Era sábado, 25 de marzo, un día que nunca olvidaré. La fecha está impresa en mi cerebro de un modo imborrable. El lugar está grabado a fuego en mi memoria. Y el giro en los acontecimientos, el lamentable giro en los acontecimientos, sigue alterándome el sueño, pese a que han pasado muchos meses desde entonces.
Flora y yo estábamos en París, un descanso de tres días para ayudarla a recuperarse de todo lo que había sucedido a lo largo de las semanas previas. Eran alrededor de las doce y media del mediodía, tal vez un poco más tarde, y estábamos ansiosos por almorzar, con un placer que rozaba la agitación. Fue Flora quien eligió el restaurante. Quería ir a Maison Lipuko, un local que Lola había mencionado en una de las cintas. Era, según dijo ella, el único restaurante de toda Europa en el que se servía comida tuvana.
—Pues vayamos —dijo Flora—. Vamos a ver de qué va.
Lola había dicho que se encontraba en la rue le Regrattier, en la Île Saint Louis, una callecita que recorre la isla de norte a sur y que cruza la rue Saint Louis, la cual te lleva hasta el puente del mismo nombre. Teníamos un hambre canina, un hambre acuciada por el frío. Era uno de esos días gélidos de marzo y el viento azotaba los bulevares parisinos. El cielo estaba brillante, con promesas de sol por el este. Pero a nuestra espalda, por detrás de Notre-Dame, se estaba formando un cúmulo de nubes de lluvia.
—Espero que no diluvie —dijo Flora.
Tenía un aspecto de lo más elegante: abrigo oscuro, botas, sombrero de fieltro.
—En París uno se puede arreglar —me había dicho—, y eso es lo que voy a hacer.
Torcimos hacia la rue le Regrattier y buscamos Bonsai, una floristería especializada en plantas tropicales. Lola había dicho que Maison Lipuko estaba justo enfrente.
—¡Tengo tanta hambre! —dijo Flora—. Podría comerme una docena de peces crudos.
—Pues hazlo —dije—, si no te come antes un buccino gigante.
Recuerdo que pasamos junto a una galería de arte que vendía fotografías en blanco y negro, una cafetería y una tienda de ropa que tenía el escaparate lleno de baratijas del Tíbet y de China. Lo recuerdo como si fuera ayer. Había un restaurante en la esquina de la rue des Deux Ponts con la rue Saint Louis. Y había una tiendecita, muy a la última, que vendía telas y papeles pintados. Y entonces…
—Aquí —dijo Flora—. Debe de ser aquí.
Estábamos en la puerta de Bonsai. Y nuestros cuatro ojos se clavaron inmediatamente en el otro lado de la calle, en Maison Lipuko.
No estaba allí. El edificio donde deberíamos haberlo encontrado estaba entablado. Nos dimos cuenta de que se encontraba en proceso de renovación.
—Oh, no. Está cerrado —dijo Flora decepcionada—. Vaya, qué engorro. ¿Lo ves? Tendríamos que haber venido la última vez.
—Vamos a preguntar —le dije—. Preguntemos en la tienda de al lado. A lo mejor se han trasladado.
Cruzamos la calle y entramos en la tiendecita de arte que vendía papeles japoneses, y cajas hechas a mano, y plumas y tinteros. Estaba a punto de preguntarle al dependiente en mi trastabillado francés acerca de la desaparición de Maison Lipuko, cuando él inició la conversación utilizando mi idioma a la perfección.
—¿Puedo ayudarlos? —dijo—. ¿Buscan algo en particular?
—Pues sí. —Fue Flora quien habló—. El restaurante de al lado, el Maison Lipuko, ¿cuándo cerró?
El hombre parecía contrariado.
—¿Restaurante? —Chasqueó la lengua del modo en que solo los franceses saben hacerlo—. No, nunca ha habido un restaurante ahí. Al menos no desde que estoy aquí. No, era una bijouterie, una joyería. Pero cerró el año pasado. No tenía suficiente clientela.
—Pero ¿ha oído hablar de Maison Lipuko? —preguntó Flora—. Nos han dicho que está en la Île Saint Louis. De hecho, nos dijeron que estaba aquí. Sin duda era esta calle.
