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No me puedo creer que esté aquí. Y lo peor de todo es que he sido yo quien lo ha traído… ¡No me puedo creer que te haya hecho caso, Dana!

—Tranquilízate, Kella. No pasará nada.

Kella es una chica de mi edad. Tiene el pelo rojo cortado a lo chico, y unas enormes gafas de pasta que se apoyan en la punta de su nariz respingona. Por su manera de hablar, atropellada y sin freno, intuyo que es el polo opuesto de Dana. El traqueteo del camión en movimiento me obliga a agarrarme a su brazo para no caerme, y Kella se tensa al instante.

—¿Dónde estoy? —pregunto confuso mientras miro el laboratorio informático que nos rodea.

Para entrar en la Selección me vinculé a una consola instalada en las Cortes, y la salida debería haberse producido a través de la misma conexión. Parece que Kella, que se aparta de mí, ha cambiado el proceso, aunque no entiendo cómo.

—En la sala de traslación del edificio presidencial hay una copia, y en el tablero hay otra —me confirma Dana.

Algo así requiere un complejísimo proceso de programación. Sólo los hackers encerrados en las prisiones sin paredes de Armex podrían hacerlo.

—Bueno, pueden hacerlo ellos… y Kella. Si Madre supiera que existe, la condenaría a cadena perpetua. Dame la mano.

Miro a Dana con desconfianza mientras inserta una matriz sanitaria en la entrada de mi procesador. Ni siquiera tengo fuerzas para evitar que lo haga. Perplejo, veo la pericia con que maneja los comandos que le ofrece la pantalla holográfica. Descarga aplicaciones analgésicas, gracias a las que mi cuerpo se revitaliza al instante y deja de sentir dolor por las heridas.

—¿Podrás controlar la situación? —le pregunta a Kella, quien se sienta en un sillón de trabajo, frente a una torre de monitores apilados que forran la pared frontal de la caja del camión.

Me acerco a ella y veo las imágenes que emiten, una lluvia incesante de números verdes, códigos binarios que caen sobre un fondo negro. En Ingeniex trabajamos siempre con espacios representados de esa manera. Mi rostro se llena de confusión mientras traduzco lo que veo en las pantallas.

—¡Es el buscaminas! —exclamo atónito.

Distingo, entre el mar de cifras, a nuestros avatares que se mueven por el tablero. En otra pila de monitores que queda a nuestra derecha, los datos muestran a los otros dos avatares engranados en los sillones asociados a las consolas del edificio presidencial.

—Es fácil controlar las Cortes: los únicos que interactúan con los candidatos son los trabajadores de Serviciex, para retirar los cadáveres de la consola, y ellos nunca reconocerían a una copia —nos dice Kella mientras se materializan dos teclados holográficos que maneja sin necesidad de mirarlos—. El tablero del buscaminas es algo más complejo de controlar, pero no habrá problema si evito que entréis en contacto con vuestros compañeros.

—Puedes probar con un código alfanumérico ASCII delta —le sugiere Dana.

Sorprendido, la escucho hablar de programación como si fuera una experta, cuando no es más que una empleada de Serviciex…, o al menos eso era lo que yo creía.

—No funcionan, pero he encontrado una alternativa.

Kella inserta el código hexadecimal más complejo que he visto en toda mi vida. Veo el resultado en los números de los monitores que provocan en el tablero los movimientos idóneos para que nuestros avatares se alejen del resto de candidatos.

—Increíble… —murmuro, perplejo: ningún trabajador de Ingeniex sería capaz de operar con datos a esa velocidad.

—Entonces ¿podrías manejar a los cuatro avatares en ambos espacios? —le insiste Dana.

—Sí, en realidad no es muy diferente de jugar una partida del comecocos. —Se refiere a otro juego primitivo de la época del buscaminas que los ingenieros nostálgicos reprograman cada cierto tiempo—. Otra cosa es que quiera hacerlo…

—Confía en mí, Kella —le pide.

—No es de ti de quién desconfío.

Kella clava en mí los ojos azules cubiertos por los cristales de las gafas.

—Más te vale que merezcas la pena —me amenaza. Después le impone sus condiciones a Dana—. Sólo disponéis de cuarenta y cinco minutos. Es el tiempo que falta para que muera alguien en el tablero, o de lo contrario Madre hará estallar minas como loca. Tendréis que estar dentro de la simulación antes de que eso ocurra, si no queréis que descubra el pastel.

—¿Qué pastel? —le pregunto mientras agarro a Dana del brazo—. ¿De qué va todo esto?

Este camión en marcha está atravesando algún punto del planeta, seguramente desértico, a juzgar por el calor que se acumula en la carrocería y que nos hace sudar. El superordenador que maneja Kella tiene potencia suficiente como para controlar toda una ciudad empresarial. Si estoy en peligro, quiero saberlo. Si Dana es el peligro, quiero ser yo quien lance el primer ataque.

