24

Se puso a nevar cuando volvía a casa desde el Telegraph. Nevaba copiosamente.

—Por la mañana habrá un tráfico caótico —predijo el dueño de la tienda de la esquina que había cerca de mi apartamento—. Espere y verá.

Nevara o no, estaba seguro de que tenía razón. Cuando salí del trabajo, el equipo de noticias estaba atareado preparando el artículo sobre la ventisca que, procedente del Ártico, nos azotaba.

Flora llegó a casa unos minutos más tarde. Me había acostumbrado al sonido de la llave en la puerta y a su jovial saludo. Pero aquella tarde en particular estaba pálida y parecía cansada, noté que algo no iba bien del todo.

—Tengo dos noticias —dijo. Su voz sonaba más contenida de lo normal y carecía de toda luminosidad—. Una buena y una mala. ¿Cuál quieres primero?

—La buena —dije tratando de imprimir una nota de ánimo en la estancia—. Decididamente la buena.

Se sentó en la silla más incómoda de la sala (recuerdo incluso que, en aquel mismo momento, me dio la sensación de que había escogido aquella silla en concreto de forma intencionada), y repitió lentamente mis palabras.

—La buena. Bueno…, vale. Ahí va. Tengo trabajo. En Hobby House, una editorial para niños. ¿Sabes? No te lo había dicho antes, pero, bueno, había solicitado trabajo en seis o siete. No, solicitado no. Escrito. Y me llamaron de Hobby House y me pidieron que fuera. Les ha encantado el trabajo que hice en Foxtree y… en definitiva, que me han contratado. De forma temporal.

—Vaya, eso sí que es una noticia —dije.

Y en efecto era una buena noticia. No me había contado nada, ni sobre que estuviera buscando trabajo ni sobre que deseara trabajar siquiera. Lo único que sabía era que había dejado Foxtree hacía más de tres años.

—¿Cuándo empiezas? ¿Y por qué no me habías contado nada de eso? ¿Por qué todo este secretismo?

—Bueno, tengo derecho a unos cuantos secretos —dijo. Su tono comedido se tiñó repentinamente de sarcasmo y presentí, por motivos que en el momento no tenía claros, que estaba a punto de convertirme en objeto de un ataque. Nuestra primera discusión estaba a la vista.

—Quiero ganarme la vida —dijo—. Y no me gusta vivir de la caridad, no me gusta nada. Eres muy generoso. Y te estoy muy agradecida. Pero…, bueno, es que no me siento muy cómoda con cómo están las cosas en este momento.

Asentí para dejar patente que estaba de acuerdo con lo que estaba diciendo. No tenía ganas de discutir. Tomé mentalmente la decisión de convenir con todo lo que dijera.

—¿Y qué vas a hacer allí? ¿Algo parecido a lo de Foxtree?

—Es en el departamento de diseño. Libros ilustrados. Para niños de cinco, seis y siete años. Lo mismo que hacía en Foxtree. Hasta que fui tan estúpida, estúpida, estúpida de dejarlo.

—Bueno, eso…

Me detuve a mitad de frase. De pronto me di cuenta de que tenía sentimientos encontrados frente a esa noticia. Por una parte, era genial. Y por otra parte, no era genial en absoluto.

—Es genial —dije—. Es genial. Tenemos que tomarnos una copa de algo. Hay que celebrarlo. Pero no tienes por qué…, ya sabes, no tenías que hacer esto por mí. Yo estoy muy contento. Estoy más que contento con la situación.

—Oh, estoy segura de que así es —dijo. El sarcasmo latente había alcanzado su máxima expresión—. Oh, sí, y también Arnold lo estaba. Más que contento de tener una mujer en casa sin hacer gran cosa. Siempre allí. Siempre sonriente. La cena hecha. La cena puesta. La cena lista. La ropa limpia. La ropa planchada. Bragas fuera. «¿Un trabajo? ¿Para qué quieres un trabajo?». Sí. No. Sí. No. Bien, Tobías, estoy harta de todo. Ya he tenido bastante y no quiero volver a caer en la misma trampa otra vez, muchas gracias. Antes de darme cuenta estaré planchándote las camisas y haciéndote la cena. Y eso es algo para lo que no estoy pre…

—Vale. Para.

