25

Fue hace cinco días. Gilbertine y yo, a golpe de machete, volvimos a subir a la cueva. La misma jungla humeante, la misma maraña de enredaderas. La única diferencia era que, en esta ocasión, estaba literalmente temblando de emoción. ¿Habrían brotado las oronjas verdes? ¿Me encontraría con un manto de yemas de huevo? Ya sabes la respuesta. Claro que la sabes.

Oh, Peter, qué deleite para los sentidos. Hasta Gilbertine cayó de rodillas. Había cientos, cientos y cientos y cientos: oronjas verdes, panteras, ángeles de la muerte. Y junto a ellas, a lo largo de toda una pared de la cueva, estaban las oronjas. Conté sesenta y cuatro ya hechas fruto y otras ciento veinte asomando sus cabecitas calvas por la tierra. Entre todo el mundo, solo tú, Peter, te puedes imaginar cómo se me salía el corazón de la emoción cuando vi aquellas yemas de huevo de un naranja reluciente empujando a través del humus.

Gilbertine me agarró la mano y la agitó vigorosamente.

—Bien hecho, señor marido, señor —dijo.

—No —respondí yo—, bien por ti. Fuiste tú quien la encontró. Y fuiste tú la que nos trajiste aquí.

Las recogimos. No todas, solo las oronjas verdes y las setas de los césares. Las sacamos del terreno haciendo palanca con muchísimo tacto, tratando con toda delicadeza de mantener intacta la gruesa raíz bulbosa. Y hay otra cosa que también cogimos, Peter. Una planta que es de vital importancia para todo lo que estoy a punto de contarte. ¿Te acuerdas de lo que te decía en la cinta anterior? ¿Recuerdas que te conté que había plantado algunas semillas del cardo mariano? Pues esas preciosas cabroncillas también habían asomado la nariz a través de la tierra, y estaban magníficas y en plena floración. Bolitas púrpuras de peluche, eso es lo que parecían, con esas espinas afiladas como agujas, señalando en todas direcciones. Las partí por la base del tallo: chas. Sonó como cuando pisas un caracol. Y exudaron un olor fuerte y ligeramente amargo, una mezcla de yogur pasado, nevera maloliente y lejía.

—¿Las cortamos todas? —preguntó Gilbertine.

—Hasta la última de estas bellezas —dije—. Podrían ser mi salvavidas.

Todo esto tuvo lugar el martes pasado y te lo habría contado antes, pero he estado tan ocupado y todo se ha puesto tan emocionante que he ido a toda prisa por primera vez desde que llegué aquí. Pero ahora (suenan trompetas), estoy en condiciones de contarte hasta el último detalle. No obstante, primero tengo que avisarte. Voy a tener que ponerme técnico. Me voy a poner todo científico. Te va a interesar, Peter, sé que te va a interesar, aunque no estoy convencido con respecto a Philippa (Philippa, ¿estás ahí?). A lo mejor esto te resulta un poco tedioso. A no ser, claro está, que escondas una fascinación por los más recónditos mecanismos de una seta. Sus secretos. Sus partes ocultas. Los jugos tóxicos y fibromas venenosos. Si es así, entonces hasta la seta más fea, moteada y verrugosa que hay sobre la faz de este planeta nuestro puede convertirse en un objeto fascinante. Y hermoso.

Alfa-amanitina. Esa es la toxina letal de la oronja verde. Eso es lo que se va cavando un traicionero túnel hasta el interior de tu hígado, arrasando con todo lo que encuentra en su camino. Las primeras diez horas…, nada. Ni siquiera sabes que estás enfermo. Pasan otras diez horas. Sigues sin darte cuenta de que algo va mal. Buenas noches, duerme bien. De hecho, no es hasta el segundo o el tercer día cuando se presenta la sospecha de que algo puede ir mal. Y si supieras lo horripilante que llega a ser… Las luces rojas deberían estar encendidas. La alarma debería estar aullando. Debería haber una cacofonía ensordecedora de timbres y sirenas. Verás, las toxinas se han hecho una madriguera en lo más profundo de tu hígado. La alfa-amanitina está avanzando a mordiscos, mordiscos, mordiscos hasta el interior de tus células. Está provocando una citólisis del hepatocito (ese es el término técnico), una destrucción masiva de las células que forman tu hígado.

