Apartó un poco las flores para verle el rostro endurecido por la muerte, por la sangre pudriéndose bajo los párpados, asombrada de que el corazón ya no la empujara por las venas. En los últimos veinte años nunca la había mirado durante tanto tiempo a la cara. Se preguntó cuánto habría echado ella de menos esos encuentros ante una taza de café o de infusión, sentados a la mesa redonda de la salita de la que había huido especialmente en esos meses, desde que Dulce se fue. La casa de su madre, el último lugar del mundo adonde acudiría a buscar consuelo. Pero si no apareció más a menudo por allí fue para que ella creyera que todo iba bien, que también aquel dolor su hijo podría soportarlo, que no se sentía solo y que, por tanto, no había que preocuparse por él más de lo necesario. Su madre pertenecía a una generación y a un país donde la palabra divorcio era lo más parecido a una tragedia, un hecho desolador que, independientemente de cuáles fueran sus causas, llenaba a ambos cónyuges de dolor, deshonra y vergüenza. Y él había evitado mirarla para que sus ojos no corroboraran esa creencia.
Cuando era niño y alguna cosa pequeña —una prohibición o el no comprarle algún juguete o alguna ropa de marca que le gustaba— le hacía enfadarse, al cabo de unas horas ella aprovechaba cualquier excusa para ponerse frente a él, levantarle el rostro que buscaba el suelo y, sonriendo, le decía: «Déjame que te mire, que estás muy guapo con esa cara de enfado». Entonces no podía mantener su malhumor por más tiempo y también él terminaba riendo, dejándose besar y buscando su cercanía y su dulzura, como para compensar aquellas horas alejados. Recordó una ocasión en que iba con su clase a pasar unos días en un campamento en El Paternóster. No disponía de un equipo adecuado y, una semana antes, se encaprichó de una mochila de color rojo que había visto en un escaparate: gorra, cantimplora, vaso plegable, un diminuto botiquín y, sobre todo, una navaja suiza provista de tal cantidad de artilugios que haría que uno se sintiera seguro en una isla desierta. Su precio, sin embargo, era muy alto, y su madre, limitada a la pensión de viudedad, se negó a comprársela. Aunque él no era de esas personas capaces de estar enfadadas durante mucho tiempo, su pulso duró tres días. Tres días sin apenas hablarle en las comidas, rehuyéndola, escabulléndose en cualquier momento libre hacia su habitación con la excusa de estudiar y con la necesidad de que ni su madre ni su hermana la creyeran.
La víspera de la excursión entró en su cuarto a llamarlo, porque la cena ya estaba en la mesa. Una vez más se agachó hacia él, lo miró con una sonrisa y le levantó la barbilla para repetirle: «Déjame que te mire, que estás muy guapo con esa cara de enfado». Era lo que había estado esperando desde las últimas horas, porque lo aterrorizaba la posibilidad de irse al campamento sin haberse reconciliado con ella. De modo que, a pesar de aquella resistencia y dureza que con la llegada de la pubertad iba sintiendo crecer en su interior, también él sonrió. Se olvidó de la mochila y de la navaja suiza y lo dispuso todo para el día siguiente.
Por la mañana, cuando abrió los ojos con el ruido del despertador, vio sobre su mesa los objetos nuevos y brillantes, la gorra, el vaso plegable, la cantimplora, la navaja abierta con todos sus artilugios, con la misma exhibición un poco ostentosa con que ella disponía la noche del cinco de enero los regalos de Reyes. Saltó de la cama y se vistió rápidamente. En la cocina se oía ruido y corrió hacia allí: su madre estaba preparándole los bocadillos y la fruta. «Llena de agua la cantimplora», le dijo, como si no pasara nada. Abrió el grifo, pero lo cerró enseguida y se secó las manos en su delantal, como hacía de pequeño, antes de abrazarla con una ternura infantil que ya estaba perdiendo. Desayunaron juntos y cuando ya iba a marcharse, su madre le puso en las manos unas monedas para los pequeños gastos. Él comprobó que era demasiado dinero y le dijo: «Con la mitad tengo de sobra», porque después de haberle comprado el equipo se hubiera conformado con una propina miserable y simbólica. Su madre le cerró los dedos y le respondió: «No tienes por qué gastártelo todo, pero puedes necesitarlo para algún imprevisto. Tengo confianza en ti».
No hubo después otras muchas efusiones como aquélla, tan llenas de emoción y de confianza. La adolescencia iba llegando vertiginosa y dura con su carga de crítica y de oposición a cualquiera que tuviera más de veinte años y había que soltarla para no hundirse bajo su peso e ir más deprisa, como el patinador que siente la fragilidad del hielo del lago bajo sus pies y se lanza a una mayor velocidad para huir del pánico a las profundidades.
