Salgo de la inconsciencia, aunque mi mente sigue envuelta en una bruma espesa que no me deja pensar. El aire frío se consume en las paredes secas de mi garganta antes de llegar a los pulmones. Mis ojos parecen encontrarse en un abismo negro y sin dimensiones. Me llevo las manos a la cara para frotarlos, pero descubro que no puedo hacerlo porque tengo un antifaz de acero clavado a la cara. Recuerdo entonces la carrera y todo lo que ocurrió.
Trato de mover mi cuerpo, pero está roto y tan frío como la nieve sobre la que estoy tirado, y que amortiguó el golpe. Desesperado, consigo llenar las uñas de escarcha, que me llevo a los labios para mojarlos.
—¡Dana! —le grito al aire ahora que he recuperado la voz.
Me responde el silbido del viento helado. Trato de quitarme el antifaz, pero comprendo que sólo lo conseguiré si me arranco la piel. También sé que, si no lo hago, no tendré ninguna posibilidad de salir de aquí. Aprieto los dientes y grito mientras tiro del metal; meto las uñas entre la hendidura, y ésta se abre. Exprimo toda la fuerza de mis manos y consigo arrancar el reNache que lo sujetaba al lado derecho de la cara. La piel se me ha desgarrado, y la sangre se me mete en la boca. El antifaz se queda colgando del otro lado de mi cara, aunque ya puedo ver. Estoy en las tripas del cementerio de Palmas, donde los rayos del sol apenas asoman entre la neblina, pero me bastan para saber que ya es de día. La carrera de la confianza ciega comenzó a medianoche, pero no sé durante cuánto tiempo perdí el conocimiento. Veo el esqueleto de la aeromoto, a unos metros de aquí, destrozada por el golpe. Sin ella no podré salir de este abismo de hielo. Pienso que Dana tampoco ha podido hacerlo. Tal vez se cayó, o acaso la empujaron de la aeromoto. Debe de estar cerca, y tengo que encontrarla antes de que pierda la poca vida que le quede dentro, pero me he roto la espalda y no puedo andar. Sin fuerzas ni aliento ni dirección, me arrastro por el suelo, clavo los dientes en la nieve y tiro de mi cuerpo con ellos. El esfuerzo y la herida que me ha abierto el antifaz hacen que la mente se me nuble de nuevo. No he recorrido ni un metro cuando se funde la escasa llama que me alimentaba.
El estruendo de una legión de aeromotos que se aproximan me saca otra vez del letargo. Los derrapes con los que aterrizan a mi alrededor calientan el hielo y forman una ola de escarcha que me cubre. Apenas puedo verlos, pues el frío me ha congelado las pestañas, pero reconozco el color verde de sus botas. Son soldados de Armex.
Perdí la carrera, y Ka:Pinski ha cumplido con su parte del trato: me ha vendido. Me imagino peleando contra todos esos mercenarios armados hasta que su sangre empapa mis puños, pero lo cierto es que me atrapan con una red sin apenas encontrar resistencia, la enganchan a sus aeromotos y me elevan por los aires. Sólo espero morir antes de llegar al infierno hacia el que me llevan.
Sigo a mi padre por los pasillos del edificio de las Cortes. Me ha traído hasta aquí un spinner procedente de la unidad de recomposición de un hospital privado de Sanitex. Allí pasé más de un día en la incubadora. Mi cuerpo ha asimilado en tiempo récord las prótesis de huesos de carbono, los trasplantes de órganos y los injertos de piel biomecánica. Voy vestido con mi uniforme de estudiante —camiseta, pantalón y zapatillas de color rojo— y llevo las manos esposadas con bridas eléctricas. Los pecados capitales siguen sin la censura de mi procesador. Lo sé porque sólo pienso en arrancarles la cabeza a los dos antidisturbios que me flanquean. Lo que no sé es qué hago aquí, en vez de estar en una prisión sin paredes de Armex, o muerto. Mi padre ni siquiera me ha saludado al recibirme. Se ha limitado a ordenarme que lo siga. Tampoco sé dónde está Dana, ni si continúa viva.
Subimos por una escalera forrada con una inmensa alfombra bordada con hilos de todos los colores que dibujan el mapa de la República. Llegamos hasta la segunda planta, y frente a nosotros se abre un nuevo pasillo imperial flanqueado por miles de puertas. Son los despachos de los directivos de las empresas, aunque nos detenemos pocos metros más allá, frente a una puerta doble mucho más grande que las otras.
