Uno. Dos. Tres. Cuatro. Camino descalzo y la arena rasca, araña y me hace cosquillas en las plantas de los pies, suaves como la gelatina. Veintiunoydosytresy… Mantén el ritmo, Arnold, ese es el truco. ¡Qué es eso! ¿Una piedra o qué? Ycincoyseisysieteyocho; agáchate; levántala de la arena. Es un monstruo. Una concha de almeja. Tan enorme que podría partirte el brazo. Inclínate, Arnold. ¡Atento! Cuidado con las orejas. Eso es. Escucha. Ssssshhhh. El sonido del mar.
Cada paso me lleva más cerca del punto de partida. Y viene la ola.
CcccraashsHshSH.
Y la ola se retrae.
SsHhloooluoee.
Sesentaycincoyseis…
CccraashsHshSH.
Sesentaysieteyocho…
SsHhloooluoee.
Dota a mi circuito a la isla, recorriendo toda la playa de fina arena, de un ritmo apacible. Y a cada tres pasos, el avance del mar; y a los tres pasos siguientes, un largo ruido absorbente. Succionando una pajita en un vaso vacío.
El sol. Deslumbrante. El cielo. Duele. Y a mi izquierda, siempre a mi izquierda, un telón tupido de espesa vegetación aterciopelada. Y detrás de sus cortinas humeantes, el ensueño de un botánico. Warlock.
Aah. Bostezo, bostezo, bostezo. Espero que tenga algo de sentido, Peter, mi tarta de frutas variadas. Tómate dos antes de irte a la cama, con un vaso de agua. Esas son las instrucciones. «Con un vaso de agua». Eso me gusta. Como si te las pudieras tomar sin él. Ahora todo está confuso, la verdad. Pero es que no puedo dormir, ¿sabes? El calor. Así que me tomo dos. Antes de acostarme. Con un vaso de agua. Y entonces me dejo llevar.
No está mal el nitrazepán. Tarda treinta minutos, o eso es lo que dicen. Tiempo suficiente para una charla. Y vas y vienes. En un minuto estás aquí. Y luego estás allí. Por ahí, con las hadas. Las gráciles hadas.
Y vuelves. Y vas. Hasta que llega un momento (tú ni siquiera te das cuenta de lo que ha pasado), en que todo se ha metido cuidadosamente debajo de las sábanas, y estás acurrucado y calentito, y te dejas llevar, y llevar, y llevar a tierra de nadie.
Pero quería contarte —sí, sí, antes de que me duerma—, tengo que contarte —por si no sobrevivo ni tan siquiera a esta noche—, sí, sí. Tengo que contarte el paseo que he dado. Verás, puede que no sobreviva. Quizá vengan y se me lleven. Me cojan y me maten. Me apuñalen. Me acuchillen. Y entonces será el final. Y quiero que lo sepas.
El paseo. Ah, sí. Alrededor de Tuva. Por la playa. Con el sonido absorbente del mar por la playa, arriba y abajo. Contando los pasos, y con un sol de justicia, y una brisa como una esponja empapada pendiendo entre la verdura. ¿Verdura? Quiero decir vegetación. No verdura. Vegetación tropical. Plantas.
Así que, aquí estoy: mil quince, mil dieciséis, y hay un chispeo, chispeo, chispeo. Es el extremo norte de la isla y hay una cascada que cae a chorro desde la roca. Hay un gran paraguas verde y un torrente de agua brotando debajo. Y una especie de cueva; una cueva hueca, casi escondida. Más negra que el negro. Con agua cayendo. Y el agua, oh, Peter, estaba tan fría que hacía daño.
Un centímetro hacia la oscuridad. Ten cuidado por donde pisas, Arnold. No querrás quedarte atrapado en una cueva cuando las olas rompan dentro y te asfixien con su espuma burbujeante. Pero me voy de cabeza, hacia la oscuridad. Y, Dios mío, Peter. ¡Dios mío! Ahí fue cuando me llevé el susto de mi vida. Sí. Y ahora, solo con pensarlo, reviviéndolo, se me acelera el pulso y el corazón se me desboca. Y me pongo a cien por hora. Pánico. Pánico. Pánico. ¿Lo ves? Ese es el problema de estar aquí. Con solo pensarlo ya estoy otra vez con los ojos abiertos de par en par.