Fallo renal. Fallo hepático. Y entonces tu respiración empieza a debilitarse. El coma hepático llega como un feliz alivio. Por lo menos no sabes que estás a las puertas de la muerte. Un día más. Es lo único que te queda. Y luego se acabó.

Alfa-amanitina. Eso es lo que acaba contigo. Y me ha tenido fascinado durante años. Verás, es un polipéptido: un polímero lineal con dos cadenas de aminoácidos. ¡Dos! Imagínate. Se abre paso a través de las membranas de todas las células de tu hígado. Es como usar una cosechadora para cortarle el pelo a un calvo. Es David contra Goliat, y esta vez, Goliat tiene todas las de ganar.

¿Me sigues? ¿Necesitas un descanso? Bueno, de momento, vamos a dejar a un lado a las oronjas verdes. Entonces, ¿qué pasa con el cardo mariano, con sus espinas puntiagudas, y su olor y sus jugos ácidos? Eso, Peter, fue lo que verdaderamente me animó a seguir adelante. Efectué un corte con un escalpelo en la cabeza de las flores (de todas ellas) y extraje con cuidado las semillas. Y luego pinché con una aguja hasta la última de las semillas. Tardé horas, porque son microscópicas. Como motas de polvo. Y entonces las calenté a treinta grados, con mucha delicadeza. Ni un grado más, o las habría destruido. Y después, con el mismo cuidado, las aplasté entre dos cristales. Dos hojas de cristal gruesas e impolutas. ¿Y qué salió? Un líquido translúcido: silimarina pura. La destilación de la planta. La esencia. El jugo sagrado. Y esto, Peter, para mí era oro líquido. Porque la silimarina, si se ingiere correctamente, actúa como un poderoso bloqueador de las membranas del hígado. Es como cerrar los postigos, como bajar las persianas. La silimarina tiene la capacidad de detener el coma hepático. No te mueres. Al menos, esa era mi teoría.

Pero ¿cómo rayos te lo montas para conseguir que la silimarina acuda a todos los lugares a los que ha entrado la amanitina? ¿Cómo la introduces en todos los rincones de tu hígado? Aquí es donde tuve un golpe de genialidad, Peter. Lo tenía delante mismo de los ojos, y me habría dado un capón por no haberlo visto antes. Emplea un extracto de amanita para que te haga el trabajo. Vincula la silimarina a los ingredientes activos de una seta de los césares —únelos como un caballo a un carro—, y ya lo tienes al noventa por ciento. Verás, las oronjas se ingieren precisamente del mismo modo que las oronjas verdes. Pasan por los mismos puntos del cuerpo. Se procesan de la misma forma exactamente. Exactamente. También ellas pasan a través de tu hígado. Pero lo hacen sin causar daños. Y estaba seguro de que estos sombreros del color de la yema del huevo me darían línea directa hacia todas las membranas celulares que estaban siendo atacadas.

Por supuesto que me estoy dejando un montón de detalles técnicos. He conseguido que suene mucho más sencillo de lo que fue. Y mucho menos científico. Bueno, la ciencia puede esperar a que escriba el ensayo académico. Pero ya te digo que fue una auténtica pesadilla intentar extraer todos los jugos activos de la oronja. Suponen un porcentaje diminuto del fluido que contiene la seta, y me llevó veinte, tal vez treinta intentos antes de lograrlo por fin. Pero esas pocas gotas, Peter…, bueno, para mí eran tan preciosas como la grabadora que tengo sobre mi mesa. Eran mis salvavidas. Y es que tenía grandes esperanzas puestas en que, cuando se unieran a la silimarina, me permitirían salvar a la gente de una muerte segura. Podría jugar a ser Dios, empleando para ello sus propias herramientas.

Va a funcionar, Peter; estoy seguro al cien por cien de que va a funcionar. Sé más de la silimarina que ningún otro mortal sobre la faz de la Tierra. La he analizado a través de un microscopio. He examinado su estructura molecular. He leído todo lo que se ha escrito acerca del tema. Y ahora ha llegado la hora de someterlo a prueba.

