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Fui a la London Library, como había propuesto Arnold, para echarle un vistazo a la crónica de la huida del rey francés, escrita supuestamente por Henry Essex Edgeworth de Firmont.

La busqué en el catálogo de impresiones antiguas bajo el nombre de Edgeworth de Firmont. No había nada. Busqué por Firmont. Nada tampoco. Y entonces recordé que Arnold había dicho que estaba junto con otros dos volúmenes de Charles Lacretelle y Edmund Burke.

Había docenas de entradas por Burke, pero ninguna de ellas incluía trabajo alguno de Henry Essex Edgeworth de Firmont. Y entonces lo miré por Lacretelle, pero sin resultado. Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando me acordé de que Arnold había dicho que el libro había sido legado a la biblioteca hacía quince o veinte años. Si era ese el caso, habría sido adquirido demasiado recientemente para estar en el catálogo de impresiones antiguas. Tenía que consultar el fichero.

Y allí estaba. Tres libros reunidos en un volumen y, según el catálogo, «adquiridos por la biblioteca en 1963». Más o menos encajaba con lo que había dicho Arnold.

No estaba clasificado en la sección de historia. Y tampoco estaba en los tres metros de libros sobre la revolución francesa. En lugar de eso, lo habían colocado en «Ciencias políticas», y figuraba bajo la «L» de Lacretelle. Tenía el título Anales de la revolución francesa: tres tratados, escrito en la cubierta. Y dentro estaban las tres crónicas: una de Lacretelle, otra de Burke y la última de Henry Essex Edgeworth de Firmont.

Fui a la tercera sección y me puse a leerla de inmediato. La crónica de Edgeworth sobre la escapada del rey de París era tal y como Arnold nos lo había contado. Relataba como Daumier había ofrecido su vida en sacrificio para salvar la del rey. Describía como había ayudado a Daumier a subir al carruaje sin levantar sospechas, ni tan siquiera en Santerre. Y decía que Daumier a punto estuvo de vomitar en el carruaje —«devolver»— a medida que avanzaba estruendosamente hacia la plaza de la Revolución.

El mayor temor de Edgeworth era que los descubrieran. Lo aterraba que su ardid fracasara. No obstante, en ningún momento nadie sospechó, y para cuando llegaron a la guillotina sabía que estaban a salvo. Sabía que el rey habría abandonado su prisión en la torre y que ya se encontraría en el otro extremo de París. Sabía que su vida estaba garantizada. Sin embargo, Edgeworth seguía intranquilo: «No pude calmar mis nervios hasta que Daumier fue ejecutado». Así lo escribió. Era imperativo que Daumier no vacilara; esencial que no delatara su verdadera identidad. Daumier tenía que morir para que la seguridad del rey quedara garantizada a largo plazo.

Edgeworth no tenía por qué preocuparse. Daumier, aun medio muerto de miedo, subió al cadalso y colocó su cabeza en el bloque, y la cuchilla descendió. Y Edgeworth dijo que en ese momento supo que el engaño se había completado.

Era un relato horripilante de la ejecución, y lo que seguía era aún más fantástico. Edgeworth describía bastante detalladamente que se dirigió a la Madeleine, que consiguió un caballo en la abadía de la Pierre y se enteró de que «S. M»., sa majesté, y Cléry se hallaban a salvo. Puso entonces rumbo a Vincennes, Sens y Troyes, antes de dar alcance por fin al rey en la abadía de Pontigny. Una vez allí, se encontraron en terreno seguro. Estaban en Borgoña, donde había una pequeña red de sacerdotes, monjes y monárquicos que estaban ansiosos por ayudarlos.

Tenían que seguir procediendo con tiento. Los oficiales revolucionarios estaban peinando las zonas rurales con el objetivo de localizar a cualquiera que simpatizara con la monarquía. El rey y Edgeworth se quedaron en Pontigny dos noches antes de seguir su camino, bajo la negrura de la luna nueva, hacia las canteras de Creux.

