El cañón de la pistola me apunta.
Niego con un gesto, incapaz de reconocer a mi mejor amigo en ese rostro cubierto de sangre y odio. Escucho el ruido del percutor del que =Data tira hacia atrás.
—¿Qué estás haciendo, =Data? Soy yo…
Mi voz consigue que sus intenciones se apaguen por un instante, mientras BrΨna le grita con ímpetu que lo haga, que acabe conmigo. Aprovecho sus dudas para lanzarme tras el muro que queda a mi izquierda.
Escucho el ruido del disparo.
Ruedo por el suelo hasta quedar parapetado tras la esquina, y evito la bala. Me arrastro a toda prisa por entre los recovecos que forman los muros de hierro.
—No te escondas, Slo —le oigo decir con una serenidad escalofriante.
Me oculto en un grupo de casillas que configuran un pasillo con forma de codo y que desembocan en un callejón sin salida. Asomo la cabeza por la esquina y veo a =Data entrar en el extremo del codo y caminar hacia mí lleno de odio. Doblo la esquina y busco bajo mi peto, con manos temblorosas, hasta dar con la matriz. La engrano a la entrada de mi procesador. Escucho los pasos de =Data que se acercan, pesados como las ruedas de un tanque mientras tecleo en la pantalla holográfica que se materializa frente a mí. Los nervios hacen que me fallen los dedos, pulso la opción equivocada y tengo que volver a empezar. Escucho como =Data toma aire: está armándose del valor que necesita para matarme. Da una última zancada y dobla la esquina tras la que estoy.
—¿Cómo es posible? —pregunta, con la sorpresa reflejándose en sus ojos.
Me rodean diez copias idénticas a mí que programé con la matriz para que se duplicaran cada segundo. Bastan unos instantes para que =Data quede cercado, y el pasillo lleno de yoes. Aprovecho la confusión para empujarlo y echar a correr por el tablero. Mis copias hacen lo mismo: escapar en todas las direcciones. Me separo de las copias y huyo por un pasillo del laberinto, aunque al doblar la esquina descubro que he retrocedido sobre mis pasos. Junto al cadáver de BabO:), BrΨna me espera, dispuesta a placarme. Le ha arrancado de las manos el punzón, que está lo suficientemente afilado como para utilizarlo a modo de puñal. Ya no puedo dar la vuelta, así que no me queda otra que pelear. Me lanzo con los puños cerrados contra su pecho, y BrΨna cae al suelo, sin resuello, pero me barre las piernas con los brazos y me clava el trozo de hierro en la pierna derecha, a la altura del muslo. Grito, muerto de dolor. Ella activa la potencia cinética, se zafa de mí con un salto y se queda agarrada del techo como una araña. No me queda energía suficiente para usar la potencia cinética, y la pierna atravesada apenas me deja moverme. Vuelve a por mí, se tira sobre mi pecho para ahogarme y me atrapa la cintura con las piernas. Vamos juntos de un lado a otro, nos golpeamos contra los muros de hierro. Le agarro la cabeza y, en uno de esos vaivenes, consigo empotrársela contra el techo. Se le abre una herida, pierde la potencia cinética por el golpe y sus músculos se aflojan. La acorralo en una esquina y la golpeo en la cara hasta que mis nudillos se manchan con la sangre que escupe por la boca.
BrΨna está muerta.
No tengo tiempo de pensar en lo que he hecho. Recojo el punzón ensangrentado y, de nuevo, corro sin mirar hacia atrás, antes de que =Data repare en que no soy ninguna de las copias a las que persigue en el pasillo contiguo. Al llegar a una bifurcación del laberinto y detenerme a pensar en qué camino elegir, me doy cuenta de que la sangre de mi pierna está dejando un rastro. Doy la vuelta, me arrodillo en el suelo y embadurno con las manos los dos pasillos para que =Data no sepa qué camino he elegido. Finalmente voy por el de la izquierda, y corro como puedo. Oigo a lo lejos los gritos desgarradores de =Data cuando descubre el cadáver de BrΨna. Abren una brecha en mi conciencia. Sé que él quería a esa chica, o al menos así lo creía. Cientos de casillas después, el eco del laberinto aún me trae sus gritos. =Data jura que se vengará.
