«Tengo que escapar».
Esto es lo primero que pienso cuando oigo a Madre dar el pistoletazo de salida de la Selección. La voz mecánica de la aplicación central enlazada a los procesadores de los republicanos radia por los altavoces, anclados en los muros de todos los edificios de la República, los nombres de los chicos y chicas a quienes se ha seleccionado para participar. Son los mejores estudiantes de las diez ciudades empresariales que conforman la República. Yo estoy entre ellos.
Me seleccionaron el día en que nací. Mi padre dice que estoy destinado a ser presidente, porque lo llevo en la sangre. Él ha sido el mejor presidente de la era Materna que se recuerda, o lo fue hasta que se produjo el Incidente. Después de aquello, su capacidad de control pulsional quedó en entredicho, y muchos republicanos le exigieron que dimitiera. Armex, la empresa de armamento de la República, encabezó las protestas porque está deseando llegar a la presidencia para imponer sus violentas medidas de seguridad. Pero mi padre decidió mantenerse en el cargo, y contó con el apoyo de Madre. Hasta hoy. Madre ha determinado que la legislatura de mi padre llegue a su fin tras anunciar que su control de las pulsiones emocionales ya no es equiparable al que ella les aplica a los republicanos. Ya no tiene nada que aprender de él, y busca un nuevo presidente que la instruya para poder gestionar los procesadores. Para encontrarlo ha convocado una nueva Selección, en la que participaremos los diez mejores jóvenes republicanos. Ganará quien esté más capacitado para reprimir sus pulsiones. Madre busca al más inhumano.
Cuanto más tiempo aguantemos los candidatos en la competición, más escaños conseguiremos para las empresas a las que representamos en las Cortes, que son el órgano democrático que ejerce el poder y están compuestas por los directivos. Quien llegue hasta el final de la Selección logrará la máxima representación para su empresa y se convertirá en el presidente encargado de gestionar a Madre. Ése no voy a ser yo, a pesar de que el rendimiento de mi procesador sea el mayor de entre todos los estudiantes del instituto de mi ciudad empresarial, Ingeniex.
Me agobian los aplausos multitudinarios en los que estallan mis compañeros de clase cuando escuchan la noticia. Todos me felicitan, aliviados porque el Incidente dejó a nuestra empresa en muy mal lugar y creen que si estoy en la Selección tendremos posibilidades de ganar. Somos más inteligentes que los de otras castas, pero lo que más les impresiona es mi genoma, que se refleja en mi físico musculoso. También conocen las cualidades de mi avatar, al que he entrenado en simulaciones hasta conseguir que su potencia cinética supere todos los límites conocidos. Pero yo no quiero ganar: me da igual Madre y la gestión pulsional que haga de la República. Yo no estoy hecho para ser el presidente de nadie. Tengo que salir del instituto antes de que vengan a recluirme. Tengo que escapar de la Selección.
Empujo a mis compañeros de clase y echo a correr hasta la escalera. Bajo los peldaños de cuatro en cuatro, casi sin aliento, hasta que alcanzo la salida del edificio. Corro por el aparcamiento hacia mi aeromoto entre el resto de estudiantes, que no dejan de señalarme, desconcertados por mi huida. Antes de que pueda alcanzar el vehículo, vislumbro, entre la marea de uniformes rojos de mis compañeros de instituto, a una docena de republicanos adultos que visten uniformes verdes y van armados. Son antidisturbios de Armex encargados de la reclusión de los candidatos, y vienen a por mí. Antes de que me vean, me oculto tras uno de los pilotes que sostienen el edificio cúbico de hormigón de color rojo. Saco del bolsillo de mi pantalón la matriz generadora de copias que diseñé hace meses. Es un prototipo del que no he dado parte en el registro de gadgets de Ingeniex. Contengo la respiración y conecto la ranura al puerto de entrada de mi procesador, que está en la palma de mi mano. Tecleo, en la pantalla holográfica que se materializa al instante, el código binario que necesito para crear una copia de mi cuerpo. Mi otro yo sale al pasillo del aparcamiento y conduce a los de Armex hacia la entrada del instituto, en la dirección contraria a la aeromoto. Para cuando descubren el cartón, los propulsores turbofan que tengo bajo mis pies ya están en marcha y echan fuego. Unos segundos después estoy surcando el cielo a toda velocidad. Mientras tanto, Madre sigue enumerando las virtudes de los candidatos a través de los altavoces que inundan la República. Escucho las mías con los dientes apretados por la rabia, pero las que hacen que mis manos amarradas al volante tiemblen por el miedo son las de otro de los seleccionados.