—Vosotros no entráis —les dice mi padre a los antidisturbios.
—Ahí dentro hay republicanos que han comprado bonos de seguridad de Armex —dice el que está a mi derecha, un chico fuerte que tendrá pocos años más que yo.
—Aún soy el presidente, y a mí no se me discute una orden —zanja mi padre con una mirada que hace que los antidisturbios agachen la cabeza.
Sigo a mi padre hasta el interior de la habitación, una inmensa sala de juntas coronada por una enorme mesa ovalada. La mayor parte de la mesa la ocupan los directivos de Ingeniex, más de cuatrocientos ojos que se clavan en mí cargados de rencor. El resto la llenan los directivos de Serviciex, apenas treinta, que visten con sus rectilíneos uniformes grises de trabajo. Camino hacia el sitio vacío que me señala mi padre al final de la sala. Mientras voy hacia allí, lo único que se oye es el ruido de mis pasos, y todos me miran. Mi rostro se llena de desconcierto y sorpresa al llegar y descubrir quién está sentada junto al sitio vacío, vestida con un uniforme de sirvienta gris.
—Dana… ¡Estás viva! —exclamo aliviado al ver su cuerpo ileso.
Con la cabeza agachada, Dana me oculta la mirada entre los rizos de su pelo rubio.
—Slo, toma asiento —me exige mi padre. Los altavoces que bordean la sala amplifican su voz cargada de gravedad.
Confuso, ocupo la silla libre junto a Dana. No aparto la mirada de ella. Mi padre se queda de pie y comienza su discurso.
—Tras el suceso que Slo y Dana protagonizaron en las Cortes, la amenaza de absorción se cierne sobre Serviciex e Ingeniex. Los índices de ambas empresas en la bolsa se han desplomado, con sendas variaciones del –1,37 %, en el caso de Ingeniex, y del –2,34 %, para Serviciex.
Noto que los directivos de Ingeniex me atraviesan la piel con sus miradas. Me consideran responsable de la debacle empresarial. Lo cierto es que siento cómo el sentimiento de culpa cae como una losa sobre mi cabeza.
—Los valores de menos once puntos suponen una disminución de la actividad industrial y un aumento de la deuda soberana sin perspectivas de recuperación. —Mi padre sigue ofreciendo malas noticias—. Si la progresión favorable de Armex se confirma, y los índices siguen siendo tan elevados como se espera, las negociaciones para plantear la absorción serán una realidad en sólo unas semanas.
Si Armex absorbe a Ingeniex, asumirá el control del desarrollo tecnológico y formará a sus trabajadores para sustituir a los ingenieros en activo. Si Sanitex no ayuda a crecer a la República, no tardará en bloquear la perpetuación de la casta. Los trabajadores de Serviciex tienen menos posibilidades de sobrevivir, ya que son inferiores y fáciles de sustituir. Se me seca la garganta y se me acelera el pulso cuando me doy cuenta de que Dana y yo somos los responsables de la continuidad laboral de nuestras empresas en la República.
—Dana volverá a la Selección dentro de unas horas, Madre ha autorizado su incorporación, aunque, después del conflicto, sus probabilidades de éxito son mínimas.
Ella podrá unirse a la competición porque sólo fue una víctima. Todos creen que yo la rapté y la obligué a salir de la República. También lo cree Madre. En cambio, yo he perdido la esperanza: estoy fuera de la Selección.
—Así es, pero estamos aquí reunidos porque Dana tiene la clave para que Slo vuelva a la Selección —anuncia mi padre.
—¿Volver a la Selección? —pregunto, sorprendido.
—Quiero recordar que nuestra representante está más que dispuesta a colaborar con la estrategia para que vuestro candidato regrese —puntualiza un hombre calvo de Serviciex que se presenta como el director de la filial de recogida de residuos y limpieza urbana de la República—. Fue ella quien dio las coordenadas de Slo.
Tengo que repetírmelo varias veces antes de creerlo. Quien alertó a los soldados de Armex de que estaba en el cementerio de Palmas no fue Ka:Pinski sino Dana. Volvió a la República, me traicionó y por eso no se atreve ni a mirarme a la cara.
—No, Dana —niego, incapaz de asimilarlo.
Sigue con la mirada enterrada en la mesa mientras le repito que no puede haberme traicionado porque confiaba en ella, como le dije durante la carrera.
