Lola estaba de acuerdo. Gilbertine, desde luego, estaba de acuerdo. Por lo visto hasta el último pringado de la isla estaba de acuerdo. De forma que, Peter: chan, chan, chachán. ¡Aquí viene la novia! Acababa de recorrer por segunda vez el camino al altar. Esposa número dos (o tres, si contamos a Flora). Era como vivir en un déjà vu. La misma capilla. El mismo sol asfixiante. El mismo sacerdote. Solo que, esta vez, había una gran diferencia.
—Arnold Trevellyan, aceptas a estas cuatro mujeres…
¡Cuatro! Tragué saliva. Gilbertine se había inflado tanto para la ocasión que ahora se la consideraba como cuatro esposas en una. Verás, siempre pesan a la novia antes de la boda, y ella había superado los doscientos okes.
—En la salud y en la enfermedad…
—En la salud y en la enfermedad… —Ella guiñó un ojo.
—… en la riqueza y en la pobreza…
—… en la riqueza y en la pobreza…
—… para alimentarla y engordarla…
—… para alimentarla y engordarla…
—… y para disfrutarla y compartirla con el pastor anglicano de Vanu cuando esté solo y se sienta solitario y necesitado de compañía.
Te juro, Peter, que era lo que se le estaba pasando por la cabeza. Se la estaba comiendo con los ojos mientras soñaba, soñaba, soñaba. Pero sus sueños iban a mandarlo a pastos aún más ricos. Verás, fue en la recepción, se me acerca como a escondidas y me dice:
—¿Ve a esa mujer de ahí? —Está mirando directamente a Doris, y es evidente que está muy nervioso.
—Sí —digo yo.
—Se me acaba de declarar.
Y esas cinco palabras, Peter, me abrieron la puerta a una felicidad incontrolable. Con esas cinco palabras me había librado del tándem Geraldine-Doris que todo el mundo en la isla parecía estar esperando. Estaba tan aliviado que no pude evitar plantarle un beso en la frente al reverendo.
—Oh, no, no, no, señor rey, señor —me dice Gilbertine acercándose a mí con el ceño fruncido y malinterpretando radicalmente mi gesto—. No, no, no. En Tuva las esposas deben ser hembras. Y solo porque el reverendo Taupu sea de Vanu, donde hacen las cosas de forma distinta a como las hacemos nosotros, y solo porque le guste a usted mucho, eso no significa que pueda convertirlo en su legítima esposa.
Así que ahí estamos, Peter. ¿Qué te parecen todas estas noticias? Ahora estoy casado con Lola y con Gilbertine, y vivo en un ménage à cinq con la perspectiva de que se sumen cinco esposas más. Si eso no me mantiene joven, no sé qué otra cosa podría lograrlo.
Y esa misma tarde… Bueno, bueno, en mis tiempos vi a unas cuantas mujeres desnudas, Peter, pero ella era un espécimen absolutamente magnífico. Era grande, altísima, pero no tenía ni un gramo de grasa. Brazos musculosos. Piernas musculosas. Se le veían incluso cuando estaba de pie, inmóvil. Y ojalá pudiera darte simplemente una descripción aproximada de sus pechos. Ya los había visto en una ocasión, claro, cuando se dio aquella ducha bajo la cascada. Pero no había tenido oportunidad de examinarlos con detalle. Y, bueno, madre del amor hermoso. Piensa en grande, y luego lo multiplicas por dos.
Se acerca a mí. Tienes que imaginártelo. Los senos bamboleándose; bamboleándose como si fuera el fin del mundo. Una sonrisa generosa. Me desabrocha los botones de la camisa. Fuera pantalones. Fuera todo. Y entonces se para en seco y echa un buen vistazo.
—Pero, señor rey —dice—, con esto podemos divertirnos mucho.
Y entonces se pone a horcajadas encima de mí y lo siguiente que recuerdo, Peter, es que tengo unos globos de helio en la cara y a una sonriente Gilbertine diciéndome que la vida es una seta.
Y venga, y dale, y arriba, y abajo, y de un lado y al otro, y antes de darnos cuenta, la cosa se acelera hasta el vértigo y estamos sudando la gota gorda y nos caemos, nos caemos de la cama.
