Damas y caballeros, lamentamos informarles de que Arnold Trevellyan ha muerto. Fallecido en la flor de la vida a manos de una oronja mortal. Qué trágico, qué irónico, para un micólogo, que le saliera el tiro por la culata.
¡Ja! No es verdad, Peter, no es verdad. Soy yo, Arnold, y estoy vivito y coleando, y ojalá pudieras verme. Voy corriendo de aquí para allá como un jabalí enloquecido. Tengo más energía que nunca. Ha pasado una semana, siete días enteritos, ciento sesenta y ocho horas, desde que me senté a comerme un plato rebosante de oronjas verdes recién cocinadas. ¿Y? Pues la verdad es que me siento de maravilla, maldita sea. Ni un dolor de hígado. Ni un retortijón. Nada de coma hepático. En poco tiempo neutralicé las toxinas. El cardo mariano. Nunca una planta mereció tanto su nombre.
He hecho historia en el mundo de la ciencia, Peter. Sí, esta es para los libros de historia. Vale, vale, no es que haya descubierto la gravedad, ni la electricidad, ni nada tan trascendental. Pero he logrado algo que nadie en toda la historia de la humanidad había conseguido hacer, esto es, neutralizar las toxinas de la seta más cruel y peligrosa de la tierra. Así que, oigámoslo, tres hurras para Arnold Trevellyan: hip, hip…
Tengo que crecer más, necesito crecer más. Pero ahora, por supuesto, me preocupa que vayan a encontrar la cueva. Verás, fue ayer. Volvimos allí otra vez. Subimos de nuevo a machetazo limpio. ¿Y qué encontramos? Huellas. Mejor dicho, unas huellas de bota de puta madre.
—Han venido, Gilbertine, han venido.
—¿Quiénes, señor?
—Ellos.
Parecía desconcertada, y entonces se rió.
—Estas son sus hullas, señor. Y las mías. Mire. Su bota encaja perfectamente en la huella.
Era cierto. Sin embargo, seguía sin creérmelo. Esas no eran las huellas de mis botas, eso lo tenía bien claro, y tampoco eran las de Gilbertine. Esas huellas de bota eran de algún intruso. Nos estaban vigilando. Espiando. Justo como sospechaba.
Se veían las huellas en el musgo mojado. Y en el barro. Se notaba por dónde habían abierto el paso en la jungla. Te juro que habían talado un sendero por el flanco norte de la montaña, que está aún más enmarañado que el camino por donde habíamos subido nosotros.
Gilbertine se negaba a creerme.
—Eso son los bandicuts, señor —dijo—. Eso es un sendero de bandicuts. Causan mucha destrucción.
Pero no lo era, Peter. Ese sendero no lo habían hecho unos puñeteros bandicuts. Y yo debería saberlo.
—Ya sé por qué vinieron por ahí —le dije a Gilbertine—. Es por el bote. Su bote debe de estar justo debajo. Está cerca del extremo norte.
—No lo entiendo, señor —dijo Gilbertine. Y claro que no lo entendía. Todavía no le había contado nada sobre el bote.
—Ven —le dije—. Vamos a seguirlos. Vamos a averiguar qué es lo que quieren en realidad.
Así que nos pusimos en marcha, bajando por el flanco norte, abriéndonos camino trabajosamente a través de los arbustos y los helechos gigantes, los enormes túneles de trepadoras y serpollos. Gilbertine advirtió de que era peligroso y que había que proceder con cautela, y que nunca nadie iba por ese lado de la montaña. Desde luego que fue un trayecto complicado, empinado como el Machu Picchu, y había unas rocas recubiertas de líquenes que eran tan viscosos como algas. Y qué decir del calor y la humedad, y de la agresividad de los pinchos de las acacias, que nos aguijoneaban como si fueran alfileres; esa fue la impresión que me dieron. Mis piernas sufrían. Las rodillas me flaqueaban. Los pies me dolían. El corazón se me aceleraba. Chorreaba sudor. Y entonces, pasados unos veinte minutos de descenso por la pendiente trufada de rocas, la cubierta despejó ligeramente y de pronto estábamos adentrándonos en una arboleda cercada que se hallaba codo con codo con los rododendros silvestres. Grandes arbustos enredados, hojas oscuras y cerosas. Y estaban colmados de flores, unos inmensos racimos de flores de un rosa luminoso. Encendidas como bombillas. Había tantísimas que no se veía más que rosa.
—Aeeeoike Maaleekai —dijo Gilbertine—. El arbusto real, señor. Florece cuatro veces al año.
Sacudió uno de los racimos y de los brotes rezumó un olor espeso como una sopa.
—Atrae al pájaro indicador —dijo Gilbertine—. A veces se pueden ver cientos en un solo arbusto.
Quienesquiera que fueran, habían abierto un buen sendero por la jungla. Bandicuts…, ¡y un carajo! Un bandicut no corta ramas con un machete. Un bandicut no quiebra las raíces del suelo. Y eso me hizo pensar que tal vez querían que yo supiera que estaban ahí. Por supuesto, estaban intentando asustarme. Terror psicológico. Estaban intentando ahuyentarme. ¿Y si Gilbertine, una de mis propias esposas, era una de ellos? ¿Quién estaba en posición de decir que no había cambiado de bando? Y entonces, de repente, me di cuenta de que quizá mi presencia se había convertido en un engorro para ellos. Quizá vieron que yo tenía la capacidad de arruinar todos sus planes.
El mar. Se veía el mar a nuestros pies, reluciente como papel de plata. Estaba a solo treinta metros por debajo de nosotros, tal vez un poco más, pero ese último descenso por las rocas resbaladizas y viscosas fue de lo más traicionero. Me escurrí, me levanté la piel de la pierna. Salió en una larga tira, como la peladura de un pepino. Empezó a hincharse casi instantáneamente, pero me metí en el agua del mar y la limpié de barro, y el agua salada le vino bien. Y entonces Gilbertine la cubrió con corteza del árbol cau-cau.
