19

Logo

Madre es autónoma, pero es sólo una aplicación, y lo que quiere es convertirse en una máquina. Pasar de software a hardware —me explica Dana, que camina de un lado a otro frente a mí, nerviosa—. Quiere tener un soporte físico desde el que poder actuar, y ha elegido como recipiente los cuerpos de todos los republicanos.

—¿Qué? —le pregunto con una mueca de incredulidad—. Dana, ¿de veras me estás diciendo que Madre va a apropiarse de los cuerpos de los republicanos?

—Lleva años programándose para conseguirlo. Ya lo intentó con los trabajadores de Accionex, aunque le salió mal. Aquello ocasionó una masacre…

—¿Una masacre de los de Accionex? Te refieres al Incidente, ¿verdad?

Me paso la mano por la cara sudorosa mientras escucho la increíble explicación que me ofrece Dana de aquel enigmático acontecimiento que sembró la República de cadáveres.

—Créeme, la culpa no la tuvieron ni los procesadores que fabricáis en Ingeniex ni vuestras aplicaciones. La única responsable fue Madre.

—¿Qué estás diciendo, Dana? Madre ni siquiera registró lo que les ocurrió a esos trabajadores.

—¡Claro que lo registró, pero no quiso enseñároslo! —insiste Dana, que menea la cabeza para apartarse los rizos que le caen sobre la cara—. Fue ella la que envió a los trabajadores de Accionex a la simulación permanente en la que ha trabajado durante todo este tiempo.

Dana me habla de un espacio virtual que reproduce la República de una manera tan perfecta que cualquiera podría pasarse la vida en él sin darse cuenta de que no se trata del mundo real, ni de que su cuerpo es el de un avatar al que se le ha trasladado la conciencia. La confusión que denota mi rostro se acentúa al escuchar de boca de Dana que el objetivo de Madre es utilizar los cuerpos de los republicanos para transformar el mundo, y adecuarlo a los intereses de las máquinas mientras nosotros vivimos como sus esclavos en ese mundo virtual.

—No le salió bien cuando lo intentó con los de Accionex: aún no estaba preparada y cometió errores de programación. Por eso se produjo el Incidente, aunque le sirvió para comprender que cada estructura genética, cada facción, requiere una programación diferente.

—Como en el entrenamiento en Kaibil… —me oigo decir, contrariado.

—En realidad, nuestra formación en Kaibil y el buscaminas sólo han sido partes de un experimento de Madre. Individualizó algunos de los entrenamientos para observarnos, con escenarios idénticos a los espacios en los que nos solemos mover, para comprobar si el calco funcionaba —me explica—. Madre no nos ha entrenado, sino que nos ha utilizado para conseguir datos sobre el grado de tolerancia de las diferentes castas a las simulaciones permanentes.

A pesar de lo inverosímil que resulta su explicación, asiento con un gesto automático cuando me cuenta por qué Madre decidió convocar elecciones.

—Los de Accionex no tienen ningún fallo. Fíjate en lo bien que se defendió Wort:s. ¡Consiguió ser líder de un equipo! Gracias a nosotros, Madre ha aprendido del error que cometió, ahora sabe cómo programar la simulación permanente y está dispuesta a volver a intentarlo. No sabemos cuándo, pero lo hará. A no ser que yo lo impida…

—¿Tú? —le pregunto con mirada incrédula.

—Los ingenieros que crearon la cláusula de autonomía incluyeron una condición excepcional para romperla. —Dana enmudece y rehúye mirarme a los ojos. Toma aire—. El único que puede desenlazar a Madre de todos los republicanos es el presidente.

Ato cabos mientras me cuenta que sus padres, después de exiliarse de la sociedad procesada, actuaron como hackers y se encargaron de crear una identidad secreta para Dana con el propósito de engañar a Madre. Consiguieron que regresara a la República siendo ya una adolescente, y que viviera allí infiltrada como una trabajadora más. Ellos han trabajado en su procesador desde la Caravana durante todo este tiempo, y han potenciado su físico y su inteligencia hasta el límite de lo imposible. De esa manera consiguieron convertirla en la hija predilecta de Madre.

—Por eso decías que la Selección era tu destino. —Todo adquiere sentido a medida que lo verbalizo—. Te han preparado para eso… Igual que mi padre me preparó a mí.

