30

Y entonces hubo un día de actividad frenética en las canteras. Todo el mundo estaba en marcha. La gente iba y venía: reuniones, encuentros, discusiones sin fin acerca de cómo iba a transcurrir exactamente.

Yo no estaba, por supuesto. Hacía meses que Lola y yo nos habíamos ido a Tuva. Pero todo esto me lo contó la gente que se encontraba allí, de modo que es el relato que más se va a acercar a lo que pasó en realidad.

Me dicen que reinaba el optimismo. La Orden creía que había muchas posibilidades de éxito en el caso de, por lo menos, la mitad de los monarcas, incluso más. Recuerda que, hasta la fecha, todo había funcionado como un reloj. Habían conseguido derribar el telón de acero. Habían causado estragos en Alemania Oriental, en Hungría, en Checoslovaquia y en Rumania. Todas las acciones en las que sus agentes se habían embarcado habían salido según lo previsto. La primera fase del plan se había completado: el antiguo bloque soviético estaba desbaratado. Había sufrido una debacle. Era el momento de emprender la segunda fase.

Tenía que ser un acercamiento cauteloso. Y debía ser distinto en cada uno de los países. El rey Miguel de Rumania ya había abandonado las canteras; se creía que la mejor oportunidad para reclamar su trono surgiría a raíz de las apariciones públicas que debía hacer siempre que se presentara la ocasión. Verás, el pueblo quería que volviera, de modo que lo tenía fácil. El rey Simeón de Bulgaria también había salido a la palestra, pues seguía conservando su popularidad. Y no estaba en peligro. Desde luego que ambos contaban con directivos veteranos de la Orden que los aconsejaban y los ayudaban, moviendo hilos entre bambalinas. El rey Leka de Albania estaba recibiendo muchísima ayuda de la Orden, y sé a ciencia cierta que había varios operativos veteranos propiciando la inestabilidad en Tirana y en Shkodër. Pero se creía que aún tendrían que pasar varios años antes de que pudiera reclamar su trono. Mitterrand estaba aportando asimismo su granito de arena; oh, sí, fuentes fiables me han informado de que estaba operando al más alto nivel. Estaba resuelto a hundir por completo la Unión Soviética. Ese era su objetivo más desesperado antes de morir. Entonces, y solo entonces, podría enviar a Iván de Rusia de vuelta a Moscú.

Iván de Rusia; él era uno de los que seguían en las canteras por aquellas fechas de febrero. El príncipe Estanislao de Polonia era otro. Y también Laszlo de Hungría y Mircea de Moldavia. Y todos ellos entraban y salían de reuniones, y recibían consejos respecto a cómo debía desarrollarse la segunda fase.

La mayor preocupación de la Orden era tener establecidos planes sólidos de contingencia en caso de que las cosas se torcieran. Ya se había tomado la decisión de abandonar definitivamente las canteras. Habían dejado de considerarlas como un lugar seguro. No dejaban de circular rumores constantes que hablaban de intrusos y forasteros. Las cámaras los cazaban continuamente. Más preocupante era el hecho de que el Morvan estaba sufriendo la invasión de cada vez más holandeses que compraban residencias vacacionales aquí, allá y por todas partes. Se estaba propagando la sensación de que era solo cuestión de tiempo que se descubriera todo el tinglado. Pero ¡abandonar las canteras! ¿Te puedes hacer una idea, Peter, de lo que eso suponía? Había que desmantelarlo todo. Había que meterlo todo en cajas, empaquetarlo y enviarlo a… sí, a Tuva. Lo sabíamos desde hacía meses, como ya te he dicho. Llevábamos muchísimo tiempo preparándonos. No solo las bases para los misiles, que estaban cerca de quedar terminadas, sino toda una red de naves y edificios en los que poder almacenar las ingentes cantidades de material procedente de Creux.

El nivel de planificación era bastante extraordinario, nunca dejó de asombrarme. La Orden había tomado como referente la base militar de Diego García para concebir el nuevo cuartel general de Tuva. Quizá sepas a cuál me refiero. Está en pleno océano Índico; un montón de atolones diseminados, algo bastante parecido a lo que tenemos aquí, que hace tiempo que se convirtieron en una base naval y armamentística británica y americana. Ellos, la Orden, tomaron una serie de fotografías aéreas de reconocimiento y la usamos como anteproyecto para nuestro propio cuartel. Era un auténtico plan maestro. Yo me he sentado a una mesa, Peter, a contemplar sus dibujos y, verdaderamente, eran algo fuera de lo corriente. El nivel de competencia y de experiencia no tiene nada que envidiar al de cualquier gobierno.