El hombre se rascó la cabeza y llamó a su ayudante.
—Jacqueline, es-ce-que tu connais un restaurant qui s’appelle Maison Lipuko?
Jacqueline asomó de la oficina.
—Non —dijo—, Ilya une maison de thé; rue Poulletier. Mais… non.
—Lo siento —dijo el hombre—. Creo que no podemos ayudarlos.
Cuando estuvimos de nuevo en la calle, Flora se llevó el dedo a la nariz, como si estuviera profundamente concentrada en algo.
—Qué extraño —dijo—. Desde luego la calle era esta. Incluso lo comprobé con Peter. Y sin embargo…
Se subió el cuello del abrigo cuando empezaron a caer con fuerza del cielo algunas gotas de lluvia.
—Bueno, eso no cambia el hecho de que tenga hambre —dijo—. Será mejor que encontremos algún otro sitio donde comer.
Y fue mientras pronunciaba la palabra «comer», exactamente en el momento en que decía la palabra «comer», cuando me llevé la mayor sorpresa de toda mi vida.
—Dios mío —dije entre dientes—. Dios mío.
—¿Qué? —dijo Flora—. ¿Qué pasa?
—Oh, Dios mío, Flora. Mira. Mira. Allí. Es él.
Sus ojos acompañaron a los míos recorriendo la calle y reconoció instantáneamente la figura que se aproximaba hacia nosotros. Y dejó escapar su nombre; no muy fuerte, pero lo suficiente.
—Arnold…
Nunca olvidaré la expresión de su rostro cuando oyó la voz de ella. Alzó la vista y miró directamente a Flora. Consternación. Ansiedad. Miedo. Sorpresa. Y consternación una vez más. Una docena de emociones se hicieron patentes en su expresión antes de transformarse en una mueca de extrema agitación. A esas alturas estaba a menos de cuatro metros de nosotros. No nos habíamos movido. Estábamos clavados en el sitio. Y él no podía dar media vuelta y echar a correr. Estaba demasiado cerca para hacer algo así. Y no podía esconderse de nosotros porque habíamos establecido contacto visual. Y en menos de dos segundos lo íbamos a tener justo enfrente y no iba a tener más alternativa que entablar una conversación con nosotros.
—Arnold.
Flora dijo su nombre por segunda y tercera vez, solo que esta vez dándole un énfasis exclamativo.
—¡Arnold!
—Flora.
Hablaba en voz baja, casi en un susurro. Era como si estuviera recuperando lentamente su nombre y su imagen de los turbios fondos de su mente.
—Flora… Flora…, yo… no esperaba… esto. No… creía…
Sus palabras fueron apagándose y el viento las ahogó. Ella no hizo nada para rellenar el silencio. Nos quedamos allí de pie los tres, incómodos, vacilantes, sin saber cómo empezar. Y unas cuantas gotas gruesas de lluvia salpicaban el asfalto a nuestro alrededor.
Fui yo quien hizo la primera tentativa.
—Estábamos buscando Maison Lipuko —dije—. Pensábamos…
Arnold negó enérgicamente con la cabeza, pero seguía sin decir nada.
—Pero ¿qué estás haciendo aquí? —dijo Flora con voz queda. Aún no se había recuperado del trastorno de verlo como una presencia tangible; ver a Arnold en carne y hueso, ver al marido que había huido de su vida.
—¿Por qué estás en París? ¿Por qué no estás en Tuva? ¿Y dónde…?
Se detuvo a mitad de pregunta. Yo sabía lo que había querido preguntar. Quería saber de Lola. Pero no tenía el valor de pronunciar su nombre.
Arnold me miró, me miró fijamente.
—Qué raro verte a ti aquí —dijo—, y con Flora.
Hubo un silencio.
—Nos conocimos —añadió para informar a Flora—. Hace muchos, muchos meses. En Borgoña. En nuestra casa. —Seguía medio perdido, aún atrapado en parte en un mundo propio—. Cuánto tiempo hace de eso.
Era una persona distinta a la que había conocido todos esos meses atrás. La chispa se había extinguido. Me vi sentado frente a la cáscara de un hombre que se hallaba en un evidente estado de profunda consternación. Estaba confrontando su pasado, que había llegado sin previo aviso y que ahora se encontraba de pie, justo delante de él.