Yo había estado allí una vez, hacía unos tres años, en los albores de la revolución. Henri-Auguste Jean de la Regnier, en aquel momento chef de la famille, me había conducido a las canteras y me había mostrado las cámaras. Deseaba saber si todo era de mi entera satisfacción para la comodidad del rey, en el caso de verse obligado a tener que pasar allí algún tiempo. Debo confesar que la suntuosidad del trabajo de Soufflot me maravilló. Los aposentos del rey se asemejaban a sus habitaciones privadas de Versalles y su capilla privada había sido amueblada de acuerdo con sus gustos. Había incluso un pequeño díptico de Pietro Lorenzetti, un obsequio del Papa. Pero, en cuestión de exuberancia, nada se podría igualar al salón de banquetes. Le dije a Henri-Auguste que el mismísimo rey Sol se habría asombrado gratamente ante tal escondrijo.

La crónica de Edgeworth se interrumpía en el punto en que el rey llegaba a las canteras. No había nada que hablara de cómo era su vida allí. Y no se hacía mención a la llegada, unos años más tarde, de la casta, pía y aparentemente «sudorosa» princesa que le daría un hijo.

Hojeé el resto del libro. Las otras dos crónicas eran bastante monótonas y muy distintas. No comprendía por qué las habían reunido en el mismo volumen. En el frontispicio había una hoja de préstamo que contenía los sellos de todo aquel que había sacado el libro desde que había sido adquirido en 1963: 17 de noviembre de 1963; 4 de marzo de 1968; 22 de enero de 1979; 1 de septiembre de 1984; 18 de octubre de 1988.

«18 de octubre de 1988». Considerablemente sorprendido, descubrí que el libro se había prestado no menos de cinco veces desde 1963, y que había sido devuelto por última vez a la biblioteca hacía cosa de dieciocho meses. En su cinta, Arnold había dicho que el volumen había sido legado a la biblioteca por accidente. Todas las demás copias de cuya existencia se tenía constancia habían sido destruidas, presumiblemente a manos de la Orden, y se presuponía que la existencia de este pequeño volumen era un secreto.

Me encaminé hacia la planta baja, al mostrador de préstamos, y me dirigí a uno de los bibliotecarios, una anciana con una sombra de bigote en el labio superior. Fue ella quien me había ayudado en mi anterior visita.

Le expliqué que necesitaba consejo y le pregunté si había algún modo de averiguar quién había sido la última persona en llevarse el libro.

—¡Santo cielo! —exclamó—, ¡qué pregunta! Bien. Tal vez tengamos aún las fichas, pero estarán en las oficinas. Y, bueno, no puedo hacerlo ahora mismo. Pero si pudiera darme, si no le importa demasiado, si pudiera tomarle los datos…

Le di mi número, volví a casa y poco después de las seis llamó para decirme que la última persona que había sacado el libro era el señor Armistead Jones de Queen’s Close, St. Albans.

Lo anoté.

—Y por casualidad no tendrá usted su número, ¿verdad?

—Oh, sí, querido —dijo—. Un momento.

La oí revolviendo de fondo durante unos minutos antes de que volviera a tomar el auricular.

—Sí, querido —dijo—. Allá vamos.

Y me dio el número del señor Armistead Jones.

—¿Y por qué no lo llamas? —dijo Flora algo más tarde—. Averigua lo que sabe.

Marqué el número y sonó ocho veces antes de que contestaran.

La conversación que siguió tuvo poca coherencia y no mucho lógica.

—¿Podría hablar con el señor Jones, por favor?

—Caramba, soy yo.

—Señor Jones, mi nombre es Tobías Edwardes.

—Bien, bien. Es usted el tipo de la fontanería.

—No. Soy…

—Estupendamente. Mañana a las once. A esa hora me viene bien. Sí, sí. Se lo agradezco mucho.

Y colgó.

Volví a llamar y le expliqué el motivo de mi llamada, antes de que tuviera ocasión de cortarme por segunda vez.

—¿La revolucioooón francesa? —inquirió como si nunca hubiera oído hablar de ello—. Essex Edgeworth de Thingummy. No, no. No es lo mío. Lupas. Ese es mi campo. Y telescopios. Y helioscopios. Óptica, ¿comprende? No whiskis. Oculares. Si su Edgeworth hubiera escrito sobre óptica, pues con toda probabilidad habría tomado prestados sus libros. Pero ¿la revolución francesa? No, señor. En absoluto.

Me extrañó. La única explicación posible era que la bibliotecaria hubiera cometido un error. Pero los bibliotecarios no cometen errores.