Por entonces había comenzado a echar de menos a su padre. Preguntaba cómo era, miraba despacio sus retratos, individuales o en familia, aquellas fotografías casi todas en blanco y negro en las que un hombre de aspecto sereno y atractivo lo tenía en brazos, a él solo, o a él y a su hermana, cada uno sentado en una de sus rodillas, la madre al lado. Fotografías sencillas, con los cantos blancos y rectos, sin firma, sin retoques a mano para embellecerlas o darles un poco de color, hechas para el recuerdo o tal vez para cualquier gestión administrativa, el libro de familia o algo así. Observaba con atención sus rasgos y en ocasiones, encerrado en su habitación o en el cuarto de baño, se ponía frente al espejo, con el retrato encajado en un rincón del marco. Se peinaba como él y estudiaba el parecido resultante, seleccionando los rasgos donde había una estructura ósea común y donde los genes de su madre no se habían colado como intrusos a variar la línea de los pómulos, la inclinación de la nariz o la anchura de la frente. En aquellos momentos —que tenían un sabor clandestino, como si estuviera cometiendo una pequeña traición— lo echaba de menos, aunque no se atreviera a contárselo a nadie.
Años después descubriría que un padre muerto casi en la juventud termina siendo más influyente que una madre siempre presente, que da órdenes y pregunta qué tal el colegio y qué ropa te vas a poner y con qué amigos sales esta noche. Porque ella estaba en casa y vivía y no era necesario preguntar cómo era su rostro o su carácter, ni preocuparse mucho por su salud o por todo lo que le faltaba: la brutal y repentina ausencia de un hombre junto a ella desde que tenía treinta y seis años. Hasta hacía cuatro meses, cuando Dulce se marchó, no fue consciente de lo que eso significaba. La misma edad que él tenía ahora y la misma soledad. Porque aunque a lo largo de las tres décadas que los separaban se habían sucedido una serie de cambios tan profundos que casi hacían irreconocible la vida de la anterior generación —el paso de una dictadura grotesca a una democracia, la revolución sexual y los anticonceptivos, Internet y el convulsivo imperio de la informática, el mapa genético y la clonación—, la soledad seguía siendo la misma, resistiéndose a ceder ninguno de sus atributos.
Se preguntó cuántos recuerdos que creía perdidos volverían ahora que su madre había muerto, cuántos desplantes o desilusiones o pequeños desprecios, para morderle cuando ya no había una forma posible de corregirlos. Quizá el tiempo mitigue la pena, se contestó, esforzándose por hacer convincente el consuelo, y hasta entonces también ese dolor podría soportarlo. Aunque la otra herida, el abandono de la que aún, a efectos burocráticos, era su mujer, seguía allí, inquebrantable ante el paso de las horas, sin apenas remitir su intensidad. Sus pupilas volvieron a enfocarse sobre el rostro de su madre. Había sido María quien determinó que el ataúd permaneciera abierto durante el velatorio, y se alegró de aquella decisión de su hermana que le permitía verla aún un tiempo más, cuando en Breda sólo los hombres recibían ese trato de ataúdes abiertos; los cadáveres de las mujeres nunca eran expuestos, como si las rígidas costumbres del decoro en vida se extendieran también al tiempo de la muerte.
Por fortuna, no había fallecido de un cáncer ni de una de esas largas enfermedades degenerativas que van erosionando al enfermo al mismo tiempo que a quienes lo cuidan. Una trombosis se había presentado como un heraldo compasivo del paro cardiaco que sólo esperó seis horas más para llegar. A pesar de todos los esfuerzos que María y los operarios de la funeraria habían hecho para disimularlo, la boca había quedado ligeramente torcida, y un párpado más elevado que otro, como si los músculos, ya fríos, hubieran seguido ofreciendo una testaruda resistencia al último maquillaje. Se los han cerrado. No ha sido ella, ella murió con los ojos abiertos, dedujo. Sus manos, en cambio, cruzadas sobre el pecho, agarrando un crucifijo de marfil, conservaban una extraña naturalidad, como si en cualquier momento pudieran comenzar a moverse. Extendió el brazo y acarició levemente el lado herido de su cara. Tenía una textura de hongo recién surgido de la tierra, suave al tacto, pero daba la impresión de que, si apretaba un poco, el dedo se hundiría en la carne. Las narinas habían adelgazado, tensas, como olisqueando la llegada de su propia corrupción. La suave luz de las bombillas embutidas en el techo rebotaba en la frente y en los pómulos, que parecían haber comenzado a exhalar esa especie de fosforescencia que se les atribuye a las espinas y a los huesos. La muerte de los padres es como la muerte de las estrellas. Nos llega lo mejor de su luz cuando ya no existen, pensó.