—Recibí tu carta —dijo. Se había vuelto hacia Flora y ahora le estaba hablando a ella—. Gracias. Nunca podré agradecértelo bastante. Nunca sabrás lo agradecido… Me ayudaste más que… Lo dijiste todo…
Estaba a punto de hablar en serio. Noté que estaba al borde de hablar, tal vez de explicarse. Pero la lluvia que nos había estado amenazando durante más de media hora empezó ahora a caer con fuerza. Caía a ráfagas sacudidas por el viento, ráfagas que avanzaban en oleadas por la rue Saint Louis.
—Tenemos que guarecernos —dijo—. ¿Vamos?
Señaló el restaurante de la esquina.
Flora asintió y yo también lo hice. La tomé del brazo, pero ella se zafó con sutileza, inconscientemente, tal vez, pero yo lo noté de todos modos. ¿Qué tormenta, pensé, nos espera?
Arnold abrió la puerta del restaurante y dejó pasar a Flora delante de él.
—Ah, bonjour, monsieur. —El encargado parecía conocerlo—. ¿La mesa del rincón? Ah…, vous étes trois. Bien, elijan ustedes.
Arnold nos condujo a la mesa del rincón, la que el encargado había sugerido, y nos sentamos los tres.
—Me llevaré sus abrigos —dijo el encargado, ayudando a Flora a quitarse el suyo—. ¡Vaya tiempo!
Y luego, volviéndose de nuevo hacia Arnold, dijo:
—En Tuva no llovería así, ¿verdad?
Nos trajo la carta y me dio la impresión de que observaba a Flora con especial interés. Era evidente que se preguntaba quién sería. Y Arnold estudiaba la carta con tal atención al detalle como solo se demuestra a solas en un restaurante o tratando de evitar a alguien.
Mientras tanto, dirigí la mirada a la barra, advirtiendo a medias la máquina de café, las hileras de botellas y el…
En la pared de enfrente había una foto de un volcán tropical con laderas cubiertas de jungla y la cima envuelta en brumas. Me pregunté distraídamente si sería Tuva. Y entonces, en la otra pared, a nuestra derecha, vi un pez disecado en una urna de cristal. Y en ese mismo instante sentí que una lenta oleada de escalofríos me recorría todo el cuerpo. Fue como si un líquido frío se hubiera filtrado por mis venas, como si una ecuación matemática hubiera cobrado sentido de repente.
—Lo apagaré —dijo el encargado señalando al ventilador que daba vueltas con un runrún por encima de nuestras cabezas. Abanicaba ligeramente las servilletas que había sobre la mesa—. No sé por qué lo habrá encendido Jean-Claude.
Se dio cuenta de que todavía no estábamos listos para pedir y dijo que volvería en unos minutos. Flora ofreció una vaga sonrisa, como si quisiera agradecer que se hubiera percatado de que nos encontrábamos los tres en una situación obviamente embarazosa.
—¿Arnold? —dijo con voz clara cuando el encargado se había retirado a la barra—. Arnold, ¿qué está pasando? ¿Arnold?
Arnold alzó la vista cuando ella levantó la voz; él, al igual que yo, estaba mirando la foto de la pared.
—Lo siento muchísimo —dijo por lo bajo—. Flora…, de verdad que lo siento.
Vi que tenía lágrimas en los ojos, pero no hizo nada por enjugárselas. Y tenía el rostro desencajado. Y en ese preciso instante, justamente entonces, sentí que estaba contemplando a un hombre destrozado. Un hombre que había sido aplastado. Un hombre que había jugado y había perdido. Un hombre al que no le quedaba nada.
—Pero ¿qué…? —Flora también había visto la foto en la pared y el pez disecado. Y ella, al igual que yo, había reparado en ese mismo momento en el cartel de cacao Gilbertine. Mostraba la imagen sonriente de una joven y rolliza balinesa que sostenía una jarra de cacao entre sus generosos pechos. Y Flora— y yo —comprendimos de repente.
—Pero ¿qué es…?
