Una horda de trabajadores de Ocioex, vestidos con gabardinas rosas y armados con libretas de notas y grabadoras, se apelotonan en la escalera de entrada a las Cortes, ansiosos por recoger las primeras declaraciones de quien ha ganado la Selección. Madre anunció por los altavoces que la competición había terminado, aunque aún no dijo cuál había sido el resultado. Los antidisturbios que protegen la puerta les propinan porrazos a los periodistas, que no tienen más remedio que retroceder. Cuando ven aterrizar un spinner sanitario frente al edificio, empiezan a dar empujones para abrir un pasillo en la escalera. De este modo dejan pasar al equipo de trabajadores de Sanitex especializados en despertar; es decir, el proceso que consiste en desconectar el avatar y recuperar la conciencia en el cuerpo original. Las cuatro médicas y los dos enfermeros, cargados con maletines de asistencia, ascienden los peldaños a toda prisa sin responder a ninguna de las preguntas de los periodistas. Los protegen los antidisturbios. Entran en el edificio y echan a correr por el pasillo, alentados por la voz de Madre, que les pide que se dirijan hacia la sala del plenario. Dos antidisturbios les abren las pesadas puertas, situadas al final del pasillo, y los seis entran en el hemiciclo donde los esperan, ansiosos, los miembros de las Cortes. Hay centenares de directivos empresariales que ocupan sus escaños en las bancadas. Son los que se han quedado hasta el final de la Selección, pues muchos abandonaron las Cortes avergonzados por las muertes de los candidatos que los representaban para analizar las posiblidades de supervivencia de sus empresas. Sus conversaciones se suman y forman un inmenso griterío; todos miran hacia el escenario donde están los diez sillones de traslación que se agrupan formando un círculo. Ya sólo hay dos consolas ocupadas, una por un cadáver y la otra por quien ha ganado la Selección.
Las espesas brumas que le envuelven la mente después de haber pasado tanto tiempo en una simulación afloran poco a poco por sus ojos, a medio abrir, a través de los cuales apenas discierne los rostros de los seis sanitarios que se apelotonan a su alrededor. Los especialistas vestidos de blanco reparan su cuerpo agotado y roto, los enfermeros le colocan ventosas inalámbricas en la frente y en el pecho, y leen con ellas el ritmo de sus constantes vitales en pantallas holográficas. La médica más alta de todas, jefa del grupo, le inserta una matriz sanitaria de rehabilitación en la entrada del procesador. Ayudada por su equipo, descarga una aplicación de oxígeno que le ayuda a normalizar la respiración y, casi al mismo tiempo, otra de producción de plaquetas con las que se cierran al instante las heridas de la piel y desaparecen los hematomas. Los enfermeros informan de que las constantes son estables, y de que todos los órganos vuelven a funcionar a pleno rendimiento. Tras una última descarga de nutrición biónica, que elimina cualquier síntoma de letargo, dan por concluido su trabajo. Los directivos observan a quien ha ganado la Selección con los ojos muy abiertos y en un silencio sepulcral. Dos trabajadores de Serviciex le muestran sus respetos y le ofrecen una bata gris para que cubra su cuerpo vestido con harapos. Madre habla a través del inmenso altavoz que corona la sala mientras se incorpora:
—Felicidades, Dana. Eres la nueva presidenta de la República.
El hemiciclo rompe en un sonoro aplauso que envuelve a Dana y la llena de orgullo. Sin detener el homenaje, Madre la invita a subir al atril presidencial con el que sobrevuela la inmensa sala gracias a un propulsor que arde bajo sus pies. Saluda con las manos y agradece con cabeceos los vítores y elogios, sobre todo al pasar frente a la bancada gris que ocupan los pocos escaños, apenas treinta, que tenía su empresa antes de que ella resultara la ganadora. Los directivos grises le sonríen con complicidad, conscientes de que las cosas van a cambiar a partir de ahora para los de su casta. Los que quedan de Ingeniex, vestidos de rojo, le niegan el saludo y abandonan poco a poco la bancada por las puertas traseras del hemiciclo. Al abrirse de nuevo la entrada principal de la sala se forma un progresivo silencio que se convierte en sepulcral. El anterior presidente ha regresado a las Cortes. Los galones dorados que le cubren las solapas del uniforme ciegan a Dana, cuyo atril vuelve a tierra firme de manera paulatina, hasta quedar de nuevo en el centro de la sala.
Detenido bajo el marco de la majestuosa sala, el presidente destituido mira el cadáver mutilado de su hijo, que los dos trabajadores de Serviciex están retirando del sillón de traslación. Su rostro denota confusión, como si no reconociera a Slo en ese amasijo de carne y huesos impregnados de sangre negra que los limpiadores meten en bolsas grises. Clava después la mirada en la asesina de su hijo, que baja del atril que él ha ocupado durante años, y le aguarda en el corazón del hemiciclo, bajo el altavoz de Madre. El millar de republicanos reunidos en la sala aguanta la respiración mientras el presidente camina hacia ella con la mirada cargada de rayos, como las nubes en una tormenta. Al fin frente a frente, Dana se mantiene fatua, incluso cuando el que fuera el presidente mueve la mano.
Lo hace para estrechar la de la ganadora.
—Enhorabuena, presidenta.