La niña no había hecho ningún ruido y estaba de pronto junto a él. ¿Quién la había dejado pasar? ¿Por qué siempre hay un niño alrededor de la muerte? Notó los párpados y las mejillas empañados por las lágrimas y se los limpió rápidamente, con disimulo, para que ella no lo advirtiera. La niña lo estaba mirando con sus grandes ojos desconcertados y tristes, pardos y con manchas verdes, como el color de las hojas de los chopos cuando están a punto de caer. Extendió su manita y la puso en su brazo, en un contacto leve y cálido como el de un pájaro. Con aquel gesto le estaba diciendo que lo había visto llorar. Había llorado otras veces en los últimos meses, pero nunca lo había hecho delante de su hija. Julián Monasterio hizo un esfuerzo por sonreír; sabía que ni en las horas que habían pasado desde la muerte ni en las que todavía faltaban hasta el funeral iba a encontrar un gesto de pésame que le llegara tan adentro.
—¿Quién te ha dejado pasar? —le preguntó dándole un beso.
—Nadie. Entré yo sola. —El sonido de las volvió a silbar en las encías sin dientes. Hacía ya muchas semanas que se le habían caído los de leche, pero los nuevos no aparecían. Adivinaba cómo lo había hecho. Se habría quedado inmóvil y callada hasta hacerse casi invisible, hasta que los demás dejaron de preocuparse por ella. Luego había que preguntarse en qué momento había desaparecido.
La niña se levantó un poco sobre las puntas de sus pies para mirar dentro del ataúd. Una mezcla de avidez por ver el rostro de su abuela y de miedo por su inmovilidad la mantuvo tensa unos segundos. Él la abrazó: no debía estar allí, pero ya era tarde para impedírselo.
Julián Monasterio oyó un ruido a sus espaldas y miró hacia atrás: su hermana le hacía un gesto de preocupación señalando a la niña, haciendo evidente que no era ella quien la había traído ni quien la había dejado pasar.
—Anda, vete con tu tía. A la abuela no le gustaría que la vieras así.
La niña agachó la cabeza y caminó unos pasos. Se detuvo y se volvió para preguntarle:
—¿Tú cuándo vienes?
—Enseguida. No tardaré mucho.
Se quedó de nuevo solo. Dio un beso lento a la frente de su madre y luego posó la mano en su mejilla para dejarle la evidencia de una última caricia.
En la sala de espera se oían los murmullos de las conversaciones, que poco a poco habían ido elevando la voz. Quizá todos estaban comenzando a impacientarse, pero en ese momento le resultaban indiferentes. Sólo su hija le importaba: lo único que hasta entonces había sabido hacer bien en su vida. Cuando salió afuera, un poco deslumbrado por la claridad más intensa de las bombillas, recibió las condolencias de algunos más que habían llegado. Su hija estaba sentada junto a su hermana y lo miraba con ojos desconcertados, ávidos de algo que él ignoraba y que a menudo no sabía darle.
El ruido repentino de la atornilladora eléctrica con que los empleados aseguraban en la otra habitación la tapa del ataúd acalló todos los susurros. Como si fuera una señal, María comenzó a distribuir los grupos para ir en los coches y todos salieron hacia el cementerio. Julián Monasterio esperaba que el oficio no fuera demasiado largo ni lleno de lágrimas; que el sacerdote no mencionara demasiadas veces las palabras cielo o infierno; que no hablaran demasiado de Dios.
* * *
Esperó a que Alba se abrochara el cinturón para arrancar el motor del Audi que habían comprado un año antes. Ahora que estaban ellos dos solos, el coche les resultaba demasiado grande. Nadie se sentaba nunca en el asiento del copiloto y sobraba espacio en el maletero, de modo que algunas veces había pensado cambiarlo por uno más modesto, más manejable y cuyo mantenimiento no fuera tan costoso. Al marcharse, Dulce se había llevado el pequeño Rover que sin duda le daba un renovado aspecto de mujer independiente, sin hijos, con poco equipaje tras ella. Hasta el brillante color carmesí de la carrocería aportaba un aire juvenil que estaba muy lejos del serio azul del Audi.