—Salió mal —dijo hablando despacio, con voz queda, pero con convicción—. Las cosas se torcieron horriblemente, desesperadamente, y todo se descontroló. Había dejado de dominar la situación, Flora. Ahora tenía vida propia. Era un demonio, Flora. Un demonio. Con cuernos y tridente incluidos. Créeme, Flora… —Estaba negando con la cabeza—. Créeme, Flora.
—Pero ¿qué, Arnold? ¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que cobró vida propia? ¿Qué demonio?
—Lola. —Era el encargado llamando a la camarera—. Table deux. Un pichet de rouge. Allez, allez. Et de l’eau…
—¡Lola! ¡Lola! ¿Esa es Lola?
Arnold hizo un gesto de negación.
—No es lo que crees —dijo—. Es Lola. Y no es Lola.
Y en ese punto, Arnold Trevellyan empezó a relatarnos la extraña historia de los últimos quince meses de su vida. Nunca levantó la voz, y tampoco ella lo hizo. Estaba sereno, aunque manifiestamente angustiado, y también ella lo estaba. Y por una vez, por primera vez desde que había empezado a escuchar sus cintas, todo lo que dijo sonó absolutamente cierto, transparente como el cristal.
Es difícil saber por dónde empezar, ahora que intento desentrañar su historia, porque estuvo hablando sin cesar durante casi una hora. De vez en cuando Flora intervenía, de vez en cuando el camarero nos interrumpía. Pero, por lo demás, fue un largo monólogo pronunciado en un tono bajo y sosegado que se me antojó muy poco característico del Arnold que había conocido todos esos meses antes en Borgoña. Había un mundo de diferencias entre el Arnold de ahora y el exuberante Arnold de las cintas.
—Siempre tienes razón. —Esas fueron sus primeras palabras—. Tienes toda la razón. Y yo siempre me equivoco. Y tú, Flora…, bueno, era como si me estuvieras sacudiendo, sacudiendo, sacudiendo. Y por eso te estaré siempre, sinceramente, profundamente, inmensamente agradecido. Pues, mientras viva, por muchos años más que viva sobre la faz de esta Tierra, siempre te estaré agradecido.
Flora lo miró con fijeza, pero no dijo nada. Era evidente que tenía un nudo en la garganta. Era evidente que estaba al borde de las lágrimas.
—Nos trasladamos a Borgoña y, bueno, no sé si fue el cambio de entorno o la casa extraña o todas las novedades, ¿verdad? Todavía no puedo explicarlo del todo. Hay muchas cosas que no puedo explicar, aunque las haya revivido una y otra vez en mi cabeza. Pero estaba perdido, Flora, estaba perdido. Ya no estaba en mi mundo. Parecía que Clapham estuviera a años luz. Y Baddington’s, los compañeros de trabajo, las subastas en las que yo lo dominaba todo. Todo, Flora, todo lo que me había tenido anclado de repente había desaparecido de debajo de mí. Un bote sin remo. Un monzón de fuerza diez. Y me sentía horrible, terriblemente vulnerable.
»Lo hice por ti, Flora. Oh, sí, me mudé a Francia por ti. Pero a cambio necesitaba certezas. Necesitaba desesperadamente algo a lo que aferrarme. Algo tangible. Algo concreto. Y tú… —Miró a Flora a los ojos por primera vez—. Sentía que tú ni siquiera querías comprender. Sentía que tenías tus propias prioridades.
»Flora… Flora… Toda mi vida ha sido una lucha por aferrarme a algo, a cualquier cosa. Y entonces vamos y nos mudamos al centro de ninguna parte. Y todas las certezas habían desaparecido, se esfumaron para siempre, y me encontré perdido.
»Ahora, por supuesto, me doy cuenta del tremendo embrollo que he montado. Los terribles errores que he cometido. Ahora, cuando es demasiado tarde, lo veo con claridad. Ahora, Flora, me doy cuenta de que lo que una vez consideré certezas para aferrarme a ellas —las rutinas, la monotonía, la gran teatralidad de todo ello— no eran, en efecto, certezas. O bien eran las certezas equivocadas. Eran nulidades. Pero me aferré a ellas, me aferré a ellas durante años, y cuando me las arrancaron, bueno, me vi perdido. Solo te tenía a ti. Tú me anclabas al mundo. Flora… Flora, créeme. Te lo suplico. Aunque no te creas nada más, créete esto. Estaba perdido, desesperadamente perdido. Y sabía que tú no podías ayudarme, porque no lo entendías.