Y entonces, un alarido triunfal:
—¡Aieehalimotuo, señor rey, señor! —Y se acabó. Ha terminado; yo he terminado, desde luego (hacía ya un rato que había terminado), y después de devolver un par de articulaciones a su sitio, todo vuelve más o menos a la normalidad.
—Gracias, Gilbertine —dije—. Ha sido… Puedo decir con toda franqueza que ha sido una auténtica experiencia.
—No, no. Gracias a usted, señor. Y muchísimas gracias a Lola. Debemos estarle agradecidos.
—Debemos —dije asintiendo juiciosamente—. Tengo que acordarme de darle las gracias.
Y todo el rato iba pensando: Arnold Trevellyan, este ha sido el polvo más surrealista que vayas a experimentar en toda tu vida. Y más tarde, cuando me puse cómodo en mi estudio, todavía tenía aquel par de globos de helio bamboleándose ante mis ojos.
—Bueno —dijo Lola a la mañana siguiente—, ya he oído que fue bien. Al menos desde el punto de vista de Gilbertine.
—Fue como hacer el amor con el monzón —dije—. La próxima vez, recuérdame que me tome unas cuantas pastillas contra el mareo.
—Vaya, gracias —dijo Lola—. Eres muy amable. ¿Alguna vez te han dicho que eres una persona maravillosa?
Y me besó.
Y unas cuantas horas más tarde, Gilbertine y yo salimos de vuelta a la montaña, de vuelta a la cueva. Iba a convertirla en mi laboratorio secreto y centro de investigación. Mi base científica. Mi guarida faustiana.
Caminamos atravesando la jungla, siguiendo aproximadamente nuestros propios pasos. Era extraordinario como las trepadoras y los renuevos se habían cerrado sobre sí mismos, dejando apenas una insinuación del sendero. Hacía solo tres días que habíamos abierto aquel camino a golpe de machete. Ahora la vegetación había vuelto a cerrarlo.
Empezamos por aclarar el suelo de la cueva: cortando las Panaeolus y los matacandiles. Conservé todos los tricolomas, puesto que quería cocinarlos a nuestro regreso. Pero deseché todas las demás, ya que no estaba seguro de que fueran comestibles.
Gilbertine me pasó mi bolsa, que estaba repleta de esporas de amanita. Miles y miles de motas microscópicas de polvo. Pero no de un polvo viejo cualquiera, Peter. Se trataba de los elementos esenciales de la vida. Desmenucé, desmenucé, desmenucé. Desmenucé todos los sombreretes secos sobre el terreno, diseminando las esporas. Plantamos las oronjas verdes en un rincón, las panteras en otro. Y reservamos todo el lateral de la cueva para las oronjas. Y entonces rocié el terreno con mi poción: ciento cincuenta miligramos por cada metro cuadrado. Ni una gota más, ni una gota menos. Y mientras rociaba el líquido y lo veía infiltrarse en el humus con aroma a turrón, sentí repentinamente el delicioso cenit de la excitación. Empezó como un estremecimiento en las piernas, y luego el hormigueo fue trepando por la ingle hasta la columna. Y para cuando me llegó al cuello, de los pies a la cabeza tenía toda la piel de gallina.
—¿Tiene frío, señor? —preguntó Gilbertine.
—No —dije yo—. Solo estoy emocionado.
Ella asintió.
—Y yo, señor. Siempre me emociona estar con mi marido.
De todo el mundo, solo tú, Peter, puedes comprender cómo me sentía. Porque sabía, igual que lo hubieras sabido tú de haber estado en mi lugar, que estas esporas prosperarían. Tenía por delante seis semanas, tal vez siete, de espera.
—¿Y estas, señor rey marido, señor?
Gilbertine me entregó un sobre.
—Sí —dije—. Y estas.
Era la parte más emocionante. Verás, no solo estaba interesado en plantar setas, Peter; tenía otra cosa que plantar —una planta muy común, una hierba— que me había llamado la atención pocos meses antes. Un día, paseando por el bosque de Creux, me había dado cuenta de que hay una planta entre los millones que pueblan el reino vegetal que siempre crece junto a las amanitas. Es como si tuvieran una relación simbiótica. Piensa en las ortigas urticantes y las hojas de acedera. Es como si estuvieran hechas las unas para las otras. Como si fueran amigas. Y cuando hay dos plantas que crecen juntas de ese modo, suele ser porque comparten algo significativo.