Tardaron diez minutos en llegar a casa de su hermana, un adosado en una de las urbanizaciones con las que Breda se había ido expandiendo en los últimos años en un intento vano de ocultar sus orígenes rurales y adoptar hábitos urbanos. Una gran parte de la población joven prefería irse a vivir a aquel extrarradio de arquitectura ligera y clara donde la piedra de las fachadas sólo era un simulacro, donde los árboles podían cambiarse de lugar y donde las geométricas manzanas no tenían misterios ni secretos: cada tres calles una avenida. Pero las rancias cafeterías del centro seguían siendo el punto neurálgico de la villa, concurridas por gentes afectas al habano y al mus, su juego predilecto: un trío de doses siempre vale más que un par de ases. A Alba le gustaba mucho ir allí, sobre todo en verano, atraída por la piscina comunal de la urbanización. La natación era el único deporte que la atraía. Las primeras veces, cuando la veía hundirse en el agua, nadando con la rapidez y facilidad de una pequeña ranita que se zambulle huyendo de los peligros de la superficie, se quedaba vigilando sus movimientos, un poco inquieto cuando tardaba mucho en salir a respirar, pero admirado de la habilidad que mostraba allí abajo. El nunca había sido un buen nadador y aquella capacidad suya lo llenaba de asombro y de orgullo. Llegaba a imaginar que un día no demasiado lejano su propia hija —ahora tan débil y tan acosada por la fragilidad y el miedo— lo salvaría de morir ahogado.
María los estaba esperando y salió a la puerta a recibirlos. Le dio un beso a la niña y le preguntó:
—¿Te has traído el bañador?
—Sí —respondió, siempre el monosílabo, apenas incapaz de contener el impulso de salir corriendo hacia el agua. Era el mes de agosto y hacía mucho calor.
—Pues corre. Luis y Pedrito te están esperando.
La niña alzó la cabeza hacia su padre, esperó su beso y comenzó a caminar por la calle que llevaba a la plaza interior de la urbanización, al pequeño parque infantil y a la piscina. De repente se detuvo, volvió corriendo hacia él y, sin poder ocultar un tono de ansiedad, le preguntó:
—¿Vas a tardar mucho?
—Un poco. Pero vendré yo a buscarte.
María y Julián Monasterio subieron al coche. Era la primera vez que se veían desde que arreglaron los últimos trámites del funeral. Al detenerse en el primer semáforo, a la entrada del casco viejo de Breda, la observó de perfil. Llevaba una camisa blanca y una falda que dejaba ver sus rodillas duras y angulosas, difíciles de acariciar. De sus brazos desnudos y de su cuello al aire emanaba un perfume tan suave que sólo lo advertía ahora que estaban en el coche. En su rostro ya no se apreciaban las huellas de las lágrimas que había vertido aquellos días, sólo las leves ojeras de quien duerme poco. Parecía muy recuperada. Julián Monasterio se miró furtivamente en el espejo para comprobar si también él tenía el mismo buen aspecto. Sin embargo, encontró unos ojos demasiado abiertos y expectantes, como los de quien observa atentamente un cuadro abstracto que le gusta, pero que no acaba de comprender del todo.
Subieron hasta el piso en ascensor. La escalera había quedado abandonada desde que lo instalaron, hacía pocos años, cuando ninguno de ellos dos vivía ya allí. Pero aquella escalera oscura y ancha del fondo del pasillo había sido el escenario de muchos de sus juegos infantiles, de los primeros escarceos amorosos, de huidas precipitadas cuando alguno de los vecinos salía al rellano para reñirlos por su alboroto. Durante algunos años los dos habían bajado corriendo por aquellos escalones a recibir a un hombre que venía del trabajo con una cartera de cuero en la mano. Al llegar hasta ellos, el hombre sacaba del bolsillo unas golosinas para cada uno y se las entregaba con una sonrisa que iba a ser borrada demasiado pronto… Cuando fue a abrir, vio que María ya había introducido la llave en la cerradura. Encendieron las luces. En aquel piso de gruesas paredes, de techos altos y amarillentos y decoración demasiado oscura habían nacido ellos dos. En la misma cama con cabeceros de barrotes metálicos y muelles ruidosos y con cinco años de diferencia, un intervalo de tiempo que siempre le había permitido a María ejercer el papel de hermana mayor. Julián Monasterio sabía que no existía en el mundo un plato de lentejas capaz de hacerle vender su primogenitura, pero en ocasiones había agradecido aquel privilegio que, al mismo tiempo que le permitía imponer sus criterios en cualquier menudencia, la obligaba a ejercer una labor protectora. Con Alba le había ayudado muchas veces y esa misma tarde seguía haciéndolo.