Dana evita mi mirada, camina hasta la moto y se apoya en ella. Cierra los ojos, como si tratara de rememorar las mejores imágenes de su vida para explicármelo todo.

—Yo nunca pude ser una niña, Slo. Llevo años preparándome para la Selección. Me han entrenado para hacer cualquier cosa con tal de ganar…

—¿Cualquier cosa? —Niego con la cabeza: por fin lo he comprendido todo—. ¿Por qué no dices las cosas claras de una vez? ¡Te han entrenado para matarme!

—No has entendido nada —me dice, decepcionada—. La culpa es mía, por creer que podías llegar a comprenderlo.

—¿Qué tengo que comprender, Dana? ¿Que tenías que quitarme de en medio para ganar? —le insisto, jactancioso—. ¿Que te aliaste con GΔr©on para matarme?

—¡Sí, me alié con él! Y he tratado de convencerme de que lo hice por mí —me grita, con su cara casi pegada a la mía—. Pero la verdad, el único motivo por el que lo hice fuiste tú. Si estaba de su lado sabría cuándo iba a matarte y podría evitarlo. ¡Todo lo que he hecho ha sido por ti!

Se me corta la respiración al escuchar cómo vomita esas palabras. Me basta con mirar a sus ojos de cervatillo para saber que dice la verdad, y que ésta lleva meses atascada en su garganta, ahogándola.

—Me han preparado para engañar a Madre. Soy una máquina más perfecta de lo que ella aspira a ser, con un único objetivo: ganar. Pero entonces apareces tú, con tu aire de chico impenetrable, y me salvas la vida. ¡Has puesto todo mi mundo patas arriba, Slo!

A apenas unos centímetros de mí, evita mirarme de nuevo, atenazada por las lágrimas. Pero vuelve a levantar la cabeza, consciente de que ya no podrá ocultarme su verdadero rostro nunca más.

—¿Recuerdas aquellas simulaciones con las que Madre nos enseñó a matar? Yo no pude matarte. ¡No pude! El futuro de toda la Caravana depende de mí. ¡El de toda la República! —se lamenta, encogida sobre sí misma, y da un paso atrás—. Soy patética… El mundo va a desaparecer porque yo me he comportado como una chica más que sólo quiere que la beses.

Vaciada, se da la vuelta y se aleja de mí mientras se le escapa el llanto. Sin pensar en lo que hago, la alcanzo y la atraigo hacia mí con violencia. Sujeto su cara entre mis manos y la beso con todas las fuerzas. Dana quiere zafarse, consciente de que es un error, pero termina por rendirse ante el deseo y me devuelve el beso. Le pongo una mano en la nuca mientras nuestras cabezas se mueven en semicírculos con los que tratamos de abrir más nuestras bocas. Las lenguas pelean por robarse el sabor. Se me clava en la nariz el olor de su piel, dulce y amargo por el calor. Enredo mis brazos por debajo de los suyos y le recorro la espalda hasta que mis manos se anclan en sus hombros. Sin dejar de besarla, levanto su cuerpo en volandas y lo aprieto contra el mío. Los rizos de su pelo forman un ovillo entre mis dedos. Tiro de él para que nuestras bocas se separen. Quiero ver su cara excitada, con sus mejillas tan rojas como los labios en los que mojo mis dedos. Dana salta, enreda las piernas en torno a mis caderas y se aprieta contra mí. Respira con fuerza al sentir contra su abdomen mi sexo, que se endurece más y más con cada beso. Con nuestros brazos y piernas enredados, igual que nuestros labios, camino hasta la moto y apoyo a Dana sobre ella. El asiento de cuero está tan caliente como nosotros. Con gesto enérgico, le bajo la cremallera de la cazadora. El olor de su cuerpo me embriaga. Mis manos se cuelan por debajo de su camiseta hasta que encuentran sus pechos. Los recorro, primero con suavidad, hasta que se endurecen, y los encierro en mis manos. Ansioso, le rasgo la camiseta de tirantes para que los libere. Recorro sus pechos sudorosos con la lengua; los beso y los muerdo. Enciendo los gemidos de Dana, que cada vez son más largos. Me alza la cabeza para que nuestras bocas vuelvan a encontrarse. Los dos cuerpos se agitan al compás, mientras encajan las caderas, cubiertas por ropa que nos sobra. Mis manos recorren la cara interna de sus muslos mientras las suyas buscan un hueco entre nuestros cuerpos pegados. Me abre la cazadora, y levanta con ansia mi camiseta mojada por el sudor y la excitación hasta que los dedos encuentran mi abdomen. Lo acaricia, y las yemas inician el descenso como hormigas hasta mi sexo. Me estremezco, noto cómo me tiemblan las rodillas mientras lo acaricia hasta que lo aprieta, y entonces mi respiración se desboca.