—Basta de interrupciones —me abronca mi padre, pero me pongo en pie y le doy un puñetazo a la mesa.
—¡Mírame a la cara, Dana! —le grito—. ¿Me vendiste?
Los directivos que se sientan a nuestro lado se levantan y se alejan. Nadie se atreve a detenerme porque saben que mi ira no está censurada. Algunos quieren salir a llamar a los antidisturbios, pero mi padre se lo prohíbe. Dana levanta la vista por fin, hasta que sus ojos de cervatillo se encuentran con los míos. Ahora los tiene negros y helados.
—¡Ya está bien, Slo! —grita mi padre, y después se dirige al resto. Les habla de mí con displicencia—. Es culpa de la inactividad de su procesador…
Los que estaban a mi lado vuelven a sentarse ahora que mi rabia se ha convertido en decepción. Sin quitarle ojo a Dana, me he dejado caer en la silla.
—Slo ha sido descalificado, y se encuentra a la espera de la vista del juicio al que lo someterá Madre por haber violado los artículos E-023, E-38, E-134 y E-149 de la Constitución Biónica.
Ataqué a un antidisturbio, robé una aeromoto, escapé de la República y me llevé como rehén a Dana. Ésos son todos los delitos de los que se me acusa, y que mi padre recuerda con vergüenza.
—Los republicanos penados no pueden participar en la Selección. Lo dice el artículo E-07. Pero el anexo al artículo E-08, que entró en vigor tras la revisión de la Constitución promovida por la revolución natural, dice que a los republicanos que pierdan el enlace con Madre en el territorio de la República se los exime de sus culpas.
Me incorporo al escuchar que mi padre ha encontrado una fisura en la Constitución para forzar mi regreso a la competición. Al parecer, si un republicano pierde el enlace con Madre y comete un delito, se considera que éste no ha ocurrido bajo su responsabilidad, por lo que no le corresponde a ella juzgarlo, sino a los miembros de las Cortes. La mayoría absoluta de Ingeniex me otorgaría el perdón. No obstante, sería necesario el testimonio favorable de Dana. De este modo, ninguna otra empresa podría recurrir la sentencia.
—Slo fue una víctima de su violencia desprocesada, de sus pecados capitales sin censura. Su naturaleza humana lo traicionó, aunque él nunca quiso salir de la República ni escapar de la Selección. Dana debe convencer a todo el mundo de que eso fue lo que ocurrió, y de que se arrepintió y volvieron juntos a la República —dice mi padre, con la mirada clavada en ella—. A cambio, Ingeniex firmará un acuerdo de fusión entre ambas empresas.
La noticia hace que se desaten los suspiros de los directivos, que ahogan su enfado conmigo por tener que negociar con Serviciex, una empresa paupérrima de la que Ingeniex no podrá obtener ningún beneficio. Y todo, para que yo pueda volver a la Selección.
—En cuanto el acuerdo se haga efectivo, Serviciex ayudará en todo lo posible a Slo para que vuelva a la Selección —asegura con entusiamo el director calvo del servicio de residuos. Sus compañeros lo respaldan con la mirada—. ¿Verdad, Dana?
Miro a Dana, quien muestra su acuerdo con un gesto de asentimiento.
—¿Se han estudiado otras posibilidades? —pregunta, sin ocultar su molestia, Fabra42, una directiva de mi empresa delgada y nariguda—. Aún tenemos a =Data en la Selección.
—Al paso que va, ese chico apenas conseguirá un par de escaños para Ingeniex —asegura mi padre—. Su estimación de muerte se ha disparado desde que entró en la simulación. La de Doc.Cordob@ es de un noventa y cuatro por ciento para las próximas horas, y =Data le sigue de cerca. Será el siguiente.
Se me disparan las alarmas cuando escucho que =Data está a punto de morir. Recuerdo el detonante de la debacle que concluyó con mi huida. Yo sólo quería hablar con =Data y arreglar las cosas para poder salir juntos con vida de la Selección.
—Señores, votemos y que decida la democracia —dice mi padre cuando escucha la discrepancia.
Al instante se materializa una pantalla holográfica frente a cada uno de los reunidos. En el monitor se dibujan las opciones: a favor o en contra de la estrategia. Los directivos votan, y las estadísticas se muestran al instante en las pantallas. El resultado ha sido un empate: la mitad está a favor, y la otra mitad en contra. Sólo queda un miembro de la lista electoral de Ingeniex por votar, el que provocará el desempate.
Falta mi voto.