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00:53:42

La cuenta atrás que pende sobre nuestras cabezas nos amenaza como si fuera la espada de Damocles. Dana y yo nos mantenemos separados por una distancia de cincuenta metros. El cadáver de =Data se halla en el medio de la línea imaginaria que nos une. Los dos miramos la pistola que tiene en la mano, el arma con la que se quitó la vida. Me echo a temblar cuando escucho mis pensamientos. Estoy maquinando un plan para alcanzar la pistola y acabar con la chica cuyo olor aún no se me ha ido de la cabeza, la chica que hizo que todo mi cuerpo vibrara de placer junto al suyo. No quiero matar a Dana, pero tampoco quiero morir, y ella tiene un poderoso motivo para ganar la Selección: se lo debe a toda la Caravana. Me dijo que no podía matarme, pero sé que todo cambió cuando me confesó que me quería y yo no supe qué responder. Si Dana necesitaba un motivo para poder matarme, se lo di en aquel momento. Mi silencio lo cambió todo.

00:48:16

Permanecemos inmóviles mientras el tiempo cae con cuentagotas, despacio, como la lágrima salada que moja mis labios. Me lloran los ojos porque no pestañeo; no puedo permitirme perder de vista a Dana ni un solo segundo. Ella se mantiene imperturbable: su pelo rizado no se ha movido ni un milímetro. En pie, espera el momento ideal para echar a correr a por el arma. Supongo que si no lo ha hecho ya es porque sabe que estoy agotado y, cuanto más tarde en intentarlo, menos fuerzas me quedarán para pelear con ella. Muevo las piernas un centímetro para afianzarme sobre el suelo porque tengo miedo de caer. Veo que Dana repite mis movimientos, reacciona a ellos como si fuera un espejo. Está tensa, y parece dispuesta a adelantar el ataque porque cree que si no lo hace ella lo haré yo. Ya no hay marcha atrás. No puedo corregir la confusión, así que doy a entender que haré justo eso. Me preparo para ir a por ella.

Pienso en que si convierto mis movimientos en pasos, Dana también los repetirá. Decido que caminaré hacia la derecha, y así ella lo hará en paralelo a mí. De este modo conseguiré que su cuerpo se aleje del centro que marca la pistola y, en cambio, el radio será menor para mí. Me bastarán unas cuantas zancadas para llegar al arma antes que ella. Si no actúo ya, Dana irá a por la pistola y me matará. Noto que flexiona las rodillas, dispuesta a lanzarse a por mí. Tomo aire, el que necesito para poner el plan en marcha, pero palidezco al descubrir que no puedo hacerlo.

La herida de la pierna ha terminado por paralizarme el cuerpo.

00:39:07

La impotencia me empuja hacia la desesperación, y hago verdaderos esfuerzos para no perder la cabeza y romper a gritar. El sudor frío me resbala por la frente y se me mete en los ojos, pero no me atrevo ni a mover los brazos para secármelo; tengo miedo de que no me respondan. Trato de esconderle mi malestar a Dana, y me aseguro de que sólo pueda ver rabia en mi rostro, pero la verdad se escapa por el resto de mi cuerpo. Ya no soy capaz de mantenerme en pie por más tiempo, y tengo que acuclillarme para evitar una caída. Veo cómo Dana reacciona a mis movimientos, y oigo, por encima del sonido metálico del buscaminas, el de la ropa ceñida a su cuerpo mientras flexiona las rodillas para tomar impulso, dispuesta a abalanzarse sobre mí. Deduzco que ha pensado que estoy preparándome otra vez para pelear, y reacciona en consecuencia. Trata de leer en mi cuerpo cuál será mi próximo movimiento, para adelantarse a él. Lo averigüe o no, tampoco esperará mucho más tiempo para ir a por mí, y yo no podré defenderme, porque todavía tengo dormidas las piernas. Despacio, me masajeo la pierna herida con la mano derecha para tratar de despertar mi cuerpo. Me doy cuenta de que no ha sido una buena idea cuando veo que Dana me mira alarmada. Estoy convencido de que se cree que escondo alguna cosa con la que voy a atacarla. Eso la obliga a abortar la espera e ir ya a por la pistola.

Dana echa a correr, dispuesta a matarme. Consciente de que éstos son mis últimos segundos de vida, aprieto los dientes mientras meto los dedos en la herida abierta y latiente de mi pierna. El inmenso dolor se irradia por los nervios y hace que vuelva a sentir las piernas, a las que despierto a golpes. Con la mirada fija en Dana echo a correr sin apenas tocar el suelo. Ella ya está a punto de alcanzar su objetivo, se tira en plancha y vuela los últimos metros. Arranca la pistola de las manos entumecidas de =Data. Apoya los codos sobre el suelo para asegurar la trayectoria del tiro, y me apunta. Me mira, detenido frente a ella, y rompe a llorar. Grita frustrada, rabiosa y muy triste, pero aminora el ritmo respiratorio para ganar energía, y vuelve a afianzar el arma en sus manos.