Y ahora está lloviendo. Está diluviando. No, deja que reformule eso: están cayendo chuzos de punta, lloviendo a cántaros. La lluvia cae a mares, con ráfagas que azotan el tejado y las paredes de la vieja capilla. El viento huracanado del temporal arranca las olas del océano y las sacude y las bate hacia tierra firme. Brrum bang, brrum bang. Seguramente lo estarás oyendo. Imagínate estampando una sartén con todas tus fuerzas contra un cojín. Brrum bang. Ese es el ruido que hace.
Y el agua se está colando por los canalones de la nieve y desagua sobre el suelo arenoso, excavando una pequeña trinchera inundada alrededor de todo el exterior del edificio. Se ha formado un foso en miniatura.
En cuanto a la laguna, suele presentar un color lapislázuli, o turquesa, o verde topacio, pero ahora tiene el color de una buena sopa de champiñones. Me remite directamente al comedor de beneficencia. Y la espuma se ha quedado atascada en el arrecife como un enorme borrón, y el viento es como un secador funcionando a la máxima potencia.
Sabíamos que la tormenta se estaba acercando. Lo sabíamos porque las cigüeñas y las alcas habían levantado el vuelo por encima de las copas de los árboles y se habían puesto a dar vueltas y más vueltas por las aguas termales. Pero eso no detuvo a nuestro ilustre visitante; no se iba a dejar amedrentar por un poco de viento y lluvia. Ojalá hubieras estado aquí para verlo. Peter. Ha sido una imagen que nunca olvidaré. Quince piraguas remando en medio de la marejada. Y un hondo redoble de tambores, rataplán, rataplán, por encima del ruido del oleaje.
Rataplán. Fue lo primero que supimos de su llegada. Rataplán. Rataplán. Hay una bruma marina adherida al cielo como una especie de visillo celestial y que nubla todo lo que queda detrás. Antes de ver nada, era el redoble lo que los anunciaba.
Y luego estaban los colores: naranja, verde, rojo, malva. Manchas en las cortinas, borrones en la espuma. Y eso, Peter… Bueno, tú llevas gafas, así que sabrás a lo que me refiero. ¿Sabes cuando te quitas las gafas y durante una fracción de segundo todo está desenfocado? Y luego todo vuelve a aclararse. Una pequeña flotilla, toda engalanada con serpentinas, y guirnaldas, y banderitas de colores. Quince puñeteros árboles navideños acercándose entre la niebla.
Y entonces lo avistamos: el rey Taufa’ahau Tupou IV de Tonga. Intenta decirlo después de unas cuantas copas. Taa. Faa. Haa. Tu. Pu. Cuarto. Eso es. Era su primera visita a Tuva en más de veinte años. «AaileeEAlmoo! —¡Hurra!— AaileeEAlmoo!». Tenías que haber oído el clamor.
Los hombres no dejaban de remar. Llevaron al rey a remo desde su barco hasta la playa, manteniendo el mismo ritmo frenético. Y cuando estuvieron a solo tres metros de la orilla: zas. Se levantaron todos, hundieron los remos en el agua —son como esas grandes palas planas que se usan para las pizzas— y se apoyaron en ellas con todo su poderío. Un gorgoteo fuerte, una ola que surge de debajo de cada remo y las piraguas se paran en seco. Raaaaataaaaplán. Redoble de tambores. Toque de caracola. Y el rey se baja —todo esto ha ocurrido hace unas horas— y se abre paso por las cálidas aguas.
—Qué placer —le dice a Lola—. Ha pasado demasiado tiempo.
Y entonces se vuelve hacia mí.
—Bienvenido a la monarquía —dice—. Usted va a salvar el mundo. He oído hablar muy bien de usted. Me han dicho que se ha hecho muy popular en las canteras.
Querrás saber para qué venía. Verás, está todo relacionado con la Orden. Lo han organizado todo. Fueron ellos quienes llevaron a cabo las negociaciones. Fueron ellos quienes acordaron lo de las armas. Y también fueron quienes recaudaron todos los fondos. Y he de decir que lo hicieron de una forma espectacular. El dinero venía de Omán, Marruecos, Dinamarca y los saudíes. Ellos fueron los primeros en entrar. E incluso nuestra reina. Me dijeron, bajo estricta confidencialidad, que ella apoquinó varios millones. «Una tiene que hacer lo que pueda para ayudar». Eso fue lo que dijo, al parecer. «Una nunca sabe cuándo estará agradecida por que exista un lugar así».
