23

—¿No es una locura? —le dije a Lola una mañana mientras estábamos dando un paseo por el bosque—. Y pensar que toda esta operación, todo lo que está sucediendo en esas canteras, tiene como único propósito preservar las líneas de sangre real.

—Bueno, yo lo veo de otra forma —dijo Lola—. Yo necesito este lugar. Aun en contra de mi voluntad, estoy atrapada en una red de intriga internacional; y sin esas canteras, a estas alturas podría estar bien muerta.

Me explicó que hacía tiempo que la Unión Soviética había mostrado mucho interés por el archipiélago de Tuva. Me dijo que había rumores acerca de una serie de conspiraciones.

—Pero ¿por qué? —pregunté yo—. ¿Por qué rayos iba la Unión Soviética a estar interesada en Tuva? ¿De qué iba a servirle? Y ¿qué es lo que está pasando ahí abajo en realidad?

—Pero ¿es que no lo ves? —dijo ella—. Quieren pararle los pies a la Orden. Quieren evitar que Tuva…

Hizo una pausa.

—Pues claro que no —dijo—. Claro que no lo ves. No conoces el trasfondo, y sin el trasfondo, nada de esto tiene sentido. Creo que es hora de que conozcas a Iván de Rusia.

—¿Iván?

—El zar Iván. El nieto del zar Nicolás.

—¿El que fue ejecutado en 1917?

—Me sorprende que, entre todo el mundo, precisamente tú te creas eso —dijo—. Ven, iremos a verlo ahora mismo. A ver si tiene tiempo.

Nos pusimos a andar por un pasillo —izquierda, derecha, derecha, izquierda— hasta que llegamos a una robusta puerta adornada con una pequeña águila Romanov, una pieza bellamente elaborada.

Toc, toc…

—Pase.

Era de lo más cordial. Y me contó la historia de su familia, la historia de lo que pasó en realidad. Durante décadas, Peter, se han planteado teorías sobre los Romanov. Relatos sobre como Anastasia escapó. Sobre su trasladó a París y como otros miembros de la familia también habían escapado.

Pero no fue así. No fue así de ninguna de las maneras.

Hay que ponerse en antecedentes, si no, no tiene sentido. Solo unos cuantos hechos. Los Romanov, recordarás, llevaban en arresto domiciliario desde marzo de 1917. Estaban retenidos en la Villa de los Zares —uno de sus palacios— mientras el nuevo gobierno deliberaba acerca de qué iban a hacer con ellos. Y entonces, en abril de 1918, fueron trasladados a Ekaterimburgo, al otro lado de los Urales. Una fortaleza bolchevique. Los Urales Rojos, así es como los llamaban.

—Iría a cualquier sitio —fue lo que le dijo el zar a su mujer— menos a los Urales.

Pero no tenía muchas opciones. Durante los siguientes tres meses, la familia permaneció custodiada y controlada por los bolcheviques; una panda de ignorantes, según la versión de Iván. Contaban chistes verdes, les hacían gestos obscenos a las hijas del zar y escribían grafitis lascivos arañando el columpio del jardín, donde los niños tenían permitido jugar. Y varios guardias intentaron violar a una de las chicas; Olga, creo que era.

Nicolás y Alejandra aguardaban su suerte con un creciente pesimismo. (Es un sentimiento al que me estoy acostumbrando, Peter. Es terrible no tener control sobre las cosas). Mantenían la esperanza y rezaban para que los rescataran. Y tenían sus razones para seguir siendo optimistas, pues había muchísimos rumores sobre misiones de rescate. El gran duque No-Sé-Quién estaba a punto de aparecer con un vehículo blindado. Incluso se decía que el servicio de inteligencia británico estaba detrás de un plan de rescate. Pero lo que nadie sabía era que, en las canteras de Creux, el príncipe Mikhail y el duque de Palma (que, en ese momento, constituían la fuerza impulsora de la Orden) habían estado dando las últimas pinceladas a un plan de rescate de lo más audaz. Su éxito dependía de la Legión Checoslovaca, una banda de combatientes que, por razones demasiado prolijas para referir aquí, habían permanecido férrea y personalmente leales al zar. Pero ahora, después de la revolución y todo eso, se encontraban varados en Rusia y su única salida del país era cruzar Siberia y salir por la zona este de Vladivostok. Y eso los llevaría a pasar justo por las puertas de Ekaterimburgo.