»De manera que empecé a crear un mundo en el que pudiera estar seguro de todo lo que sucediera. Un mundo en el que yo era el rey absoluto. Era un mundo en el que todo y todos estaban a mi disposición. Me fascinaba. De hecho, me electrizaba. Podía matar a personas; podía hacer que resucitaran. Podía crear un mundo entero que fuera mío por completo. Mi propio patio de juegos. Así que, esa tarde, la de las velas rojas y blancas…
Flora lo miró intensamente y entonces susurró:
—¿Fuiste tú?
Arnold asintió despacio.
—Fui yo…, fui yo, sí. Fui yo.
—Pero ¿por qué, Arnold? No lo entiendo.
Se produjo otro dilatado silencio.
—Durante mucho tiempo ni siquiera yo supe por qué. No sabía lo que me impulsaba a hacerlo. Pero ahora, que es demasiado tarde, lo sé. Verás, al principio fue sencillo. Quería obligarnos a los dos a huir. A volver a casa. Pero luego se volvió mucho más oscuro. Quería comprobar hasta dónde podía presionarte antes de que te marcharas, quería ponerte a prueba. Quería saber que tu amor por mí era real. Quería hechos. Verás, yo lo había dejado todo por ti. Mis amigos, mi casa, mi mundo. Y ahora tenía que saber qué podías sacrificar tú por mí.
—Pero ¿por qué? —interrumpió Flora—. Y, aparte, tú no lo habías abandonado todo por mí. Tú no me diste lo que yo más deseaba.
—Lo sé —dijo Arnold—. Ahora lo sé, pero en ese momento no. Así que quise ponerte a prueba. Quería comprobar si te habrías quedado conmigo. Quería saber si…, cuando te encontraras de frente con una elección, una elección espantosa y aterradora, seguirías eligiéndome a mí. ¿O huirías de mí y de todo ello?
Se detuvo un instante y clavó la mirada en la mesa.
—Qué estúpido fui. Y qué… retorcido.
Pronunció la palabra despacio, pesadamente, como si quisiera ponderar el calibre de su tormento. Es lo más cerca que he visto a nadie del arrepentimiento.
—Y lo peor de todo fue descubrir…, descubrir que funcionaba. Al cambiar las velas… te asustaste. Y eso te obligó a elegir. Hasta ese extremo te había presionado. Y hay otra cosa más. Al asustarte, toda la ficción adquirió para mí un dramatismo real. De repente sentí que había alguien ahí fuera que venía a por nosotros. Creí, y lo creí de veras, que alguien había entrado en nuestra casa y había cambiado las velas. Llegué a creerme mi propia ficción, pese a que sabía que era yo quien lo había hecho. Esas velas… fueron mi primer paso hacia un mundo completamente nuevo. Era un mundo paralelo. Un mundo que discurría paralelo a la realidad y que finalmente se convirtió en la propia realidad. Se convirtió en lo más real de mi vida…
»Y entonces te fuiste. Y supe que había perdido. Había jugado con tu amor, pero tú elegiste marcharte…
—Pero, Arnold —dijo Flora—, no tenía alternativa. Pensaba que había alguien que nos estaba acosando. ¿Cómo iba a comprenderte?
Flora bebió nerviosamente un sorbo de su copa de vino.
—¿Y las canteras? —preguntó cambiando el foco de la conversación—. ¿Y todas esas historias? ¿Las historias de los monarcas?
—Las canteras… —Arnold se puso a juguetear con su tenedor. Reordenó la comida que había en su plato, como si albergara la esperanza de que eso pudiera ayudarlo a ordenar también sus pensamientos—. Las canteras existen. Tú las viste. Y es cierto que Soufflot intervino en ellas. Y la roca se empleó realmente para el Panteón. Y hay archivos que lo demuestran…
—Pero ¿la Orden? ¿Y los reyes? ¿Y los príncipes? ¿Y todo?