Dana la aprieta con la misma fuerza y firmeza que él. Orgullosa, devuelve la sonrisa que su predecesor le dedica, mientras los ocupantes de las bancadas aplauden de nuevo. El padre de Slo hace sus últimas declaraciones desde el atril. Se muestra feliz por los republicanos, a quienes asegura que va a sustituirle la mejor de entre todos los seleccionados por Madre. La realidad es que, bajo esa máscara de corrección con la que ofrece su discurso, oculta la decepción por no haber conseguido que su hijo ganara. Se aturde al recordar que S
lo se dejó llevar por sentimientos primitivos como el amor, una emoción censurable. Dana demostró estar por encima de ésta. Por eso merecía la victoria, y S
lo la muerte.
Slo abre los ojos de golpe, con el corazón a punto de salírsele por la garganta, y el cuerpo empapado en un sudor hirviente. El sol caliente del desierto del mundo primitivo le golpea las pupilas y las convierte en dos puntos negros tan diminutos como cabezas de alfileres. Su conciencia, que viajó a través de las redes a toda velocidad desde su avatar hasta su cuerpo, tarda unos segundos en asimilar el proceso de despertar. S
lo despega el cuello unos centímetros por encima del sillón de traslación en el que se encuentra, y descubre que está guarecido en un recoveco de una colina del desierto. Los circuitos y placas, tirados por el suelo para hacer funcionar la consola, le hacen pensar que no se trata de ningún sistema registrado en la República, sino de uno hackeado. Una voz automática, diferente de la de Madre, le informa de que se está descargando una aplicación de inhibición del dolor.
—Por favor, extraiga ahora la entrada de su procesador del puerto de salida de la consola —le pide la voz cuando el proceso ha concluido.
Con la nariz arrugada por la desconfianza, Slo desengrana despacio la mano derecha, que está unida a la consola. Se escucha entonces el ruido del fundido en su cabeza por la pérdida de conexión del procesador. Suena igual que el de un globo cuando se desinfla, aunque éste no está lleno de aire, sino de electricidad. S
lo se incorpora hasta quedar sentado sobre la consola, y contempla de arriba abajo su cuerpo, que está lleno de heridas abiertas, aunque la aplicación descargada inhibe cualquier posible dolor. En su rostro se dibuja una mueca de sorpresa: acaba de descubrir que sus piernas reaccionan a las órdenes que le envía el cerebro, y logra incorporarse. Una vez en pie, con la inmensidad del caluroso desierto primitivo frente a él, trata de ordenar los acontecimientos que lo han llevado hasta allí y que se apelmazan en el interior de su memoria. Lo que más recuerda es la traición de Dana, su mirada helada mientras lo empujaba al interior de la mina, el ruido descomunal de la explosión… Estaba seguro de que iba a morir, pero no fue así. Se siente desconcertado y ansioso al preguntarse qué le pasó a su avatar, y por qué su cuerpo real no está carbonizado y mutilado en el plenario de las Cortes.
El ruido de un motor en marcha que se aproxima lo obliga a dejar a un lado las preguntas y otear el horizonte. En su rostro se forma un rictus de alarma al descubrir a lo lejos una nube naranja de tierra. Oculta algún tipo de vehículo que se dirige hacia él a toda velocidad. Movido por la desconfianza, Slo busca a su alrededor algún lugar donde esconderse, pero sabe que no podrá conseguirlo porque le rodea el desierto abierto y las únicas piedras son las que ya lo ocultan. Disminuye su ritmo cardíaco cuando reconoce que el coche que se acerca es el Ford Falcon XB de Kella, que tira de un remolque. La velocidad disminuye cada vez más la distancia hasta que, apenas unos metros antes de llegar frente a S
lo, Kella tira del freno de mano sin soltar el pedal del acelerador. El coche derrapa, chilla mientras gira. El remolque parece a punto de volcar, pero ambos vehículos se quedan clavados en el suelo pedregoso frente a S
lo. Tose, ahogado por el polvo que se aparta de la cara mientras Kella desciende del coche y le clava la mirada.
—Más te vale que merezcas la pena —le dice mientras cabecea, a modo de claudicación.
Slo enarca las cejas sorprendido al escuchar las palabras de Kella, que hacen que reverberen las últimas que le dijo Dana en la Selección:
«Quiero que recuerdes siempre que, te quiero mucho».
Slo entiende ahora qué significan. Dana no lo mató, sino que fingió hacerlo para continuar con su plan de llegar a la presidencia y desactivar a Madre. De esa manera también le salvó la vida a él.
—Ella quiere que tú la conduzcas —le dice Kella mientras saca del remolque la moto de Dana, que es negra y brillante como un caballo pura sangre—. Tenemos que irnos: la Caravana nos está esperando.
Antes de entrar en su coche, Kella cabecea de nuevo al mirar a Slo, aunque también se dibuja una pequeña sonrisa en su boca.
A solas sobre la moto de Dana, la que marca la dirección que la Caravana debe seguir, Slo pondera si realmente desea el destino que ella le ofrece. Es consciente de que se ha pasado dieciocho años encerrado en el que su padre escribió por él, y quiere estar seguro de que éste es el suyo, de que esa vida le pertenece sólo a él. Una sensación le obliga a decidirse: la que se despierta en su corazón al encender el motor y escuchar su sonido. Ese rugido le recorre todo el cuerpo y le hace vibrar como ninguna otra cosa lo había hecho antes. S
lo tira del puño, y la moto sale disparada por el desierto a toda velocidad. Siente el golpe del viento caliente contra su rostro.
Slo se siente vivo.