraída o entorpecida por alguien —esa gente que se ve a veces en los grandes almacenes, que va clavando dolorosamente el filo del carro en los tobillos de los demás, sin pedir disculpas, obnubilada por las ofertas o por el oropel de lo que allí se ofrece, gente ansiosa que acapara víveres como si hubiera estallado una guerra—, se había quedado muy atrás, y en su afán por llegar hasta él por un atajo había intentado subir por la rampa mecánica que iba en sentido contrario. Cuando comprobó que la cinta la alejaba aún más, había gritado. Los más cercanos la miraron sin entender por qué gritaba. Julián Monasterio tardó sólo unos segundos en llegar hasta ella, pero supo que pasaría algún tiempo antes de olvidar la expresión de terror que había aparecido en su rostro. La cogió en brazos, la besó y le secó las lágrimas ardientes y repentinas que le humedecían las mejillas, sintiendo que aquel abrazo, aunque fruto de un episodio doloroso, lo acercaba a ella más que miles de palabras amables o protectoras. La llevó hasta donde había abandonado el carro y durante todo el tiempo que emplearon en la compra su hija no le soltó la mano.
* * *
Esa noche, ya en la cama, intentando conciliarse con el sueño, pensó que la vida es eso, una serie de rampas mecánicas que nunca se detienen y que nadie sabe quién y desde dónde las maneja, aunque parece cierto que lo hace sin amor ni piedad ni lógica ni propósito. A veces nos llevan en la dirección correcta y durante un tiempo logramos ser felices. Pero en otras ocasiones, porque nos equivocamos al elegir, o porque los demás nos empujan, o simplemente por azar, subimos en la que nos arrastra lejos del lugar adonde pretendíamos ir. La vida se convierte entonces en una lucha vana por no descender hacia los sótanos, como le había ocurrido aquella mañana a su hija: el intento de correr contra la goma y no ser más rápido que ella; la angustia de querer aferrarse al pasamanos y ver que también el pasamanos se desliza hacia tu espalda; la esperanza de un descansillo donde corregir el rumbo equivocado y al llegar descubrir que es sólo un espejismo.
Incapaz de dormirse, se levantó y fue a la habitación de su hija. Alba dormía como solía hacerlo, un poco atravesada en la cama, la cabeza tocando la pared, como si aún conservara el instinto de los bebés de apoyarse en el tapón de la vagina materna. Deslizó la mano bajo sus caderas, pero la cama estaba seca. Aún.
Encendió un cigarrillo en el salón, sin dar la luz. En la penumbra todo se veía ordenado, limpio, a pesar de la ausencia de Rocío ese día. Pero era fácil mantener aquel orden en una casa casi vacía, donde faltaba la mitad de sus ocupantes adultos. Cuando también Dulce vivía allí, el amplio salón se convertía en el epicentro del hogar, el lugar adonde Alba traía sus juguetes y él leía el periódico o un libro mientras sonaba el televisor. Pero ahora se iba al estudio y encendía el ordenador para terminar alguna tarea atrasada o simplemente para hacer solitarios, mientras Alba jugaba en su cuarto o junto a él, a sus pies, como si ambos huyeran de la amplitud del salón que parecía remarcar su ausencia. Apenas veía la tele y algunas noches, cuando su hija ya estaba dormida, se conectaba a Internet y chateaba buscando mujeres tan tristes y solitarias como lo estaba él, o contactos eróticos que no fueran demasiado decepcionantes.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero. Volvió a la cama pensando que si pudiera remediar de algún modo la tristeza de su hija, tal vez a él no le importaría soportar su propia tristeza.
* * *
A la mañana siguiente, cuando estaba duchándose, Rocío golpeó con los nudillos la puerta del baño.
—Lo llaman por teléfono.
—¿Quién?
—No lo sé. Preguntan por don Julián Monasterio. Una voz de hombre. Dice que es importante.
Inquieto por el don y el apellido, se puso rápido el albornoz y entreabrió la puerta para que Rocío le pasara el inalámbrico.
—¿Sí?
—Buenos días. Perdone que le moleste tan temprano. Le llamo desde el banco. Estuvo usted aquí ayer, utilizando su caja fuerte, y creemos que la dejó abierta. Dio la vuelta a su llave, pero la cerradura no quedó encajada.