Grité. Nunca antes le había gritado. Y luego alcé las manos.

—Para ya. Me parece que has dejado bastante clara tu postura. Yo no te he pedido que me planches las camisas. Y nunca te he pedido que me hagas la cena. De hecho casi siempre soy yo quien hace la cena. Y no he intentado evitar que busques trabajo. Ni siquiera sabía que lo estabas buscando. En cuanto a lo de «bragas fuera»… Eso sí que es un golpe bajo, si sabes a lo que me refiero. Pero lo del trabajo es una buena noticia. No. Es mejor que una buena noticia. Es genial. Vamos a tomar una copa. Vamos a celebrar tu nuevo trabajo.

Hubo un momento de silencio. Ella no dijo nada más, de modo que me puse de pie y estaba a punto de entrar en la cocina cuando recordé sus primeras palabras.

—Esa era la buena noticia. Dijiste que había una mala noticia. Será mejor que me la cuentes antes de que me tome una copa.

Hubo una larga pausa.

—Estoy embarazada —dijo.

—¡Qué!

—Estoy embarazada. Bueno, estoy segura en un noventa y nueve por ciento. Estoy embarazada.

—Pero ¿cómo? ¿Cuándo? ¿Cómo lo…?

—Creo que una mujer sabe cuándo está embarazada —me soltó partiendo en dos mi pregunta.

Embarazada. Mi cerebro estaba procesando la información, tratando de calcular el alcance de la mala noticia. En cierto sentido, era muy mala. No lo habíamos planificado y nuestra relación era aún incipiente. Hasta esa noche, nunca habíamos discutido, ni una sola vez. Esto lo iba a cambiar todo, nuestra amistad y nuestro futuro. Y me convertiría en padre.

No obstante, estos pensamientos, y el bebé propiamente dicho, no entraron en mi mente hasta mucho más adelante, a lo largo de esa misma noche. En aquel momento ni siquiera formaba parte de la ecuación. Mi único pensamiento era de un sereno triunfo. Poco a poco había calado en mí el sentimiento de que Flora me gustaba, que me gustaba mucho. Y sin duda esto arrancaría a Arnold de su vida para siempre.

—Sé lo que estás pensando —dijo Flora—. Sé exactamente lo que estás pensando.

Su voz me sobresaltó. Ninguno de los dos había hablado durante casi un minuto.

—¿Qué? —pregunté—. Tú no eres una vidente.

Pero lo era.

—Estás pensando que esto me llevará a divorciarme. Que esto pondrá punto y final a mi relación con Arnold. Que se terminará oficialmente. El papeleo hecho. Todo sellado y entregado.

Estaba perplejo por el modo en que me había leído la mente.

—Os odio —dijo—. A todos. Ni siquiera has pensado en el niño. Está claro que él, o ella, ni siquiera ha entrado en juego. Es cierto, ¿verdad? Admítelo. Estás pensando en ti mismo. Y es tan típico. Todos los hombres sois iguales. Sois tan predecibles. Y estáis tan absortos en vosotros mismos. Mira cómo has reaccionado ante la noticia de que tenía trabajo.

—¡Qué! —dije—. Estaba entusiasmado. ¿Qué más podía haber dicho? ¿Qué querías que dijera?

—Ja —fue su respuesta—. No creo que estuvieras entusiasmado. Creo que estabas cabreado. Has tenido que ocultarlo. Disimular. Porque te avergonzabas de estar cabreado.

—Bobadas. Para ti estaba cabreado. Pero para mí no había ningún problema.

—«No había ningún problema». —Lo repitió en un tono aún más cáustico—. Eso es a duras penas un respaldo enérgico, ¿no es eso? Es apenas un «Oh, Flora, es fantástico, estupendo, maravilloso».

—Estás disgustada y te estás desquitando conmigo.