Avisto la inmensa zona helada del mundo primitivo que brilla por la luz del sol. Siento el viento frío contra mi cara, como si se tratase de unas cuchillas afiladas. La neutralización térmica ha dejado de funcionar, igual que el resto de las aplicaciones que hay en mi cuerpo. Estoy fuera del alcance de la red sincrónica que enlaza los procesadores de los republicanos con Madre. Gracias al sistema de camuflaje de mi aeromoto, burlé la seguridad de la frontera aérea de la República y conseguí escapar. Aquí, en la soledad del mundo primitivo, estoy a salvo de Madre. Sin su ayuda, a los antidisturbios les resultará difícil encontrarme. Sobrevuelo la interminable banquisa que, después de la guerra de la Inseguridad, cubrió la mitad del mundo habitado hasta convertirlo en una Atlántida de hielo. Aflojo la presión de mi mano sobre el puño, aprieto las rodillas contra el cuerpo de la aeromoto, y balanceo ésta de un lado a otro con golpes secos. De este modo consigo pasar entre las grietas abiertas en las montañas que conforman los edificios congelados. Una perpetua niebla blanquecina lo cubre todo y me ciega, pero no corro ningún peligro: me conozco palmo a palmo todo lo que hay detrás de la cortina. Esta parte del planeta, inhabitada desde hace más de un siglo, es un sinónimo de muerte y destrucción, pero para mí es el único lugar donde creo que me siento vivo. En este mundo primitivo es donde un grupo de chicos y chicas pertenecientes a empresas diferentes, y que en el interior de la República ni siquiera nos hablaríamos, nos jugamos la vida en carreras de aeromotos durante las noches de luna nueva. Nos hacemos llamar los novilunios, y compartimos la misma marca, que nos hemos grabado al rojo vivo en el pecho, sobre el corazón. Es la rueda de Taranis, un símbolo primitivo compuesto por un círculo cuyo relieve se difunde en los extremos hastar formar seis ruedas a su alrededor. Representa la velocidad a la que los novilunios somos adictos. Madre no aprobaría nunca lo que hacemos: las aplicaciones que gestiona a través del enlace con los procesadores censuran, precisamente, las emociones que buscamos en estas carreras. Por ese motivo sólo tenemos una norma: guardar el secreto.
Aflojo la mano al avistar el esqueleto helado de un rascacielos. Dejo mi aeromoto en suspensión sobre la última planta y echo a caminar por una viga. Está cubierta de escarcha, y es tan estrecha que no me caben las dos botas a la vez. Me resulta inevitable pensar en una imagen: mi cuerpo es absorbido por el abismo que se abre a ambos lados. Si mi procesador estuviera activo, la aplicación de conciencia del peligro no me dejaría caminar. Recorro la viga hasta que al fin llego al otro extremo del edificio muerto. El viento amenaza con tirarme, y el frío con paralizar mis órganos, pero la vista de la inmensidad helada hace que se me erice el vello de la nunca. Obnubilado por el paisaje, me siento y dejo que mis piernas cuelguen en el vacío. Veo una explosión en el cielo que mancha el sur, a lo lejos es probable que los Naturales estén librando alguna de sus batallas. Suspiro por lo nimios que me parecen los problemas de los Naturales, los desprocesados que viven como salvajes en este lado del mundo desde hace una década, si los comparo con la que me cayó encima cuando Madre me seleccionó. Arrugo la frente, como si de ese modo pudiera exprimir mis pensamientos hasta encontrar en ellos el modo de evitar la Selección, pero las ideas se funden en mi cabeza antes de que puedan tomar forma. Algo me saca de mis pensamientos tenebrosos. Es el zumbido de la aeromoto de =Data, que surge del horizonte a toda velocidad. Es una T12000, del color rojo que distingue todo lo que pertenece a Ingeniex. Es bastante completa, aunque los propulsores tienen menos combustión que los de la mía, una T15000 con motor eléctrico de veinte tiempos y quince mil vatios. Me mira desde el otro extremo de la viga con sus ojos azules pequeños y alargados que parecen dos cortes en la cara redonda. Niega con la cabeza, cubierta de pelo rubio de rizos cortos, al ver lo que le voy a obligar a hacer para llegar hasta mí. Le dan miedo las alturas; pero si yo lo he hecho él también tendrá que hacerlo, porque =Data siempre lo convierte todo en una competición entre nosotros. Camina por el hielo sin levantar las botas, y arrastra los pies para que su cuerpo no quede a merced del viento. Le tiendo la mano cuando ya está sólo a unos metros del extremo y tiro de él hasta que queda a mi lado.