¿De qué sirve un antídoto si no se prueba antes? ¿De qué sirve la ciencia si no estamos preparados para experimentar y arriesgarnos? ¿Acaso Thomas Harriot no llevó a cabo experimentos sobre su propia nariz cancerosa? Necesitamos un conejillo de Indias; necesitamos a alguien que dé un paso al frente por el interés de la ciencia y por el bien de la humanidad. ¿Arnold? ¡Arnold!

En breve, Peter, esta misma tarde, hace menos de veinticinco minutos, me he comido tres oronjas verdes enteras. Sombrero. Pie. Y raíz bulbosa. Enteras. Ñam, ñam. Las he cocinado. Ñam, ñam. Y me las he comido. Ñam, ñam. Hasta el último bocado. Ñam, ñam. Con una pizca de ñame para que estuvieran un poco más sabrosas.

Y mañana por la tarde, exactamente veinticuatro horas después de habérmelas comido, me tomaré mi antitóxico de silimarina. Mi salvavidas. Funcionará, Peter. Créeme que funcionará. Confío al trescientos por cien en que esas toxinas pasarán por mi cuerpo de forma inocua. Y si me equivoco…, bueno, tendrás que explicar lo que ha sucedido. Explicárselo todo a… Bueno, será demasiado tarde. Demasiado tarde.

Estoy esperando, esperando, esperando. Dos horas. Tres horas. Y mientras espero, deja que te cuente más cosas sobre las canteras. Las canteras de Creux. Esta podría ser la última vez que hable contigo. Pensándolo bien, este podría ser mi canto del cisne.

Cada día iba a ver mis oronjas. Cada día Lola venía a visitarme y entonces me invitaba a volver a sus aposentos. Ella marcaba el ritmo, Peter, simplemente. Y era todo como una brisa liviana, en comparación con el vendaval en que se había convertido con Flora.

Flora y yo éramos dos frentes de altas presiones acercándose estruendosamente desde el este y el oeste. Se acercan, se acercan. Y entonces…, bueno, ya sabes cómo era. Un gigantesco choque de platillos y el cielo se parte en dos. No entendía que pudiera ser de otra forma. Es decir, si te paras a pensarlo, es bastante raro no dejarse ni a sol ni a sombra.

Y sin embargo, ahí está la clave: estar con ella prácticamente cada hora del día, conocer todos sus hábitos, entenderla tan bien que hay tardes, sí, tardes enteras, en las que te quedas ahí sentado en completo silencio. Y luego hay otras veces…, bang, bang. Nunca fue por nada en particular. Por nada que fuera importante.

—Eres gracioso. —Eso fue lo que me dijo Lola cuando alabé su sosiego—. Preferiría ser como tú. Tú eres una chispa al lado de toda la gente aburrida que hay en este lugar. Eres como una banda de música inglesa.

Lo que me dejó pasmado, Peter, fue lo distinta que era. Con Flora me sentía decepcionado constantemente. Y ella lo estaba. Ella misma me lo dijo. Y…, ay, ¿por qué estoy pensando así en voz alta? Debe de ser el calor. Lo único que quería decir realmente es que Lola y yo nos entendimos de fábula. Yo le hablaba de setas y de historia. Y ella me hablaba sobre Tuva, una isla que ella nunca había visitado y que solo conocía por las historias que su padre le había contado. Era muy buena evocando este lugar. Ya me lo podía imaginar. Ya veía la cima humeante del monte Tuva.

—Iremos allí juntos —me dijo—. Cuando sea seguro.

Unas tres semanas después de conocernos, me preguntó si éramos una pareja.

Yo lo pensé un momento.

—Tengo cuarenta y dos años —dije—, y tú veintinueve.

—Treinta —dijo—. Bueno, casi.

—Eso son trece años. Y son un montón.

—¿Sí? —dijo—. Para mí no son muchos. Además, prefiero a los hombres mayores.