Pero nunca habían sido verdaderos camaradas. La diferencia de edad era demasiado grande para haber tenido intereses simultáneos y amistades comunes en los únicos años en que puede forjarse una amistad. Y demasiado corta para haber visto en su hermana mayor a una persona adulta y sabía a quien pedir consejo o consuelo cuando lo necesitaba. Cuando le presentó a Dulce, se había limitado a decir: «Es una chica muy guapa. Me cae bien». Pero luego nunca hizo nada especial que lo demostrara. Cierto que no había esperado que se hicieran amigas íntimas. María no había cambiado de amistades desde que entró en el colegio, y todas eran de Breda, chicas a cuyos padres conocía y la conocían a ella y ninguno de los cuales tenía nada que oponer. A él siempre le había sorprendido y admirado aquella capacidad de su hermana para mantenerse fiel a sus amigas, formando un grupo reducido y compacto por encima de avatares de trabajo, viajes, matrimonios, hijos, diferencias personales o económicas. Y Dulce había venido de fuera, de una ciudad del norte, a trabajar en el laboratorio del hospital. Julián Monasterio se hubiera conformado con que entre ellas se estableciera alguna afinidad en los gustos que hiciera agradables al menos las fiestas de asistencia obligatoria: los cumpleaños, los aniversarios, las fechas de Navidad. Pero siempre habían mantenido una cautelosa distancia que apenas lograba disimular su mutua antipatía, como si ambas estuvieran esperando que la otra cometiera el primer error, la primera pequeña ofensa, y diera así la excusa necesaria para no tener que mantener aquella educada cortesía con que se trataban.
El olor a moho y a cerrado parecía provenir tanto de la oscuridad de las persianas bajadas como de los millones de partículas en descomposición que ya estaban cubriendo las paredes, los muebles, los armarios, los cuadros, acumulando una capa de polvo sobre la cual desplegaban su agresividad las telarañas.
María había hecho ya una primera limpieza de cosas inservibles, de las ropas de la madre que no querían volver a ver para no recordar demasiado, de sus útiles de aseo, de los frascos de medicinas misteriosas y reveladoras de males y molestias que nunca le habían imaginado. Pero todo lo demás estaba allí.
María buscó un bolígrafo y un cuaderno y escribió sus nombres en dos hojas distintas.
—Bueno, ¿cómo hacemos? —preguntó.
Lo más valioso era el propio piso, pero ambos habían acordado no venderlo de momento y esperar un tiempo hasta tomar cualquier decisión.
—Como mamá había dicho muchas veces. Podemos empezar por las joyas.
—Es lo mejor.
María fue al dormitorio y volvió con un cofrecito de madera. Al abrirlo se oyó la musiquilla que Julián Monasterio siempre asociaba, más que al valor monetario de las joyas, a fiestas y conmemoraciones, porque su madre sólo lo abría ante ellos cuando se vestía y se engalanaba para una celebración especial. La recordó con el cofrecito abierto sobre la cama, probándose un collar de perlas para ir a una boda y preguntándoles si le quedaba bien, fingiendo una coquetería exclusivamente destinada a ellos dos. Ahora fueron extrayendo todo su contenido y lo colocaron sobre la mesa: el collar de perlas naturales, anillos, pendientes, pulseras, broches, relojes, dos gemelos, varios pasadores de corbata y algunos adornos más. Casi todo era de oro antiguo y sólido y con piedras de moderado valor. Pero lo que destacaba por encima de todo lo demás era un juego de pendientes y gargantilla de brillantes ocultos en el doble fondo. María no pudo resistir la tentación de acariciarlos durante unos segundos, como si la intensa belleza de los brillantes no pudiera ser captada únicamente por la vista y necesitara la ayuda táctil de los dedos para apreciar las aristas de la talla holandesa, la suavidad y la temperatura del cristal. Julián Monasterio creyó ver que, de alguna manera y durante unos segundos, el fulgor de los brillantes se había instalado también en sus ojos, como los de un pájaro hambriento mirando su comida. Luego, como si ella se hubiera percatado de su precipitación, abrió un saquito de tela y vació en su mano el contenido: trece monedas de oro que durante varias generaciones habían servido de arras. El rostro de Isabel II brillaba en todas ellas, rodeado por la leyenda y la fecha de sil acuñación: 1845. Estaban nuevas, como si acabaran de salir de la Fábrica de Moneda y Timbre, sin esa mezcla de suciedad y desgaste que las va puliendo al rodar de mano en mano.
Ninguno de los dos sabía los detalles de su origen. Su madre siempre había sido evasiva al referirse a cómo llegaron a su marido e insistía en la conveniencia de ser discretos sobre su posesión. Julián y María Monasterio habían crecido sospechando que había algo turbio en ellas, un perfume de robo o ilegalidad que las dotaba de una mayor seducción, una de esas historias de amores trágicos y unas gotas de sangre que tan bien encajan con la belleza de algunas joyas. Pero sí sabían que su valor era muy alto.
—Aquí está todo —dijo María, como si le ofreciera la posibilidad de elegir primero.