Ya no puedo más, así que me escondo tras la muralla que forma un grupo de minas apelotonadas en el tablero. Mi pierna se enfría, el dolor me hace tiritar y me nubla la mente. No falta mucho tiempo para que la herida se gangrene y no pueda volver a caminar. Aprieto los dientes para ahogar el grito mientras me extraigo el trozo de hierro. Con la respiración disparada tapono la herida con la mano derecha, y rompo con la otra la parte de arriba de mi mono. Hago con la tela un torniquete en torno al agujero de la bala. Con el pecho desnudo siento frío, aunque mi cuerpo está ardiendo por la fiebre, que no para de subir. Miro mi reflejo borroso en el hierro del muro que tengo enfrente. Me paso las manos por la cara como si así pudiera revivirla. Tengo el flequillo pegado a la frente por el sudor y la sangre, que se mezclan. No tengo ni agua ni comida, y mi conciencia está cubierta por una bruma espesa que no me deja pensar. Inhalo y exhalo largas ráfagas de aire, con la esperanza de que la arena de mi reloj vital deje de caer. Me repito que sólo queda una mina. Si la marco con la bandera, el juego habrá terminado. Puedo esperar a que lo haga algún otro de los que quedan vivos en el tablero, pero tal vez yo muera antes de que eso ocurra. Me doy unos minutos de tregua, aunque no son muchos porque tengo miedo de quedarme dormido y no volver a despertar. Aprieto los dientes por el esfuerzo y vuelvo a ponerme en pie. Utilizo la matriz para crear diez copias autónomas, y las programo para que recorran el tablero en todas las direcciones posibles. Conecto su visión con el disco duro de la matriz, de modo que ahora tengo el don de la ubicuidad por todo el tablero. Ahora podré controlar dónde están mis enemigos si se topan con alguna de las copias. Tenso de nuevo los músculos y me pongo en marcha, aunque la pierna apenas me responde, y tengo que arrastrarla como si llevara un peso cosido a la cadera. A pesar del dolor, acelero el ritmo hasta que termino por anestesiar el músculo.
Un centenar de casillas después, siento como la pierna sana, la única sobre la que se apoya mi cuerpo, amenaza con partirse. No me queda más remedio que descansar, así que aprovecho el parón para materializar las pantallas de la visión subjetiva de mis diez avatares. Ocho caminan en la dirección que determiné para ellos, y nada los amenaza. El noveno se encuentra en los alrededores del iceberg de casillas sin abrir hacia el que me dirijo. Los cadáveres de BrΨna y de BabO:) quedan sólo a unos metros de él. Mi copia reacciona ante el ruido que se oye a lo lejos, mira hacia los muros que están a su derecha como si detrás de ellos estuviera produciéndose una pelea. Proyecto frente a mí la visión del último avatar, y descubro que la imagen está en negro, lo que significa que ha sido eliminado. Exploro los archivos de su memoria biónica, y hago avanzar las imágenes hasta que llego a los últimos segundos. En ese punto, GΔr©on atacó a mi avatar por sorpresa. (Ése fue el ruido de pelea que escuchó el otro). Parece muy afectado, y ya no tiene potencia cinética de ningún tipo, aunque le queda la violencia animal. Me doy cuenta de que Dana no está ni con el militar ni cerca de él. No puedo evitar respirar inquieto cuando me imagino que podría estar muerta.
Reanudo la marcha, aunque ya apenas consigo avanzar, y además tengo la sensación de que me están persiguiendo. Lanzo miradas fugaces detrás de mí, pero no veo a nadie. Quiero ser sigiloso, pero mis pasos sobre el hierro despiertan el eco, y se repiten y amplifican en el espacio. Pero en realidad no sé si son míos o de otro.