—¿Cuándo vas a quitarte ese miedo a las alturas, =Data? Así no ganarás ninguna carrera de los novilunios.
—Slo, ¿aún no te has dado cuenta de que siempre te dejo ganar? Lo hago para que luego las chicas vengan a consolarme —me dice, con su perpetua sonrisa.
=Data siempre consigue hacerme reír. Lo hace desde mucho antes de que nuestros brazos fueran lo suficientemente fuertes como para hacer derrapar una aeromoto. Hemos sido compañeros de estudios durante todo el instituto, siempre los mejores de la clase, aunque él es el único de los dos que tiene que estudiar para conseguirlo. =Data se sienta a mi lado, pero no deja que sus piernas cuelguen en el aire, sino que las recoge entre los brazos, fibrosos como todo su cuerpo.
—Madre te ha convocado para participar en la Selección y tú sales huyendo. Típico de Slo. Negarte a hacer lo que te ordenan… —dice, muerto de frío, mientras se sube el cuello de la chaqueta roja del uniforme de estudiante—. ¿En qué consiste tu plan? ¿En quedarte aquí hasta que te conviertas en una estatua de hielo? ¿En arrojarte al vacío?
—No lo sé, pero sí sé lo que no voy a hacer. No pienso participar en la Selección —le aseguro con rotundidad mientras muevo las manos como si subrayara con ellas cada palabra—. Me niego a ser una ficha más en ese juego que Madre se ha inventado para saber quién es tan inhumano como ella.
—Slo, estas elecciones son el cambio que necesita la República. Las cosas no van bien desde que se produjo el Incidente…
Evita mirarme a la cara, aunque sé qué palabras se está callando. Él, como muchos de los republicanos, cree que el culpable del Incidente fue mi padre, por hacer que las Cortes aprobaran la distribución de aquella aplicación defectuosa con el único fin de que Ingeniex sumara enteros en la bolsa.
—Esta revuelta no es más que una artimaña de los de Armex para llegar a la presidencia —espeto al aire, indignado, mientras me aparto el flequillo de la frente con un golpe de cabeza—. ¡Fueron ellos quienes movilizaron las protestas!
—Da igual lo que quieran los de Armex: ese chico a quien han elegido no va a ganar, por muy cachas que estén él y su avatar. Es el momento de demostrarle a Madre que Ingeniex sigue siendo la mejor empresa de la República.
