20

—¿Has oído las noticias? —Fue lo primero que me dijo Charlotte Stanhope cuando llegué al trabajo a la mañana siguiente.

—Dime.

—Rumania. El rey Miguel. Quiere volver. Reclamar su trono dorado.

—¿En serio? —Eso sí que era una noticia—. ¿Cómo lo sabes?

—Ha salido en los cables. Hace unos minutos. Pero no parece que el gobierno vaya a permitírselo.

Comprobé el informe por cable. Charlotte tenía razón; el rey quería volver. Y eso me llevó directamente a las locuras que contaba Arnold. Me hizo pensar si todos los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la Europa del Este no estarían siendo orquestados, efectivamente, por una única organización central.

Cuando llegué a casa del trabajo aquella tarde le conté a Flora todo lo que Arnold nos había relatado en su cinta.

—¡Qué! —Dejó escapar un grito y después un gemido—. No… Esto es demasiado. Ahora sí que se ha pasado.

Estuvo mirando al suelo un rato y su voz se redujo a un susurro.

—¿Qué le está pasando? —dijo—. Acabará destrozado, eso es lo que le va a pasar; y entonces…

—Bueno, vamos a averiguar la verdad de todas estas historias.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Nos vamos a París. Tengo que ir por trabajo. En un par de días. Vente conmigo y pasaremos el fin de semana.

—¿Cómo voy a rechazar una oferta como esa? —dijo—. Me voy a hacer las maletas ahora mismo.

Cuarenta y ocho horas más tarde, estábamos sentados en la brasserie Saint Paul, en el Marais, y yo contemplando cómo Flora daba buena cuenta de una docena de caracoles.

—Tienes que olvidarte de lo que son —dijo al ofrecerme uno en la punta de un palillo—. Si piensas que son unas cositas inocentes con los ojos en las antenas es complicado engullirlos. Pero si piensas en ellos como en animales dañinos que acaban de destrozarte la albahaca que plantaste la primavera pasada, entonces es sencillísimo comérselos. Es comida de revancha.

—¿Sabías que los traen de Borgoña? —dije aprovechándome de su buen humor para arriesgarme a hacer un chiste.

—Oh, no —gruñó Flora—. Ahora me dirás que son parte de una conspiración de caracoles reales para gobernar el mundo.

—¿No crees a Arnold?

Ella se encogió de hombros.

—Yo no he dicho eso —dijo.

—Pero ¿crees que se está divirtiendo a costa de Peter?

Se encogió de hombros por segunda vez.

—Es un modo caro de divertirse —dijo. Hubo una pausa; su voz bajó de tono—. Lo perdería a él, y a mí… Perdería todo nuestro mundo.

Estuvo jugueteando con los caracoles de su plato antes de volver a hablar.

—No he oído ni una sola cinta y no tengo ningún deseo de hacerlo. Pero, por lo que me has contando, a mí no me suena precisamente como si se lo estuviera pasando en grande con esa mujer nueva que tiene.

Tardamos horas en conseguir un pase de lector para la Biblioteca Nacional de París. De hecho, de no haber sido por mi carné de prensa, no lo habríamos logrado. Tras negociar con las complejidades de la burocracia francesa, al fin me concedieron el acceso a la colección de manuscritos. El bibliotecario permitió cortésmente que Flora me acompañara. Un alarde de galantería gala.

Pedimos el manuscrito y esperamos. Media hora. Cuarenta minutos. Cincuenta y cinco minutos. Y entonces el bibliotecario reapareció con un rollo de documentos. «Cartes de la France: Ms.C3512.OE». Era el que Arnold había mencionado.