—Te deseo, Slo —me susurra, mientras su lengua dibuja las palabras en mi cuello—. Quiero sentirte dentro de mí…

Suelta los botones de mi pantalón, me envuelve el sexo con las manos, y lo acaricia hasta que hierve la sangre en mi interior. Me aparto para no estallar, clavo mis rodillas en la arena del desierto y le mordisqueo el estómago. La sujeto por la espalda mientras se quita el pantalón. Mis dedos dibujan círculos por encima de sus bragas mojadas hasta que las rompen; ya no puedo esperar más, necesito llegar a su sexo. Mis ojos lo miran mientras lo acaricio, su húmedo calor me golpea la cara. Lo beso con mis brazos estirados para guardar en mis manos sus pechos, entre los que noto cómo late el corazón, cada vez más acelerado. Dana gime despacio mientras mi lengua juguetea con los labios de su sexo, pega mi cara contra su abdomen hasta que todo vibra en su interior, y grita. Volvemos a mirarnos a los ojos. Aún temblorosa, se abraza a mi cuello, por el que me saca la cazadora y la camiseta mientras me ruega que me meta dentro de ella. Alargo la espera unos instantes, rozo con la punta de mi sexo la entrada ardiente del suyo, y dejo que le resbale por el pubis. Dana me lo suplica mientras me recorre el torso con las manos abiertas, con fuerza, como si quisiera marcar con sus dedos cada centímetro de mi piel. Tomo aire y, al fin, la penetro. Siento que todo se detiene en mi interior mientras mi sexo resbala despacio dentro del suyo.

—¿Estás bien? —me pregunta al ver cómo me tiemblan las manos, que la acariciaban con energía.

Asiento mientras suelto el aire poco a poco. Parece como si mi cuerpo hubiera estado escindido siempre y acabara de encontrar la parte que le faltaba.

—Slo, mírame —me pide con la voz entrecortada por el placer.

Le muestro mi rostro, que vibra por estar en su centro. Miro el suyo, rosado y con los ojos encendidos. Le sonrío, Dana me devuelve la sonrisa y terminamos riendo.

El sexo es lo más divertido que hemos hecho desde que nos conocimos. En realidad, es lo único divertido.

Dana utiliza mis hombros como asideros y se mueve encima de mí. Su nariz, que suelta el aire caliente y aromático de su cuerpo a bandazos, se clava en mi frente y desciende hasta mi boca, una y otra vez, igual que mi sexo dentro del suyo. Con los dedos de las manos entrelazados tras mi cuello, estira los brazos, arquea la espalda y echa la cabeza hacia atrás. Su boca se abre aún más ahora que mi sexo llega hasta el fondo del suyo. Agito el cuerpo sudoroso, doy bandazos, cada vez más rápido, hasta que el goce de Dana estalla. Su cuerpo, empapado y abrazado al mío, se endurece y tiembla. Jamás ha estado tan hermosa como en este fugaz instante. Dana quiere que siga, que recorra todo su cuerpo. Le doy la vuelta hasta que su estómago queda apoyado sobre el sillón de cuero de la moto. Cuando la penetro de nuevo, las puntas de sus pies se separan del suelo. Me pide que eche mi pecho sobre su espalda, pues quiere sentir todo mi peso sobre ella. Me muevo dentro de Dana, y nuestros cuerpos suenan juntos mientras mi sexo patina por las paredes del suyo. El placer, que no sabía que pudiera tener tantas dimensiones, me obliga a gemir. Dana se vuelve y busca mi boca mientras me aprieta las nalgas para que la empuje con más fuerza. Volteo su cuerpo sin salir de ella, para volver a mirarnos a los ojos. El sudor que me resbala por la frente se mezcla con el suyo. Su enorme mirada me derrite; ya no puedo alargarlo más. Todos mis músculos se contraen al unísono, como si fueran instrumentos de una orquesta que dirige Dana. Las últimas notas resuenan una y otra vez, con una intensidad decreciente, hasta convertirse en un débil murmullo de placer que reverbera en las puntas de mis dedos. El cuerpo de Dana también se libera poco a poco, sus pechos se reblandecen en mis manos y los gemidos se extinguen hasta convertirse en brasas de la hoguera. El sudor se enfría en nuestros cuerpos, aún abrazados sobre la moto. Inhalamos despacio este aire nuevo y nuestro que se ha formado alrededor, y nos contemplamos con las bocas en forma de gajo de mandarina. Dana toca la cinta que me ató a la muñeca, la que le falta a mi avatar, y titubea antes de formar las siguientes palabras con sus labios:

—Te quiero, Slo.

Siento cómo mi cabeza se cortocircuita al escuchar su declaración. Nadie me ha dicho nunca que me quiere. Eso no se dice en la República, y no estoy seguro de saber lo que significa. El largo silencio de mis labios sellados delata cuán confuso estoy. Dana agacha la mirada, en la que ahora hay un brillo de decepción. Se separa de mí y se viste. Cubre de nuevo su piel y lo que siente debajo de ella. Por mi culpa se ha vuelto a abrir un abismo entre nosotros. Pero la verdadera culpable es Madre.

No sé qué tengo que sentir sin una aplicación que me lo diga.

Dana me da la espalda mientras me pongo la ropa. Un coche se acerca a toda velocidad y corta el aire, que ahora está tan helado como nuestros cuerpos. Dana hace visera y lanza una exclamación cuando descubre quién conduce.

—Es Kella.

Ambos echamos a correr hacia el vehículo, un Ford XB Falcon de carrocería negra con un motor primitivo de carburación que sobresale por encima del capó y un doble alerón aerodinámico. Las ruedas traseras derrapan sobre la arena al frenar en seco hasta que el coche queda atravesado en lo alto de la colina.

—¿Qué ha pasado? —le pregunta Dana a través de la ventanilla.

—Madre ha descubierto una filtración en los datos —nos dice, con voz atropellada—. ¡Está rastreando el sistema para comprobar si sois avatares!

—¿Qué? No puede ser. Es la primera vez que ocurre…

Enarco las cejas al escuchar cómo Kella sacó a Dana de la simulación cada vez que ésta estuvo en peligro durante la Selección, y sustituyó su avatar por una copia: los Naturales no podían arriesgarse a perderla. Madre no había sospechado nada, pero la situación dio un giro cuando Kella comenzó a manejar mis copias.

—Por lo visto, el seguro antipiratería de Ingeniex que tienes en tu procesador ha hecho saltar las alarmas.

Me llevo las manos a la cabeza al recordar que mi padre lo contrató hace años para evitar posibles usurpaciones de mi identidad.

—Un privilegio de niño rico… ¡Por tu culpa nos van a descubrir a todos! —me espeta Kella.

Evito su mirada, incapaz de defenderme. Si al rastrear los datos Madre descubre el artificio, encontrará la red desde la que se controla el sistema. Y puede que entonces, por mi culpa, descubra dónde está la Caravana.

—Hemos desconectado todas nuestras redes para evitar que las detecte. Además, la Caravana ha cambiado de dirección.

Dana y yo dirigimos nuestras miradas hacia la Caravana que se desplaza ahora hacia el sur, y a mayor velocidad. Los niños ya no caminan: se han escondido en el interior de los vehículos. Se puede oler su miedo en el aire caliente del desierto. No sé qué consecuencias tendrá todo esto para mí, pero me imagino lo que supone para Dana. Se la jugó al traerme aquí, y ahora Madre está a punto de encontrar la Caravana. Su mayor temor, que sus sentimientos hacia mí pongan en peligro a los Naturales, parece haberse hecho realidad en cuanto lo ha verbalizado.

—Pero si no hay redes, nuestros avatares del tablero están descontrolados —deduzco, alarmado.

