—Lo dejo.
Esas fueron las primeras palabras que pronunció Flora después de nuestra primera noche juntos.
—¿Lo dejas? ¿A quién? ¿A mí?
Ella soltó una alegre carcajada.
—No sabía que estuviéramos juntos —dijo—. Pero no, lo que quería decir es que dejo Lambourn Road. Voy a hacer las maletas. Me largo. No puedo pasar ni un día más en esa casa vieja.
—¿Adónde vas a ir? Espero que no sea a casa de tu amigo Simon.
—No —dijo ella—. Ni en un millón de años. Espero poder pasar unos días en el apartamento de un amigo. Solo unos días, mientras me busco otro sitio.
—Ah. Y…
—Si a él no le importa, claro.
—¿Él?
—Sí. Es amable. Y generoso. Y aunque no hace mucho que nos conocemos, creo que es cariñoso y…
Caí.
—¡Vaya! —dijo ella sonriendo—. Estaba empezando a pensar que no lo conseguiría.
—Bueno, acabas de decir que no estábamos juntos y he sumado dos más dos. Suponía que querías que esto fuera, ya sabes, cuestión de una noche.
—Dos más dos suman uno —dijo Flora. Parecía molesta.
—No. En absoluto. Me equivoqué.
—Bueno, eso está bien —dijo—. Y, por cierto, no he dicho que no estuviéramos juntos. No sabes escuchar, señor periodista. He dicho que no sabía que estuviéramos juntos. No te olvides de que sigo casada, aunque te importe poco. Y no, desde luego que no era mi intención que durara solo una noche, a no ser que…
—Me encantaría que te quedaras —dije interrumpiéndola—. Nada me haría más feliz. Múdate mañana. Hoy. Estás en tu casa.
—¿De verdad? Pero ¿lo dices en serio? ¿No quieres pensártelo? Tómate tu tiempo. Hay otros sitios donde puedo quedarme. Es solo que, bueno, que me gustaría mucho estar aquí. Hace meses que la vida no me sonríe tanto y siento que ya estoy lista para…, para disfrutar. Me gustaría recuperar cierta normalidad.
—Sí, entiendo —dije riéndome—, ya me estás acusando otra vez de ser normal.
Ella me miró y sonrió.
—Eres tan paranoico como yo —dijo.
Flora se trasladó a la mañana siguiente: dos maletas, dos bolsos de viaje y una caja de vino.
—Hola, casero —dijo al llegar a la puerta—. ¿Cuándo quieres la primera cuota del alquiler?
Peter y yo almorzamos juntos aquel día escuchando la nueva cinta de Arnold. Nos dejó más confundidos que nunca.
—Misiles —dijo Peter echando cuentas con los dedos—. Y conspiraciones. Y finanzas internacionales. Y búnkeres en islas desiertas.
—Y no olvidemos a la reina, a nuestra reina, y al rey de Tonga. Y un montón de setas.
—Sí —dijo Peter—. Un montón de setas. Pero, claro, la naturaleza es sabia e inescrutable. Hace menos de una semana estaba leyendo acerca de un grupo de científicos americanos que han encontrado un valle intacto, en Uruguay, creo que era, que contenía docenas de especies nuevas. Y esa cueva que encontró Arnold, bueno, si la temperatura y la humedad son las adecuadas, y si el terreno es propicio, entonces no hay razón para que no broten las setas, como ha dicho él mismo. No tengo inconveniente en darle crédito en ese aspecto. Si hay setas en Tuva, puedes confiar en el buen olfato de Arnold para encontrarlas.
—¿Y Warlock no?
—Me fío de Arnold en cuanto a Warlock —dijo Peter—. Sin problema. Pero esos misiles, esos RBS-15… O sea, ¿será posible? Es una historia tan rebuscada; y bueno, esos cacharros pueden llegar a hundir un portaviones. Mira todo el daño que hicieron en las Malvinas. Una organización cualquiera, independiente de ningún gobierno, ¿puede adquirir dieciséis de esos? ¿Así de fácil?