Me sorprendió descubrir que el manuscrito existía realmente. A pesar de todo lo que Peter me había contado acerca de Soufflot, esperaba que me dijeran que el número de referencia, el código, no existía. Pero sí que existía, y descubrirlo me dejó mal sabor de boca. De pronto me enfrenté a la posibilidad de que las canteras, tal y como Arnold las describía, existieran también. Y si existían…

—Bien —dijo Flora con una impaciencia inusitada. Se mostraba visiblemente inquieta; recuerdo que me chocó el hecho de que pareció ponerse nerviosa en el mismo instante en que yo abría el rollo. Estaba más pálida de lo habitual y jugueteaba con su pelo, enrollándoselo en los dedos una y otra vez.

—Bueno, allá vamos. —Desaté el cordel que lo mantenía unido y me puse a trastear con las tres hojas de papel.

No era nada fácil discernir qué era todo aquello. La tinta estaba muy borrada (en algunos sitios no había más que leves restos de líneas), y estaba todo escrito en francés. Pero de inmediato se hizo patente que aquellos dibujos, o planos arquitectónicos, pertenecían a unas canteras subterráneas a gran escala.

—Esto no te va a gustar —le dije a Flora—, pero se trata de ellas. Son… ellas.

Flora se me acercó para verlos mejor. Se estaba mordiendo el labio inferior.

Uno de los dibujos era el plano general de la zona. La aldea de Creux estaba claramente delimitada, así como la propiedad que pertenecía a la familia De la Regnier. (Advertí que se la describía como una casa solariega, y no como un palacio).

Un segundo dibujo parecía un plano del interior de las canteras. Daba la impresión de ser muchísimo más pequeña que el laberinto que Arnold nos había descrito. El tercer y último manuscrito era de lejos el más interesante. Al parecer reproducía el salón de banquetes del que nos había hablado Arnold. En la parte alta de la página se leían las palabras «Salle Louis XVI», y debajo había un dibujo en perspectiva que mostraba la mesa de banquetes y dos arañas de cristal.

—Dijiste que había tres —dijo Flora.

—No. Él dijo que había tres.

Se perdió entre sus pensamientos durante un minuto o más, mirando a medias los planos y a medias el vacío. Ella, al igual que yo, estaba tratando de asimilar el hecho de que, una vez más, había quedado demostrado que Arnold tenía razón.

—Sigue igual —dijo por fin—. La aldeíta…, el palacio. En dos siglos no ha cambiado en lo más mínimo.

Dejó que los manuscritos volvieran a enrollarse uno dentro del otro; luego dejó caer los brazos en señal de rendición.

—A lo mejor me precipité al juzgarlo —dijo—. Está aquí. Son originales. Hasta tienen la firma del maldito Soufflot. No sé qué se supone que tengo que decir. Es extraordinario. Y pensar que aquí, en Francia, existe un lugar así. Está en los archivos públicos, en la biblioteca nacional, y, sin embargo, nadie sabe de él. Nadie ha visitado siquiera el lugar. Excepto Arnold.

Me recliné en mi silla y me quedé pensando un momento.

—Enfoquémoslo desde otro punto de vista —dije—. ¿De verdad es tan extraordinario? Imagínate la de cosas que habrá ocultas en Inglaterra. Escondrijos para el gobierno. Refugios nucleares. Búnkeres subterráneos. Todo eso existe. No tienes más que hablar con nuestro corresponsal de seguridad. Por lo visto hay un túnel que pasa por debajo del número diez de Downing Street y que va a parar a un profundo búnker que se encuentra en alguna parte de Whitehall. Todos los gobiernos tienen sitios así, refugios y esa clase de cosas, tienen que tenerlos, para poder seguir gobernando el país hasta en plena debacle nuclear.

—Sí —dijo ella—, pero esto es completamente distinto. ¿No lo ves? Esto tiene doscientos años. Y por lo que se ve ha habido gente viviendo allí durante todo ese tiempo. Y…, y…

—¿Y qué? —pregunté.

Su rostro adoptó una extraña expresión, mitad de preocupación, mitad de desesperación.

—Se me está ocurriendo que Arnold está…

—¿Está qué?

—Metido en algún lío —dijo.