El 14 de enero, después de insistir mucho, y tras más de una docena de llamadas, conseguí por fin establecer una entrevista telefónica con el rey sin corona Leka de Albania. Llevaba más de una década viviendo en el exilio en Sudáfrica y no había salido a la luz pública desde hacía algunos años. Quería saber qué opinaba sobre los recientes acontecimientos acaecidos en su país natal.
Albania no había experimentado el mismo nivel de confusión política que los demás países de la Europa del Este. El gobierno comunista de línea dura no se encontraba bajo amenaza directa y no se habían producido las manifestaciones masivas sucedidas en Berlín, Praga y Bucarest. Sin embargo, sí que habían surgido pequeños focos de disturbios civiles, algo inaudito en Albania. Varios miles de manifestantes habían marchado por las calles de Shkodër, una ciudad del norte del país. Y corrían rumores que hablaban de manifestaciones en Tirana, la capital.
El rey Leka me dijo que tenía puestas sus esperanzas en que aquellas muestras iniciales de insatisfacción fueran el preludio de algo a mayor escala. De hecho, creía fervientemente que el derrocamiento del régimen de Ramiz Alia era una mera cuestión de tiempo, lo cual allanaría el camino para que él asumiera sus responsabilidades reales en un país que se había visto obligado a abandonar a la principesca edad de dos días.
—Seguro que conoce la historia —me dijo por teléfono—. Los italianos nos invadieron, irrumpieron en el palacio real pocas horas después de nacer yo. Cuando encontraron todas las sábanas y las toallas aún manchadas con la sangre de mi madre, se pusieron furiosos. «El cachorro ha volado». Esas fueron las palabras que se le atribuyen al ministro de Exteriores italiano. Yo era ese cachorro, el heredero al trono albanés, y les indignó que hubiera escapado con vida.
Le pregunté qué haría si volviera, o cuando volviera, a Albania. ¿Intentaría fundar un partido político?
—Estoy por encima de la política de partidos —me dijo con pomposidad—. Solo deseo servir a mi país.
Le pregunté por qué estaba tan convencido de que lograría ocupar el trono que le correspondía por derecho. Al parecer había numerosas dificultades que se interponían en su camino, sin olvidar el hecho de que el gobierno actual se aferraba al poder.
—Se está adentrando en una zona de difícil acceso —me dijo—. No puedo decirle más. Pero puede estar seguro de que voy a regresar a Albania. La monarquía será restaurada. Sucederán cosas. Muy pronto llegará el momento.
Lo presioné un poco más. ¿Tenía contactos en el interior de Albania? ¿Los albaneses en el exilio apoyaban la rebelión?
Fue cauto en sus respuestas.
—No puedo decir nada. ¿Cómo voy a responder a tales preguntas? Es demasiado peligroso.
Tenía una última pregunta. La hice medio en serio y medio en broma.
—¿Fue invitado —dije— a la coronación de Arnold Trevellyan?
Se hizo un largo silencio. Un silencio realmente largo. Y entonces dijo:
—No.
Y aquella fue su última palabra, porque colgó el teléfono de inmediato. Tres, cuatro, cinco veces traté de llamar de nuevo, pero nadie contestó. La entrevista había finalizado con una nota de insatisfacción.
Pasaron tres días antes de que se publicara la entrevista, y quedó más corta de lo que me esperaba. Pero estaba contento de que encontrara un hueco en el diario. Era lo primero que se publicaba sobre Albania en cualquier periódico desde el inicio de los disturbios, hacía más o menos un mes. Bajo el titular «El rey aspira al trono», se apuntaban las esperanzas de Leka en el futuro, tal y como me las había transmitido a mí. Se complementaba con un artículo, mucho más corto, referente al padre de Leka, el rey Zog, que había sido depuesto en 1939. Zog había fallecido en 1961 sin que se le hubiera permitido regresar a su tierra. Leka me contó que estaba decidido a que esa historia no se repitiera con él.
Se dice que el periódico de hoy en día es el envoltorio de la comida rápida de mañana, pero no siempre es así. Mi artículo sobre el rey Leka pudo haber sido el final del asunto de no haber sido por una llamada que recibí dos días después de su publicación. Estaba sentado en mi mesa cuando sonó el teléfono.
—¿Señor Edwardes? Al habla el señor Lloshi, ministro de Asuntos Exteriores de Albania.
Hablaba muy bien mi idioma, aunque con acento americano, y fue bastante sincero al hablar de mi artículo. Era un misterio total cómo se las habría arreglado para adquirir una copia del Telegraph en el centro de Tirana, pero no cabía duda de que lo había leído y quería dejar las cosas claras.
—En breve, señor Edwardes, deseamos dar el paso excepcional de invitarlo a Tirana. Queremos concertarle una entrevista con nuestro presidente, Ramiz Alia. Él tiene, ¿cómo dicen ustedes?, unas cuantas verdades que le gustaría mucho discutir con usted.