—Si no recuerdo mal —dije—, no ha dicho que fuera independiente de ningún gobierno. Ha dicho que la Orden, sea lo que sea, los compró mediante los buenos oficios del gobierno de Tonga. «El gobierno de Tonga cerró el trato». Eso es lo que ha dicho. O algo por el estilo.
—Tienes razón —dijo Peter—. Lo ha dicho. Y también ha mencionado a Mitterrand. Y no es la primera vez. Pero lo que yo quiero saber es si se puede comprar un misil de última generación así, sin más.
—Pues claro —dije—. Cualquiera, con tal de que tenga mucho dinero, podría ponerles las manos encima a dieciséis misiles. Hasta el último gobierno del mundo es corrupto. Uno de mis compañeros de trabajo ha vuelto recientemente de Yemen y nos ha contado que allí hay misiles tierra-aire a la venta en el zoco de armas. Y eso en Saná, la capital.
Peter asintió, pero era obvio que estaba pensando en otra cosa.
—Iba a contarte algo sobre las canteras —dijo—. He recabado un poco más de información. Algo interesante.
—¿Sí?
—Sí —dijo Peter—. El arquitecto, Soufflot, vivió en París durante la mayor parte del tiempo que duró la construcción del Panteón. Lo decía en uno de los libros que encontré en la biblioteca. Pero en cuanto el Panteón estuvo terminado, Soufflot regresó a Borgoña, al Morvan, y allí se quedó durante más de dos años. Y no está del todo claro qué es lo que estuvo haciendo.
—Quieres decir que, si realmente estaba supervisando la guarida del rey, ese refugio subterráneo, tuvo que ser entonces.
—Con toda seguridad. La cronología encaja. Y estaría encantado de ir a París; me encantaría ver el manuscrito, pero me falta tiempo para eso. Estoy hasta el cuello con la temporada de congresos.
—Bueno, yo desde luego no tengo tiempo de volver a Creux —dije—. No con todo lo que se está cociendo en la Europa del Este. Pero, por otro lado, si me ofrecieran viajar a Tuva…
—Así se habla —dijo Peter—. Si te mandan allí, me voy contigo. —Se quedó callado un instante, en actitud reflexiva—. Pero, en serio, ¿qué opinas de todo esto? ¿Es posible que Arnold esté metido en una conspiración de tales dimensiones?
Yo me encogí de hombros.
—Ya te contestaré a eso —le dije.
Estaba charlando con Flora la primera noche que pasaba en mi apartamento y acababa de preguntarle si alguna vez había pensado en volver a Creux.
—¿No te tienta averiguar si de verdad estaba pasando algo?
—No —dijo ella—. No tengo ningún deseo de volver a ver ese lugar en toda mi vida. De hecho, no creo que quiera volver a oír mencionar esa palabra.
Hizo una pausa y me miró.
—¿Por qué? ¿Tú sí?
—No —dije—. Además, tengo demasiado trabajo ahora mismo. Pero… —Hice una pausa a mitad de frase, no estaba seguro de cómo formular la siguiente cuestión—. Pero tengo una pregunta. Sobre otro asunto.
—Dispara.
—Bueno, me preguntaba si vas a divorciarte de Arnold. ¿Cuánto tiempo vas a permitirle que continúe de esta manera?
—No lo sé —dijo—. No sé qué está pasando. No sé nada. Pero no puedo divorciarme de él a las primeras de cambio. No sin haberlo visto. Sería el divorcio más estrambótico de la historia. «Esposa se divorcia de esposo sin saber por qué». Así que, bueno, la respuesta es: no lo sé.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —me aventuré—. ¿Vas a ir a Tuva? ¿Vas a ir a verlo allí? Él no es que dé muchas señales de que vaya a venir a verte a ti.
—Puede —dijo—, pero tengo menos ganas todavía de ir allí que de volver a Creux. ¿Por qué tendría que perseguirlo en busca de respuestas?
