Abro los ojos de golpe y me encuentro con la mirada del avatar de Dana a mi lado. Ambos vamos vestidos con monos elásticos de una pieza, cada uno del color de su empresa, que marcan todos nuestros relieves. Estamos en una claustrofóbica habitación de muros forrados por inmensas placas de hierro con reNaches en los bordes en la que no hay puertas ni ventanas. Miro los tres botones del tamaño de nuestras cabezas que sobresalen en la pared de hierro gris que queda frente a nosotros, a media altura. Cada uno lleva un dibujo diferente encima: una flecha que representa un avance, una bandera triangular astada y un símbolo de interrogación. Estos tres símbolos se repiten en los otros tres muros. El suelo también es metálico, igual que el techo, que está a poco más de un metro de nuestras cabezas. En él se anclan una luz de emergencia amarillenta que ilumina el espacio, un altavoz como todos los de la República, y dos marcadores analógicos de pestañas. Los números de uno de ellos son de color marrón y marcan 066; los del otro, en color verde, suman 045. Parpadeo al ver que, de pronto, esa segunda cifra se vuelve de color rojo. Lo que ha ocurrido tiene algo que ver conmigo, porque esos números ahora son del tono de mi empresa.
—¿Dónde estamos? —pregunta Dana al aire, confusa.
Su rostro pávido me recuerda que, a partir de ahora, podemos perder la vida en cualquier momento.
—En la Selección.
Voté a favor. El plan de mi padre siguió uno a uno los pasos que había pronosticado. Bastaron unas horas para que las Cortes me declararan inocente y se pusiera en marcha la propuesta de reinserción. Dana y yo ocupamos de inmediato las consolas en las que ya estaban engranados nuestros compañeros en el hemiciclo de las Cortes, y Madre descargó la simulación en nuestros procesadores. Ahora estamos aquí, en esta prueba virtual para competir por la presidencia de la República. La presidencia me da igual: lo único que quiero es encontrar a =Data. Lleva dos días en la Selección, y mi padre dijo que sus probabilidades de sobrevivir rozaban los mínimos. Tengo que encontrarlo antes de que su vida peligre, aunque sé que no será fácil que vuelva a confiar en mí. Juró que competiría conmigo, y =Data jamás rompe una promesa. Yo tampoco, le prometí que ganaríamos juntos y voy a cumplirlo.
—Aquí hay otra habitación…
Pulso la flecha en la pared de la derecha y se activa un ensordecedor mecanismo de engranajes bajo el suelo. El grueso muro se entierra entonces poco a poco en el suelo hasta dejar abierto el camino de entrada a la nueva estancia. También tiene una luz amarillenta y un altavoz. Los marcadores parecen habernos seguido. Ahora parece que están en el techo de esta habitación cuyas paredes de hierro se incorporan a las de la anterior; de este modo se prolonga el espacio. En sus tres muros se ofrecen los mismos iconos (la flecha de avance, la bandera y el interrogante), aunque cuando camino por el suelo aparece un número tres de color blanco sobre el hierro que forra el nuevo suelo, como si lo hubieran dibujado nuestros pasos.
—¿Qué significa ese tres? —me pregunta Dana, que mira el espacio con desconfianza—. En el suelo de la primera habitación no hay ningún número.
—No lo sé…
Miro hacia arriba y compruebo que nuestros movimientos no han afectado a los dos marcadores del techo. Me acerco despacio hasta la pared que queda frente a nosotros y pulso la opción de avance. Vuelve el ruido atronador de engranajes bajo nuestros pies, mientras el pesado y grueso muro de hierro es absorbido hasta que su parte más alta queda unida al suelo y podemos seguir nuestro camino. Las paredes de una nueva estancia se suman a las anteriores. El espacio forma ahora un alargado rectángulo de la anchura de un muro. Camino sobre el suelo despejado, y a los pocos pasos aparece un número: el dos. Miro hacia atrás. El número tres sigue en el suelo de la anterior habitación, que está unida a ésta. Sin muros que las delimiten, los números parecen marcar la diferencia entre unas habitaciones y otras.
