Acababa de tropezarme con Luis de Borbón; es ahí por donde iba. Me llevó a su habitación y me hizo sentarme, y entonces empezó a contarme su historia.
De verdad que tendrías que sentarte en una sala a oscuras, Peter. Retrasar el viejo reloj del abuelo hasta hace más de dos siglos. Tienes que imaginarte despertando un gélido día de invierno en París. Frío como el hielo. Es el año del Señor de 1793, Peter, y será de una importancia capital para Francia y para el mundo entero.
Escucha. ¿No oyes la corneta? Rompe el alba con una nota clara, clara, con un eco que suena a niebla. BrooooooOU; RrrooooooOU; RrrooooooOU; RrrooooooOU; RoOU-RoOU-RoOU. ¡Mira! Hay una rata de agua enorme cruzando a todo correr la place de la Révolution. La brisa heladora azota los árboles del jardín de las Tullerías, tirando de las ramas con el mismo afán con que un titiritero maneja los hilos de sus marionetas. La brisa se filtra por debajo de tu capa, te atraviesa los huesos. Aprietas la capa aún con más fuerza contra tu pecho. Tratas de conservar una pizca del calor corporal. En el centro de la plaza, un trémulo grupo de hombres uniformados se apiña en torno a un brasero, se entretienen contando chistes verdes. Llevan casi una hora esperando, expectantes ante la llegada de su comandante en jefe. Quieren saber dónde hay que colocar la guillotina.
A menos de tres kilómetros, en la prisión de la torre del Temple, los ayudas de cámara, con gesto adusto, acaban de despertar al rey Luis XIV. Es la última vez que llevarán a cabo su ritual, la ocasión final en que vestirán al rey. Pues en menos de cuatro horas, a su majestad soberana, el rey de Francia por designio divino, el bis, bis, bisnieto del rey Sol, el ilustre Louis Quatorze, le cortarán la cabeza delante de una muchedumbre de espectadores que estallará en insultos y abucheos.
—He dormido bien. —Esas son las primeras palabras del rey al levantarse esa mañana—. Lo necesitaba. El día de ayer me dejó exhausto.
Pudo haber seguido así, pero los lívidos semblantes de sus dos ayudas de cámara lo despertaron de golpe y porrazo a la cruda y sombría realidad de la situación.
Su presencia, si lo prefieres, le brinda su segundo despertar del día. El momento en que el terrible y espantoso horror de lo que está a punto de sucederle le da una colleja y lo deja temblando descontroladamente.
—¿Dolerá? —solloza—. Seguro que es rápido. Pero ¿cuánto tardará el espíritu en elevarse de mi cuerpo? Eso es lo que más me preocupa. —Vuelve a sollozar—. ¡Oh, mi Francia! ¡Oh, mon dieu! ¡Oh, mis leales ayudas de cámara!
Jean-Baptiste Cléry y Theodore Daumier intercambian una mirada. También ellos tienen lágrimas recorriéndoles las mejillas.
—No puede ser —le dicen al rey—. Sin duda el mismísimo Señor intervendrá.
Es importante establecer la secuencia exacta de los acontecimientos en esa mañana de enero, Peter, pues demuestra la inmensa importancia de todo lo que seguirá a continuación. Los ayudas de cámara visten al rey mucho antes de que raye el alba, y luego asiste a misa. Son poco más de las seis en punto. A la siete regresa a su estudio y le pide a Cléry que le traiga unas tijeras. Prefiere cortarse el pelo en la intimidad de la prisión antes que tener que pasar por la humillación de cortárselo en el cadalso. Non! La petición de las tijeras es denegada por el consejo de guardias. Temen que el prisionero pretenda quitarse la vida. El rey se siente insultado. Él nunca cometería un suicidio.
El orden de la ejecución está planeado como sigue: a las ocho y media, el rey será conducido a la calle, será trasladado a la place de la Révolution en el coche que pertenece al alcalde de París. Irá acompañado por dos guardias veteranos del ejército y su fiel confesor irlandés, el sacerdote católico Henry Essex Edgeworth de Firmont. Él y el rey leerán las oraciones penitenciales y los salmos durante la hora y media del ajetreado trayecto que recorrerá los bulevares de la capital.