Un barco. Un barco extranjero. Monomotor. Fuera borda. Y no era de Tuva. Y no pertenecía a nadie de ninguna de las demás islas. (Nadie habría podido pagarse algo así).
Date cuenta, Peter, de que en Tuva nadie aparece sin ser visto. Nadie entra en el archipiélago traqueteando sin que la gente se entere de que ha llegado. Tienen telescopios en los ojos. Otean el horizonte y, donde tú y yo veríamos solo mar y cielo, ellos te dicen que se acerca una barca de pescadores y que estará aquí en hora y media. Gilbertine es capaz de divisar a una ballena a un kilómetro y medio de distancia. Sin embargo, nadie (nadie), había detectado ese barco. Nadie lo había mencionado. Y nadie había visto a sus propietarios.
Entré en la cueva y puse las manos sobre el casco de fibra de vidrio. Quería comprobar que fuera real. Oh, sí, desde luego que era bien real. Y, no obstante, no había pistas de por qué estaba allí ni de dónde procedía. Me metí dentro. Busqué hasta en el último rincón del navío. Pero, aparte de unos zapatos, una botella de whisky medio vacía (Caol lla; tenían buen gusto) y un paquete viejo de chicles Stimorol, no había nada.
¿Se puede cruzar el océano en un bote como ese? ¿Se puede navegar desde Tonga hasta Tuva? Desde luego, yo no me arriesgaría, pero debió de ser eso lo que hicieron. De lo contrario, no sé de qué otro lugar podían venir; sin embargo, no había más pistas. Ni siquiera huellas en la arena, aunque (tenían que haber dejado huellas); la última pleamar debió de borrarlas.
Continué con mi circuito alrededor de la isla profundamente consternado. Mil diecisiete. Mil dieciocho. Y más. Y más. Doblar el cabo. Allí a lo lejos está Oloua. Y esa mancha de ahí, esa debe de ser Tu’unoho. Y hay dos ballenas peregrinas, como a sesenta metros de la orilla. Oh, Philippa, ¿dónde estás? Podríamos casarnos. Ja. Ballenas. Tiburones. Delfines. Y, por lo que yo sé, vacas marinas con curiosas pestañas rizadas. Sí, avanzando con andares de pato por el agua como flácidos globos hinchados. Y el agua. Chupando. Sorbiendo. Chupando. Sorbiendo. CraaaassSH; sloooaaAH. CraaaassSH. SloooaaAH. CraaaassSH. SloooaaAH. Craasssshhhhhhhhhhh.
Ha estado bien. Oh, sí. Ha estado pero que muy bien. Me encuentro aquí, tumbado en mi cama, con la grabadora encima de la mesa, a mi lado, y es un nuevo amanecer, y he dormido como un hipopótamo. Llevo semanas, Peter, sufriendo este insomnio brutal. Falta de sueño. Dando vueltas. Sin descanso. Y ahora: nitrazepán. Dos antes de irte a la cama y caes redondo.
No sé cómo empezó. Hace seis o siete semanas me fui a acostar, me dormí en cuestión de segundos, y entonces —din don— son las dos de la madrugada y estoy desvelado. Es como estar enchufado a la red eléctrica. En dos segundos estás despierto. Solo dos. Al primer segundo piensas: oh, no, por favor, no. Por favor, no dejes que me despierte. Y al segundo, ya estás despierto y analizando todo lo que ha pasado durante el día. Y tienes la cabeza dale que dale como si fuera una máquina que nunca se apaga. Intento desenchufarla. Me repito a mí mismo en el sueño: duérmete, duérmete, duérmete, duérmete. Intento bloquear todos los demás pensamientos para que no me taladren el cerebro. Duérmete, duérmete, duérmete. Pero es imposible. Todo lo que ha sucedido a lo largo de estos últimos meses me inunda; es un tsunami de pensamientos.
