21

—Oh, Flora, querida mía. —Philippa soltando un grito ahogado de emoción—. Flora, Flora, Flora. Estamos encantadísimos de volver a verte. Y de ver que estáis juntos. Y, sí. La esperanza es lo último que se pierde.

—Hola, amigo mío —dijo Peter dándome una palmada en el hombro—. Toma una botella. —Y me obsequió con lo que parecía un Margaux bastante bueno.

Dos días después de nuestro regreso de París —y por primera vez desde que nos conocimos en Taplow Bottom a principios de diciembre—, había invitado a Peter y a Philippa a cenar a casa.

—Bueno —dijo Philippa, y se puso cómoda en el sofá dejando que los cojines acogieran su generoso trasero—, ¿qué hay de nuevo? ¿Qué tal ha ido París? ¿Y cómo… —se volvió hacia Flora— …se está comportando?

—Din don, din don —canturreó Peter evocando de un modo poco sutil a campanas de boda.

—Potito, querido. Todavía no está divorciada.

—«¡Hay que ahorrar, Horacio! La carne guisada en el funeral fue un buen entremés para la boda». Es de Hamlet —dijo Peter, visiblemente orgulloso de sí mismo.

—Oh, por favor —dijo Flora en un tono de frustración reprimida—. ¿No podríamos cambiar de tema? Y, Tobías, ¿podemos beber algo? Por favor, dejemos esto. Estamos bien. Lo hemos pasado estupendamente en París. Y nos alegramos de veros. Pero esto no.

—Eso es —dijo Philippa en tono conciliador—. No te preocupes. No diremos ni una palabra más. Mis labios, querida, están sellados.

—Tú necesitas un cerrojo de acero para sellar esos labios —rió Peter—. Y aun así chirriarías.

Tras un inicio bastante errático, el resto de la velada transcurrió por los cauces de la amabilidad, la cortesía y unos cuantos temas de interés. El tema de nuestro fin de semana en París no surgió hasta después del plato principal, y fue Philippa, como siempre, quien hizo las preguntas.

—¿Fue adorable? —dijo—. ¿Romántico? Oh, Peter, ¿por qué no me llevas a hacer una escapadita a París? Solo porque llevamos casados…

—Diecisiete años y cuatro meses.

—Sí. Eso no significa que no podamos tomarnos un descanso romántico, ¿sabes?

Peter le dio un largo sorbo a su copa de vino.

—No reconocerías el romanticismo, querida, ni aunque te saltara encima y te sacudiera por las orejas —dijo medio en broma y medio en serio—. De todos modos, no he venido aquí esta noche para oírte hablar de romances. Quiero oír hablar de mapas. ¿Fuisteis a la biblioteca? Vamos, amigo mío. Eso es lo que quiero saber.

—Fuimos —respondí—. Y encontramos los planos. Y fue de lo más revelador.

Procedí a explicarle cómo reproducían las canteras, tal y como Arnold nos las había descrito. No tan grandes, tal vez, pero con el salón de banquetes incluido.

—¡No! —fue la respuesta de Peter—. Entonces el muy cabrón está diciendo la verdad. Es auténtico. Están allí. Existen. Es lo que yo he sospechado todo el tiempo. Te lo dije.

—En realidad los planos muestran la distribución del salón de banquetes. Y había un bosquejo a lápiz del interior de la sala. Igual que la describió él.

—Entonces, ¿te lo crees? —preguntó Philippa volviéndose hacia Flora—. Nuestro querido y amado Arnold… Deja que lo diga de otro modo: tu querido y amado Arnold ¿no está contando trolas, al fin y al cabo? ¿Es de verdad?

—Verdaderamente no sé qué decir —respondió Flora—. Más sí que no, supongo; y eso me da que pensar…

Su voz se fue apagando.