—¿Cómo? —preguntó. No comprendía bien lo que le estaba diciendo.
—Creemos que dejó abierta su caja fuerte cuando vino ayer a utilizarla. Creemos que hizo girar su llave fuera del marco.
La comprensión le llegó al mismo tiempo que reconocía la voz del empleado.
—Pero ¿no cerró usted luego con la suya? ¿No lo comprobó?
—No. Ha sido un error lamentable por el que le pedimos disculpas —oyó la voz bien entrenada en el trato con los clientes, una de esas voces tan aptas para ser dóciles como exigentes, según el interlocutor con quien se crucen—. Se produjeron dos casualidades al mismo tiempo. Algo poco probable, pero fue así. No sé si recuerda que otro cliente estaba esperando. Como hay cajas vacías que también tienen la llave puesta, debí de creer que la suya era una más de las desocupadas. Y luego lo olvidé. Hasta esta mañana no lo hemos advertido, al hacer la revisión. Insisto en mis disculpas —repitió—. Lo mejor sería que se pasase enseguida por aquí, aunque ya puedo decirle que creemos que estas casualidades no han tenido consecuencias desagradables: su caja no está vacía. Dentro se ven papeles, una pequeña cartera de piel y un saquito de tela. No hemos querido tocar nada.
¿Y la pistola?, se preguntó, reacio a participar del optimismo de la voz. ¿Y la pistola? Pero creía haber guardado el libro bajo toda la documentación de la contabilidad y, si era cierto que no habían tocado nada, ellos no podían verlo.
Se vistió rápidamente, le dijo a Rocío que la llamada era algo sin importancia y, sin desayunar, fue al banco. Todavía no habían abierto al público, pero lo estaban esperando y el empleado que lo había atendido el día anterior vino a abrirle. Procuraba simular calma y sus palabras sonaban con la misma firmeza que al teléfono, pero su cara no lograba disimular la preocupación y la ansiedad, sus ojos inquietos no tenían el eficaz entrenamiento de la voz y Julián Monasterio pensó que deseaba tanto como él que no faltara nada.
Lo siguió hasta el búnker y el empleado le mostró el pestillo pasado, pero en el vacío, sin haber encajado en su sitio. Él tenía que haber cerrado después, pero como había gente esperando para entrar, lo pospuso para candar las dos al mismo tiempo. Y luego olvidó hacerlo con la primera. Estaba allí sustituyendo al director titular durante ese tórrido mes de agosto, no conocía bien todas las rutinas y cualquier trámite le exigía un doble esfuerzo, añadió a modo de tibia justificación.
Lo dejó solo para que comprobara con tranquilidad el contenido. Julián Monasterio miró hacia la cámara de video del techo: ya la habían apagado. Sin preocuparse de nada más, levantó los papeles de la contabilidad y no vio otra cosa que la base metálica de la caja, fuerte. El libro había desaparecido. Todo lo demás estaba intacto: la pequeña cartera de cuero con los dos millones y el saquito con las joyas de su padre y las trece monedas de oro que, al contarlas con dedos temblorosos, entrechocaron con un ruido que en el silencio de la pequeña habitación acorazada parecía escandaloso. ¡Se habían llevado la pistola y habían dejado cosas que tenían cincuenta o cien veces más valor! Lleno de incredulidad, introdujo el brazo hasta el fondo e intentó extraer toda la caja para ver si el libro había caído detrás, como a veces ocurría en algunos muebles. Pero cada caja iba empotrada en un compartimento estanco con fondo de acero que no admitía ningún hueco, ningún resquicio. El corazón dentro de su pecho era un potro al que le faltaba aire. ¿Por qué? ¿Y quién? ¿Para quién tenía más interés un arma que el dinero y las joyas, en una ciudad tranquila y en una época de paz? A menos que, se dijo con un voluntarioso optimismo, con un afán desesperado de no perder la iniciativa, quien se llevó el libro ignorara que dentro de él había una pistola. Claro, así debía de haber sido. No se trataba de un ladrón profesional ni de nadie familiarizado con el robo o la delincuencia —alguien así hubiera prescindido de Baroja y hasta del más valioso códice—, sino de un aficionado a la lectura para quien robar las arras y el dinero le hubiera supuesto miedo a la policía, a verse involucrado en una investigación. ¡Pero un libro! Al cogerlo pensaría que nadie iría a denunciar el robo de un libro; ya casi nadie leía. Él mismo hacía varias semanas que no abría ninguno, ni siquiera una de aquellas mediocres novelas negras reducidas a la simplicidad de un acertijo que Dulce había comprado semanalmente para una colección de la que no tardó en aburrirse.