Julián Monasterio cogió las monedas. Un puñado de oro que apenas cabía en su mano, trece arras que su padre había puesto entre los dedos de su madre y que habían atravesado una generación para dar testimonio de una pareja feliz. Curiosamente, las monedas no despertaron en él ningún sentimiento de codicia: su mente comparaba la vida de sus padres con su propia vida. Sin duda, también ellos habrían tenido discusiones, malos momentos; acaso se habrían herido con pequeñas ofensas y rechazos, pero la adoración que su madre siempre había mantenido a la memoria de su esposo, la viudedad prolongada con esa decisión de quien no siente remordimiento ni afán de revancha y los testimonios documentales —unas cuantas cartas y un puñado de fotografías— que conservaban de su relación demostraban que ninguno de ellos se había arrepentido de casarse con el otro.
En la ceremonia de su matrimonio, él no le había entregado arras a Dulce. Su madre se las había ofrecido, pero ellos las rechazaron como si fueran un símbolo arcaico que, no sabían explicar bien por qué, les sonaba a algo judío y bíblico. Se habían limitado al cruce de unas sencillas alianzas, incluso dudando si prescindir también de ese gesto que tenía un aroma caduco. Porque entonces él creía que serían tan inseparables como las estrellas de una constelación, y que ni los símbolos ni las promesas ni los testigos ni las palabras que juraron les iban a ser necesarios para seguir brillando juntos. No acudieron a ninguna iglesia, y en el juzgado la ceremonia fue demasiado rápida y un poco triste. Cuando evocaba su propia boda, Julián Monasterio no sentía la nostalgia de quien se ha visto joven, hermoso y feliz, no encontraba en ella esos momentos de solemnidad que otorgan la música de órgano y la aparatosa lentitud de las palabras del rito religioso.
Se miró la mano, procurando que María no advirtiera su gesto y no pudiera adivinar el cauce de sus pensamientos. En el dedo anular ya no llevaba anillo, pero aún permanecía una leve señal: la piel era un poco más blanca, sólo un poco. Un verano de cien días casi había eliminado aquel pequeño vestigio exterior de cien meses juntos.
María apartó los gemelos de oro, los alfileres de corbata, un reloj y algunas otras joyas que habían pertenecido a su padre.
—No le des más vueltas. Mamá no querría que estuviéramos tristes —dijo, esforzándose por ejercer con eficacia su papel de hermana mayor, serena y responsable ante el hermano más frágil.
—Claro.
Atrajo hacia ella las joyas femeninas y empujó las del padre hacia él, que las guardó en el saquito con las trece monedas. Aquélla era la voluntad de su madre y así querían cumplirlo.
María se levantó y sacó del mueble dos cajones donde estaba toda la cubertería de plata. Por la cabeza de Julián Monasterio pasó una ráfaga de celebraciones, cumpleaños y fiestas de Navidad en las que se usaba. Le pareció extraño que, precisamente en aquellos momentos de tristeza, todos los objetos evocaran horas de esplendor y de gozo, como si quisieran remarcar el valor de lo perdido. Era la primera vez que heredaba algo —también sería la última— y pensó de pronto, con un gran desconcierto, en gentes que había conocido que recibían con alegría el legado de sus deudos, porque habían estado esperándolo durante mucho tiempo y ya sabían qué hacer con él y cómo invertirlo. Pero él lo único que ahora sentía es que, en cualquier herencia, la ganancia es siempre menor que la pérdida que la ha provocado.
—De esto no hemos hablado. Pero, si te parece, tú te llevas los libros y yo me quedo con la cubertería. Tú ya no la necesitas tanto —dijo María.
Enseguida se dio cuenta de su error. Su hermano la estaba mirando desde la cercanía del reproche, pero sin decidirse a manifestarlo. Los dos sabían que sus palabras no sólo habían aludido a su soledad desde la marcha de Dulce, a cenas rápidas sin salir de la cocina, a noches rasgadas por los cuchillos del insomnio, a la indiferencia al pasar junto a una tienda de perfumes o de flores, al miedo a estar solo y enfermo con el termómetro roto y los cristales de la fiebre ocultos entre las sábanas, a la facilidad con que toda la maldad de los otros se encarna un día en una risotada; las palabras de María también parecían sugerir —y eso era más duro de aceptar que su primera alusión— que no preveía un cambio de aquella situación en un futuro cercano.
—Perdona, Julián, no quería decir eso.
—No importa —concedió, incapaz de seguir mostrándose ofendido en cuanto llegaba una sugerencia de disculpa.
A pesar del gesto conciliador, la incomodidad se había instalado entre ellos. De repente parecían tener prisas por terminar y cada uno aceptaba sin protestas las sugerencias o peticiones del otro respecto al reparto de los demás enseres de la casa, del infinito ajuar de objetos y adornos con que un hogar va llenándose en cinco décadas de vida. Luego, demasiado deprisa, decidieron que cada uno de ellos vendría a llevarse sus cosas en cuanto pudiera.