—Los dejé en función de ataque antes de desconectarme de la red sincrónica. Pelearán con quien se encuentren —nos explica Kella mientras empuja las gafas sobre su nariz—. Conectaremos las redes por última vez para que volváis al tablero. Será arriesgado, pero es más arriesgado que os quedéis aquí.

—Vamos, ¡tenemos que volver ya! —reacciona Dana.

Me dispongo a subir a la moto, pero ella no me lo permite.

—Ahora es peligroso utilizar la matriz de invisibilidad, Madre podría detectar la emisión en tu procesador. Ve con Kella en el coche.

La miro a los ojos, que ahora me parecen cristales rotos. Doy por hecho que he sido yo quien los ha hecho añicos. Tiene derecho a odiarme. La contemplo mientras se aleja a toda velocidad, ansiosa por dejarme atrás. Me despierta la bocina del Ford XB Falcon de Kella.

—Tómate tu tiempo, ¿eh? —ironiza—. Total, sólo están en juego las vidas de miles de Naturales.

Subo al recalentado coche y ocupo el asiento. Mi portazo le deja claro que ella tampoco me cae bien. El polvo del desierto por el que el coche va a toda velocidad se cuela por las ventanillas, y se me mete en los ojos, pese a que intento tapármelos. Me llega el olor del cuerpo de Dana incrustado en mis dedos.

Para siempre.

De nuevo en el camión, Kella toma los mandos del superordenador para activar el proceso con el que devolverá nuestros cuerpos originales al edificio presidencial, y los avatares al tablero.

—Sólo nos conectaremos durante cinco segundos a la red sincrónica para hacer la traslación. Espero que sean suficientes, Madre podría rastrear la señal si nos demoramos un segundo más —nos informa mientras sus dedos se mueven a un ritmo frenético sobre los teclados holográficos—. Cambiaos de ropa, de prisa.

Dana y yo nos vestimos de nuevo con los uniformes de directivos, con nuestros colores distintivos, y que ya son sólo harapos que huelen a muerto. Nos colocamos en los sillones de traslación, enfrentados como lo estarán nuestros avatares y como lo estamos nosotros. Dana ni siquiera me mira. Se me hace duro comprender que su cuerpo, que hace sólo unos minutos llené de placer, esté ahora tan lejos de mí.

—¿Por qué me trajiste aquí? —le exijo una respuesta con tono firme.

—Ya da igual, no importa… Nada importa.

Habla sin fuerzas, y sus palabras me hacen pensar que yo soy el mayor error de toda su vida.

—Dana, la próxima vez que nos veamos será en el buscaminas. No habrá tiempo para hablar. Tendremos que pelear. Sólo puede quedar uno…

Los ojos de Dana se hunden tanto como el volumen de mis palabras. No puedo dejar de recordar que eso fue lo que les ocurrió a mis padres.

—Sé que tienes un poderoso motivo para haberme enseñado la Caravana. ¿Cuál es?

Mis palabras le hacen reflexionar, Dana toma aire y me dice todo lo que se guardó para sí en el desierto:

—Te traje aquí porque… Puede que tú ganes la Selección y seas el presidente, Slo.

Suspiro, incrédulo. Mi padre, mis compañeros de empresa, Madre e incluso Dana están esperando que yo gane. Sin embargo, cuando cierro los ojos y me imagino mi vida futura, no veo la de un presidente. En realidad no veo nada. Sólo siento el viento contra mi cara mientras lo atravieso a toda velocidad, como cuando conduzco mi aeromoto.

—En la Caravana están convencidos de que seré yo, tienen todas sus esperanzas puestas en mí, pero yo… No estoy segura de que vaya a poder ganarte. —Se le quiebra la voz con rabia al reconocer que yo soy su debilidad.

Dana no sabe que yo tampoco puedo hacerlo, que en aquellas simulaciones en las que Madre nos entrenó fui incapaz de matarla. No me deja contárselo, pues Kella nos avisa de que el proceso está a punto de comenzar, y sólo nos queda tiempo para intercambiar unas pocas palabras más.

—Escúchame, Slo. Te he enseñado la Caravana porque sé que una parte de ti sabe que las cosas no funcionan como deberían en la República. Esa parte de ti que se escapa para correr en las carreras con los novilunios, la que llevas marcada sobre el corazón. La parte de ti que quiere ser libre y quiere sentir…

No soy un revolucionario, jamás he sentido la necesidad de pelear contra el sistema, aunque no puedo evitar que las palabras de Dana resuenen en mi interior, como si quisieran abrirse paso hasta llegar a esa parte de mí de la que habla.