—Quiero respuestas, Dana, y las quiero ahora.

Se zafa de mi brazo con un golpe seco. Abre una taquilla encajada entre los armarios que contienen las turbinas del ordenador, y saca dos cazadoras de cuero negro. Me lanza una de ellas, y también unos pantalones vaqueros, una camiseta, unas botas y una garrafa de agua.

—Límpiate y ponte la ropa —me ordena.

Dana echa a andar hacia el final del camión donde la luz pierde intensidad; desde mi posición no puedo ver lo que hay. No sé si debo seguirla, aunque la realidad es que, si Kella quisiera eliminarme, le bastaría con cambiar un cero por un uno en los comandos con los que controla mis avatares. Decido arriesgarme: si Dana me hubiera sacado de la simulación para matarme ya lo habría hecho.

Me quito el traje rojo, que ya está casi hecho harapos, y me echo el agua por encima para limpiar las heridas que, gracias a la aplicación, no me duelen. Kella hace como que está concentrada en las pantallas, aunque la descubro lanzando una mirada de reojo a mi cuerpo desnudo. Me pongo los vaqueros y me sorprende lo bien que se ajustan a mi cuerpo, igual que el cuero, como si siempre hubiera llevado esas prendas primitivas. Camino hacia la parte oscura del camión; las hebillas de mis botas le anuncian mi llegada a Dana, quien me espera apoyada en una motocicleta primitiva, un vehículo similar a una aeromoto, aunque no tiene propulsores turbofan sino ruedas. El manillar de acero, el motor y los radios brillan como diamantes en contraste con el resto de la carrocería negra. Se parece a un caballo de pura sangre. Dana vuelve a pedirme la entrada de mi procesador con una matriz cuya función no sé identificar.

—¿Adónde vamos? —le pregunto, reticente.

—¿No querías respuestas?

Suspiro como si rebuznara, le doy la mano y dejo que inserte la matriz. Descarga una aplicación que convierte mi cuerpo en invisible. Maravillado, me miro sin poder verme. No tenía ni idea de que la tecnología pudiera hacer algo así. Dana se sube la cremallera de la cazadora de cuero, y monta en la moto.

—Sube —me dice sin poder verme.

Es la primera vez que dejo que me lleven, aunque siento curiosidad por ver cómo se manejará Dana sobre la motocicleta. Nota mi cuerpo invisible apoyado en su espalda, y lleva las manos a los puños del manillar. Mi corazón bombea sangre como nunca cuando Dana pone en marcha el motor, que ruge como un animal. Dana presiona una palanca que queda a la altura de sus pies al compás de otra que maniobra con la mano izquierda para meter la marcha. Levanta el brazo izquierdo y alcanza un cordel que pende del techo. Tira de él con un golpe seco hacia abajo. La parte trasera de la caja del camión cae hacia adelante hasta convertirse en una rampa. El sol me ciega durante unos segundos, en el transcurso de los cuales Dana tira del puño y la moto salta la rampa y sale disparada.

El polvo de la arena del desierto sobre la que aterrizamos levanta una nube anaranjada que nos envuelve. Dana aprieta los pedales de freno y tira de su cuerpo hasta que la moto barre el suelo y cambia de dirección. Después tira de nuevo del puño y la moto echa a correr por el desierto.

Descubro perplejo que nos movemos entre los vehículos que forman una inmensa caravana en marcha. Coches primitivos, autobuses, furgonetas, camiones, motocicletas y hasta carros tirados por animales. Todos ellos forman una colosal marcha que avanza despacio por el desierto hasta más allá de donde alcanza la vista. Pasamos a toda velocidad, aunque muy lejos de la velocidad del sonido a la que estoy acostumbrado, por entre los remolques cargados de tanques de agua y alimentos; algunos de ellos parecen ser campos de plantación móviles. Dejamos atrás camiones que transportan ganado: vacas, toros, bueyes, cerdos, caballos, yeguas, conejos, liebres… La mayoría de ellos son animales extinguidos en el interior de la República. Un grupo de trashumantes lleva las ovejas y las cabras, a las que los perros ladran para que no se salgan del camino. Dana conduce ahora por entre una docena de camiones como el nuestro, con repetidores y generadores sobre la carrocería que entre todos suman la energía suficiente como para alcanzar la red sincrónica de la República, a miles de kilómetros de aquí. Pasamos entre los centenares de coches, y observo la gente que va dentro: son personas vestidas sin uniformes ni colores que las clasifiquen. Esos hombres y mujeres llevan sentados tras ellos a sus hijos, algunos de ellos adolescentes como yo, sudorosos y cubiertos de polvo. La aparición de la moto de Dana despierta sus sonrisas y parece llenar de esperanza las miradas de todos ellos, como si acabaran de encontrar un bote salvavidas en la inmensidad del mar. La saludan a su paso y las bocinas se orquestan al compás. Dana aminora la velocidad y les devuelve el gesto. Recorremos la inmensa caravana pasando por entre los coches, pero la perplejidad por la existencia de esa marea humana no desaparece de mi rostro.