Estaban a punto de marcharse cuando María dijo:
—Falta algo.
—¿Qué?
—La pistola de papá. ¿Qué hacemos con ella?
Julián Monasterio no supo contestar enseguida a su pregunta. Si alguna vez su padre tuvo necesidad de un arma, ese momento pertenecía a un pasado lejano, anterior a su matrimonio. Los dos hermanos sabían que nunca había tenido licencia para usarla y que por eso su madre no la había entregado cuando murió.
Él la había descubierto muchos años antes, cuando aún era un adolescente, escondida en un libro hecho ex profeso para ocultarla. Lo vio colocado en la balda más alta, cuando buscaba algo para leer que no fueran novelas de aventuras, que ya comenzaban a resultarle insípidas. Se quedó atónito con el descubrimiento, porque todas las imágenes que recordaba de su padre correspondían a la de un funcionario gris, honesto y puntual, que cada mañana a lo largo de décadas acude a su mesa en un despacho de los juzgados de la ciudad. Conservaba alguna fotografía suya realizada en el trabajo, rodeado de compañeros en alguna celebración o sentado ante una máquina de escribir que precisamente a él le parecía prehistórica, y en todas se le veía con el aspecto de un empleado servicial que incluso parece preguntarle al fotógrafo en qué puede serle útil. Un padre pacífico y rutinario que sólo se emocionaba con un deporte, el ajedrez, que odiaba comer fuera de casa y que siempre se había negado a conducir un automóvil. La imagen opuesta a la de un hombre armado.
Cuando le contó a su madre el descubrimiento, ella le dijo que la pistola había sido una especie de donación que un superior agradecido le había hecho a su padre bajo cuerda, sin tramitar los permisos reglamentarios, por si en algún momento el desarrollo de su trabajo le causaba problemas. Aquello debía de haber ocurrido a principios de los sesenta, en la época de mayor estabilidad de la dictadura, y el uso clandestino de armas en determinados ambientes cercanos al poder debía de ser algo frecuente, porque su madre lo contaba como si no fuera un hecho anómalo ni delictivo. Regalar una pistola como quien regala un libro o un ramo de flores o dos entradas para una función de teatro.
Imaginaba la primera reacción de sorpresa de su padre sosteniendo en las manos aquel objeto bello y duro que le entregaban, quizá atreviéndose a empuñarlo por la culata, pero sin introducir el dedo en el guardamonte, quizá oliendo el cañón con un gesto de temor y recelo antes de volver a embutirlo en el libro. Lo imaginaba aceptándolo, sin atreverse a rechazar el regalo del superior familiarizado con las armas y un poco agresivo o fanfarrón, guardándolo en la cartera negra de cuero para traerlo a su hogar, firmemente aferrada la mano al asa, como si transportara diamantes o documentos muy valiosos, y luego, al llegar, escondiéndolo en la balda más alta de la pequeña biblioteca con el gesto furtivo de quien esconde un veneno o una novela pornográfica.
Eso era lo que imaginaba.
Después había vuelto a verla algunas veces más, cuando se hacía limpieza general o cuando venían los pintores y su madre le pedía que la escondiera, como se esconde algo que no es peligroso, pero sí incómodo ante la infatigable curiosidad de los otros. En una ocasión en que su madre había salido de viaje con María y se quedó solo, incluso había intentado desmontarla; había extraído el cargador —que estaba vacío, como imaginaba— y lo había rellenado con los cartuchos que se guardaban en una cajita, junto al hueco para la culata. Pero, enseguida, asustado de su propia temeridad, retrocedió en el juego y, haciendo presión sobre el muelle, lo descargó hasta dejarlo otra vez vacío.
Hacía mucho tiempo que se había olvidado de ella, y ahora María, la eficaz María primogénita que todo lo organizaba tan bien, sin dejar ningún cabo suelto por la casa, se lo estaba recordando.
—¿Qué hacemos con ella? —repitió.
—No lo sé. ¿Seguro que todavía la guardaba mamá?
—Vamos a verlo.
En el estudio, María se subió en la escalerilla para alcanzar la balda.
—¿Qué libro era?
—Uno de Pío Baroja.
Nada peculiar lo diferenciaba en su aspecto de los demás tomos, libros viejos y gruesos, pardos de tiempo, como los libros que uno no ha comprado, sino que ha recibido en herencia de sus padres o abuelos y entre los que se suelen encontrar autores olvidados y títulos tan mediocres que siempre causan extrañeza y plantean la incógnita de cómo en su momento lograron un éxito, unas tiradas y un prestigio que se les negó rotundamente a obras más valiosas de aquellos mismos años. María abrió la presilla y levantó la tapa: la pistola, el silenciador y la pequeña caja de balas aparecieron ante sus ojos. Sin tocarla, empujó el libro hacia su hermano, procurando que el cañón no apuntara a ninguno de los dos, como si fuera un pequeño animal venenoso que le diera asco o miedo.