—Parecen las casillas de un tablero, como si se tratara de un juego… —Arrugo la frente mientras saco conclusiones—. Detrás de cada muro hay una habitación que se abre al pulsar la flecha de avance.
—¿Y el resto de opciones? —pregunta Dana, que mira los botones, confundida.
Con decisión, pulso la opción de la bandera en el muro que queda frente a nosotros. El dibujo se amplía de manera automática, y ocupa toda la pared, aunque no se despeja para dar paso a una nueva casilla. Otro tanto sucede cuando aprieto el interrogante.
—Ésta sirve para marcar los muros, o puede que marque las habitaciones que hay detrás, aunque no sé qué sentido tiene cada opción…
Despejo una nueva pared con la flecha de avance. Esta vez abro el camino hacia la derecha, y el conjunto del espacio forma una letra «L». Escudriño el número que aparece después de que haya dado un par de pasos sobre ella: un tres. En la siguiente pared que abro en la misma dirección asoma sobre el suelo un número dos.
—Los números que aparecen no siguen ninguna progresión lógica —pienso en voz alta.
—Tal vez tengan algo que ver con los valores de la bolsa… No sé, puede que sea la posición que ocupan las empresas.
—Son todos blancos, y ese color no corresponde a ninguna casta —digo mientras niego con la cabeza—. Sé que es otra cosa, pero no logro recordar el qué…
Lo cierto es que el espacio por el que nos movemos como animales acechados me resulta tremendamente familiar. Las casillas de hierro, las banderas, los marcadores, los números en el suelo… Todo ello despierta un recuerdo nebuloso en mi cabeza que no consigo ver con claridad. Puede que haya estudiado en el instituto un diseño de una simulación similar, aunque la Selección es un trabajo de autoprogramación de Madre al que los ingenieros sólo le aportan el hardware. Todo esto lo ha diseñado ella para ponernos a prueba, y no lo ha compartido antes con nadie.
—No deberíamos movernos hasta que sepamos qué significan estos números.
Puede que Dana tenga razón, y que a cada paso esté aumentando el peligro, pero lo único seguro es que =Data lleva casi dos días encerrado aquí, y que tengo que encontrarlo antes de que muera. Oigo un ruido a lo lejos, como el que hacen los muros al despejarse. Se produce un leve temblor en el suelo. Comprendo que alguien ha abierto una nueva casilla no muy lejos de donde nos hallamos. Puede que haya sido =Data.
—Slo, no sabemos de qué va todo esto —insiste Dana, que alza la voz al ver que no le hago caso y despejo el muro que queda a nuestra izquierda, guiado por el ruido que he oído—. ¡No deberíamos abrir más paredes!
Espero a oír algún nuevo ruido que me guíe, pero sólo me llega el sonido metálico que nos rodea. Camino por el nuevo espacio sin despegar la vista del suelo, sobre el que asoma despacio un número uno. Miro hacia atrás, y veo los números de las casillas por las que ya hemos avanzado. No marcan ninguna cuenta atrás, algunos de ellos incluso se repiten, y ahora, sin explicación aparente, saltan del tres al uno.
—Creo que son probabilidades… Los números indican la probabilidad de que encontremos algo detrás de las habitaciones que esconden los muros.
—Pero ¿probabilidades de encontrar qué? —me pregunta Dana, confusa.
—Esto se parece al tablero de un juego, así que sólo pueden ser dos cosas: o es un premio —digo mientras aprieto con ambas manos el botón de avance en la pared que queda a nuestra derecha—… o es un castigo.