Pero ahora estoy adelantando acontecimientos. Siempre estoy adelantando acontecimientos. Te estaba hablando de las canteras; estaban empaquetándolo todo cuando —bang—: Un completo desastre. Cayó como una bomba del cielo, solo que fue algo mucho más siniestro.

Tenemos que trasladar la acción a las cocinas de las canteras; ahí es donde debemos estar. En las cocinas estaban preparando el almuerzo, como siempre hacían, día sí y día también. Picando, friendo, asando, tostando. El aroma a menta recién picada, y a Armagnac, y a astillas de madera. Lo dejo a tu imaginación. Limítate a pensar en términos de aromas maravillosos, deliciosos y estimulantes al apetito. Aromas que activan todos tus fluidos. Y el constante chas, chas, chas de una docena de chefs y sus ayudantes. Tenía que ser el maestro, Jean-Claude, el que estuviera preparando el menú. Siempre era él el que se ponía al frente. Pero Jean-Claude se encontraba enfermo, me dicen que por algún virus estomacal o algo así, de manera que Françoise, su suplente, había entrado en juego. Tenía que ser una comida normal de trabajo, nada demasiado elaborado. Un poco de fuagrás frito para empezar. Algo de bacalao ahumado con lentejas y mermelada de chorizo. (He probado esa mermelada, Peter, y te lo digo en serio, es una jodida delicia). Y para seguir había pichón salteado y servido, como te puedes imaginar, con una pequeña compota de oronjas.

Pero ¿por qué te estoy contando todo esto? Eso es lo que preguntas. Pues bien, Peter, has de saber que todo esto viene a cuento porque es la única forma que tengo de justificar el hecho de que ahora esté viviendo en mi propia Pompeya. Las paredes, el techo, la totalidad de mi existencia se han desmoronado a mi alrededor.

Las setas, Peter, las setas. Tienes que imaginártelas en la encimera de la cocina. Tienes que imaginarte a François laminándolas con un cuchillo Sabatier afilado como una hoja de afeitar. Obsérvalas detenidamente. Ponte las gafas. Examínalas, Peter, examínalas. Hay un montón enorme de oronjas, brillantes como mandarinas, y las está cortando con infinito cuidado. Ni una sola de las láminas excede el milímetro de grosor. Son finas como obleas, como debe ser. Pero mira ahora a tu izquierda. ¿Qué son esas otras setas? ¿Qué es esa segunda pila, más pequeña? Tienen un color ambarino pálido y son viscosas por la parte alta del sombrero. Y, eh, ¿por qué François se está poniendo unos guantes cuando se dispone a picar la segunda pila? ¿Y por qué las está picando aún más finas que las oronjas? Lamina, lamina, pica, pica. Para cuando ha terminado, están irreconocibles.

Las habrías identificado inmediatamente, Peter. Habrías sabido lo que eran: oronjas mortales. Casi medio kilo. Y eso basta para matar a veinte hombres. Quizá más. Como bien sabes, basta con un bocado de oronjas verdes para acabar con tus órganos internos. Adiós, muy buenas. Ha sido un placer conocerte.

François. ¿Quién es François? Buena pregunta. Ha estado trabajando aquí durante dos meses, y es muy bueno. Tiene unas credenciales impecables. La Orden se ocupó de que así fuera. El proceso de aprobación, Peter, para cualquiera que vaya a bajar a las canteras era de lo más increíble. Más tarde me enteré de que lo sabían todo sobre mí. Sí, mucho antes de que Flora y yo firmáramos el contrato por nuestra singular casita en el bosque, conocían toda la historia de mi vida. Y debió de suceder lo mismo con François. Debieron de investigarlo a él, a sus padres y a toda su condenada familia.

Pero ellos también eran listos. Y la Orden los había subestimado. Habían subestimado a los contraconspiradores, los que sabían de la existencia de la Orden. Durante más de un año habían tratado de infiltrarse en las canteras, pero les fue casi imposible. El lugar estaba bajo una estrecha vigilancia y uno no podía acercarse sin ser detectado. Así que François solicita un puesto de ayudante del chef. Y como Jean-Claude lo conoce y viene de buena cuna, y es primo, o algo así, del príncipe coronado de Montenegro…, pues lo dejan entrar. Y desde ese momento vigila, observa, espía e informa. Oh, sí, él era el traidor. Y cuando se percata de qué está pasando, cuando se da cuenta de que la Orden está a punto de pasar a la segunda fase, y existe una probabilidad muy real de que el plan maestro salga adelante, pues aprovecha el momento. Lamina, lamina, pica, pica. Suena el gong del almuerzo. Y un grupo de aspirantes a monarcas (y varios miembros veteranos de la Orden) se reúne, se sienta a almorzar fuagrás frito, bacalao ahumado servido con lentejas y mermelada de chorizo, y pichón salteado, servido con una delicada compota compuesta por setas de los césares ligadas con una buena dosis de oronjas mortales.