—Y estoy casado —dije. Ella se echó a reír y dijo—: Eso no me preocupa. La monogamia nunca ha formado parte de la vida de Tuva. Mi abuelo tuvo seis esposas. Y pudo haber tenido diez, pero decía que seis eran suficientes. Una para cada día de la semana, y los domingos descansaba.

Una tarde me preguntó cómo era Flora.

—Me hablas de todo lo que se te pasa por la cabeza, pero nunca me has hablado de ella, excepto para contarme que se marchó.

Flora. Repetí su nombre despacio. De pronto me di cuenta de que llevaba cuatro semanas sin saber ni una palabra de ella. Cuatro semanas enteras. Dios mío, habían pasado como una exhalación. Creo que nunca había estado cuatro semanas sin verla. ¿Qué había sido de ella? ¿Y dónde estaba? Una gran burbuja de nostalgia fue creciendo en mi interior. Y ahora puedo confesártelo, Peter, tuve que guardarme el secreto.

—¡Arnold! —Era Lola—. Despierta, soñador. Te estaba preguntando…

—¿Eh? Ah, sí…, Flora.

Por una vez, no supe qué decir.

—Es impetuosa —dije—. Es lo contrario a ti.

—¿Impetuosa? Me gustaría conocerla.

—No, no te gustaría —le dije con toda honestidad—. Habría sangre derramada.

—¿Le gustaban las setas? —Su pregunta me hizo gracia.

—Sí —dije—. Le gustaba la lengua de vaca ligeramente salteada con aceite de oliva y luego cocida a fuego lento en crema de leche y mostaza de Dijon. Y servida con un Chablis Grand Cru.

—Qué sofisticado. ¿Lo cocinarías para mí?

—Tal vez —dije. Pero sabía que no lo haría.

Las oronjas crecieron. Treinta y ocho días. Sí, y setenta y una horas antes de la cena real sus sombreros se abrieron como parasoles mágicos. Su carne era firme y compacta, como un pedazo de edam. Lo pinchas y cede levemente. Eran las mejores oronjas que he visto; y lo que hacía todo más emocionante aún era el hecho de que se trataba de las primeras que había conseguido propagar.

—¿Cómo vas a cocinarlas? —preguntó Lola—. A mí ya me ha entrado hambre.

—¿Cocinarlas? No voy a cocinarlas. Las oronjas hay que comerlas crudas.

Ahora le tocaba a Lola quedarse sorprendida. Me dijo que en años anteriores siempre las habían cocinado.

—Pues este año son crudas —dije—. Tan crudas como un filete tártaro. Pero sin el huevo.

Están mejor crudas, Peter, de verdad que sí. Tienes que acordarte de cuando las comimos crudas por tu cuarenta cumpleaños. Estaban deliciosas. Y son muy fáciles de preparar. Las colocas sobre sus grandes cabezas calvas, con el parasol del revés, y las cortas con el cuchillo más afilado que tengas. Cortes de un milímetro. Ni una fracción más. Tienen que ser del grosor de una oblea. Las dispones en una sola capa, mejor si es en un plato de porcelana, y luego fundes la mantequilla. Ligeramente salada. Tiene que ser mantequilla ligeramente salada. Con una brocha, pintas las setas con la mantequilla, lo justo para darles brillo, y después exprimes el zumo de limón. Una pizca de sal, sel de Guérande, espolvoreas con pimienta, un suspiro de nuez moscada, un poquito de perejil picado. Lo dejas macerar cinco minutos, o diez. Y ya te puedes preparar para uno de los mayores placeres gastronómicos del mundo.