Pero ¡ah!, demasiados hechos y demasiada información. Te estoy aburriendo, Peter. Tienes que hacerte una idea del panorama. Tienes que imaginarte allí. Si no, no entenderás cómo rayos pudieron desarrollarse los hechos del modo que lo hicieron.

Una casa grande y blanca. Una construcción fin de siècle que costaría una fortuna, con suficiente estuco como para decorar una tarta de boda. Cúpulas y arquitrabes, bóvedas y dentículos. Verás, es la mansión de un exgobernador: opulenta, ostentosa, rezuma exceso. En cualquier caso, así era como veían el edificio los bolcheviques de Ekaterimburgo, rojos como la sangre, desde hacía tiempo, cuando pasaban a su lado con sus botas de piel de castor y sus gorros de punto de lana.

Pero eso iba a dejar de ser así. Ahora estamos en el verano de 1918 y la mansión del gobernador se ha convertido en un centro de detención. Ahora, cuando el oprimido Mikhail, Dimitri, medio muerto de hambre, y la combativa Larissa, además de los otros miembros del proletariado local, pasan por allí arrastrando los pies, ven poco más que una valla de tres metros y medio de altura fabricada con viejas traviesas de vía férrea.

—Sanguijuela. —Eso es lo que grita Mikhail por encima de la valla de camino a casa desde la mina de lignito.

—¡Larga vida a Lenin! —chilla Larissa. Está tentada de lanzar un nabo al otro lado de la valla, reventar una ventana. Pero no; es la cena.

Tsaria russkogo Nikolu, za khui sdernuli s prestolu —canta Dimitri a voz en grito—. Nuestro zar ruso llamado Nico fue arrastrado del trono por el pito.

La familia Romanov se ha ido acostumbrando a estas pullas. Es julio, hace un calor sofocante y se pasan todo el tiempo que sus guardas les permiten en el pequeño jardín que rodea la casa. Hay tres abedules. Un pino solitario. Y una especie de camelia rusa cubierta de sarna. Pero la familia solo ve la valla. Los separa del mundo exterior. Los separa de la libertad.

Intenta pensar, Peter, en cómo te comportarías tu en esa misma situación. Imagínate: tú, Philippa, vuestros hijos, todos bajo arresto domiciliario, conscientes de que vuestros brutales guardas, y la gente del exterior, y los cínicos que están al mando de tu país, que todos arden en deseos de derramar vuestra sangre. Cualquier día, a cualquier hora, de un momento a otro, podrían venir y llevarte al sótano, o a cualquier otro lugar de la casa adonde nadie va nunca, y matarte. No solo a ti, Peter, sino a tu mujer y a tus amados hijos, lo más preciado que tienes en el mundo entero. Te los arrebatan y los abaten a tiros unos matones que no comprenden que la culpa, de verdad, que la culpa no es tuya. Porque tú no eres un hombre malvado, ¿entiendes?, ni siquiera eres un hombre malo. Solo el hombre equivocado en el lugar equivocado y en el momento equivocado.

Toc, toc. Llaman a la puerta de tus dependencias privadas. Es Yakov Mikhailovich Yurovski, tu guarda. Por lo menos sigue llamando a la puerta; podría ser peor. Los demás se limitan a entrar. Entran cuando te estás afeitando, cuando te estás vistiendo, cuando estás comiendo. Hace solo dos días irrumpieron cuando tu mujer no llevaba puesto nada más que su corsé. Una humillación.

—Un guarda nuevo —te espeta Yurovski—. El coronel Aleksandr Aleksandrovich Voeikov. De ahora en adelante responderás ante él. Harás lo que él diga.