Arnold negó con la cabeza lentamente.
Yo todavía no había dicho nada. Era mi turno de hablar.
—Sonaba tan real —dije—. Tan convincente. He oído todas tus cintas. Y era tan real como cualquier otra cosa que haya oído en mi vida.
—Exacto —dijo Arnold animándose súbitamente—. Era real. En mi cabeza, era real. Era un mundo auténtico y eran personas auténticas, y surgieron situaciones auténticas.
—Pero ¿qué me dices del libro? —le pregunté—. El libro sobre el rey Luis XVI. Yo lo leí. Lo tuve en mis propias manos. Le limpié el polvo de la cubierta.
—Y entonces mi engaño creció más y más —fue lo que me respondió Arnold—. Estaba metido en un agujero, en un agujero bien hondo, y no sabía cómo salir. Yo era Macbeth: «Estoy nadando en un mar de sangre…».
»Para entonces ya me había mudado a París. Había dejado Borgoña y me había venido a vivir aquí. Y fue en esta misma calle, la rue des Deux Ponts, donde encontré una de esas imprentas antiguas. ¿Sabes a las que me refiero? Una antigua imprenta manual. Con los tipos, y los rodillos, y la tinta. Y…
Dejó escapar un largo suspiro.
—Bueno, casi no me atrevo a contaros esto, pues estoy profundamente avergonzado. Yo mismo lo imprimí. Y lo encuaderné junto con otro par de crónicas. Y entonces di un paso atrás y contemplé mi obra, y me quedé pasmado. Porque, verás, la historia del rey francés se había vuelto de repente cierta. Al crear ese libro, una parte de la historia había adquirido una realidad propia. Y hasta yo mismo empecé a creerme todo lo que estaba sucediendo en mi cabeza.
Arnold dejó de hablar un momento. Miré a Flora y vi que su rostro carecía por completo de expresión. Estaba escuchando, escuchando atentamente, pero no delataba ni un atisbo de emoción.
En el silencio que se produjo a continuación, el camarero se acercó y nos trajo los platos principales. Bromeó con Arnold, malinterpretando el ambiente que reinaba en la mesa.
—¿Hoy no trae grabadora? —dijo. Arnold negó con la cabeza y pidió agua. Y seguidamente continuó con su historia.
—Y ahora que me había convencido a mí mismo —dijo—, quería convencer también a los demás. Quería saber hasta dónde podía llegar. Saber hasta dónde podía crecer el engaño. Era como una adicción. Una enfermedad. Sí, estoy convencido de que era una enfermedad. No estoy intentando poner excusas. Flora, nunca intentaré justificarme. Pero, del mismo modo en que muchas personas juegan, y otras beben, yo me había vuelto adicto al engaño. Era excitante. Era real. Y era fácil. Decidí plantar mi libro en la London Library porque allí tienen un archivo y sabía que podía colar el libro en las estanterías, así como añadir una entrada en el índice. Llegué a escribir una ficha para el libro que yo mismo había creado, incluyendo fechas de publicación y hasta los nombres de los autores. Fue tan fácil.
—Y te salió bien —dije—. A mí me engañaste. Esa ficha me llevó hasta el libro. Y leí la crónica. Y me la creí.
—Así que funcionó —dijo Arnold. La confirmación de que su montaje había prosperado pareció sumirlo aún más en la depresión—. E hice lo mismo con el libro de Warlock —dijo—, el libro sobre Tuva. Lo coloqué en biblioteca de la Universidad de Londres.
—Pero Tuva… —interrumpió Flora—. ¿Estuviste en Tuva? ¿De verdad fuiste a Tuva? Dime que fuiste a Tuva.
Arnold dirigió la mirada a su espalda, hacia la imagen en la pared, y los ojos de Flora y los míos lo siguieron. Hubo un momento de silencio. Y entonces siguió un inmenso escalofrío, cuando fuimos conscientes de lo que significaba esa mirada.
—¿Me quieres decir…?