Discordia y armonía en todas y cada una de las lonchas de la seta. Seis ingredientes, cinco de los cuales se encuentran en los armarios de todas las cocinas de la Tierra y, sin embargo, todos ellos tienen un efecto explosivo en sus acompañantes culinarios. Las setas son la base. Contienen el sabor del bosque. Su decadencia vegetal, Peter, que se ha transmutado en algo infinitamente más espléndido. Piénsalo. Te estás comiendo la mismísima esencia orgánica de la creación. Se tarda uno o dos segundos, hay que tener paciencia, y entonces empieza el adagio. Lentamente, una segunda capa de sabores empieza a acariciarte la lengua. Verás, es la mantequilla, la suculenta mantequilla derretida. Un dulzor lechoso, una suntuosidad caramelizada que se funde con la decadencia vegetal. Y luego el cítrico: el alegre cítrico entra en tu boca dando airosos saltitos como una coqueta bailarina. Aporta un sabor agudo que modifica la mantequilla, que equilibra el aceite. Empiezan a trabajar en armonía; una sinfonía de músicos virtuosos. Y el acorde musical se expande en su complejidad con cada nuevo ingrediente que se añade. ¿Qué es ese acorde, Peter? Escúchalo tirando de tus papilas gustativas musicales. ¿Es algo de Rajmáninov? ¿Un concierto de Cuaresma de Kastalsky? ¿O mejor simplificamos? Sí, dejémoslo en una séptima dominante. Armonía…, pero sin resolver. Te precipitas hacia el final. Te apresuras hacia la satisfacción. Pero te aferras a ese estado cercano al éxtasis. Y es cuando la nuez moscada te explota en la lengua, y no antes, cuando el acorde se precipita por fin hacia su conclusión. Tócalo al piano, Peter. Tócalo. Entenderás lo que quiero decir.

Empezaron a llegar el 13 de marzo: monarcas y aspirantes a monarcas de todos los rincones del mundo. El rey Carlos XVI de Suecia y la reina Beatriz de Holanda fueron los primeros en aparecer. Tendrías que haber visto el sombrero que llevaba. Luego vino el rey Jameson Tampo, que es el legítimo heredero al trono de Malawi. Iba acompañado por el rey Birenda Bir Bikram sah Dev (o algo así). La mayoría llegaba de noche. Fueron acomodados en la casa de De la Regnier (todos venían en coche), y tenían que hacer la última etapa del viaje a pie. Pedro Henriques, el rey sin corona de Angola, llegó (a quién se le ocurre) con botas de piel de llama. Y el emperador Amha Selassie de Etiopía trajo catorce guardaespaldas ataviados con pieles de león. ¡Pieles de león! Y cantaban y tocaban tambores por todo el camino del bosque. Se oía desde dentro de la cantera: bang, bang, bang. Waaalua, waaalua, lua, lua, ayeee. Era como estar en África.

Y luego vino nuestra mismísima reina, Peter, en compañía del príncipe Felipe y tres perros galeses, todo ladridos y lloriqueos, que se empecinaron en mearse por todas partes, incluyendo mis zapatos. ¡Nuestra propia reina, maldita sea! Sonreía a todo el mundo. Oh, sí, tenía un aspecto de lo más regio, desde luego. Y estuvo charlando con Lola, que había coincidido con ella en numerosas ocasiones.

Es tan raro verla en carne y hueso. Te conoces tan bien su cara, la has visto en miles de fotos, y eso lo hace aún más insólito, cuando te encuentras con ella frente a frente.

—¿Y usted es…? —dijo volviéndose hacia mí. Estaba delante de mí, Peter, a poco más de medio metro. Y yo me quedé mirándola boquiabierto como un condenado gato de Cheshire.

—Arnold Trevellyan —dije—. Estoy a cargo de las oronjas.

No se me ocurrió otra cosa que decir.

Emitió una especie de resoplido corto.

—El rey de los césares —dijo dirigiéndose a Felipe y volviéndose después de nuevo hacia mí—. Eso te convierte en el gallo del corral.

Y todos los que estaban por allí alrededor le rieron la gracia cortésmente.

—Espero llevármelo conmigo de vuelta a Tuva —explicó Lola—. Cuando eso suceda, si es que sucede.

—Oh, sucederá —dijo la reina—. Y pronto. Todo está dispuesto.

El banquete estaba previsto para el 15 de marzo a las siete y media en punto, y los preparativos llevaban en marcha mucho más tiempo. Camareros, chefs, lacayos, mayordomos, habían aparecido todos de la nada. Nunca pude averiguar de dónde salió todo ese personal; había un ejército de gente allí abajo en las canteras. Y ahora, en los días que precedían al banquete, parecía que llegaba todavía más gente. Había una actividad constante, y ruido, y bullicio. El entrechocar de las bandejas, el tintineo de la vajilla. Sacar brillo a la cubertería, limpiar copas. Lola me llevó a la cocina, donde Jean-Claude gobernaba como un autócrata sobre los fogones y las cacerolas.

