Peter le dio al botón de pausa.
—Es ridículo —dijo—. Está como una cabra. Ahora está diciendo chorradas. Chorradas absurdas.
Puede que fueran chorradas absurdas, pero era curioso lo convincentes que sonaban, y Peter volvió a pulsar el botón de reproducción enseguida para que pudiéramos oír el resto de la cinta. Arnold relataba que Luis Felipe se hizo con la corona de Francia en 1830, que la perdió de nuevo en 1848, y que por fin la familia se refugió una vez más en las canteras de Creux. Y luego vino la afirmación más descabellada de todas las que hizo: dijo que el presidente de Francia, François Mitterrand, también era descendiente directo del rey Luis XIV, por la línea de Fernando Felipe, y que tenía intención de anclarse en el poder hasta el día de su muerte.
La ascendencia real de Mitterrand, decía, era la razón por la que había mostrado tan poco entusiasmo con motivo de las festividades del bicentenario de la revolución francesa. (Recuerdo que aquello hizo que más de uno, extrañado, arqueara las cejas).
Y decía otra cosa más acerca de Mitterrand: el Grande Arche que había inaugurado ese mismo año, un invento del propio presidente, por lo visto se había concebido como una respuesta al Arco del Triunfo que Napoleón había erigido para conmemorar su victoria en Austerlitz. Mitterrand quiso superar el legado arquitectónico de Napoleón. Construir cosas más grandes y dejar París salpicado de una serie de monumentos reales. La pirámide de cristal. Una nueva biblioteca nacional. Y un sinfín de edificios así.
Y ahí fue cuando a la cinta de Arnold se le acabó la bobina. Dejó muchas dudas y preguntas sin responder, pero nos había entretenido durante casi media hora.
Pudo haber terminado ahí. Divertido, entretenido, pero también, como dijo Peter, ridículo. En efecto, no podía pensar otra cosa acerca de las afirmaciones que vertió Arnold sobre Mitterrand, de no haber sido por una noticia sobre el presidente francés que apareció en los cables de Reuters solo unos días más tarde. La imprimí; todavía la tengo clavada en la pared de mi escritorio: «Mitterrand envuelto en un escándalo financiero. Rechazada la petición de diputados para investigar millones desaparecidos». Allí estaba, negro sobre blanco. Un escándalo, y un cargamento de francos franceses que se había esfumado. Mitterrand fue acusado de desviar cantidades sustanciosas de fondos del Estado al Morvan, donde había ocupado varios puestos políticos de peso antes de las elecciones presidenciales de 1981. Se dijo que esos fondos, cuya cifra ascendía a varias decenas de millones de francos, se habían volatilizado. Se habían hundido, decía el artículo, en «un creux». Llegaba a emplear ese término. Un hoyo en el suelo. Nadie pudo justificarlos. Y nadie pudo determinar adónde había ido a parar ese dinero.
Nadie salvo, tal vez, Peter y yo. Y Arnold.