Cuando el autor del hurto abriera la tapa y viera su contenido, sin duda se desharía de él, quizá aterrorizado por lo que había hecho. Entre la poca gente aficionada a la lectura que conocía no había nadie violento o con una clara capacidad de hacer daño. Era más bien gente apacible y cortés, de movimientos pausados y miradas miopes, muchos de ellos predispuestos a la melancolía. No sabrían qué hacer con una pistola.
Aquélla era la única explicación razonable que encontraba y con ella comenzó a tranquilizarse. Oyó tras la puerta la voz del empleado:
—¿Todo bien? ¿Está todo?
Dudó unos segundos. Si le decía que faltaba algo, enseguida se vería obligado a precisar qué era, y aunque así quizá lograra averiguar la identidad del cliente que había llegado al búnker tras él, tampoco tendría ninguna seguridad de que precisamente ése lo hubiera cogido, porque a lo largo de la mañana podrían haber entrado varios más. No tenía nada que ganar, de modo que mintió, intentando que su voz no sonara velada por un presagio de desgracia inevitable y cercana:
—Está todo.
—¿Seguro?
—Claro.
El empleado entró en el búnker y entre los dos cerraron y comprobaron que la caja quedaba cerrada y bien cerrada. Luego, cada uno de ellos guardó su llave. Volvió a pedirle disculpas, lo acompañó hasta la puerta y le estrechó la mano al despedirse, aliviado porque no hubiera ocurrido nada irremediable.
Julián Monasterio entró en un café y pidió un desayuno. Mientras se lo servían, impaciente, encendió el primer cigarrillo de la mañana. Otra vez le volvían las dudas, la explicación que se había dado unos minutos antes sobre un posible bibliófilo ladrón ahora le parecía débil y forzada, una coartada ingenua para no sucumbir al desaliento. Después de tomarse el café muy caliente dudó en acercarse al cuartel de la Guardia Civil a contarlo todo. Había desoído el consejo de María, la eficaz y primogénita María, y había guardado la pistola en la caja fuerte de un banco. Ahora podía ser contraproducente denunciar su desaparición, porque cualquiera podría sospechar oscuros motivos e intenciones en toda una serie de actos contrarios a la lógica y a la buena ciudadanía. Acarrearía sobre él demasiadas preguntas que no sabría responder: ¿de quién era el arma?, ¿cómo se la había procurado?, ¿por qué no la entregó antes?, ¿con qué propósitos la había guardado en una caja fuerte?, ¿quién más lo sabía?
Se había levantado del taburete, pero volvió a sentarse. Breda, se dijo buscando un nuevo argumento para dejar pasar el tiempo y no hacer nada, era un lugar tranquilo —la capital de la malicia, sí, pero un lugar tranquilo—, y no una gran ciudad proclive a la violencia. Nadie salía a la calle con una pistola guardada en el bolsillo. Quien hubiera robado el libro, al ver su contenido posiblemente lo habría arrojado al Lebrón o enterrado bajo la tierra. ¿Para qué iba a querer nadie una pistola?
Llegó a la tienda decidido a trabajar, porque tenía asuntos pendientes y Ernesto no tomaba decisiones importantes sin consultarlas con él.
Era un buen ayudante, con el que mantenía una excelente relación laboral. Tenía veinticinco años y llevaba dos contratado. Un poco gordo, moreno, alto, con una calvicie prematura que estaba a punto de dejar monda toda la parte superior de su cabeza. Aquel trabajo sedentario con los ordenadores había contribuido a hacerle engordar un poco más y a sudar excesivamente en cuanto se veía obligado a realizar algún esfuerzo físico. Pero era muy eficaz con todo lo relativo al software, mejor de lo que se hubiera pensado viendo su expediente académico mediocre. Lo había contratado poco después de terminar sus estudios de Informática y rogaba a veces que no se marchara, que todavía no emprendiera la aventura de montar su propia empresa, como solía ocurrir con muchos técnicos cuando comprendían que ya sabían más que quienes les pagaban. Porque ningún otro tipo de empresas evolucionaba y generaba arqueología a tal velocidad. Dos años bastaban para convertir en arcaico todo el software que en un primer momento parecía una solución brillante y duradera. Y dos meses de ausencia del trabajo bastaban para convertir a un experto en alguien necesitado de urgente reciclaje.