Dispara.

Me echo a un lado y evito que la bala me dé en el corazón, aunque me roza el brazo. Caigo al suelo mientras grito. Estamos frente a frente. Dana retrocede para alejarse de mí y, con lágrimas en sus mejillas, me apunta para dispararme de nuevo y no fallar esta vez. Un instante antes de que lo haga, le pateo la mano con fuerza y consigo que pierda el arma. Se tira a por ella, igual que yo. Dana da patadas a mi cuerpo para alejarme de su lado mientras nos arrastramos por el suelo metálico, y gana así ventaja. Antes de que alcance el arma, la agarro del tobillo y la atraigo hacia mí. Grita mientras lo hago, y los reNaches puntiagudos del suelo metálico le rasgan la piel. Hago caso omiso de la voz interior que me ruega que me apiade de ella, clavo uñas y dientes en el metal del suelo y me arrastro hacia el arma. Dana se recupera y escala a mi lado. Nos sacudimos con las piernas mientras nuestras manos pelean por alcanzar el arma. Le llevo un segundo de ventaja, el tiempo suficiente para convertirme en el ganador. De un impulso, me siento en el suelo hasta quedar frente a ella y le apunto.

Dana espera los disparos con la respiración desbocada.

Le miro el rostro lleno de pecas, los ojos azules, la boca rosa, las manos delgadas y temblorosas, y el cuerpo herido y sucio, pero tremendamente vivo.

Afianzo la pistola en mis puños.

Cierro los ojos.

Disparo.

00:34:04

Disparo tres veces más hasta que el cargador queda vacío. Me llevo las manos a la cabeza para protegerme de las láminas metálicas, las pestañas que conformaban el contador y caen ahora desde el techo. Abro los ojos, y miro a Dana frente a mí, con el cuerpo recogido entre los brazos para resguardarse de la lluvia de números. Cuando termina el derrumbe, dejo que la pistola vacía me resbale por los dedos hasta las rodillas. Dana me mira perpleja, como si aún no se creyera que no le he disparado a ella, sino al cronómetro que marcaba cuánto tiempo nos queda de vida.

—Se acabó, Dana —le digo sin apenas separar los labios—. Ya no vas a poder matarme.

Ella enarca las cejas confusa al escuchar que he vaciado el cargador para evitar que acabara conmigo. Tomo una bocanada del aire caliente y viciado del laberinto, y le revelo la verdad al fin:

—No te puedo matar, Dana. Ni siquiera ahora que sé que moriré si no lo hago —le confieso con voz débil por el dolor, aunque cargada de verdad—. Yo no soy como mi padre… Prefiero perder la vida antes que acabar con la tuya.

Condenado, agacho la mirada porque sé que sólo yo me siento así. Dana se lanza sobre mí y me aprieta contra ella con fuerza. Yo la rodeo con ansia, la aprisiono entre mis brazos hasta tocarme los hombros con las manos. Nuestros corazones se entrechocan, como si quisieran atravesar nuestras pieles para formar uno solo. Lo cierto es que sólo faltan unos minutos para que dejen de latir.

Vamos a morir juntos.

Pasamos el final de nuestras vidas tumbados el uno frente al otro como dos medias lunas unidas por los extremos. Hablamos con nuestros ojos, pegados como imanes. En mi interior siento rabia y tristeza porque la Selección me ha condenado, aunque también siento alivio. La historia de mis padres no se ha repetido y, además, ya no tendré que vivir esa vida que mi padre había dispuesto para mí. Sé que Dana piensa en la Caravana, y en que no conseguirá cumplir su destino. Por eso tiene el rostro empapado de lágrimas, aunque es un llanto más doloroso que ansioso. Le aplasta el complejo de culpa, y le da igual que yo le diga que Madre es la única responsable. Ella nos ha robado la juventud, la que teníamos y la que nos quedaba por pasar juntos. Madre nos ha quitado el futuro.

Me duele ver a Dana llorar, como si cada una de las lágrimas que salen por sus ojos de cervatillo derribara una piedra de las murallas que rodean mi interior. Se las limpio con dedos temblorosos y heridos, y le acaricio el rostro cubierto de pecas que forman constelaciones. No importa que esté magullado y sucio, para mí es el más hermoso del mundo. Al contemplarla me imagino cómo sería el mapa que el paso del tiempo dibujaría en su rostro. Ojalá llegara a verlo, ojalá lo dibujáramos juntos.

Ojalá no fuéramos a dejar de existir.