El coche lo llevará hasta el pie mismo del cadalso. La puerta se abrirá desde fuera. Y a partir de ese momento, está solo. Debe subir los escalones, enfrentarse a la humillación de que el verdugo le corte el pelo en público y luego escuchar el redoble de tambores mientras se arrastra, con pasos de plomo, hacia la guillotina. Se arrodillará. Colocará la cabeza en el bloque de madera. Sentirá el frío duro de la madera presionando el nudo protuberante de su nuez. Resultará incómodo, tal vez incluso doloroso, cuando el sólido cepo de roble se cierre alrededor de su cuello, atándolo a la máquina que va a arrebatarle la vida.
Estará tiritando; tendrá un ácido ardiente en la garganta; tal vez pierda el control sobre su vejiga e intestinos. Y mientras trata de concentrarse en sus oraciones (estará recitando el credo y el padre nuestro), oirá los cánticos de la muchedumbre, como abuchea y grita sin cesar por encima del redoble de tambores. Y luego notará de repente un pequeño clic, seguido de un zzzzzrrr, una fracción de segundo, nada más; más rápido, más rápido, rrzzzrr. Y entonces…
Nada. Sin dolor. Sin sentir nada. Sin la sensación de que nada haya cambiado. Solo un vago sentimiento abstracto de que está mirando a una multitud que es cada vez más borrosa y neblinosa, y confusa, y el griterío se deshace, se deshace y se disipa, y…
Y en ese punto, Sansón, el verdugo, arrojará con desprecio a un cesto de mimbre la cabeza que ha estado exhibiendo ante la multitud. Y los hombres y mujeres y niños se arremolinarán para mojar sus pañuelos en la sangre del rey muerto.
Así, en cualquier caso, es cómo el consejo revolucionario y los oficiales y los soldados imaginaron que se desarrollarían los acontecimientos de la mañana. Pero, sin ellos saberlo, no sería eso lo que sucedería. Porque en este momento se está produciendo un giro de lo más inesperado en el estudio del rey.
Una vez más, Peter, el desarrollo exacto de los acontecimientos resulta de una importancia crucial. Mira, el rey está sentado detrás de su escritorio, escribiéndole a su esposa una carta de despedida. Enfrente de él están Cléry y Daumier, su ayuda de cámara. El rey está pálido, tan pálido como una mortaja, pero Daumier lo está mucho más aún. Tiembla levemente, tiene la boca seca. Tiene algo que decir, pero no está seguro de por dónde empezar.
Cabe destacar que Daumier lleva dos décadas ejerciendo fielmente de ayuda de cámara del rey. Tiene el mismo temperamento que el rey, lo que probablemente sea el motivo por el cual comprende la agonía de su patrón. Es igualmente adiposo en la zona media. Su barriga está bien atendida por las cocinas reales.
Tose. Atrae la atención del rey.
—Vuestra majestad —empieza—. Vuestra noble majestad. Permitidme hablar. Hace más de uno y veinte años que os sirvo con la mayor de mis destrezas. Os he vestido, os he traído vuestras vituallas, vuestras carnes, vuestras frutas. Me he esforzado por ser un sirviente leal, por ser fiel y diligente. Y ahora os pido un favor a cambio.
El rey mira a Daumier; se pregunta adónde quiere llegar. ¿De verdad puede ser tan importante en ese preciso instante, cuando está a punto de morir?
—Le pido que me deis vuestro anillo. Las cadenas de vuestro reloj. Vuestro chaleco. Vuestros impertinentes. Os pido que os quitéis vuestras ropas, de inmediato, y me las entreguéis todas. En definitiva, majestad, os pido humildemente y os suplico, sí, que me permitáis dar la vida por vos. Estoy dispuesto, y solo Dios sabe que estoy preparado, a ocupar vuestro lugar. A sacrificarme en el cadalso para que vos podáis escapar.
Se hace un largo silencio antes de que el rey dé su respuesta.
—Pero ¿cómo? —dice—. Estamos rodeados.
—Está todo dispuesto —responde Daumier—. Edgeworth lo tiene organizado. Vuestra huida. Casas seguras donde alojaros. Un caballo. Seréis conducido a las canteras de Borgoña y allí os quedaréis hasta que esta… esta maldita revolución del demonio sea devastada.
—Estáis dispuesto a… —El rey deja escapar una risita nerviosa.