Lo saludó afectuoso, dejó el maletín sobre la mesa y le preguntó por lo más urgente. Durante el día anterior no había pasado por allí. Después del susto de Alba con la escalera mecánica del hipermercado, le había dedicado toda la tarde: la había llevado a la piscina y luego se habían ido al cine a ver una película de Manolito Gafotas.
Ernesto, sin abandonar el ordenador en cuyo interior manipulaba, le señaló el papel de pendientes encima de su mesa.
Lo hojeó, todavía desconcertado por lo ocurrido una hora antes, incapaz de centrar en él su atención. Se encontraba aún demasiado agitado y sus ojos resbalaron por las notas hasta que se detuvieron en una de las palabras que Ernesto había escrito varias veces: pecé, escrita así, sin reducirla a iniciales.
De un modo imprevisto, aquellas cuatro letras abrieron una senda en su mente para ofrecerle el tránsito adecuado entre su ofuscación y el trabajo. Sin ser consciente del cambio, comenzó a pensar en cómo en muy pocos años había cambiado radicalmente su sentido sin cambiar su fonética. Cuando conoció a Dulce, él estaba afiliado al Partido Comunista, un detalle que siempre había ocultado a su madre. No era un militante distinguido de los que pasaban la mitad de su tiempo libre en la sede, ni levantaba la voz en las asambleas a las que de vez en cuando asistía, ni llevaba las carpetas forradas de pegatinas ni los jerséis acribillados por pins con las siglas, ni mantenía otras relaciones con los principales dirigentes locales que un saludo afectuoso y cortés. Se había negado siempre a engrosar cualquier lista y lo más lejos que había llegado era a pegar carteles durante las campañas electorales, cuando se necesitaban todas las manos. Pero había sido un militante de base callado y fiel, hasta que poco a poco fue sintiéndose lo bastante escéptico y desengañado como para que mantener el carné no fuera una incoherencia. Durante todos aquellos años, la palabra pecé tenía un único sentido que todos usaban y reconocían sin dudar: Partido Comunista. Ahora, sin embargo, estaba seguro de que para la mayoría sólo significaba Personal Computer. Y ese significado era revelador de qué cosas estaban ocurriendo en la calle, de qué era lo que a la gente le importaba y conocía y qué era lo que ignoraban o despreciaban: la tecnología antes que la política, el juego virtual desde el confort doméstico antes que el contacto —a veces duro y contagioso— con el mundo exterior, el simulacro antes que la piedra, el individualismo antes que el viejo compromiso colectivo. Paradójicamente, la unidad de la aldea global se estaba haciendo a base de individuos cada vez más solos.
Ernesto había terminado con el ordenador y lo estaba observando, a la espera de sus indicaciones. Volvió a leer el listado de pendientes: algunos arreglos de aparatos personales, una empresa que pedía presupuesto para renovar y mantener todos sus equipos, varias demandas para conectarse a Internet. Nada excesivamente complicado que no pudiera poner al día con algunas horas extras.
Cuando llegó la noche estaba agotado, pero el trabajo le había hecho olvidar a ratos el robo de la pistola y pensó, al tumbarse en la cama, que también aquel problema era cuestión de tiempo, y que hasta su disolución en el fluir de los días también podría soportarlo. Olvidarlo del mismo modo que, cada vez con más frecuencia, iban transcurriendo horas enteras en que no pensaba en Dulce, del mismo modo que irían pasando las semanas y terminaría olvidando —o recordando, pero ya sin dolor— que su madre había muerto.
Esperó la llegada del sueño pensando que, sin dudarlo, cambiaría todas las ventajas del mundo y de la época en que vivía por un poco de orden. Hacía años, un compañero del partido le había preguntado: «¿Si te vieras forzado a hacerlo, tú qué elegirías: el caos o la injusticia?». Había intentado escabullirse y no responder, porque la pregunta en sí ya era una trampa. Pero su amigo había insistido tanto que terminó contestando lo que se esperaba de él: que era preferible el caos. A veces todavía se acordaba de su respuesta y sabía que mintió. Eran otros tiempos, pero incluso entonces él hubiera preferido la injusticia, porque lo injusto era una categoría moral contundente y clara contra la que se podía combatir. Pero contra el caos él nunca había sabido cuáles son las armas eficaces, ni dónde está realmente el enemigo, ni si la permanencia del desorden termina generando a la postre una injusticia mayor que la que se pretendía evitar.