Tuvieron que haberlo visto venir. Fue exactamente lo que hicieron con el emperador Claudio. Fue una réplica exacta de su última comida en la Tierra. Pero ninguno de ellos conocía su propia historia. Con toda la obsesión que tenían por la tradición, el ritual y esas cosas, nadie advirtió el paralelismo histórico. De haber estado allí, Peter, yo podría haber salvado la situación por completo. Ojalá hubiera estado allí. Pero estaba a miles de kilómetros, en Tuva, de modo que ¿qué podía hacer?

Y pasaron dos días enteros antes de que nadie se diera cuenta de que algo iba mal. No fue hasta pasadas cuarenta y ocho horas del terrible almuerzo cuando el rey Laszlo vomitó súbita y espectacularmente todo lo que tenía dentro. Y entonces, y solo entonces, cayeron en la cuenta de la espantosa realidad de lo que había sucedido. Habían sido envenenados, todos ellos, e iban a morir.

¿O no, Peter? No olvidemos a nuestro viejo colega Arnold Trevellyan de Tuva, la isla del Pacífico Sur. No olvidemos que ha estado trabajando duro en su antídoto contra la oronja mortal. Y no olvidemos que él se ha comido una buena ración de oronjas verdes y ni está muerto ni se siente remotamente indispuesto. Muy al contrario. Nunca se había encontrado mejor, y está sentado en su tumbona una ventosa mañana de marzo cuando oye la llamada de Lola.

Me está llamando desde lo más alto de la capilla y me cuenta que un bote grande se acerca por el sur. Y eso es muy infrecuente. No esperamos a nadie. Y nadie tiene idea de quién puede ser.

Veinte minutos más tarde estaban todos en la playa. Pálidos como muertos, mareados como loros, sudando profusamente. El príncipe Mircea llenó una palangana entera de bilis verde tan pronto pisó la playa. Hubo que sujetar al rey Laszlo para que no se cayera. Y los tres miembros de la Orden…, ay, madre mía, estaban en un grado muy avanzado, Peter. Ya habían pasado por la fase de falsa remisión. Esos pocos días en los que crees que ya estás bien. Esa panda estaba a setenta y dos horas de una muerte lenta y horripilante.

Su viaje a Tuva había estado plagado de dificultades. Todos sabían que su única esperanza era llegar aquí a la mayor velocidad posible. Lo sabían todo acerca de mi antídoto, porque Lola había escrito a algunos amigos suyos que seguían en Creux. Y también sabían que esa era su única esperanza de salvación. Pero el tiempo era un factor primordial. No tenían tiempo que perder. Estaban luchando contra el reloj. Tic, tac. Cada segundo los acercaba más y más a la muerte.

Llegaron a París, donde Mitterrand había puesto su avión a disposición de todos ellos. Pero los contraconspiradores habían conseguido echar por tierra incluso ese recurso. Habían saboteado el avión. Habían cortado el conducto que suministra el combustible, o algo parecido. Y eso causó un retraso aún mayor. Tuvieron que coger un vuelo regular a Auckland. Y luego otro a Tonga. Y después hacer un viaje en barco, muy picado e incómodo, hasta el archipiélago de Tuva, donde, en ese preciso instante, yo me estaba tostando al sol los dedillos de los pies.

—Gilbertine —dije en cuanto reparé en la gravedad de su situación—. Gilbertine, tenemos que irnos. Ahora mismo. Rápido, rápido. Necesitamos las oronjas. Necesitamos los cardos marianos. Tenemos que hacer el antídoto. No podemos perder ni un momento.

—Señor marido, señor —respondió poniéndose firme—. Estoy preparada para usted. Vámonos.

Cogió su machete y nos pusimos en marcha por el sendero ya familiar, cortando y abriéndonos camino por el flanco norte de la montaña. Hacía un calor bochornoso, Peter, demasiado pegajoso. ¿Sabes lo que se siente cuando le das la mano a alguien y este tiene la palma asquerosamente caliente? Pues era igual. Era como si una mano pegajosa hubiera apresado a todo mi cuerpo. Y era como si a la naturaleza le hubiera entrado fiebre. Como si los arbustos estuvieran sudando, y los árboles se convulsionaran, y las trepadoras estuvieran temblando. Había en el aire una sensación de enfermedad y todo olía a muerte.

—Ya casi estamos, señor —gritó Gilbertine mientras atizaba con el machete otra trepadora. Esta se precipitó contra el suelo y se enrolló alrededor de mi pierna. Parecía que estuviera viva, de verdad que parecía que estuviera viva. Y cuando la aparté, te juro que vi como se deslizaba por entre la maleza.