Dana se lleva las manos a la boca para ahogar un grito de miedo: el suelo se ha tragado la pared con un gran estruendo y deja ver una nueva casilla. Un segundo después, los muros que la bordean se hunden en el suelo, y también los de las habitaciones que los ocultaban. El estruendo de los engranajes que mueven las paredes es ensordecedor. El espacio original se ha ampliado en doce casillas que, de un solo movimiento, dejan un espacio abierto a lo ancho y a lo largo en idéntica proporción. Miramos hacia el techo cuando escuchamos el ruido de las pestañas del marcador rojo, que sube cuatro puntos. Una sonrisa triunfal se dibuja en mi rostro cuando veo lo que he conseguido. Parece que el número nos llevó hasta un premio, y por eso ha subido la puntuación en el marcador y hemos avanzado de esta manera en un santiamén. Dana se quita las manos de la boca y vuelve a respirar, aliviada.
—Han desaparecido los números —dejo escapar con voz confusa al ver que no surgen más cifras cuando camino por el suelo de las nuevas casillas.
—¿Y eso qué significa? —me pregunta Dana, que no desactiva sus alarmas.
—No hay casillas colindantes, así que por aquí no hay premios ni castigos… Eso quiere decir que el camino es totalmente seguro en esta zona.
Meneo la cabeza para apartarme el flequillo de la frente y, confiado, echo a andar por el suelo metálico que acabo de descubrir. Dana no parece convencida del todo, pero suspira y me sigue. Sin embargo, cuando he recorrido cuatro casillas el espacio se convierte en una trampa mortal para mí.
—¡Tu collar se ha activado! —me grita Dana, sobresaltada al escuchar el pitido.
Me llevo las manos al cuello, confuso y alarmado. Me olvidé de que llevo un collar pegado a la piel, que está cargado de explosivos, que me encadena a los miembros del equipo que lidero, y que se ha activado porque me he alejado más de cien metros de GΔr©on, de Doc.Cordob@ y de #France#. Su pitido intermitente, que me taladra los tímpanos, me recuerda que sólo dispongo de un minuto para encontrarlos; de lo contrario, mi cabeza estallará. El collar no pitaba cuando entré en la simulación, así que deduzco que me alejé de los miembros de mi equipo al entrar en la nueva zona despejada, y que fueron ellos quienes movieron los muros que oímos a lo lejos.
—¡Tengo que volver!
Agarro la mano de Dana, porque ella forma parte de mi grupo, y además necesito que esté a mi lado si quiero sobrevivir.
—¡Vamos! —Tiro de ella e intento retroceder.
La frecuencia que emite mi collar entre pitido y pitido se acorta a medida que se me agota el tiempo. Corremos frenéticos hacia la que fue nuestra primera casilla, que ahora parece haber adoptado la forma de un bote salvavidas, pero cuando la alcanzo el collar sigue activado.
—No puede ser… Ahora han debido de moverse ellos —digo, asustado porque me estoy quedando sin tiempo.
—¿En qué dirección vamos?
Intento escuchar algún ruido que me guíe, pero el pitido del collar me ensordece. Cierro los ojos y dibujo con la imaginación un plano del tablero. No hemos alcanzado ninguno de sus límites, y soy incapaz de determinar su extensión, que tal vez sea de kilómetros. Sé que si camino a ciegas lo único que conseguiré es alejarme aún más de GΔr©on y sus secuaces. Por más que me devano los sesos, no creo que ninguno de ellos tenga la clave para evitar que el collar estalle. Los segundos de vida que me quedan se están esfumando.
—¡Slo!, ¿hacia dónde vamos?
Miro a Dana, que parece realmente asustada. Por un instante me engaña y creo que es mi vida lo que le preocupa, pero sigo la dirección de su mirada, que desemboca en nuestras manos entrelazadas. Lo único que le aterra es que la explosión le afecte si la obligo a quedarse a mi lado.
—Aléjate, anda. Ve a por la presidencia…
Le suelto la mano con desprecio, pero Dana no da ni un paso atrás. No sé por qué, pero sus ojos hacen que me sienta culpable, por darme por vencido. Confuso, me alejo de ellos y de ella. La frecuencia entre pitidos es cada vez más corta, y me ensordece. Mi mente se está fundiendo por lo que va a llegar, incapaz ya de pensar.
Descubro entonces que al final de la vida sólo queda el miedo.