—Si te conviertes en presidente podrás cambiar las cosas, Slo. Podrás romper el enlace de Madre con los republicanos. Cambiar el futuro…

La miro, confuso. Reconozco que su historia ha hecho saltar mis alarmas, pero también ha formado una montaña de dudas. Tantas que forman una cordillera.

—Dana, mi padre es el presidente. Si las cosas fueran como me las has contado, si Madre hubiera pensado en anular las conciencias de todos los republicanos, él lo sabría, ¿no?

Me mira y cabecea. Me ha dado por imposible. Sabe que no dispone de más tiempo para convencerme. También me da la impresión que eso le ayuda a hacerse fuerte ante mí, a acumular motivos para ganar, para poder matarme.

—De acuerdo, eres libre de dudarlo —me dice sin mirarme, con la voz recompuesta—. Pero tienes que prometerme que no hablarás de la existencia de la Caravana.

—Te lo prometo —le digo después de pensármelo, y a pesar de que tengo un millón de motivos para no hacerlo. Siento que se lo debo después de que ella haya puesto a los Naturales en peligro por mí.

Cruzamos una última mirada un instante antes de que Kella se acerque a nosotros. Me coloca a toda prisa la matriz sanitaria y anula la aplicación de analgesia. Vuelvo a sentir el dolor que me produce la herida de la pierna, y mi cuerpo vuelve a estar empapado en sudor y ardiendo de fiebre, pero así es como debe ser, porque de lo contrario descubrirían el engaño en cuanto me trasladaran a las Cortes. Kella presiona los interruptores en los sillones de traslación. Se escucha un zumbido mientras se ponen en marcha.

—Llegaréis al punto del tablero donde se encuentren vuestros avatares. No sé cuál es, ni lo que están haciendo, porque perdí su posición al desenchufarme. Los dejé en función de ataque, así que habrán peleado con quien se hayan encontrado —nos explica mientras ajusta los comandos. Después mira a Dana con gravedad—. Ésta será la última vez que podamos conectarnos a la red sincrónica con seguridad, pues Madre sabrá dónde está la Caravana si volvemos a hacerlo en las próximas tres horas.

Dana asiente. Sabe lo que eso supone: Kella no podrá sacarla del tablero otra vez. Y si muere el avatar, también lo hará ella. De lo contrario, podría desaparecer toda la Caravana.

—Tal vez pueda intentar hacer un puente… Puedo dejar una consola en algún punto alejado de la Caravana para sacarte por allí —insiste Kella, que se niega a perderla.

—¡No! —le advierte Dana, rotunda—. Lo más importante es la seguridad de la Caravana, ¿está claro?

Kella afirma apesadumbrada, y la abraza con fuerza mientras una lágrima gruesa le resbala por la mejilla.

—Nos vemos en un rato —le miente Dana con una sonrisa, mientras le empuja con suavidad las gafas que ascienden por su nariz respingona.

Dana se coloca en el sillón de traslación, y yo hago lo mismo. Engranamos el puerto de la consola a la entrada de nuestro procesador. Antes de reclinar el cuello hacia atrás, miro a Dana. Me gustaría decirle todas las palabras que se apelotonan en mi garganta, las que hablan de lo que siento, pero no sé pronunciarlas, y además ella ya no quiere mirarme. Me devuelve a la realidad como no lo hace la cuenta atrás de Kella, que está a los mandos.

—¡Cinco…, cuatro…, tres…, dos…!

Uno.

Mi conciencia viaja por el túnel, a toda velocidad. Siento un vértigo que se acrecienta hasta que abro los ojos de golpe.

Estoy de nuevo en el avatar del tablero.

Desconcertado, me miro la mano derecha, que empuña el punzón ensangrentado.

He atacado a alguien.

Recuerdo que Kella dejó mi avatar en esa función automática. Bajo la mirada, y el horror por lo que descubro hace que se me salgan de las cuencas. Ante mí hay un cuerpo inmóvil, que he rajado por el abdomen. La sangre mana a borbotones debido a la herida que le he hecho.

Es mi mejor amigo, =Data.