—Sí —dice Daumier—. Es mi deber, mi deber para con vos, majestad. Y es mi deber para con Francia.
Menos de tres minutos más tarde, Daumier va vestido como el rey y el rey va vestido como Daumier. Incluso Cléry debe admitir que el subterfugio es sobresaliente. La barriga de Daumier. Su papada. Su nariz protuberante. Sus ojos hundidos. Su parecido con el rey es tan asombroso que cuando Edgeworth entra en la estancia unos minutos más tarde se vuelve hacia Daumier, y se dirige a él con un «vuestra majestad».
Solo pasados uno segundos hace la comprobación, sonríe y toma la mano de Daumier.
—Brillante —susurra—. Daumier, sois un genio del disfraz. Y si hacéis esto por vuestro rey y por vuestra patria, estáis destinado a convertiros en el mayor mártir de toda esta terrible revolución.
Daumier vacila un segundo, se muerde la uña y se aferra a la mano de Edgeworth.
—¿Estaréis conmigo? ¿Estaréis ahí hasta el final?
—Sí —replica Edgeworth—. Soy responsable de acompañar al rey hasta el cadalso. Estaré allí hasta el final.
Pasa una hora. El engaño es total. Daumier consigue incluso imitar el habla cantarina del rey.
—Desafío a cualquiera a que ponga en duda vuestra identidad —dice Edgeworth—. Además, una vez nos encontremos más allá de los confines de la torre, nadie a quien nos encontremos habrá visto el rostro del rey cara a cara. Con la voluntad de Dios, y Dios tiene esa voluntad, este plan saldrá bien.
No obstante, hay un momento de tensión cuando se oye un golpe seco en la puerta y entra Santerre, comandante de la Guardia Nacional de París. Él es el único que podría desentrañar la farsa. Pero apenas repara en el falso rey.
—Es hora de irse —anuncia con su habitual ademán perentorio. Y luego vuelve a salir de la estancia esperando que su prisionero lo siga.
—Es hora de irse —repite Daumier con voz queda—. Adiós, Jean-Baptiste. Y adiós, Daumier. Que Dios os proteja.
El rey sonríe débilmente y abraza al Daumier auténtico.
—Algún día volveremos a encontrarnos —dice—. Algún día.
Abraza a Daumier una segunda vez y lo observa mientras este desciende por el hueco de la escalera.
—Vamos, majestad —le dice Cléry al rey con tono apremiante—. No tenemos tiempo que perder. Nosotros también debemos bajar; tenemos que dirigirnos a la rue de la Madeleine. Habrá caballos esperándonos en los jardines de la Madeleine. Iremos a la abadía de la Pierre, cerca de Vincennes, y luego saldremos para Sens. Edgeworth se reunirá con nosotros tan pronto como pueda escapar. Si Dios quiere, todo saldrá bien.
Y eso, Peter, es lo que pasó. El rey llegó a Vincennes en compañía de Cléry y luego siguió adelante hasta Sens, Troyes y Auxerre, antes de llegar por fin a Creux. Me dicen que hay una crónica de la huida, escrita de puño y letra de Edgeworth, que se conserva en la London Library. Está recopilada junto a otra serie de volúmenes impresos, todos bajo el título de Anales de la revolución francesa. No debería estar allí, por supuesto. Fue legado a la biblioteca de forma inadvertida, junto con varios ensayos de Burke y Lacretelle, cuando uno de los descendientes de Edgeworth estiró la pata a principios de los sesenta. La Orden tiene intención de recuperarlo. De modo que, si quieres leerlo, Peter, y deberías, será mejor que vayas a verlo ahora mismo, mientras aún sigue allí.
En fin, digresiones, digresiones. La operación para salvar al rey funcionó como un reloj, con un único contratiempo que ocurrió cuando Edgeworth trató de rescatar a María Antonieta y al delfín. Resultó imposible, y María Antonieta perdió la cabeza en el patíbulo, mientras que el delfín murió de alguna enfermedad horrible en la prisión de Temple.
Pero.
Pero.
Pero.
Casi puedo verte, Peter, dando saltos de impaciencia en el salón de tu casa. «Hay tantas lagunas». Eso es lo que te estás diciendo. «Hay tantas cosas que no ha explicado».