Julián Monasterio la cogió, la sopesó unos instantes mientras volvía a pensar en aquellas dos imágenes irreconciliables: su padre y el arma. Un hombre apacible y un perfecto y sofisticado objeto de matar. Un hombre nada proclive a sacar provecho de su trabajo en los juzgados, aquel cargo que tan fácilmente —y aún más en aquellos años de dictadura— podía utilizar como instrumento de prestigio, amenaza o cohecho. Nunca lo había oído presumir de su oficio, nunca lo había visto enarbolar su cercanía a los jueces —y a la autoridad, esa palabra vaga y amenazadora que servía tanto para designar al último alguacil como al gobernador provincial— para facilitarse un provecho o evitar un trámite. Sin embargo, ahora, al tenerla tan acogedoramente entre las manos, dormida y bella, la imagen de su padre empuñándola en la soledad de su estudio no le parecía tan inaudita. ¿La habría sostenido alguna vez así, como él lo hacía ahora, admirando su equilibrio, su sólida perfección? Su mano, ¿se adaptaba con la misma idoneidad a la culata rayada en pequeños rombos para impedir que resbalara por el sudor o la grasa? Su dedo índice, un dedo pulcro que él nunca vio manchado de tinta o carboncillo, ¿de verdad habría resistido la tentación de introducirse en el guardamonte y presionar muy ligeramente el gatillo? ¿No habría pensado que una pistola es la intersección perfecta entre el odio y la sangre, que no se necesitan más que unas pistolas para que judíos y árabes se maten por las azoteas de Jerusalén? ¿Y no habría pensado también que acaso esa pistola podría haber matado a un hombre, como piensa todo aquél a cuyas manos llega un arma así?
—¿Qué haces? —oyó que le preguntaba su hermana, impaciente.
—La miraba. Es bonita.
—Julián, por favor, ¿cómo puedes decir que es bonita una pistola? ¿Qué hacemos con ella? ¿No podríamos llevarla a la Guardia Civil?
—Creo que no. Nos traería complicaciones. Papá nunca tuvo licencia para usarla.
—Podemos decir que no sabíamos que existía. Que la hemos encontrado al morir mamá —insistió.
—¿Tú sabes si la han usado alguna vez?
—Papá seguro que no.
—Pero en el pasado. ¿Cómo podemos estar seguros de que nadie ha disparado con ella contra otro? —arguyó, porque la posibilidad de un peligro era lo único que podría hacer que ella desistiera.
Unos segundos antes había tomado una decisión: no iba a entregarla. Se quedaría con ella y la guardaría en la caja fuerte que tenía alquilada en el banco. Su tenencia durante tantos años no les había ocasionado ningún inconveniente a sus padres y tampoco tenía por qué acarreárselo a él. ¿Por qué iba a entregar, sin lograr nada a cambio, un objeto que en esos momentos le parecía una obra de arte? Aunque no ganara nada con su posesión, si la entregaba perdería irremediablemente algo que nunca más tendría ocasión de poseer.
—Seguro que en la Guardia Civil puede arreglarse todo eso. Creo que hasta nos darían las gracias.
—Tendré que pensarlo —concedió—. Pero de momento voy a quedarme con ella.
—Haz lo que te plazca. Pero yo no quiero saber nada. Para mí, como si no existiera.
Mientras salían a la calle y montaban en el coche, Julián Monasterio notaba el peso de la pistola y de las arras en los bolsillos de su chaqueta, cerca del corazón.
Alba respondió a sus preguntas con monosílabos para afirmar que lo había pasado bien en la piscina con sus primos. A pesar de todo lo que le gustaba el agua, no se explayaba en su alegría y mantenía aquella reserva lejana y apagada, como si desde tan niña se estuviera fortificando contra la tristeza y liquidando anticipadamente el entusiasmo de la infancia para entrar en la madurez. Porque, pensó, no era cierta esa creencia tantas veces repetida de que la niñez termina cuando aparece la conciencia de la muerte. La infancia acaba, se dijo, cuando un niño descubre por primera vez que un adulto de quien lo espera todo —la protección y el alimento, el beso y la salud— puede dejar de quererlo, una posibilidad que nunca antes había imaginado siquiera. Ya veces sospechaba que su hija lo había descubierto demasiado pronto. Besó su pelo mojado que olía a cloro y dejó que se abrazara a él y apoyara la cabeza en su cintura, prescindiendo de los demás ahora que había llegado. Se despidió de María y quedaron en llamarse.