El ex zar asiente. Y su mujer asiente.

—Sí —dice Nicolás en el mismo tono abatido que ha caracterizado su discurso a lo largo de los últimos cuatro meses. Está harto. Cansado. Es la presión y la angustia, ¿entiendes? La incertidumbre.

En algún punto, a lo lejos, un pequeño reloj de mesa marca las seis. Produce un tintineo adorable. Es alegre. Le recuerda a tiempos mejores.

—Las seis en punto ya —dice Nicolás con un bostezo—. Otro día que pasa.

El nuevo guarda, Aleksandr, es tan rudo como los demás. Al menos, es rudo durante un día o dos. Pero al tercer día se dirige a Nicolás mientras este come la sopa. Tose para llamar su atención y entonces empieza a hablar en un susurro. Tiene algo sumamente importante que decirle.

—Su majestad imperial…

Nicolás deja caer la cuchara en el cuenco haciendo que la sopa salpique en el mantel. Y Alejandra vierte la sal del salero. Hace muchos meses que nadie se dirige a su marido con esa fórmula. A decir verdad, no recuerda cuándo fue la última vez…

—Esta noche. A primera hora. A las dos en punto. Tal vez las tres. Vendrán. La legión. La legión checoslovaca. Se dirigen a Vladivostok. Ustedes irán con ellos. Todos ustedes.

Nicolás mira a Alejandra. Ambos miran a Aleksandr Aleksandrovich.

—¿Cómo… puedo… confiar?

—Solo confíe —es su respuesta—. El tiempo apremia. Se rumorea que Lenin ya ha dado la orden. Que ocurrirá, y será pronto.

Hace hincapié en la palabra «ocurrirá». No quiere emplear la palabra «ejecución», no delante de la zarina.

—Esta podría ser su última oportunidad.

Aleksandr explica el plan. La familia debe acostarse con la ropa puesta. Tendrán que ocultar todas las joyas que les queden en sus corsés y ropa interior, coserlas en cualquier lugar en el que no puedan ser detectadas. Sonará una corneta una vez. Solo una, estén al tanto. Y deberán deslizarse al exterior, e ir hacia la puerta sur, la cual el propio Aleksandr habrá dejado abierta. Saldrán inadvertidos.

Ese, Peter, era el plan de rescate. A mí me lo explicaron con todo detalle, por supuesto, pero esto es a grandes rasgos; es todo lo que necesitas saber. Verás, el plan no salió como Aleksandr Aleksandrovich había previsto.

Para ir al grano, tenemos que adelantar el reloj ocho horas enteras. Eso es: ahora son las dos en punto de la madrugada y no se oye ni un alma. No hay luces. Todo está tranquilo. El zar y la zarina se encuentran en la cama, vestidos. Sus hijos, Olga, Tatiana, María, Anastasia y el chico, Alexis, también están vestidos. Todos están despiertos. Todos están esperando. Esperando. Esperando. Esperando.

¿Es eso el toque de una corneta?

No.

¿Y eso?

No.

—Chist —susurra Anastasia—. Así no lo oiremos.

Tiene calor con la ropa puesta y se siente incómoda. Lleva ocho collares de diamantes en el corsé.

Alexis también, solo nota bultos y protuberancias: cinco relojes de bolsillo, de oro, seis collares, cuatro broches de rubíes, un monedero lleno de rublos de oro, una docena o más de anillos.

Ningún miembro de la familia es consciente de que los hombres de la legión checoslovaca se encuentran aún a más de cuatro kilómetros de allí. Tampoco saben que en ese preciso momento, en esa misma casa, hay movimiento en el sótano. Yurovski y sus secuaces más veteranos están recorriendo todas las habitaciones, buscando el lugar más adecuado.

Entran en la pequeña sala adyacente a la despensa. Yurovski da golpecitos en las paredes y en su rostro se dibuja una sonrisa.

—Aquí —dice—. Perfecto.

Sus compañeros lo miran con ojos inquisitivos y se da cuenta de que tiene que explicarse.