J’insiste…, oui. Oui! Et ça… c’est un ordre! —Disparaba las palabras con una claridad de staccato.

La cocina, Peter, la cocina. Era mitad casa de campo (toda fogones y hornos AGA y cazuelas) y mitad maravilla de la alta tecnología. Las ollas colgaban de un escurridor como una hilera de discos relucientes: dos docenas de atardeceres cobrizos, cada uno mayor que el contiguo. Y había cebollas friéndose, y salsas borboteando, y alguien picando ajos, y pan tostándose, y uno que descorcha una botella de vino, y otro que vierte coñac, y una sartén siseando con almendras y piñones, y reina un fuerte olor a perejil y a menta fresca, y a romero, y jerez humeando en una sartén, y hay chalotas sofriéndose en mantequilla, y un cuenco lleno hasta arriba de crema, y otro cuenco lleno hasta arriba de frambuesas, y uno de albaricoques, y uno de higos cortados, todos morados y maduros, y miro a mi alrededor y cada vez me siento más vacío y hambriento.

Y Jean-Claude me pasa una cuchara rebosante de salsa que se agarra al borde con una piel fragilísima. Y me la llevo a la boca y toca mi paladar, y me resbala por la lengua, y entonces todo es vino y marisco, y es mantequilla, y es pimienta, y hay un poso de hinojo y un toque de macis, y se derrite en mi boca, y entonces, despacio, despacio, se desvanece, se desvanece, hasta que lo que queda es solo una sombra.

—Mi sopa —dice Jean-Claude—; tardé cuatro años en perfeccionarla.

Y yo tardé tres horas en laminar las setas y otra más en aliñarlas. Lo cronometré, Peter, al segundo. Cuando dieron las ocho, aparecieron los lacayos y se las llevaron al salón de banquetes. Y entonces esperamos. Estábamos de pie en la cocina (tenía a Jean-Claude a mi lado) y esperábamos a oír el veredicto. Cinco minutos. Luego diez. Y entonces un camarero irrumpió precipitadamente con un trozo de papel. Era una nota de Lola. «Eres un éxito». Eso era lo que decía. Y luego, debajo y en letra más pequeña: «¿Quieres casarte conmigo?».

Y no sé si fue por la absoluta emoción de todo el asunto, Peter, o si fue por el vino, o por el hecho de estar allí rodeado de todas aquellas rarezas reales. Pero, antes de darme cuenta, sin pensarlo siquiera, había escrito la palabra «sí» y había pedido que se la entregaran de nuevo a Lola.

Sí, Peter. A pesar de estar ya casado.

Sí. A pesar de que (si te soy honesto) apenas la conocía.

Sí. A pesar de que había mil y una razones para decir que no.

Sí, Peter. Dije que sí. Dije que sí, maldita sea. Creo que ha debido de ser el momento más extraño de toda mi vida.

Y luego está el recuerdo de lo que vendría después, esa misma noche. El recuerdo de ella desnudándose ante mí. Como una profesional, ella.

Se quita los zapatos de un puntapié. Se sube la blusa muy lentamente por encima de la cabeza; la pasa rozándole-la-nariz-y-las-orejas-tan-y-tan-delicadamente. La melena en cascada, como una ducha de agua. Y de pronto está desnuda de cintura para arriba. Y es una granada. ¿O tal vez un mango? Oh, la la! Y resulta que estás contemplando el destape más inocente del mundo.

—¿Y tú —dice— no vas a venir a la cama?

Eso es exactamente lo que dice, Peter. Esas fueron sus palabras literalmente. «¿Y tú no vas a venir a la cama?». Bueno, no vas a decir que no, ¿verdad? Pues claro que no, maldita sea. Así que te quitas la ropa en un santiamén, como un rayo, y te metes en la cama. Y entonces, esa noche —tendido y despierto en plena oscuridad— piensas: La vida es una seta. Es una seta grande y deliciosa.