Ahora, sin embargo, no hubiera mentido. Ahora cambiaría la longevidad, la diversión, los ordenadores, las medicinas para detener la enfermedad, la anestesia, los electrodomésticos, la seguridad en la vejez, los viajes… por un poco más de orden en su vida. Por rodearse de un mundo lógico —no necesariamente feliz ni paradisiaco, sólo coherente y lógico— en el que la cama de su hija estuviera seca cada mañana, en el que la mujer a la que amó no lo hubiera abandonado sin un porqué convincente, en el que las rosas tuvieran perfume y las frutas sabor, en el que nadie necesitara una pistola.
* * *
Unos días más tarde volvió a la casa de su madre. Era domingo, el último de agosto.
Desde que dejó abierta la caja de seguridad del banco tenía una intensa conciencia del hecho de abrir o cerrar una puerta. Un acto tan sencillo, que se repite tantas veces al día, a la semana, al año —se decía—, termina haciéndose reflejo, como esos movimientos que, precisamente por pasar a la zona del inconsciente, nos dejan libres para pensar y nos permiten que nos dediquemos a cosas más importantes que serían imposibles si prestáramos atención a cada paso de las piernas o a cada gesto de las manos. Pero ahora había vuelto a fijarse en él cada vez que lo ejecutaba, y a veces de una manera obsesiva. En ocasiones había llegado a desandar el camino para comprobar que una puerta había quedado cerrada, porque su cabeza no había retenido el momento de girar la llave y asegurarse de que ya no podía abrirse. Un acto tan sencillo, pensaba, y sin embargo hay tanto que ganar o perder en él, dejar cerrada o abierta una casa donde se guarda todo lo que se ha ido acumulando en cincuenta años de vida, dejar abierta o cerrada una pequeña caja fuerte donde se guarda una pistola.
De modo que abrió la puerta sabiendo que la abría y que tenía que dar tres vueltas a la llave para franquearse el paso. María lo había llamado por teléfono para decirle que ya se había llevado lo acordado, que él recogiera lo suyo. Dejarían lo demás hasta pensar qué hacían con el piso: alquilarlo, acaso venderlo.
Recorrió las habitaciones semivacías con una extraña inquietud, sin poder detenerse en ningún sitio, sin sentarse en las sillas que aún quedaban. Algo quería retenerlo y a la vez lo expulsaba de allí, como si el menguado mobiliario, los techos sin las lámparas que María se había llevado, ahora con la tristeza de las bombillas sucias y desnudas colgando del cable, algunos pequeños electrodomésticos antiguos y eficaces, los huecos de algunos cuadros en las paredes le gritaran: Ya tampoco éste es tu sitio.
Al abrir un armario vio que aún quedaban algunos vestidos de su madre colgados en las perchas. No pudo evitar acariciarlos, a pesar del dolor que le transmitían las telas huecas, porque mientras otros objetos sólo evocaban el uso o el contacto, los vestidos remarcaban cruelmente el vacío de la forma humana que los había habitado, destacaban lo que fue y ha sido y ya no es. Sus dedos chocaron con una cremallera de una blusa azul y recordó que él la había ayudado a cerrarla algunas veces en su espalda. Ahora ya, botones, lazos y corchetes con los que las manos habían luchado para cubrir el cuerpo, todo era inútil.
Sacó de allí una vieja maleta y fue recorriendo de nuevo las habitaciones, introduciendo en ella los objetos que iba a llevarse: libros —pero ninguno ya con un hueco camuflado donde embutir una pistola—, fotografías, adornos, viejos papeles y documentos, cartas —algunas escritas por él a su madre—, antiguos discos de vinilo que ya no escucharía, algún juguete de su infancia que Alba miraría con una tibia curiosidad antes de arrinconarlo con indiferencia.
Quedaban cuadros y algún mueble pequeño, pero para trasladarlos necesitaría fuerzas que él no tenía.