La llevé a la cueva donde había estado el bote.
—Nada, señor —dijo Gilbertine—. Aquí no hay nada.
Era cierto. No había bote. Había desaparecido.
—Pero mira, mira, mira —dije—. Mira la arena.
Una profunda línea surcaba la arena de la playa como una lona rajada. Habían sacado la barca de la cueva y la habían botado al mar; y debieron de hacerlo después del cambio de marea.
—Tendrás que ser mis ojos —le dije a Gilbertine señalando al mar, donde yo no era capaz de ver nada más que el intrascendente agua y el cielo refulgente—. Tienes la vista más aguda de todo Tuva.
Pero Gilbertine me juró que no veía nada, ni siquiera un punto minúsculo en el lejano horizonte.
—¿Nos abandonan? —musité en voz alta—. ¿O se esconden de nosotros? ¿Se reservan algún as en la manga?
Gilbertine se encogió de hombros.
—No veo nada, señor. Pero puedo nadar mar adentro, hacia el horizonte, si usted lo desea.
—¡Nadar! El horizonte debe de estar a varios miles de bilks de distancia.
—No importa, señor marido, señor, si eso es lo que desea.
—No —dije—. No quiero ponerte en peligro.
—Peligro, señor, es mi apellido.
Eso fue lo que dijo. Y lo es, Peter, ¡lo es! Se llama Gilbertine Peligro Kituwaia. ¿No es para morirse de risa?
Pero he de volver al banquete; ahí es donde te dejé. ¿O fue en la cama? Da igual, no importa. Lo que sí importa es lo que sucedió en los días posteriores a la cena. Verás, todo el tema de la Europa del Este estaba empezando a despegar. La Orden había estado preparando el terreno, y ahora estaban listos.
No puedo darte todos los detalles porque no los conozco. Lo único que puedo decir es que tenían cientos de agentes y redes clandestinas trabajando para ellos. Funcionaban a una escala increíble. Habían causado estragos en una docena de lugares distintos: en Rumania, en Praga, en Polonia, en la Alemania del Este. Habían conseguido echar abajo el telón de acero. Dentro de la organización había una sensación muy real de que eran una fuerza imparable. Pero tenían que ser prudentes. Necesitaban un plan de apoyo en caso de que fracasaran. Y ahí era donde entrábamos en juego Lola y yo. Verás, se trataba de Tuva. En cierto sentido, la idea de devolverle el trono a Lola carecía de importancia estratégica. No era algo que fuera a cambiar el mundo. En definitiva, estamos hablando de un reino diminuto perdido en algún lugar muy remoto del Pacífico Sur. Estoy seguro de que la mitad de los miembros de la Orden ni siquiera sabrían señalarlo en un mapa. Pero era precisamente ese aislamiento lo que la hacía tan valiosa. Hacía tiempo que se había sugerido que el archipiélago se convirtiera en un refugio si todo se iba al traste.
Ya te he contado que el abuelo de Lola había ofrecido asilo a la Orden a principios de siglo. En muchos aspectos, era el lugar perfecto. Verás, la inteligencia militar se había percatado de que con muy poco armamento podían defender la isla de un ataque. Es casi imposible desembarcar tropas en Tuva, por los arrecifes que rodean la isla. Y un puñado de misiles bastaría para mantener a raya una flota de buques de guerra. Además, había un nutrido grupo de monarcas dispuestos a colaborar en la defensa de la isla. El sultán de Omán ya había donado grandes sumas de dinero y ahora ofrecía también tropas. Y tanto Dinamarca como Suecia también habían aportado un enorme apoyo logístico. El único contratiempo era cómo trasladar a la gente hasta allí en caso de desastre. La rapidez era un factor esencial. Y ahí es donde entraba Mitterrand: puso a disposición de la Orden su avión presidencial. Dejó bastante claro, y lo oí de sus propios labios, que si alguna vez surgía la necesidad y todo el mundo tenía que huir, pondría su avión a nuestra entera disposición.
Pero antes de que Lola y yo partiéramos hacia Tuva, la Orden quería enviar una señal al mundo exterior. Quería presentar el regreso de Lola a Tuva como un deseo democrático del pueblo tuvano. Quería demostrar que era posible que los países que habían funcionado sin reyes durante muchas décadas volvieran a abrazar la monarquía. Era un ejercicio de relaciones públicas, ni más ni menos. Así que me hicieron contactar con el Telegraph. Me pidieron que emitiera un comunicado de prensa. Y salió de perlas, porque más o menos una semana más tarde apareció un reportero. Se llamaba Tobías no sé qué. He olvidado su nombre. Un tipo simpático, aunque un poco soso. Y hablamos de setas. Mucho. Y hablamos de monarcas y de árboles, y antes de darme cuenta eran como las dos de la mañana. Pero Lola seguía sin aparecer. De repente tenía los pies fríos. Se negó a conocerlo. Dijo que le preocupaba la idea de salir en el periódico y, bueno, la Orden aceptó sus recelos. Tengo que confesar que el periodista parecía un poco molesto.
—Habría estado bien tener una foto suya. —Eso fue lo que dijo—. Podría ser que echaran atrás el artículo si no hay foto.
Y yo pensé: Solo quieres escribir el artículo para pegar una foto gigantesca de una reina de la belleza en tu puñetero periódico.
Me quedé atónito cuando me dijo que trabajaba para la sección internacional. No sabía cuál es la capital de Botswana, y no me supo nombrar el río más largo de Rusia. De hecho, no parecía saber mucho de nada. Y eso me hizo reír.