Todos sabemos que, en realidad, la competición sólo se libra entre las cinco empresas de alta categoría, ya que las otras cinco las forman trabajadores con un nivel bajo de inteligencia que ofrecen servicios no especializados y apenas cotizan en bolsa. Por mucho que se esfuerzen sus candidatos, no tienen ninguna posibilidad de ganar; ni siquiera Dana, cuyo anuncio provocó el mayor de los aplausos. Ella representa a Serviciex, una de las empresas de baja categoría con menos cuota en el mercado de valores, compuesta por republicanos segmentados para ofrecer servicios de limpieza, servidumbre y placer a los trabajadores de alta categoría de Ingeniex, Armex, Cognex, Sanitex y Ocioex que compren sus acciones. A pesar de ser sólo una criada, Dana es la adolescente más admirada de toda la República. El parte informativo que elaboran los periodistas de Ocioex y radian los altavoces todas las noches siempre tiene algo nuevo que contar sobre ella. Gracias a su constitución genética, a Dana se le otorgó un puesto de formación en Alimentex, que está en el último peldaño de la cadena empresarial, pero para sorpresa de todos, y por primera vez desde que comenzó la era Materna, el rendimiento alcanzado por un procesador superó las puntuaciones que Madre había pronosticado para trabajadores de una facción. Dana obtuvo el privilegio de ascender de casta gracias a que trabajó duro, consumiendo menos bonos de alimento y descanso de los necesarios para sobrevivir. Desde entonces ocupa su puesto en Serviciex y es la hija predilecta de Madre, de la que habla con orgullo por los altavoces al resto de los jóvenes para que trabajen y sigan su ejemplo. En la tierra de las oportunidades que es la República, Dana demostró que quien trabaja puede conseguir todo lo que se proponga. Incluso la presidencia de la República.
—Apenas obtendrá una docena de escaños: no es más que una criada… Y, a juzgar por lo poco que ha comido para conseguirlo, seguro que es una debilucha —digo al imaginármela, esquelética y sin vida en los ojos—. Además, no tiene dinero para comprar acciones de Ingeniex y entrenar a su avatar en simulaciones. Esa chica no tiene ni idea de lo que es pelear en el mundo virtual.
—No, ella no va a ganar. Ni ningún otro de los candidatos. —=Data vuelve la vista y me mira con una sonrisa de orgullo dibujada en la boca—. Vamos a ganar nosotros dos.
Sus palabras me obligan a recordar que él también está entre los candidatos: escuchar su nombre por los altavoces fue lo que me hizo temblar. Madre anunció que en esta Selección se produciría una situación excepcional: los elegidos no serán diez, como esperábamos todos, sino once, porque mi puntuación de rendimiento de procesadores es igual que la de =Data. Competiremos juntos en representación de Ingeniex.
—¡Somos los mejores del instituto, Slo!
Lo miro mientras cabeceo, sin entender que =Data considere esto la aventura de su vida cuando, en realidad, Madre nos ha condenado.
—No podemos participar en la Selección. ¡No podemos volver a la República!
—¿De verdad esperas que nos pasemos el resto de nuestras vidas en el mundo primitivo? —=Data repite mis palabras, y las adereza con una mueca de incredulidad—. ¡Tendríamos que comer raíces heladas, o morir de deshidratación en el desierto! Por no hablar de las guerrillas de los Naturales, ni de cómo podríamos vivir si nuestros procesadores no estuvieran enlazados a Madre. ¡Las aplicaciones de censura de nuestros pecados capitales dejarían de funcionar para siempre!
Me recuerda el sentido de la primera enmienda de la Constitución Biónica, la E-001: «Todo republicano tiene derecho a la instalación de un procesador en su cerebro y la descarga de las aplicaciones básicas de censura de los pecados capitales, que gestionará Madre a través del enlace». La humanidad tiende a la destrucción sin el enlace a Madre, tal y como demuestra el paisaje helado que nos rodea.
—Además, ya nos están buscando, y los antidisturbios de Armex no tardarán mucho en asomar por aquí. —Ahora es =Data quien me mira mientras cabecea pesaroso—. Slo, eres mi mejor amigo y quiero ganar la Selección contigo, pero si tú renuncias, yo no te seguiré. Voy a participar en la Selección.
Suspiro y afirmo con un gesto, vencido, porque sé que si =Data participa, yo lo haré con él. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras mi mejor amigo arriesga su vida. Madre ha creado la Selección para buscar al republicano con más sangre fría. Y, para encontrarlo, nos obligará a pelear a muerte por la presidencia.