Anoche soñé con Flora. Por primera vez he dormido, y soñado, y soñado, y dormido. No había entrado en mi mente desde que llegué a Tuva. Por lo menos no en forma de una presencia tangible. Pero anoche allí estaba, hablándome, preguntándome cosas. Quería saber qué estaba pasando. Estaba allí con toda nitidez, Peter. Estaba delante de mí. A medio metro. Podía haberla tocado con la mano. Sus brazos. Sus mejillas. Y eso hice. Y tenía la piel caliente, y la nariz; era todo tan real. Y me preguntó qué estaba haciendo, y me preguntó si era feliz, y me hizo tantas preguntas, y dije que no lo sé no lo sé no lo sé.
Y solo cuando me desperté se marchó por fin y ya no estaba allí. Sin embargo (y eso es lo extraño, Peter), es como si todavía estuviera aquí. Así de real fue el sueño. Entonces, me preguntaba… Quería preguntarte, solo por saberlo, ¿cómo está? ¿Está saliendo adelante? ¿Sigue estando sola? ¿Y qué ha pasado con la casa? Sí, ¿qué ha pasado con nuestra casa? ¿Y qué hay de nuevo por Clapham? Tienes que contármelo, porque estoy hambriento de novedades. Es lo que más falta me hace. Solo he recibido una de tus cartas y me siento muy aislado de todo. Y ahora, con este asunto del bote y todo eso, bueno, me gustaría conocer las novedades y qué tal os va a Philippa y a ti, y cómo le va a Flora y a todo el mundo, pero sobre todo a Flora…
Y en ese momento debo de haberme quedado dormido otra vez, pero es que estaba tan inquieto. Y luego estuve despierto durante las siguientes dos horas, y revolviéndome en la cama. Y entonces, justo pasadas las seis, es cuando se los oye. Débilmente al principio, y luego un poco más fuerte. Eeeeeiek. Eeeeeiek. Eeeeeiek. Son las espátulas de la laguna. Se han despertado. Cantan. Cantan a voz en grito. Y es en ese momento cuando sé que está a punto de despuntar el día. Y de pronto es un alivio. La noche se acaba. Y qué suerte tiene el sol, pienso para mis adentros, por tener un coro de aves que cantan en su travesía desde el mar hasta el cielo.
Porque, antes de que te des cuenta, el solo se convierte en cuarteto. Y luego un quinteto. Y luego, de un modo espectacular, una orquesta entera hace estallar la música. Todos los pájaros de la jungla se unen en un desenfreno dando todo lo que tienen: cantando, chirriando, chillando; y todo eso se suma a una armonía que no es de este mundo.
Y salgo de la cama de un salto, con cuidado de no despertar a Lola, y me encamino hacia la ventana. Quiero estar solo. Tengo que estar solo. Y allí, Peter, me encuentro con el paisaje más glorioso que un hombre pueda contemplar. Por encima y más allá, el cielo es como de tinta. Pero ante mí, en el horizonte, un ardiente foco dorado se alza desde el agua despacio, magnífico. Chorrea fuego. Y el crescendo del trino de los pájaros, y te juro que casi te esperas que los cielos se abran y un gran órgano catedralicio estalle en veinte octavas de música.
Y solo eso basta para hacerte olvidar que llevas ocho noches sin dormir. Y, ¡acérquense, acérquense!, das gracias a Dios por tener el privilegio de disfrutar de un asiento en primera fila en el mejor musical del mundo, presentando a la mayor de todas las divas: la maquinaria de la naturaleza. Y cuando oyes cantar a esos pajaritos con toda su alma, piensas: Han debido de estar practicando durante diez mil años o más.
Y ahora he de volver sobre las canteras, contarte lo que pasó; si no, me voy a quedar sin cintas. Están las setas. Están las anécdotas de reyes y reinas. Está…, sí, sí, te estaba contando la historia de cómo Luis XVI burló la guillotina. Y, con todo, estando allí metido, en aquellas canteras frías y huecas, aún no me podía creer lo que estaba sucediendo. Era un hervidero, Peter. Hasta trescientas personas, quizá más, se pasaban prácticamente hasta la última hora de su vida allí abajo.
Lola me explicó que había más de cuatro kilómetros de pasillos. Había seiscientas o setecientas estancias. Por supuesto no todas ellas formaban parte de la construcción original. Y, por cierto, quería decirte que, si alguna vez vas a París, deberías verificar los planos. Verás que el refugio, tal y como lo diseñó Soufflot, era en realidad bastante pequeño. Veinte salas, puede que alguna más. Pero a medida que más y más monarcas iban siendo trasladados allí, de urgencia y por su propia seguridad, las canteras se fueron expandiendo. Y fueron excavando en la roca una sala tras otra.