Quiero que compartamos cada soplo de aire que nos queda, así que la beso despacio. Mis labios parecían estar apagados, pero al acariciar los suyos, tan suaves, se convierten en seda. Enredo con los dedos los rizos dorados de su pelo, y después le recorro el cuello, y siento la sangre que late bajo su piel blanca. Ella me toca la marca de novilunio, y sé que sonríe porque se ha acordado de nuestra carrera. Parece que aquello ocurrió hace siglos.

Parece que hemos vivido una eternidad juntos.

Dana me recorre la cara con los dedos. Mi rostro está destrozado por la competición, como si fuera un lienzo que ella acariciase con pinceles. Revividos por el placer que provoca la unión de nuestras pieles, nos besamos de nuevo, con besos profundos que se ahogan en suspiros. Su sabor y su olor a miel me transportan hasta aquel desierto donde la tuve desnuda entre mis brazos. Mi cuerpo no había sentido nunca tanto placer como el que sintió al entrar en el suyo.

Eso ya no volverá a ocurrir.

Se me humedecen los ojos al pensarlo, pero la sonrisa que Dana me regala para olvidarlo me obliga a vivir el momento. Ya no hay ningún contador sobre nuestras cabezas que marque el tiempo que nos queda, pero sabemos que son sólo unos minutos. Paradójicamente, y por primera vez desde que comenzó todo, nuestros corazones laten despacio. Hemos perdido, pero al menos se acabó la pelea. Convertimos la agónica espera en un paseo en barca sobre un mar en calma; nuestras caricias son los remos, y los besos provocan el balanceo. Siento que puedo entrar en su alma, y que ella está en la mía. Nuestros procesadores no nos permitirían sentir esta melaza. No entiendo por qué nos protege Madre de un sentimiento así.

No entiendo por qué los republicanos le pertenecemos.

De pronto el tablero tiembla como si se acercara un terremoto. El desasosiego vuelve a nuestros rostros al comprender que las minas van a estallar hasta que uno de los dos muera. Lo haremos juntos. Estaremos en la misma casilla cuando estalle. Ya no vamos a pelear más, no vamos a separarnos nunca más.

—Cincuenta y nueve…, cincuenta y ocho…, cincuenta y siete…

La voz de Madre radia la cuenta atrás por los altavoces. Falta menos de un minuto para que comiencen a estallar las minas.

Dana y yo nos ayudamos el uno al otro a ponernos en pie, y nos abrazamos para no caernos. Encogidos, miramos nuestro apocalipsis.

—Lo siento, Slo —me dice.

—Yo no. Prefiero morir ahora que vivir mil vidas sin haberte conocido.

Sin separar nuestros cuerpos, clavo la mirada en la suya, y muevo la boca para dejar salir dos palabras que al fin sé pronunciar:

—Te quiero.

Dana sonríe sorprendida y feliz. Se lo repito una y otra vez, liberado porque al fin entiendo el significado de un sentimiento que los procesadores controlados por Madre se encargaron de extinguir.

Me besa con fuerza, y su sabor me hace olvidar que esto es el final. Sin separar su boca de la mía, mueve mi cuerpo abrazado al suyo unos metros por el tablero tembloroso hasta que mi espalda se pega al frío muro que guarda una mina detrás de él.

—Veintidós…, veintiuno…, veinte…, diecinueve… —La cuenta atrás de Madre parece ir cada vez más rápido.

Quiero morir besando a Dana, pero ella aleja su rostro del mío. Su mirada tiene ahora un aire desconocido.

—Slo, quiero que recuerdes siempre que te quiero mucho —me dice, aunque su voz también suena extraña.

Confuso, veo cómo Dana lleva la mano derecha con energía hasta el botón que marcaba la bandera en la mina y la elimina. Presiona después la opción de avance, los engranajes se activan y el suelo comienza a absorber los muros de la casilla.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunto, desconcertado al ver que ha despejado la mina que quedaba detrás de mí.

Con el rostro impávido me empuja con fuerza al interior de la mina. Las rejas que sustituyen a los muros caen desde el techo y me encierran en la trampa mortal. Dana me ha tirado dentro de la mina.

—Nueve…, ocho…, siete… —La voz mecánica de Madre continúa con la cuenta atrás.

Me arrastro por el suelo hasta llegar a la reja. Me agarro a ella. Miro a Dana mientras se aleja para que la explosión no la alcance. La llamo con gritos desgarrados, pero no mira atrás. Niego con los labios y con la cabeza, incapaz de creer lo que me ha hecho. ¡Dana me ha traicionado! Ella quería ganar.

Sólo moriré yo.

—Tres…, dos…

La voz de Madre se detiene antes de terminar la cuenta atrás. No necesita hacer explotar todas las minas del tablero, tan sólo aquella en la que estoy encerrado.

Oigo el «bum».

La República ya tiene a su dirigente.