—Es madera recubierta de yeso —dice—. Las balas no rebotarán.

—Entonces, ¿estamos listos? —pregunta uno de los hombres.

Yurovski abre su reloj de bolsillo, comprueba la hora; lo cierra.

—Estamos listos —dice—. Los despertaré. Los traeré aquí abajo. ¿El destacamento está preparado?

El destacamento. Es el pelotón de fusilamiento. Doce hombres que deben cumplir la orden de disparar al zar y a su familia.

—Disparadles al corazón. —Esa es la orden de Yurovski. Verás, ensucia menos. Deja menos sangre que limpiar.

Yurovski asciende la gran escalinata y avanza despacio por el pasillo norte, contando los escalones a medida que los sube. Se pregunta cómo morirán. ¿Gritarán? ¿O se irán en silencio? No ve el momento de matar al zar. Bang. Se imagina la escena. Le atravesaré el corazón, piensa, como si fuera un jabalí.

Llama a la puerta de la habitación y entra antes de oír una respuesta.

—Arriba —brama—. Arriba todo el mundo.

El zar y la zarina experimentan tres emociones en otros tantos segundos. Sorpresa. Nerviosismo. Y miedo. Y luego miedo otra vez. No era así como se suponía que tenía que pasar. ¿Dónde estaba el toque de corneta? ¿Y qué hacía él en su habitación en mitad de la noche? Y entonces cayeron en la cuenta de que el juego había terminado. La misión de rescate había sido destapada. Alguien los había delatado. ¿Sería una traición por parte de Aleksandr Aleksandrovich? ¿O alguna conspiración para incriminarlos?

De hecho, no era ninguno de los dos casos. Fue una pura y desgraciada coincidencia que la orden de ejecución se diera precisamente la misma noche en la que iban a ser rescatados.

Yurovski repara en la ropa de inmediato.

—Ajá —dice. Hurga en la solapa del zar. El cuello de la camisa. Sus botones lustrosos.

—Mamá. Mamá, ¿estaremos a salvo? —Es el pequeño Alexis, el único hijo de la familia. Ha entrado en la habitación porque ha oído el alboroto.

—Sí, sí. No te preocupes, ma biche. Todo irá bien.

Yurovski entra en el dormitorio de los niños y les dice a las niñas que se levanten. Entonces los conduce por el pasillo, los hace bajar la escalinata y descienden hasta el sótano. Nicolás y Alejandra, Alexis en brazos de su padre, Olga, Tatiana, María y Anastasia. Pronto se les une el resto de los habitantes de la casa: el doctor Botkin; Trup, el lacayo; Jaritónov, el cocinero, y Ana Demídova, la doncella de la zarina. Todos ellos. Se los despierta. Se les ordena que bajen. Todos dormían profundamente.

Los conducen a la pequeña sala del sótano, de la que han sacado todos los muebles.

—¿Ni una silla? —dice la zarina. Yurovski pide que se traiga una, pero no permite que ella se siente. Está bastante satisfecho consigo mismo. Esto, piensa él, es el refinamiento de la crueldad.

Les ordena que se pongan en fila, a los once. Y entonces se vuelve para hablarles, empleando un tono de voz claro.

—El Comité Ejecutivo de los Urales —dice— está cada vez más alarmado por el hecho de que la familia del zar en Europa continúa agrediendo a Rusia. Por lo tanto, se ha decretado que todos ustedes sean ejecutados.

—¿Qué? —espeta Nicolás—. ¿Qué?

Tenemos que cambiar de escenario un momento, Peter; tenemos que orientar los focos hacia la legión checoslovaca, que ahora mismo está a poco más de cuatro kilómetros de Ekaterimburgo. Son ocho, la avanzadilla de un grupo que suma casi novecientas personas.

—Tomaremos la carretera del sur —dice Tomás, el líder, al aproximarse a un embarrado cruce de carreteras en la hondonada de un campo. Incluso en mitad de un verano largo y cálido, el terreno es húmedo y pantanoso.

—Sí, la del sur. Nos llevará más cerca de la casa.