Pues créeme. Intentaré explicarlo. Tengo que explicarlo, si no, nada tendrá ningún sentido. Creo que ya te he contado que fue el rey Luis quien dio instrucciones a Soufflot para que excavara la cantera en Creux. ¿Te lo había contado? Quería un refugio para las épocas conflictivas. La cantera se encontraba en unas tierras que pertenecían a la familia De la Regnier, que estaba emparentada con la casa de Borbón mediante numerosas líneas de sangre distintas. Era una familia en la que el rey Luis podía confiar sin reservas.
Pero Luis no era el único que mostraba una cierta preocupación por su trono. Al otro lado del canal, en nuestra querida Albión, el rey Jorge III también se estaba poniendo cada vez más nervioso. Piénsalo. América, 1776. El año en que los americanos le arrebataron a Jorge la corona y proclamaron su república. Y eso al rey le llegó hasta el tuétano de los huesos. De pronto se dio cuenta de que las monarquías podían ser derrocadas: adiós muy buenas. Se dio cuenta de que a los reyes coronados por la gracia de Dios se les podía cortar la cabeza sin pedirle permiso a nadie. Se dio cuenta de que los reyes europeos tenían que contraatacar. Tenían que defender su poder. Y después de mucho ir y venir entre Inglaterra y Francia, él y Luis fundaron una organización que pronto empezó a ser conocida como la Orden de la Monarquía. Su tema era «El mundo es mi reino».
¿Su propósito? Defender a las monarquías, simple y llanamente. Dar protección a reyes en apuros. Devolver el trono a las monarquías depuestas, no solo en Europa, sino en todo el mundo. La Orden creía en la jerarquía aristocrática (el principio de la sangre azul), y atrajo el apoyo y la riqueza de todas las dinastías que mantenían un estrecho vínculo con los monarcas reinantes.
Y así fue como la Orden consiguió mantenerlo todo en secreto. Tenían su sede en una cantera subterránea de Creux, en la propiedad privada de la familia De la Regnier, en el corazón del Morvan, que da la casualidad de que es una de las zonas menos pobladas de toda Francia. Las pocas personas que habitaban la región fueron amablemente desalojadas de sus casas (los De la Regnier les pagaron una suma tan generosa que la familia no sufrió ni un rasguño durante la revolución). Y ni siquiera llegaron a tener la menor idea de que las canteras estaban allí. Nadie las encontró. Nadie puso un pie dentro. Nadie, por supuesto, hasta que apareció un servidor y no pudo evitar meter su entrometida narizota en los asuntos de los demás.
Al principio, Luis XVI estuvo solo en la cantera, atendido por Edgeworth y el único ayuda de cámara que le quedaba. Claro que tenía algunas visitas: duques, príncipes y nobles cuyas vidas estaban en peligro. Pero el rey no tardó mucho en verse rodeado de otros monarcas depuestos: reyes, reinas y herederos cuyas vidas estaban en peligro y que la Orden de la Monarquía se había llevado en volandas para ponerlos a salvo. Estaba Guillermo de Hessen, príncipe de Hanau. Ludovico Carlos Francisco Leopoldo de Hohenlohe-Bartenstein. Maximiliano I, duque del palatinado Zweibrücken-Birkenfeld. Perdió su trono en 1799, cuando Baviera se anexionó sus tierras. Estanislao II, rey de Polonia, vino en 1795, si no voy mal encaminado, y Hércules I de Este, de Módena, llegó al año siguiente. Y no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a llegar desde tierras mucho más lejanas. El rey Takitakimalohi de Vava’u llegó en 1799; el sah Zaiman de Afganistán, en 1801, y el emperador Demetrio de Etiopía, un poco más tarde, ese mismo año. (Murió poco después, de tisis).
Me enseñaron el libro de visitas de la cantera; a decir verdad, lo tuve en mis manos. Y allí estaban sus nombres. Me mantuvo ocupado durante horas, intentando averiguar quiénes eran todos aquellos. La mitad de los nombres eran ilegibles y la otra mitad no los había oído en mi vida. La entrada del rey de Vava’u era la más espectacular; una página entera de garabatos y sellos. Una entrada muy grande para un reino tan pequeño.