¿A quién conocí? Bueno, esa historia también tiene su miga. Se podría escribir un libro con ella. Descendientes del rey Mwanga de Buganda. (Fue depuesto a finales de la década de 1880). Descendientes de la reina Ba-cong-chua de Camboya. Y de Carlos Alberto III de… —espera a oír esto— Hohenlohe-Waldenburg-Schillingfürst. Y también conocí a la tataranieta de la reina Ranavalona de Madagascar. Tenía los muslos más enormes que he visto en toda mi vida. Una auténtica Gilbertine. Y esa gente o bien vivía allí, o estaba pasando una temporada, o de visita; y todos ellos habían dejado hijos y nietos que abrigaban la esperanza de que, algún día, volverían a reclamar su trono.
Me recordaba a aquel sitio en Turquía, en alguna parte de la Capadocia. Una ciudad entera bajo tierra —medieval— excavada en la roca. En ocho niveles distintos. Y toda la gente, la comunidad local en su totalidad, se trasladaba allí y se enterraban en épocas convulsas. Y este lugar era exactamente eso, salvo por el hecho de que estaba destinado únicamente a la realeza. Y entraban y salían, dependiendo del nivel de amenaza que pesara sobre sus vidas. Me dijeron que el antiguo emperador de China, Puyi, había vivido el resto de sus días en estas canteras. Nunca salió de allí. Era demasiado peligroso para él que lo vieran por el mundo. Otros, el rey Miguel de Rumania, por ejemplo, eran libres de entrar y salir a su antojo. Él no estaba en peligro. De hecho, se estaba convirtiendo en una especie de héroe. Y eso hacía que la Orden diera saltos de alegría.
¿Quién financiaba el lugar? ¿Quién respaldaba toda la operación? Pues esa es la pregunta del millón. Nadie me dio una respuesta clara en aquel momento, ni siquiera Lola, aunque ella dejó entrever que el dinero procedía de nuestra propia familia real y del Estado francés, además de otras dos docenas de países. Y entonces empecé a darme cuenta de que la Orden tenía tentáculos, de los discretos, desplegados por todo el planeta. Parecían disponer de recursos infinitos: estaban bien cubiertos por todos los flancos. Bastaba con echar un vistazo a las medidas de seguridad que había por todas partes. ¡Por Dios bendito! Las cámaras de televisión de circuito cerrado (las había por todas partes), estaban secundadas por un montón enorme de ordenadores en el interior de las canteras. El complejo entero estaba cubierto. Nadie podía entrar ni salir sin ser descubierto. Y cuando reparé en ello, me hizo pensar por qué a mí me habían permitido entrar. Y entonces, evidentemente, caí en la cuenta. Setas. Sabían exactamente quién era yo. Lo habían sabido desde el principio. Hasta me enseñaron mis dos artículos sobre el género de la amanita. Los habían leído. Sabían lo de mi poción. De manera que no fue ninguna casualidad que accedieran a que me alojara en aquella extraña y vieja casa. Y no fue ninguna casualidad que nuestras vidas se volvieran del revés poco después de habernos trasladado. Así era exactamente cómo querían que ocurriera y así era exactamente cómo lo habían planeado.
Y ahora sé que deshacerse de Flora formaba parte de su plan. Para conseguir su objetivo, ella sobraba. No estaban seguros de que fuera de fiar. Y acuérdate, Peter, no estamos hablando de cualquier organización de tres al cuarto. Ese lugar era como el Politburó. Eran especialistas en fenómenos extraños, era su forma de asustar a la gente. Y dominaban el tema. Y ahora, hablo de las primeras semanas de año nuevo, estaban convencidos de que había llegado nuestra hora.
Lo que me molestaba una y otra vez eran las dimensiones de todo el asunto. Estaban manipulando todo; todo lo que estaba sucediendo esos últimos días de 1989. Tenían agentes por todas partes, Peter: Rumania, Serbia, Checoslovaquia. Estaban repartidos por toda la zona y operaban en las más altas esferas. También estaban intentando con toda su obstinación desestabilizar la Unión Soviética. Llevaban décadas interviniendo desde la clandestinidad, por supuesto, pero el final de la guerra fría había derivado en una amplísima expansión de su actividad. Y ahora, bueno, es como si se estuvieran cumpliendo todos sus sueños.