—¿Quién anda por ahí? —pregunto casi sin voz, aunque tratando de sonar amenazante.
Me responde el zumbido del mecanismo bajo el suelo del laberinto, apenas perceptible aunque en mi cabeza se escucha más alto que mis pensamientos. Saco el punzón anclado a la cintura del mono y lo empuño. La imagen que captan mis ojos parece perder los bordes, oscila de un lado a otro. Tiene una explicación: lo que me persigue es la locura. Mi mente ya no puede soportar estar aquí más tiempo. No consigo que dejen de temblarme las manos, y siento que mi corazón va a dejar de latir. Trato de sobreponerme, de seguir adelante, pero mi cuerpo trémulo se cae. Veo una poderosa imagen a lo lejos, en el horizonte de hierro, que impide que mi cerebro se funda.
—¿Padre?
Lleno los pulmones del aire que necesito para incorporarme, e intento enfocar hacia él. Reconozco a mi padre que, vestido con el uniforme presidencial, clava la mirada en la mía. Tiro de mis piernas, y avanzo despacio por el espacio que se estrecha por los lados hasta convertirse en una escalera de hierro de miles de peldaños. Mi padre me espera en el último de ellos.
—Vamos, Slo —me anima a que lo alcance.
Confuso, trato de subir por la escalera, pero mi cuerpo se asfixia y tengo que detenerme. Cuando retomo la marcha descubro que ya no asciendo por los peldaños sino que la escalera parece haber cambiado de dirección. Ahora estoy bajando.
—Sigue, Slo, ¡no me avergüences! —me grita mi padre, a quien veo en la cima de la escalera a través del hueco que forman los peldaños al enredarse en las paredes.
Encerrado en mi pesadilla, suelto un alarido para sacar fuerzas de las entrañas. Consigo que mi cuerpo reviva por unos instantes, durante los que corro por la escalera que por fin me conduce arriba. Acorto cada vez más la distancia que nos separa. Mis uñas están a punto de atraparlo. Pero antes de que pueda subir los diez últimos peldaños, la pierna herida me falla y caigo al suelo. La distancia, que se había acortardo, parece multiplicarse de nuevo, como si la escalera ya no estuviese enrollada, se estirara de pronto y mi padre se hallase cada vez más arriba.
—¡Levántate! —me exige a gritos.
No puedo. Lo miro y noto que soy yo quien se siente avergonzado por no ser capaz de alcanzarlo.
—Nadie más que tú puede sustituirme, Slo. Tienes que ser tú.
Sus palabras me obligan a recordar lo que ocurrirá si gana GΔr©on: Ingeniex desaparecerá. No puedo morir; no sin pelear. Arrastro el cuerpo hasta que vuelvo a ponerme en pie sobre la escalera. Voy hacia mi padre, con decisión, sin dejar que el dolor me detenga. A medida que la distancia se acorta puedo ver con claridad su rostro, que está cubierto por una máscara de orgullo. Un instante antes de que mi cuerpo llegue hasta el suyo, mi padre se evapora.
Confuso, escudriño a mi alrededor mientras recupero el aliento. Ya no hay ninguna escalera. Vuelvo a ver el laberinto tal y como es. Descubro que he vuelto hasta el único grupo de casillas sin marcar que queda en el tablero. El cadáver de BrΨna y el cuerpo agujereado de BabO:) siguen tirados allí. Mientras retengo las náuseas, saco de entre la tela del mono que cubre su espalda agujereada el poco pienso que le quedaba, y lo engullo como un animal. Con el cuerpo apoyado en los muros, espero a que la vida vuelva a fluir por mi cuerpo. Miro las casillas, las últimas que me quedan por abrir para terminar el juego. Antes de hacerlo, conecto la matriz en la entrada de mi procesador y reviso las imágenes subjetivas de mis avatares. Uno de ellos me aporta información de la posición de GΔr©on, y otro sobre la de =Data. Miro las casillas que los rodean, sus números. Recojo el mapa tirado en el suelo y trato de localizarlos en él. Respiro aliviado al descubrir que ambos parecen estar lejos del punto del laberinto donde me encuentro. Busco en la memoria de los otros siete algún rastro de Dana, pero no lo hay. Tiene que estar muerta.