Uno de los hombres echa un trago de agua. En efecto, la noche es calurosa y todos ellos sudan copiosamente.

—Estaremos allí en media hora. Quizá menos. Hay que cargar las armas.

Hacen volver a sus caballos y espolean sus vientres. Los ocho salen al trote al unísono.

—¿Qué? —espeta Nicolás—. ¿Qué?

Yurovski repite sus palabras; le dice al grupo que se ha congregado que van a disparar contra ellos. Y mientras lo dice, su destacamento de doce hombres, el pelotón de fusilamiento, entra en la sala.

—Oh, Dios mío.

—No…, no puede ser.

—Papá, sálvanos. Papá.

—Mamá. Mamá. Mamá. Mamá. Mamá. Ayúdanos. Oh, por favor. No. Oh, Dios. No. Esto no.

Es una escena terrible, Peter. Brutal más allá de lo imaginable. Y penosa. Yurovski asiente, asiente al destacamento. Ellos levantan sus armas. Pero saben que aún no van a disparar. Verás, Yurovski lleva muchos meses esperando este momento y quiere saborearlo.

—Ayuda…, oh, por favor.

—No.

—Oh, Dios, no.

—No. Esto no.

Yurovski saca su pistola y apunta al zar. Coloca el dedo en el gatillo. Siente como la piel se acalora al contacto. La carne blanda de su dedo ejerce una presión sobre el gatillo metálico. Presiona, presiona, presiona. Y entonces, sin duda, no hay nada más que hacer. Una ligera presión más, ligera, ligera, ligera: bang.

El zar cae desplomado, hecho un ovillo. Un disparo al corazón.

Y entonces, una fracción de segundo después, bang, bang, bang, bang, bang, bang.

Caos. Balas volando, silbando, rebotando. Bang, bang, bang, bang, bang. Una bala cruza la habitación como una bola de granizo. Zzzzzzzz. No alcanza a Yurovski por muy poco. Él se agacha. Zzzzzzzz. Otra. Ordena a los hombres que paren.

Pero, en lugar de silencio, se oyen gritos y gemidos. Tres de los niños siguen vivos. Y también la doncella. Y el doctor Botkin. Bang. Bang. Bang. Otra ráfaga de balas: bang, bang, y entonces…

Silencio.

Yurovski le da un puntapié al cuerpo desplomado del zar. Repite el gesto con la zarina. Se rasca la cabeza. Se pregunta por qué las balas han rebotado. Escogió especialmente esa estancia por sus paredes recubiertas de yeso.

—Cargadlos —ordena—. Subidlos al carro. Tenemos que salir para la mina.

Y ahí es donde pudo haber terminado, Peter. Ese pudo haber sido el último acto. Cae el telón para los Romanov. Pero ese Yurovski y sus colegas asesinos del pelotón de fusilamiento no se dieron cuenta de que hasta el rabo todo es toro. Y en esta ocasión en particular, el rabo de este toro ruso aún se dejaba ver.

¿Los ves?, es la legión checoslovaca. Estaban entrando por las afueras de la ciudad, cabalgando por las calles, aproximándose a la casa Ipátiev en la oscuridad de la noche. Y fue entonces, cuando aún se encontraban a varios cientos de metros de distancia, cuando vieron el fulgor de una antorcha. Vieron cargar un carro. Los cuerpos. Y los soldados.

—¡So! —Tomás detiene bruscamente su caballo. Se queda mirando durante un minuto o más la horripilante escena que se está produciendo. Y luego, aflojando las riendas de su caballo, se dirige a sus hombres con un susurro ronco.

—Llegamos tarde. Demasiado tarde. Están muertos.

Guarda silencio un instante, como sumido en sus pensamientos.

—Pero nuestra misión no ha tocado a su fin. Debemos seguirlos. Seguirlos hasta el bosque. Debemos ser testigos.