Hubo un silencio por un instante. Sonó la alarma de un coche en la calle. Y Flora me miró furiosa.

—Bien —dije en el tono más calmado que pude—, te he dicho lo que siento acerca de que estés… embarazada. Pero ¿qué sientes tú? ¿Por qué para ti es una mala noticia? El otro día me estuviste contando que…

—Es terrible —dijo—. Es un desastre. Y es espantoso.

Rompió a llorar y a despotricar al mismo tiempo. De repente su rostro se volvió demacrado.

—Es la peor noticia que he tenido en años. La odio, la odio, la odio. Ojalá pudiera despertar y descubrir que todo ha sido un sueño. Pero no lo es y nunca lo será. Es real.

Otra pausa. Se llevó las manos a la cabeza y se secó los ojos torpemente. Se me ocurrió pensar que quizá me había perdido algo. Con toda honestidad, no me podía imaginar por qué para ella era una noticia tan mala. Después de todo lo que me había contado, después de toda la historia sobre su deseo de formar una familia.

Y entonces me di cuenta.

—Pues claro —dije—, es por el trabajo. Te preocupa que…

Me miró con desprecio.

—Si de verdad piensas que es por eso, entonces es que vivimos en planetas distintos. Un trabajo es un trabajo.

—Ajá.

—Ajá nada —fue su respuesta—. No hay nada, nada en absoluto, que puedas decirme que vaya a hacerme sentir mejor o a hacerme cambiar de idea. Es terrible y ya está.

—Pero pensaba que querías tener hijos. Creía que lo estabas deseando…

—¡Sí! —Gritó y sollozó al mismo tiempo—. Durante años quise tener hijos. Me pasé años intentado convencer a Arnold, pero…

Inspiró profundamente.

—Voy a salir —dijo.

—¿Cómo? ¿Ahora? ¿Adónde?

—Simplemente quiero salir. A tomar el aire.

—¿Quieres que te acompañe?

—No —dijo—. Quiero estar sola un rato. No he tenido tiempo para pensar en todo el día.

Dejó caer los brazos a los lados como si de pronto, tanto sus brazos como toda ella, se hubieran calmado. La rabia se estaba apagando y ahora solo parecía triste.

—Como quieras —dije—. Te veré luego.

—Sí —dijo. Se puso el abrigo y salió del piso.

Esperé una hora, y luego otra.

Hice la cena, pero no tuve el valor de comer nada. Estuve viendo la tele, pero solo la escuchaba a medias. Y estuve observando al minutero del reloj de pared dar lentamente una vuelta completa al dial. Me sentía como al final de un capítulo. Las cosas habían dejado de ser exactamente iguales.

Y entonces había pasado una hora entera y el reloj empezó a repetir el mismo circuito. Y empecé a darme cuenta de que la cuestión ya no era cuándo iba a volver, sino si iba a volver. ¿Y si eso era todo? Érase una vez dos personas que se conocieron y luego se separaron. Fin. No era un cuento muy alegre.

Fue entonces cuando empecé a preocuparme por si de verdad algo iba mal. Eran las ocho y veinte de la tarde y me había convencido de que Flora estaba en apuros. Quería llamar a alguien, pero no se me ocurría a quién. La persona más evidente era Peter, pero ¿qué sentido tenía llamar a Peter? Además, él se lo contaría a Philippa y entonces ella intentaría contactar con Flora. Y eso empeoraría aún más las cosas.

Apagué el televisor y la sala se quedó en silencio. Me acerqué a la ventana con la esperanza de divisar a Flora en la calle. La nieve había parado de caer, dejando las calles húmedas y brillantes. En un momento dado, vi a una mujer que se parecía a Flora y a punto estaba de precipitarme escaleras abajo, cuando me percaté de que no era ella.

Las nueve en punto. Las nueve y media. Y fue entonces, dos horas y diez minutos después de que se marchara, cuando sonó el teléfono.

Por favor, Dios, pensé, que sea Flora.

—¿Hola? —dijo una voz masculina—. ¿Señor Edwardes…?