Este es su plan; te lo voy a traducir para que se entienda bien: quieren reinstaurar la monarquía en los tronos de países de todo el mundo. Por todas partes: Europa, África, Asia. Pero su objetivo inicial es Europa del Este. Tú espera. Y fíjate bien en lo que te digo. Van a empezar con las monarquías constitucionales; es parte del plan. Pero ese es solo el primer paso. El segundo paso es desestabilizar las nuevas democracias, socavar sus parlamentos y luego exigir que el monarca, que ha tomado posesión recientemente como jefe de estado, intervenga y ponga fin al sufrimiento del pueblo. Lo estoy simplificando todo, por supuesto. Cada país cuenta con su propio equipo de especialistas. La Orden tiene gente trabajando en cerca de ciento cincuenta países de todo el mundo. Todo está meticulosamente planeado, y hay un espionaje concienzudo, y un montón de escrupulosos agentes camuflados trabajando hasta en el último rincón. Y están convencidos de que funcionará. Están convencidos de que pronto llegará el día en que darán en la diana. Antes de que te des cuenta, te encontrarás a diez o doce países, países europeos, gobernados por monarcas absolutos con un control total sobre sus ejércitos.
Hay una cosa que me hizo gracia, Peter, una cosa que me hizo partirme de la risa. Era todo el asunto de las setas. Se les había adjudicado tanta importancia a las setas. En numerosas ocasiones no me podía quitar de la cabeza el hecho de que fuera tan absolutamente imprescindible e imperativo que las oronjas prosperaran. «Tu vida depende de ello». Eso fue lo que me dijeron. Era de vital importancia que esas personas, esos aspirantes a reyes, tuvieran sus veinticinco kilos pasadas las siete semanas.
Pero ¿por qué? No tiene precio, Peter. Es total y absolutamente inestimable. Simbolismo y tradición. De eso se trata. Durante cientos de años las cabezas coronadas de Europa se han acostumbrado a comer, una vez cada siete años, un menú que gira en torno a la seta más excepcional. Es una costumbre anterior a la construcción de las canteras. Sí, se remonta a la antigüedad. En verdad, proviene de los emperadores romanos. Cada siete años organizaban un banquete en sus palacios del monte Palatino, un banquete en el cual todos y cada uno de los platos estaban compuestos por setas de los césares. Si quieres leer sobre ellos, Gibbon le dedica media página. Y esta tradición se mantuvo durante los siglos oscuros. Y continuó durante la Edad Media. Se transmitió de rey a rey como una puñetera sucesión apostólica. Había oronjas en la mesa en la coronación de Isabel I. Y había más oronjas (¡asadas!), en la mesa cuando Carlos II recuperó el trono. Y cuando nuestra querida María Kunigunde Herzogin von Sachsen se las arregló para desatascar sus cañerías a la madura edad de cincuenta y tres años después de comerse un cubo lleno de oronjas, pues bien, el estatus de la seta quedó reafirmado para siempre. De manera que, verás, la cosa tiene su sentido. Cuando la reina Isabel y el príncipe Felipe llegan a las canteras cada siete años para el banquete ceremonial de la Orden (acompañados por la mitad de las familias reales —algunas más coronadas que otras— del mundo), las oronjas son siempre una prioridad en el orden del día. ¡Es como para volverse loco de remate! Y después de 1988, con un verano tan húmedo y un otoño más seco que la mojama, encontrar oronjas silvestres era mucho pedir. Lo que necesitaban era a alguien que se las cultivara.
Las setas… prosperaron. Brotaron. Tenían exactamente el color de la yema de huevo. Un naranja luminoso. El color del semáforo. Arnold, me dije, eres un genio de primera. Eres como Einstein y Wittgenstein juntos. Con mi buena mano, y una pequeña ayuda de mi poción mágica, conseguí cultivar la seta más extraordinaria del mundo. Y nadie en toda la historia de la humanidad ha logrado hacerlo. Así que tienes que contárselo a Flora; de verdad que debes hacerlo. Me gustaría que lo supiera.