—He estado pensando en ello —dije rompiendo el silencio—, y no creo que deba ser tan sorprendente. Estamos hablando de una cantera, una cantera subterránea, que se ha estado usando…

—¡Que no es sorprendente! —espetó Peter—. Salones de banquetes y reyes y reinas, y dices que no es sorprendente.

—Bueno, lo de los reyes y las reinas es otra cuestión —dije—. Vamos a dejarlos a un lado de momento. Lo que intento decir es que es viable que esta Orden de la Monarquía de la que no deja de hablar…, es viable que estuviera operativa en la década de 1790. Había montones de organizaciones semisecretas, monárquicas y republicanas funcionando en Inglaterra y en Francia en esa época. También es posible que la Orden siguiera en activo en el siglo XIX y que consiguiera salvar las vidas de varios monarcas.

Les conté que había dedicado bastante tiempo a rememorar todos los acontecimientos que habían tenido lugar recientemente en la Europa del Este. En el periódico, todos los corresponsales con los que había hablado decían que era extraño que todo el bloque soviético se estuviera desmoronando como un castillo de naipes. Recuerdo una vieja cita de mi profesor de historia; creo que lo dijo Castlereagh, o Peel: «Solo pueden echarse abajo las puertas podridas». Pero el bloque soviético no era en modo alguno una puerta podrida. Su centro seguía siendo fuerte y su ejército se mantenía leal. Tenía que haber alguna otra fuerza actuando en esos países para desestabilizarlos desde dentro. Y podía ser que, en efecto, hubiera una organización que estuviera intentando devolver a los monarcas a sus tronos. Tenía su sentido.

—¡No! —exclamó Philippa—. Oh, es para troncharse de risa. Peter. Pero no puede ser. Seguro que no.

—Sigue —dijo Peter. Era evidente que pensaba que podía ir bien encaminado.

Les expliqué que había estado investigando a dos monarcas que habían perdido sus coronas en este siglo.

—¿Habéis visto El último emperador? —les pregunté—. ¿La película de Bertolucci? Se estrenó hace un par de años.

No la habían visto.

—Pues cuenta la historia del emperador Puyi, el emperador de China. Fue desterrado de Pekín en 1924 y acabó ocupando el trono de Manchuria como un títere de los japoneses. Pero en 1945 fue capturado por el Ejército Rojo y trasladado a Moscú.

—¿Y luego?

—Bueno, si crees lo que dicen los libros de historia, Stalin lo repatrió a China en 1950 y a partir de entonces pasó una década en una especie de campo de reeducación…

—¿Pero?

—Pero hablé el otro día con nuestro corresponsal en Pekín y me dijo que siempre ha habido dudas en torno a si era realmente Puyi quien fue repatriado. Se rumorea que hubo una operación de rescate. Un intento de sacar al emperador de sus dependencias en Moscú. Y que Stalin estaba demasiado abochornado como para admitir que había dejado que el prisionero se le escapara de las manos.

—¿Sin pruebas? —dijo Peter.

—Sin pruebas —admití—. Pero es intrigante. Y también está el caso de Mehmed VI, el último sultán otomano. Fue expulsado de Constantinopla en 1922 por el nuevo gobierno nacionalista. Los británicos lo pusieron a salvo. Finalmente murió en San Remo, en Italia, pero mientras estuvo vivo, desaparecía durante muchos meses sin dejar huella. Nadie lo veía.

—¿Y según tú?

—Yo no digo nada de nada. Solo sugiero que… Mira Rumania, o Bulgaria, o Serbia. O incluso Albania, para el caso. Todos esos países tienen monarcas reclamando su derecho al trono. Todos ellos contemplan esta coyuntura como una oportunidad única. ¿Y quién dice que todo este asunto, este derrumbe de la Europa del Este, no haya sido orquestado por una sola organización? Ha conseguido devolverle a Lola su trono, además de a su nuevo marido. Ahora van a por los grandes. Rumania. Bulgaria. Puede que hasta Rusia.