Y así fue como veinte minutos más tarde se encontraban vigilando a Yurovski y a sus hombres, persiguiendo a muy corta distancia un carro cargado de carne humana que traqueteaba de camino hacia una mina abandonada en el bosque, a las afueras de la ciudad. Tomás y sus hombres pasaron desapercibidos para Yurovski. Los guardias no los vieron. ¿Y por qué iban a hacerlo? Estaba oscuro, se mantuvieron muy apartados y eran profesionales.

—Alto —ordena Tomás—. Se detienen. Tú espera aquí. Tú. Y tú. Todos vosotros. Excepto Stefan. Stefan y yo iremos a investigar.

Eran profesionales, Peter. Sabían cómo pasar desapercibidos. Y las distracciones de los hombres que tenían enfrente facilitaron su tarea. Yurovski discutiendo con sus hombres; sus hombres discutiendo entre sí. Hay una disputa acerca de un pozo de la mina. ¿Es lo bastante profundo? ¿Deberían quemar los cuerpos? ¿Quién ha olvidado el ácido sulfúrico?

Al final prenden una hoguera. Sacan una botella de vodka. Y los hombres esperan a que la leña arda antes de prepararse para echar los cuerpos a las llamas.

Y fue entonces, Peter, en ese preciso instante, cuando sucedió. Tomás, que a estas alturas se encontraba a menos de cinco metros del carro, fue el primero en verlo. Una contracción. Una convulsión. Uno de los cuerpos se movía.

—Stefan —susurra roncamente.

—¿Señor?

—¿Lo has visto? Mira; mira allí.

Volvió a contraerse.

—Santo…

Y justo entonces, justo en ese momento, mientras Yurovski y sus hombres atizaban el fuego, y echaban tragos de vodka, y alardeaban y fanfarroneaban con la matanza del sótano, Tomás y Stefan se pusieron a reptar sobre sus vientres, avanzando lentamente. Y entonces, siempre sigilosos, se suben al lúgubre carro osario, viscoso por la sangre y que apesta a intestinos y a muerte.

El cuerpo se convulsiona.

—Bájalo. Toma, cógelo de las piernas. —Con muchísimo cuidado y en absoluto silencio, descargan al muchacho sobre el barro.

—Comprueba al resto —sisea Tomás—. Rápido. No tenemos tiempo.

Están todos muertos. Hasta el último de ellos. Solo Alexis —hasta hace una hora zarevich y ahora zar de toda Rusia— sigue vivo. Respira, está consciente; milagrosamente ni siquiera está herido. Cinco relojes de bolsillo, seis collares, cuatro broches de rubíes, un monedero lleno de rublos de oro y una docena o más de anillos le han salvado la vida.

—Cógelo por los brazos. Yo lo agarraré por las piernas. No lo magulles. Recuerda, ahora no tenemos a un Rasputín que cuide de él.

El fuego arde, los hombres beben, los cuerpos permanecen en el carro. Y Tomás y Stefan salvan a Alexis de las garras de la muerte: lo transportan hasta sus monturas y cabalgan en la noche. Y en pocas horas están de camino a Vladivostok, una travesía de tres mil kilómetros por bosques y tundra.

Esa misma noche Yurovski no se da cuenta de que falta un cuerpo. Ha bebido mucho vodka y está enfervorizado por la matanza, y tiene el pulso acelerado.

—He disparado al zar —se jacta, entusiasmado consigo mismo—. He disparado a un zar hijo de puta.

Los cuerpos están calcinados; sus huesos, rotos. Luego echan a la mina todos los restos mutilados de grasa, mugre, huesos y dientes. Y, a continuación, derraman ácido encima; bidones llenos.

—Se han ido —les dice Yurovski a sus hombres—. Lo hemos hecho.

Y bailan todos una pequeña danza.

Y solo cuando se despierta a la mañana siguiente, con dolor de cabeza y en un estado de confusión con respecto a la realidad, se pone a echar cuentas con los dedos. Zar. Y zarina. Eso hacen dos. Una niña. Una segunda niña. Una tercera niña. Y una cuarta niña. Seis. El doctor. El lacayo. Un cocinero. Una doncella. Diez. Tiene la incómoda sensación de que se ha olvidado de uno. Y entonces la sensación va en aumento. Pese a que la cabeza le bulle, sigue creciendo. Tiene una sospecha. De que. Algo. No. Va. Del todo. Bien.