Me paso una mano por la frente, desconecto la matriz y me pongo en pie. Abro los muros que me consta que no esconden ninguna mina hasta que sólo quedan dos casillas. Elijo la de la izquierda, porque siempre que tengo que pegar un volantazo en las carreras de aeromotos lo hago hacia ese lado. Pulso el botón de avance y los muros se esconden en el suelo. La casilla está despejada, aunque para saber si hay una mina tendré que entrar. Tomo una bocanada de aire y pienso en que tal vez sea la última. Camino hasta llegar al centro. Miro al suelo, y veo como se forma una imagen poco a poco…
Me desinflo al ver que no es una mina, sino un número: el uno. La mina está en la casilla de la derecha. Sólo tengo que marcarla con la bandera y el juego habrá terminado. Esbozo una sonrisa, pero no de felicidad, sino de enajenación. En mi cabeza explotan las imágenes de todo lo que ha ocurrido desde que comenzó la Selección. Estoy en el cuerpo de mi avatar, pero sé que el mío, engranado a la consola en el hemiciclo de las Cortes, huele a tripas tanto como éste. Pero las peores marcas son las que tengo bajo la piel. Los siete pecados capitales sin censura que se han instalado entre mis huesos; sobre todo, el odio, por cuya culpa he perdido a mi mejor amigo, y por cuya culpa he matado.
—¡Aaaaaaaah! —grito mientras clavo el puño en el botón de la bandera que indica que la casilla es una mina.
Los últimos puntos ascienden en el marcador de mi equipo.
Se acabó el buscaminas.
Se escucha la música de La empresarial a través de los altavoces. Espero a que mi conciencia viaje para salir de la simulación, pero pasan los segundos y sigo en el tablero de hierro.
—El buscaminas ha sido resuelto —anuncia Madre por los megáfonos—. Enhorabuena a los candidatos que lo han superado: Slo, =Data, GΔr©on y Dana.
Abro los ojos al escuchar que Dana no está muerta.
—Vosotros sois los cuatro republicanos que continuáis en la Selección.
Me repito las palabras de Madre, y comprendo que habla en presente porque la competición no ha terminado.
—Pero como el objetivo de la simulación es que una única empresa se alce con la presidencia, las minas seguirán activas.
Mientras escucho a Madre cierro los ojos como si me pesaran. Me equivoqué al creer que el objetivo era terminar la partida. GΔr©on, =Data, Dana y yo hemos sobrevivido al reto de Madre, y ella ya no puede elegir al mejor. Por eso quiere que compitamos entre nosotros y le demos la respuesta.
—A partir de este momento no hay equipos. Los cuatro finalistas competiréis por la presidencia.
Los marcadores desaparecen del techo del laberinto, en el que se forma un cronómetro que también me persigue al moverme.
—El número de participantes deberá mermar cada hora, al menos en uno. De lo contrario, las casillas del tablero se convertirán en minas, de manera aleatoria, hasta que un concursante sea eliminado.
Escupo una carcajada nerviosa y cargada de incredulidad mientras me arrodillo. Madre insiste en que si no le ofrecemos un cadáver cada hora pondrá nuevas minas en el tablero durante un minuto, y a continuación estallarán. Si nos atrapa en una de ellas, iremos muriendo hasta que sólo quede uno.
—Empieza la cuenta atrás.