Apartó la mirada hacia el suelo.
—Ay, no lo sé… Arnold es exasperante y Arnold es imposible. Pero Arnold es Arnold. Y es… —Dejó escapar un largo suspiro—. Bueno, a ti puedo contártelo. Hace ahora más de siete años, más de siete años, que llevo queriendo formar una familia. Tener hijos. Deseaba tanto tener niños. Pero siempre que intentaba abordar el tema, hablarlo con Arnold para convencerlo de que era bueno, él se negaba en redondo a hablar de ello. Ni siquiera contemplaba la idea. No quería tener nada que ver con ello. Ni siquiera sabiendo que me convertiría en la mujer más feliz del mundo…
—O sea, ¿que ese es su problema? ¿Simple egoísmo?
—No, en realidad no. No lo creo. Verás, él ha tenido que enfrentarse a ciertas dificultades en su vida. Sus padres murieron cuando él era aún muy joven. No tenía veinte años. Primero su madre y luego su padre. Y eso, imagínate, no fue cualquier cosa.
—¿Y es hijo único?
—Sí…, sí. Pensaba que lo sabías. Así que, sí, tuvo que organizarlo todo él solo. Dos funerales. Dos barreras emocionales. Dos…
—¿Lo conocías entonces?
—No, no. Eso fue antes de que yo apareciera. Pero estoy segura de que lo habría superado estando solo. Estoy segura de que lo habría asimilado. Pero cuando leyeron el testamento fue cuando se llevó un auténtico golpe.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Se lo dejaban todo, hasta el último penique, su casa, sus posesiones, a una maldita organización benéfica de África. Etiopía, o por ahí. No lo recuerdo con detalle. Agua potable. Una escuela nueva para el pueblo. Esa clase de cosas. Imagínate, Arnold debió de sentirse traicionado, además de quedarse con una mano delante y otra detrás. Nunca tuvo una relación muy estrecha con sus padres, eran bastante mayores cuando lo tuvieron, pero supongo que eso fue algo que no se habría esperado ni en su pesadilla más salvaje. Y debió de sentirse rechazado.
—¿Y cómo lo superó? —pregunté—. Lo de quedarse sin nada.
—Bueno, ahí es donde entra Peter. Hacía años que conocía a Arnold, estuvieron juntos en la escuela. Y Peter ya ganaba dinero. Le echó una mano, lo mantuvo a flote. En realidad, gracias a Peter, Arnold tuvo la oportunidad de marcharse unos meses a los Estados Unidos. Quería trabajar en el cine; por lo menos esa era una de las muchas ideas que le rondaban. Y a decir verdad, allí consiguió trabajar en una película.
Le pregunté si pensaba que podía ser ese el motivo por el cual no quería tener hijos.
—Sí —dijo ella—. Creo que es muy probable que sea así. Y creo que por esa misma razón acabó aferrándose a las cosas. Y estoy segura de que por eso está tan obsesionado con la casa. Y con su trabajo. Y puede que incluso tenga algo que ver con lo de montar el comedor de acogida. Se aferraba a todas las rutinas; era como si le dieran una especie de seguridad en la vida. Y yo quería que se enfrentara a ellas y que se liberara de sus miedos. Creía que sería su consagración. Y también es por eso que quería tener…, que tuviéramos hijos.
Lanzó los brazos al aire.
—Y, bueno, supongo que ahora contigo puedo confesarlo todo y admitir que los hijos eran una de las razones por las cuales quería irme al extranjero. Y por las cuales quería salir de Londres. Pensé que un cambio total de escenario…, creí que le ayudaría a cambiar de opinión. Era mi última oportunidad, si quieres. Mi último turno para echar los dados. Jugué y me las apañé para perderlo todo. Lo único que me salió bien fue darle aún más motivos para que se pusiera a la defensiva. Y eso me sacaba de mis casillas. No sabía qué más podía hacer. Y por eso sentía que tenía muy pocas alternativas, más allá de largarme. Y entonces, bueno, ya sabes el resto.