Mierda. Mierda, mierda, mierda, mierda. El hijo. El hijo no estaba. No estaba…, no… No estaba allí. Yurovski se devana los sesos, rememora los hechos pasando por el vodka, la hoguera y los cadáveres en el carro. Sí, recuerda que subieron al chico al carro. Sí, recuerda haber visto su brazo sin vida. Y sí, recuerda… Pero no. La verdad es que no recuerda —no lo recuerda en absoluto— haber bajado al muchacho del carro. Y es en ese punto cuando se levanta de la cama —ay, mi cabeza, ay, mi cabeza— y convoca a dos de sus guardas más leales.

Estoy seguro de que ya has adivinado lo que pasó a continuación, Peter. Estoy seguro de que sabrás encajar las piezas. La legión llegó a Vladivostok después de evitar en varias ocasiones, por muy poco, ser apresados. Y una vez llegaron al puerto, se las arreglaron para conseguir pasajes para un barco con destino a Kagoshima. Luego fueron a Naha y a Sapain, y a Pohnpei, y Kosrae y Orana. Y por fin, muchos días después, arriban al pequeño paraíso tropical de Tuva, cuyo rey, fiel miembro de la Orden de la Monarquía, siempre había ofrecido la isla como lugar de refugio.

Hacía tiempo que Yurovski había abandonado la persecución. Pero sus dos secuaces, Federov y Vatutin, seguían buscando. Ellos también lograron subir a bordo de un barco. También ellos llegaron finalmente a Tuva. Y fue allí donde los dos protectores de Alexis, Tomás y Stefan, cometieron su primer error. Verás, ellos creían a pies juntillas que en Tuva estarían a salvo. Estaban convencidos de que nadie podía llegar allí sin ser detectado, que cualquier navío que se aproximara sería advertido mucho antes de que llegara de hecho a la isla. Pero Federov y Vatutin habían servido en las fuerzas especiales rusas y habían sido entrenados por la checa. Sabían lo que se hacían. De alguna forma (es casi seguro que lo hicieron al amparo de la oscuridad), desembarcaron. De alguna forma, se adentraron sigilosamente en la aldea de Lipoku. Y allí, sentados alrededor de una mesa alumbrada por una pequeña lámpara de parafina, vieron a su presa: Alexis, el zar sin corona de Rusia. Estaba sentado junto a sus dos protectores y el rey de Tuva, el abuelo de Lola.

Y fue en ese preciso momento, Peter, justo cuando los rusos estaban a punto de apretar sus gatillos, cuando Tomás vio que había movimiento fuera. Percibió que algo siniestro se estaba fraguando. Rápido como una centella, desenfundó su pistola. Bang. Vatutin recibió un disparo en el corazón, pero Federov seguía vivo y estaba decidido a acabar el trabajo. Irrumpió en la habitación disparando, disparando, disparando. Tres, cuatro, cinco balas penetraron en las paredes. Y también Tomás estaba disparando. Y Stefan. Bang. Bang. Bang. Bang, bang. Bang.

Y después, silencio.

El tiroteo se había cobrado dos vidas. Presidiendo la mesa, desplomado sobre el plato de la cena, estaba el rollizo y anteriormente bastante jovial rey de Tuva. Una bala le había atravesado el cerebro. Y junto a la puerta, tendido en medio de un charco de sangre, se encontraba Federov, el segundo asesino. Pero el propio Alexis estaba a salvo. Se había arrojado al suelo (se estaba convirtiendo en todo un experto en eso de sobrevivir a atentados) y resultó ileso.