Y entonces oímos el trino de los pájaros, y los monos, y el estruendo del agua, y supimos que ya casi habíamos llegado. La cueva se hallaba a solo veinte metros de donde estábamos.

Debo decir, Peter, que estaba un poco nervioso por lo que nos íbamos a encontrar. Estaba nervioso por que pudieran haber encontrado la cueva, por que hubieran descubierto todos los secretos de mi laboratorio. Así que experimenté un alivio considerable al constatar que todas las trepadoras y las plantas carnosas que rodeaban la cueva estaban intactas.

—No hay huellas, señor —dijo Gilbertine—. Nadie ha estado aquí.

Y entonces asomamos la cabeza dentro. Y, Dios mío, Peter… En ese momento nos llevamos el susto de nuestras vidas. Pestañeé. Volví a pestañear. Y me pellizqué el brazo.

¡Aiaawio amaitistou, señor! —exclamó Gilbertine—. ¡Por la sagrada vaca marina!

Mis setas de los césares, mis oronjas mortales, mis amanitas y mi cardo mariano no se veían por ninguna parte. Habían desaparecido. Se habían esfumado. En su lugar (¡en su lugar!), había un espeso manto de ranúnculos de un luminoso color amarillo. ¡Ranúnculos, por el amor de Dios! Ranúnculos. Mi pequeño Shangri-La, mi mundo microscópico de setas y descomposición micótica, estaba cubierto por un manto de flores que nunca había crecido en Tuva. Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Y quién? ¿Y cuándo? Nada tenía sentido. Y solo había una certeza.

—Se van a morir todos. —Eso fue lo que le dije a Gilbertine—. Se van a morir sin remedio. No hay esperanza.

—Señor, ¿no hay nada…?

—No. No hay nada. No me queda nada. Lo usé todo para mí. Se van a morir todos. Todos y hasta el último de ellos. Es el fin, el fin, el fin. Es el fin de todo.

—Pero ¿quién ha hecho esto? —preguntó Gilbertine—. ¿Quiénes son esas personas? ¿Qué es lo que quieren, señor?

Bueno, yo tenía bien claro qué era lo que querían. Claro como la luz del día. Como Iván me había dicho una vez: «O estás con nosotros o estás contra nosotros». Y, de forma clara, ellos estaban contra nosotros.

Y esto, Peter, es casi el final. El resto es demasiado doloroso para contarlo. No tengo ánimos para dar color a la historia; me limitaré a relatarte los hechos. El príncipe Mircea fue el primero en sucumbir. Era el que más enfermo se encontraba al llegar. Cayó en un coma en pocas horas y nunca recuperó la conciencia. El rey Laszto fue el siguiente en irse. También él cayó en coma. Luego les llegó el turno a los tres miembros de la Orden. Uno. Dos. Tres. Cenizas a las cenizas. Polvo al polvo. Y luego fue el zar Iván. Y el príncipe Estanislao.

Todos sabían que iban a morir. Todos sabían que era inevitable. Y, sin embargo, fueron al encuentro de la muerte con la mayor dignidad. Sosegadamente. Estoicamente. Sin rabia y, aparentemente, sin dolor. Sencillamente se consumieron, uno a uno, como flores que se marchitan. Los enterramos, a todos y cada uno de ellos, en la pequeña parcela arenosa que hay detrás de la capilla Wesleyan. Y fue como si el telón hubiese caído por última vez. Todas esas personas a las que había llegado a conocer tan bien, todos esos amigos, se habían desvanecido como la brisa en los árboles. Y nunca me sentí tan y tan solo. Profundamente solo.

Y ahora ha vuelto a oscurecer y se oye el estruendo en la laguna, solo que más flojo que antes, y hay un suave romper de las olas lamiendo el coral. Y yo sigo aquí sentado, en el extremo más lejano de la tierra, hablando con una bobina que gira y gira sin parar.

Y leo su carta una y otra vez; ¿quién sabe?, la habré leído cien veces y ahora me la sé de memoria. Y en mi cabeza hay una pregunta que me da vueltas y más vueltas; vueltas y más vueltas como la bobina de la cinta.

¿Y ahora qué hago, Peter? ¿Y cómo escapo? Estoy atrapado en este pequeño mundo extraño y todo se desmorona y…

—… Y bien, ¿qué va a ser hoy, monsieur Arnold? Le menú? Siento molestarlo. Hoy tenemos un extraordinario blanquette de veau servido con patatas salteadas (es el especial del chef), o tenemos un coq au vin buenísimo, que viene servido con arroz; o, si desea algo más ligero, hay… Clic.