—Fue mi apuesta más arriesgada —dijo Arnold—. Verás, el hecho de que estuvieras involucrado me motivaba. Añadía una nueva dimensión al riesgo del asunto. La entrevista que me hiciste, y todo eso… Pero también me tenía preocupado. Estaba convencido de que me descubrirías. Y Andrei me debía un favor. Así que le pedí que se inventara un cuento. Yo, por supuesto, no tenía ni idea de si llegarías a contactar con él. Pero lo hiciste, ¿no es cierto? Y al parecer…, bueno, funcionó. Y… ¿qué más puedo decir, salvo repetir, una y otra vez, que estoy honesta, sincera y tremendamente arrepentido?
—¿Y Albania?
—¿Albania? —Arnold parecía estar de verdad desconcertado—. Eso no tiene nada que ver conmigo. No fue cosa mía. ¿Qué pasó en Albania?
Le hablé de los hombres que llevaban un mapa de Tuva.
Una vez más, negó con un gesto.
—Piensa en lo que viste realmente —dijo—. ¿De verdad viste un mapa de Tuva? ¿O querías ver un mapa de Tuva? Verás, he aprendido mucho acerca de las teorías conspiratorias. He aprendido que la gente quiere creérselas. Se inventan cosas de todo tipo precisamente para poder creer en ellas. Piensa en mi cinta sobre los Romanov. No tuve que echarle mucha imaginación para encontrar el modo de que Alexis Romanov escapara. Y sabía que era creíble. Desde la década de 1918 la gente ha estado deseando creer que algún Romanov sobrevivió.
Dejó de hablar y se acercó el plato. Pero luego volvió a apartarlo.
—No puedo comer —dijo—. No puedo comer nada. No mientras siga temblando así.
Hubo otro silencio. Y entonces se volvió hacia Flora y le hizo una pregunta.
—Pero tú —dijo— ¿qué hiciste? Viniste a París. Dijiste que te ibas a París. A quedarte con tu…
—Yo también he estado jugando con fuego —dijo Flora—. En menor medida, tal vez, pero he descubierto que hasta las llamas más pequeñas pueden ser peligrosas. Te dije que me iba a París. Pero no lo hice; al menos no más de unos pocos días. Al ver que no venías a buscarme…, bueno, estaba demasiado deprimida como para quedarme. Sentía que mi vida se había terminado. Me fui a Singapur. Siempre había querido ir a ver a Anna. Y luego me fui a Tailandia y a Malasia. Y después volví a casa y conocí…
Flora dirigió la mirada hacia mí.
—Y…, entonces… era él. —Ahora le tocaba a Arnold quedarse perplejo. Al tiempo que hablaba, el mecanismo que había en su cabeza se puso en funcionamiento. Estaba sorprendido por no haberse dado cuenta antes. Sé lo que estaba pensando. El caso es que, en una carta, Flora le había dicho a Arnold que se había quedado embarazada y le había contado que había perdido al bebé, y ahora él ya lo sabía…
—Un bebé. —Estaba pensando en voz alta—. Es lo que siempre habías querido. Y es lo que más te mereces; más que nada en el mundo…
Dejó escapar un profundo suspiro y, al mismo tiempo, advertí que Flora acercaba levemente su silla a la de él. Fue un acto inconsciente por su parte; creo sinceramente que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Pero ese minúsculo gesto, ese pequeño gesto, diminuto, inconsciente, valía un mundo. Valía un mundo entero. Estaba claro de dónde soplaba el viento.
Muy despacio fui apartando mi silla y me levanté.
—¿Tobías…?
Era Flora. Entonó mi nombre en una interrogación, con una nota de sorpresa. Pero no dijo nada más. En verdad, no había nada más que decir. Habíamos llegado al final del camino.
Y esa fue la última imagen que tengo de ellos, se estaban mirando mutuamente. Y también se estaban sonriendo los dos. Me extrañó.
Y de fondo, en la pared que quedaba detrás de ellos, estaba la foto de la montaña cubierta de jungla, toda rodeada de plantas trepadoras, con la cima envuelta en un manto de niebla. Y el pez colgado de la pared, y Lola estaba detrás de la barra, y Jean-Claude, trabajando en la cocina. Y había una foto de Gilbertine con sus dientes blancos y relucientes, y sus grandes pechos redondos.
Y recuerdo que pensé que el suyo era un mundo infinitamente más complejo que el mío.