Y cuando volvió la calma y los cuerpos habían sido retirados, Tomás y Stefan estuvieron de acuerdo en cuanto al futuro del joven Alexis; efectivamente, habían respondido a la gran cuestión concerniente a la Orden: si debían o no trasladar todo el control operativo de la organización a Tuva. Llevaban años pensando en estos términos. Las canteras de Creux, según creían, estaban demasiado expuestas, suponían asumir un riesgo elevado. La Orden creía que era solo cuestión de tiempo que acabaran por ser descubiertas. Había resultado bastante fácil permanecer ocultos durante el siglo XIX: el Morvan estaba completamente aislado, y era salvaje como la jungla. No vivía nadie en kilómetros a la redonda y nadie iba por allí. Además, todo el terreno de los alrededores pertenecía a la familia De la Regnier. Sin embargo, justo antes de la primera guerra mundial se habían construido dos carreteras, la autopista a Lyon y otra a Clermont Ferrand, y había voces en la Orden que creían que era hora de mudarse a algún sitio aún más remoto.

Nunca se dudó sobre adónde debían trasladarse. A lo largo de varias décadas, el rey de Tuva había sugerido que usaran su archipiélago como refugio. Y en muchos sentidos, parecía el lugar perfecto. Después de todo, ya estaba atestado de monarcas: Oloua, Tu’unoho, Kitu y Ta’ula y, por supuesto, Tonga; y el archipiélago era lo más remoto que se podía encontrar. La única gran incógnita (y no estoy bromeando, Peter) era si se podían cultivar setas. ¡Sí! Esa era una de las principales preocupaciones. Setas, por el amor de Dios. Cuando me enteré de eso, bueno, fue cuando me di cuenta de la importancia absurda que habían cobrado las setas para toda la operación. Estaba todo envuelto en un halo de ceremonia y ritual, como tantas otras cosas en su vida. Las setas habían adquirido un valor tan místico que realmente me daba la impresión de que los reyes y reinas reunidos en Creux no podían vivir sin ellas. Me recordó a aquella larga línea de emperadores bizantinos que eran incapaces de gobernar a no ser que estuvieran en posesión de un icono de san Esteban que obrara milagros.

Pero ¿por dónde iba? Ah, sí, sí; como te puedes imaginar, Peter, el clima tropical no es lo que más le conviene a una humilde seta. Y por eso es por lo que enviaron a Warlock: para ver si podía cultivar oronjas en el archipiélago de Tuva, donde la temperatura ronda los cuarenta grados y hay un índice de humedad tal que uno pierde unos tres litros de líquido al día. Y ahí es donde entra también Gilbertine. Fue su abuela quien sabía de la existencia de la cueva de la cara norte de la montaña, la misma maldita cueva que estaba llena de setas en 1918 y que sigue llena de setas, y que ahora se ha convertido en mi laboratorio y taller.

Warlock no escribió nada de esto en su libro. De hecho, en realidad relató todos estos hechos en un intento por demostrarle al mundo que en Tuva no existía seta alguna. Esa es la crónica que me copiaste tú. Pero todo aquello no era más que una gigantesca mentira, por supuesto. Había setas, y muchas.

¿Y qué pasó después? Bueno, corría el año 1918. La Orden estaba lista para trasladarse. Lo tenían todo preparado. Pero entonces —bang, bang—, el rey de Tuva es asesinado. Y de golpe y porrazo tienen que olvidarse de todos sus planes. El joven Alexis Romanov fue devuelto a Europa y la Orden decide permanecer en Creux una temporada más.

Pero la historia se repite. Ahora, una vez más, empiezan a inquietarse. Reina la sensación de que les acecha el peligro. Reina la sensación de que necesitan un refugio, un lugar adonde escapar si las cosas se tuercen. Todos lo sienten, incluso los monarcas que están cómodamente instalados en sus tronos. Incluso la reina y el príncipe Felipe apoyan el proyecto hasta el extremo de aportar dinero de su propio bolsillo. Y por eso hemos estado tan ocupados en Tuva. Lo estamos disponiendo todo. No dejamos nada al azar. Nada puede salir mal. Es un plan maestro de proporciones monstruosas. Y si la Orden consigue llevarlo a cabo, será una obra de inusitada genialidad.