Disponemos de tres horas. Las pestañas se mueven con el paso de los segundos y suenan como disparos. 03:00:00…, 02:59:59…, 02:59:58…
No estoy seguro de que mi cuerpo pueda aguantar cuatro horas más con vida. Es probable que esté muerto antes de que me encuentren. Si lo hacen, seguro que moriré, ya que ni tengo armas ni me quedan fuerzas en las manos para pelear, ni mucho menos para matar. Consciente de mi debilidad, urdo un plan, aunque sé que es casi imposible llevarlo a cabo. Acallo el miedo y me pongo en marcha. Camino en silencio por el tablero hasta encontrar un grupo de minas apelotonadas entre las que esconderme. Me siento y saco el punzón de hierro, lo empuño con firmeza y me preparo para atacar por sorpresa a quien se aproxime. Mientras espero escucho mi respiración, que se debilita por momentos. Temo desmayarme, así que echo a caminar sin despegar la espalda de los muros. Quiero mantenerme activo. Me detengo a los pocos pasos porque he sentido una vibración en el tablero.
Alguien se acerca.
Me parapeto tras la esquina. Los pasos se escuchan cada vez más cerca. Veo unas botas de color gris.
Es Dana.
Bloqueo la mente para no pensar en lo que voy a hacer. Me lanzo a por ella sin darle tiempo a reaccionar. La encierro entre los brazos y me dispongo a clavarle el punzón en el cuello. Mi cara se pega a su pelo, y su olor a miel me embriaga y me hace dudar hasta tal punto que el punzón se afloja entre mis dedos. Dana aprovecha mi desliz, me rodea la cintura con los brazos, arquea el cuerpo hacia adelante y pega un tirón con tanta fuerza que ruedo por encima de ella y pierdo el arma. Dana se lanza a por mí. Peleamos, enredados. Tampoco parece conservar potencia cinética, pero me golpea con mucha más fuerza que la que me queda. Giro rodeándola con mi cuerpo hasta que la dejo atrapada debajo de mí, y le aprisiono las muñecas. Su respiración rabiosa me golpea la cara, casi pegada a la suya.
—¡Me traicionaste! ¡Confiaba en ti y me traicionaste! ¿Por qué?
No me responde y parece confusa, como si su rostro no supiera reflejar lo que siente. Miro sus ojos de cervatillo, y descubro que sus pupilas brillan igual que lo hacen las luces desenfocadas cuando las captan las lentes. Además no están dilatadas, y no muestran ni un ápice del miedo que Dana debería sentir. Esto sólo puede tener una explicación: este avatar no es el de Madre, sino una copia pirata.
—Tú no eres Dana… —titubeo, confuso.
No alcanzo a entender cómo es posible que Dana haya creado una copia de su avatar para moverse por el tablero. La matriz sigue en mi poder y, además, Dana no sabría programarla.
—Eres una copia —aseguro sin despegar mis ojos de los suyos, falsos—. ¡Eres una copia pirata!
Dana trata de taparme la boca para que no grite. De pronto siento cómo mi conciencia viaja entre un túnel negro forrado de números verdes, a toda velocidad.
Salgo de la simulación.
Aspiro con ansia todo el aire que me rodea. Mis ojos se acomodan poco a poco a la luz que se cuela por los respiraderos del techo. Ya no estoy en la simulación, ni en ningún otro mundo virtual: éste es mi cuerpo real. Confuso, descubro que no me encuentro en las Cortes, desde donde me conecté a la consola para entrar en la Selección, sino en el cajón de un enorme camión en movimiento. Las paredes están forradas por las turbinas de una supercomputadora. Llevo puesto el traje de directivo, convertido casi en retales: todas las heridas que sufrió mi avatar se han calcado en mi cuerpo. Despego la espalda del sillón de traslación que ocupo, y veo a Dana frente a mí. Lleva el pelo recogido en una coleta, y va vestida con un pantalón y una camiseta, ambas prendas ceñidas y de color negro. Su imagen no es la de su avatar, sino la de la verdadera Dana. Me ofrece una mano para ayudarme a incorporarme.
—Bienvenido a la Caravana, Slo.