A la mañana siguiente llegué tarde al trabajo. No llegué a mi mesa hasta pasadas las diez. De camino a la oficina me asaltó una idea y me puse a trabajar sobre ella. Descolgué el teléfono y llamé a la oficina de prensa del palacio de Buckingham.
Una mujer contestó al teléfono; sonaba aburrida, al igual que todos los responsables de comunicación. Le pregunté si la reina y el príncipe Felipe habían visitado el Morvan en algún momento a lo largo de los últimos doce meses.
—¿El qué?
—El Morvan. Borgoña. Francia.
Se produjo un largo silencio mientras comprobaba sus archivos.
—Pues…, a decir verdad, sí. —Detecté una cierta vacilación—. Pero no fue en visita oficial. Una cita privada.
—Pero ¿podría decirme adónde fueron?
—Me temo que no, señor Edwardes —dijo—. No podría decírselo ni aun en caso de disponer de esa información. Su Majestad está autorizada a disfrutar de un poco de privacidad, ¿sabe? Además, no tengo esos datos. ¿Podría preguntarle rápidamente por el motivo de su consulta?
—Nada —dije—. Nada. Solo es algo que estoy investigando.
Y colgué el teléfono antes de darle la oportunidad de hacerme más preguntas.
Me puse a trabajar de nuevo en un artículo sobre los hechos acaecidos en Praga y, hasta que no fue la hora de comer, no tuve ocasión de preguntarle a Charlotte Stanhope, la corresponsal del periódico en asuntos de la realeza, si tenía idea sobre con qué pretexto podían haber acudido la reina y el príncipe Felipe a un encuentro privado en Borgoña.
—¿Borgoña? —Hizo un gesto de negación—. ¿Vas a estar por aquí más tarde? A lo mejor conozco a un pajarito que lo sabe.
Era verdad que conocía a un pajarito. Pasada una hora, más o menos, apareció en mi mesa, agitando un papel.
—Toma —dijo—. Un regalo.
En el papel había escrito «De la Regnier».
—Es una familia que vive en Borgoña. Una familia de alcurnia. Y Felipe es el padrino de uno de los hijos. Han ido varias veces en los últimos diez años, o así.
Le pregunté por qué habían elegido a Felipe como padrino.
—Es una familia bastante ilustre —dijo Charlotte—. Descendientes de la casa de Borbón. Luis XVI y todo eso. No descendientes directos. Figuran en el Almanaque de Gotha. Durante la revolución francesa procuraron pasar desapercibidos y mantener la cabeza sobre los hombros. Por lo que he leído, ninguno fue ejecutado. Y mira, este es su escudo.
Reproducía una especie de duque que vestía una túnica púrpura. El lema, que Charlotte tradujo del latín, era: «El mundo es mi reino».
—Y —continuó— viven en una casa grande en un lugar llamado el Morvan. A kilómetros de cualquier cosa, por lo visto.
—Lo sé —dije—, he estado allí.
—Qué listillo. ¿Y eso?
Le recordé a Charlotte la historia de Arnold Trevellyan, historia que, por lo que sospechaba, ella había querido cubrir personalmente. Le conté que vivía muy cerca de allí, y que había pasado junto a la casa de De la Regnier de camino a la suya, bastante más modesta.
—Qué gracia —dijo en un tono que de pronto sonó bastante cortante—. ¿Y a qué viene todo este interés por la reina? Espero que no te estés metiendo en mi terreno. Como te descuides, a lo mejor me encuentras proponiendo artículos para la sección internacional en Hungría o en Polonia.
—Es solo curiosidad —dije—. ¿Te dice algo el nombre de Soufflot?
—¿Soufflot? ¿Soufflot? —Se lo estuvo pensando un rato—. No. ¿Quién es?
—Uno.
—¿Un amigo?
—Algo así.
—Cada día que pasa te pones más críptico —dijo Charlotte—. Desde que conociste a esa chica.
Y se volvió a su mesa.