El gobierno de Tonga cerró el trato. Se hizo entre bastidores, por supuesto. Verás, la Orden tenía que usar un país real para conferir legitimidad a todo el asunto. Era una tapadera, si lo prefieres. Y ahora, bueno, ha funcionado al cien por cien, como era inevitable. Lo planearon a la perfección, igual que planean todo a la perfección. Estoy convencido de que estaban en disposición de hacer frente a cualquier desastre posible y salir airosos. Y ahora han conseguido lo inimaginable: somos —¿estás preparado?— los orgullosos propietarios de dieciséis relucientes y radiantes artilugios tecnológicos que nos protegerán de un ataque por tierra o por mar. Dieciséis escudos defensivos que han sido transportados hasta aquí desde Francia, con una pizca de ayuda por lo bajo de nuestro querido y viejo presidente Mitterrand. Dieciséis misiles, Peter. ¡Dieciséis RBS-15! ¡Eso es lo que acabamos de recibir! Con un coste de una cantidad nada despreciable de millones.
Pero ¿por qué el rey de Tonga? ¿Y cuál es su papel en todo esto? Eso es lo que querrás saber. Bueno, él quería estar aquí cuando se hiciera la entrega de las armas. Y además ha ofrecido a treinta de sus guardas paramilitares (entrenados en Suecia) para ayudar en la construcción del depósito. Y van a vivir aquí de forma semipermanente, alojándose en el depósito. Es el lugar donde se almacenarán los misiles y donde se llevará a cabo su mantenimiento, y desde donde —si es que alguna vez resultan necesarios, Dios no lo quiera— serán disparados.
No hace falta ser un militar entrenado para dispararlos, o eso es lo que nos han estado explicando los expertos. Lo único que hay que hacer, si quieres mandarlos a votar por los aires, es activar el ordenador. Ya está programado para cualquier escenario posible. Cazas. Destructores. Cualquier cosa. Simplemente seleccionas el objetivo, apuntas, pulsas unos cuantos botones del teclado y ¡bang, zas! Lo siguiente que ves es una condenada bola de fuego gigante.
Los expertos en defensa vinieron hace semanas para seleccionar el mejor lugar donde establecer la base para las armas. Esa debió de ser la decisión más difícil que tuvieron que tomar. Se lo estuvieron pensando mucho y al final eligieron la isla de Katu-Waitu, principalmente porque es diminuta y está aislada. Está situada justo al otro lado del mayor arrecife, lo cual, según dijeron, es importante, y es poco más que un grumo en medio del océano, una roca de color coral que asoma por encima del mar como un pedazo de parmesano desmigado. El espacio justo para treinta soldados y dieciséis misiles. Y si te colocas en el borde, como hice yo ayer por la mañana, se ve el fondo del mar cayendo prácticamente en vertical desde la roca: abajo, abajo, abajo, hacia tierra de nadie, y se ven unos increíbles destellos plateados, y dorados, y naranjas, y verdes. Son los bancos de peces: los peces loro, y las rayas de arrecife, y las palometas moteadas.
Nuestro primer cometido, una vez que este tormentón escampe, será volver hasta Katu-Waitu. Iremos con los ingenieros suecos y los soldados de Tonga, y ayudaremos a construir la cubierta del generador. Es el primer paso. Se trata de un armatoste de hormigón y acero; proviene todo de Tonga. Y cuando esté hecho y el nuevo generador esté montado y en funcionamiento, los soldados empezarán a trabajar en el búnker de los misiles.
Pero la tormenta, la tormenta… Está surcando el archipiélago como si fuera un monstruo y lo está retrasando todo. Ese es el problema que tenemos aquí, que hay muchas tormentas. ¿Oyes el ruido de fondo? El viento es tan potente que está haciendo trizas los árboles del monte Tuva. Está dejando los troncos pelados como gruesos postes negros de telégrafos, con sus frondosas copas arrancadas, destrozadas, hechas jirones. Y, observándolas ahora mismo, es como si hubieran adornado la cima con banderines.