Al fin llegamos a la cabecera, formada por miles de niños y niñas que caminan unidos. Parece que consideran la caravana como un juego que amenizan cantando. Corean una canción, la misma que le escuché a Dana tararear en las duchas en los primeros días en Kaibil:

Ellos son los hombres que nunca tienen hambre y nada les falta por saber.

Ellos son los hombres que nunca tienen frío y nada se les puede romper.

Ellos son los hombres que nunca tienen miedo y nada los puede detener.

Ellos son los hombres que perdieron sus nombres y dejaron de ser hombres.

Rodean la moto entusiasmados cuando la ven llegar. Dana sabe cómo se llaman, les sonríe y extiende una brazo para que choquen las manos con ella a nuestro paso. Ninguno de esos niños tiene una entrada para el procesador en la palma de la mano; eso significa que han nacido aquí, en la Caravana. En lugar del agujero eléctrico tienen un símbolo en forma de nudo grabado a fuego en la piel. Animados por el sonido de la bocina de Dana, forman un pasillo por el que la moto coge velocidad hasta que dejamos atrás la Caravana. Miles de metros después, aún puedo escuchar a esa marea humana coreando con fervor el nombre de Dana.

Dana detiene la moto en lo alto de uno de los cañones que bordean el desierto, coloca de nuevo la matriz en mi procesador y la programa. A continuación mi cuerpo vuelve a hacerse visible. Después baja de la moto y escudriña el horizonte en todas las direcciones. Saca una pistola de la cazadora, no sin antes asegurarse de que lo único que se aproxima es la Caravana. Retrocedo, alarmado, pero ella no me apunta a mí sino al cielo. Al instante estalla un fulgor anaranjado y chispeante sobre nuestras cabezas. Dana descarga la pistola de bengalas y el cartucho vacío cae sobre la arena seca. Algo resuena en mi cabeza cuando lo veo. Lo recojo, lo miro y recuerdo que Dana encontró uno igual en el cementerio de Palmas antes de la carrera con los novilunios. Ella palideció porque aquello significaba que la Caravana estaba cerca.

—Fueron ellos quienes te recogieron antes de que acabara la carrera, ¿verdad?

—Sí… El disparo marca la dirección que debe seguir la Caravana. Suelo encargarme de hacerlo. No podemos detenernos porque si Madre detectara nuestras redes nos encontraría.

—Vivís en el mundo primitivo sin procesadores, sois Naturales —pronuncio en voz alta los cabos que se atan en mi cabeza—. ¿Por qué os escondéis de Madre? ¿Vais a atentar contra la República?

—No es fácil de explicar… —me responde con titubeos.

—Pues vas a tener que hacer que lo comprenda, Dana —la amenazo, mi cuerpo desplegado frente al suyo—. De lo contrario, me subiré en esa moto y no pararé hasta llegar a la República y contar lo que he visto.

Ella me sostiene la mirada y termina asintiendo con un gesto. Camina hasta el límite del barranco y se sienta, de modo que los pies le cuelgan en el vacío. Me quedo detrás de ella sin bajar el interruptor de las alarmas.

—Yo no soy una participante más de la Selección…

—Eso ya me lo imaginaba. Eres una traidora —le espeto, lleno de inquina.

—¿Recuerdas lo que te dije antes de que corriéramos contra Ka:Pinski? Que daba igual lo que yo te dijera porque tú ya me habías juzgado. —Mi silencio pone de manifiesto que lo recuerdo—. Te aseguro que todas las historias tienen dos versiones. Si no estás dispuesto a escuchar la mía, súbete ya a esa moto y corre a delatarnos.

Me mira con la cabeza gacha, cansada de discutir. Decido jugármela. Me siento a su lado y dejo que mis pies cuelguen también en el vacío. A Dana le bastaría con apoyar su brazo sobre el mío para hacerme caer por el barranco, pero yo también podría hacer lo mismo.

—Hace ya diez años que las Cortes aprobaron la Ley de Desproceso, con la que se dio fin a la Revolución Natural. Entonces se reformó la Constitución Biónica, el famoso artículo E-88, y todos los que quisieron romper el enlace de su procesador con Madre y salir de la República lo hicieron. Se hicieron llamar los Naturales…

Fueron muchos quienes decidieron salir para establecer una nueva sociedad sin procesadores entre las ruinas del mundo primitivo. Sin recursos ni aplicaciones de censura, los focos de guerrilla no tardaron en aparecer. El mundo primitivo volvió a convertirse en un sinónimo de violencia, muerte y destrucción.