Una de las tareas más acuciantes de la Orden era encontrarle al rey Luis XVI una nueva esposa. Alguien de sangre real con quien pudiera tener un nuevo heredero. Pero no había nadie disponible. Tuvieron que esperar nueve años enteros antes de que llegara una candidata adecuada. Sí, fue en 1803 cuando la princesa abadesa de Essen, una dama pía y, según se dice, bastante rolliza, cuyo verdadero nombre era María Kunigunde von Sachsen, fue depuesta ignominiosamente por la infantería prusiana, que había marchado sobre sus tierras. La podían haber encarcelado, o incluso liquidado, de no haber sido porque la Orden la sacó de allí a toda prisa para ponerla a salvo. Menos de una hora después de su llegada a Creux, fue presentada al rey Luis.
Tanto el rey como la Orden convinieron en que ella constituía el material apropiado para darle hijos al rey. No demasiado fea, supongo, aunque tal vez algo sudorosa después de su largo viaje. Y su padre era el rey Federico Augusto II, rey de Polonia.
Pero había dos grandes inconvenientes en esa pequeña unión matrimonial. Número uno: María tenía cincuenta y tres años cuando conoció a Luis. Número dos: había hecho voto de castidad para toda la vida. Se había puesto un buen candado en las partes importantes. Bueno, bueno, bueno. La Orden se apresuró a intentar persuadirla para que abriera el candado y abandonara el voto de castidad. Le informaron de que dar un heredero era su deber ante Dios. Sin embargo, poco podían hacer en cuanto a su marchito útero. El rey se abalanzó sobre María con todo su entusiasmo por propia orden, cabalgando y bombeándose a su interior hasta que a la princesa debía de dolerle hasta el último ligamento de su cuerpo. Pero fue todo en vano. Mucho espermatozoide regio, pero ningún óvulo a la vista.
Y fue en ese punto cuando la propia María tuvo una idea bastante brillante. ¡Tienes que estar en condiciones de adivinarlo, Peter! Sí, setas. Estoy seguro de que recuerdas las anécdotas. Les encantaban sus setas. No cualquier seta vieja, no te creas; vamos a dejar las cosas claras. Comen setas de los césares, y solo setas de los césares, el manjar de los reyes y las reinas desde los tiempos de, bueno, de Julio César. Pero las oronjas no eran simplemente un plato exquisito. También eran famosas por sus propiedades afrodisíacas. Estimulaban la libido. Ponían en circulación los flujos. Desatascaban las cañerías. (Es verdad que lo hacen, Peter. Es por uno de sus componentes químicos). No en vano hicieron posible que la madre de María, una Habsburgo, soltara retoños a razón de uno al año. María era su decimotercera hija.
Después de unas cuantas semanas de tedio y acrobacias, y sin señal alguna que indicara que se hubiera quedado embarazada, María impuso una semana de banquetes. El plato principal de cada puñetera comida debía estar compuesto por setas de los césares.
Bien, Peter, te podrás imaginar el pánico que esto causó en la Orden. Mandaron explorar el bosque, peinaron el terreno sin dejar ni una hoja sin levantar. Fue una suerte que todo esto sucediera en el transcurso de un septiembre húmedo y desacostumbradamente caluroso, condiciones ideales para la exigente oronja. Cada mañana, los exploradores salían de la cantera. Y cada tarde volvían con las alforjas rebosantes.
Y entonces, ¡milagro entre milagros! ¡Bendición entre bendiciones! ¡Suenan trompetas! ¡Que salga la banda! La menopausia debió de recular drásticamente. Había huevos por todas partes. Cocidos. Fritos. Revueltos. Y a la edad en la que la mayoría de las mujeres estaban muertas o eran abuelas, la casta y pía abadesa María dio a luz a un niño. Así asomó, sano, lozano y con más sangre azul palpitando en su pequeño corazoncito que en la mitad de la realeza europea. Fue bautizado como Fernando Felipe, el legítimo pretendiente al trono de Francia. Y pese a que todos los libros de historia dicen que su padre fue Luis Felipe, este no era el caso exactamente. Su verdadero padre era Luis XVI.
Fue un triunfo. Sin precedentes. Iba contra la ley natural. Y para celebrar aquel logro, se estableció una nueva costumbre en las canteras de Creux: una vez cada siete años todas las cabezas más o menos coronadas de todos y cada uno de los condenados reinos del mundo se reunirían para divertirse, darse un banquete y consumir enormes cantidades de setas de los césares. Y…