—¡Las guerrillas no existen, Slo! Los Naturales jamás hemos peleado entre nosotros. Nuestra única batalla siempre ha sido contra Madre.

Desconcertado, escucho que, a pesar de las dificultades, los Naturales lograron constituir una nueva sociedad civilizada y pacífica fuera de la República, aunque Madre se encargó de boicotearla.

—¿Madre utiliza los satélites para lanzar ataques contra los Naturales? —repito, incrédulo.

—Sí, y tengo una cicatriz en la espalda que lo demuestra.

—Pero eso es imposible… Madre no puede hacer algo así sin que un ingeniero haya emitido una orden al respecto. Ella sólo es una aplicación central que necesita que la programen para tomar decisiones.

—Por supuesto que puede. Madre puede hacer muchas más cosas sin la intervención de los ingenieros de las que os imagináis —insiste Dana, enérgica—. ¡Os ha hecho creer que todos los que no están procesados por ella están en guerra desde hace una década! Todo por culpa de esa maldita cláusula de autonomía…

Dana me confiesa un gran secreto que Madre se encargó de enterrar: si el hombre volvía a amenazar con la destrucción masiva, tal y como ocurrió durante la guerra de la Inseguridad, ella podría autoprogramarse para evitarlo. Los ataques terroristas que caracterizaron la Revolución Natural fueron el pistoletazo de salida. Dana me asegura que Madre comenzó a autogestionarse entonces. Además, la cláusula le permite borrar cualquier rastro que delate sus actos.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —le pregunto, demasiado confuso como para poder decidir si lo que me cuenta es cierto.

—Porque mis abuelos participaron en la génesis de Madre: trabajaron en el equipo de Ingeniex que la creó. Mis padres tomaron el relevo varias décadas después. Ellos ya no vivían con el miedo metido en el cuerpo, como los de la generación anterior, que habían sobrevivido a la guerra de la Inseguridad y tenían miedo de los pecados capitales.

Dana me cuenta todos los detalles de una historia que, según ella, Madre se encargó de que no quedara escrita.

—El equipo que dirigieron mis padres trató de rebajar el excesivo control emocional que Madre ejercía sobre los republicanos. Pero para entonces la Revolución Natural ya estaba en marcha, y ella era independiente. Se aseguró de que a todos los ingenieros que conocían la verdad se los tachara de terroristas revolucionaros. Mis padres y sus compañeros, ingenieros sin más armas que las que ofrece un teclado, terminaron en busca y captura —me dice con dolor en la voz—. Tuvieron que huir de la República, aunque se llevaran con ellos el secreto de Madre, que ya estaba ansiosa de crecer sin el control humano.

Sigo la mirada de Dana, que contempla pesarosa la mastodóntica multitud que se aproxima por el desierto, aún a varios kilómetros de nosotros.

—Se unieron a los Naturales que habían formado la Caravana, alertados por los ataques de Madre que amenazaban con hacerlos desaparecer. Lleva todos estos años en movimiento para que Madre no los encuentre, aunque ésta ha causado muchas muertes con sus ataques…

Me vuelvo y veo la punta de la cicatriz de la espalda de Dana que asoma por su nuca. No puedo evitar sentirme conmovido por lo que he escuchado, aunque tampoco puedo olvidar que ella me ha engañado antes.

—¿Por qué iba a creerte? —le clavo la pregunta con mi mirada.

—En todas esas ocasiones en las que estuviste en el mundo primitivo, ¿cuántas guerrillas viste? ¿Con cuántas batallas te encontraste?

Enmudezco, porque lo cierto es que siempre he visto incendios y explosiones a lo lejos, aunque también recuerdo haberme encontrado con montañas de cadáveres.

—¡Los mató Madre! Slo, tú has visto la Caravana, a toda esa gente. Compañeros, amigos y familias unidas sin aplicaciones que los obliguen a estarlo. ¿De verdad crees que podrían llegar a matarse entre ellos?

—Sí. La sociedad tiende a la destrucción sin el enlace y la censura de Madre —repito las palabras que tantas veces he oído por los altavoces de la República.

—Eso es mentira, Slo. En la Caravana, cada uno es libre de sentir lo que quiera. Y no voy a negarte que a veces hay problemas. Es inevitable sentir odio y rabia, pero hay una cosa que no es un pecado capital y que nos une a todos: el amor.

Enmudezco porque no estoy seguro de saber lo que es eso. En la República no existen aplicaciones para sentirlo.

—La única que obliga a los hombres a matarse los unos a los otros es Madre. Lo ha hecho con nosotros en la Selección, y quiere que todos hagan lo mismo. Los ataques de Madre no sólo se dirigen contra los Naturales…

Confuso, miro a Dana, que toma una gran bocanada de aire y me dice:

—Slo, todos los republicanos están en peligro…