Era una oferta que no podía declinar. Obtuve el beneplácito de mi editor, reservé los billetes y el 23 de enero me encontraba embarcando en un avión con destino a Zagreb, seguido de un segundo avión a Titogrado y de un traslado privado, organizado por el Estado, que me cruzó la frontera hasta Albania. Había salido de Londres a las seis de la mañana; llegué a Tirana pasadas las nueve de la noche. Quince horas para llegar a una ciudad que estaba a la misma distancia de Londres que Corfú.
Tirana de noche no era lo que se dice una fiesta. Las calles estaban desiertas y no había ni un coche en la calzada. Entramos en la plaza de Skanderbeg, una plaza de armas de asfalto tenuemente iluminada. En el centro de la plaza se erigía una estatua dorada del Amado Líder, Enver Hoxha.
—Aquí, su hotel —dijo el conductor—. Lo veré por la mañana, a las nueve en punto, para trasladarlo al palacio presidencial.
Un mozo cargó con mi maleta hasta la habitación, y otro llevaba las llaves. Y cuando pedí algo de comer, me dijeron que se servirían albóndigas con arroz en el bar en veinte minutos. Estaba impresionado. Viajar con invitación de los que ostentan el poder tenía su lado bueno.
Cuando volví a bajar no había nadie más en el bar. Mi comida estaba lista, según lo prometido, y un camarero me preguntó qué quería para beber. Pero apenas había tenido tiempo de tomar el primer bocado, cuando apareció el maître para decirme que el chófer quería hablar conmigo.
Regresé al vestíbulo del hotel y allí estaba, tan sonriente como antes.
—Ha habido un cambio de planes —dijo—. Tenemos que ir ahora. El presidente quiere verlo ahora mismo.
—¿Ahora? Pero…, bueno. ¿Por qué? Vale. Pero tengo que cambiarme.
—Cinco minutos —dijo—. O llegaremos tarde. Y en Albania no hacemos esperar al presidente.
Me alegré de tener las preguntas ya preparadas. Metí mi libreta en el bolsillo del traje, comprobé las pilas de mi dictáfono y luego corrí escaleras abajo hacia el vestíbulo.
—Vamos —dijo el conductor.
El trayecto hasta el palacio presidencial era corto y nos obligó a recorrer una vez más las calles desiertas.
Tirana era inhóspita, cien veces peor que Bucarest. Calles desoladas, edificios desolados, todo desolado.
—Ya hemos llegado.
El coche se detuvo y se abrió la puerta.
—¿Señor Edwardes? Buenas tardes. Soy el señor Lloshi. Hablamos por teléfono. Venga, el presidente Alia le espera.
—Gracias, gracias. Pero ¿a qué se debe el cambio de planes?
—El señor Alia es un hombre muy ocupado —dijo el señor Lloshi—. Mañana tiene varias reuniones ineludibles. Por eso deseaba verlo esta noche.
Me llevaron a través de una serie de atrios y pasillos antes de llegar a una gran puerta de caoba. Un soldado me registró y me cacheó por cuarta vez desde que había entrado en el edificio, y me pidió que le quitara las pilas a mi dictáfono. Luego, una vez hecho todo esto, el señor Lloshi llamó a la puerta y se oyó una voz que venía de dentro.
—Hyj?
—Venga, podemos entrar.
El presidente estaba sentado detrás de su despacho; un hombre de pelo ralo y mediana edad con ojos afables. Parecía el tío simpático de la familia.
—¿Señor Edwardes? —Se levantó de la silla y me dio la mano—. Sea bienvenido a Albania.
Intuí que la entrevista iba a ser delicada. Alia había sido la mano derecha de Enver Hoxha, y ahora era su sucesor, y estaba metido hasta el cuello en el desvarío marxista-leninista. No obstante, su actitud amistosa me descompuso todos los esquemas, y al parecer se mostraba dispuesto a dialogar.
Expuse las preguntas; él tenía una respuesta preparada para cada una de ellas: había relajado la censura, había puesto en libertad a prisioneros, había favorecido el debate. Tamborileó con los dedos sobre la mesa, como buscando otras cosas a las que yo pudiera dar mi aprobación. Ah, sí: había reabierto las relaciones diplomáticas con Grecia, Italia y Turquía.
—Pero no con el Reino Unido —dije—, ni con los Estados Unidos.
—Todo llegará, todo llegará —dijo con una sonrisa, como si fuera lo más obvio del mundo. En sus competentes manos, parecía insinuar, Albania encontraría el camino hacia la modernidad.
Cuando le pregunté por los disturbios y las manifestaciones, los conflictos de Shkodër, hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Nada serio —dijo—. Nada de lo que no nos podamos hacer cargo. Verá, hay organizaciones, organizaciones externas, que intentan desestabilizarnos. Pero sabemos quiénes son. Y conseguiremos… —hizo una pausa de un segundo antes de volverse hacia mí con una frialdad heladora en la mirada—… eliminarlos.
Fue la primera vez que noté un asomo de amenaza. Me di cuenta de que, en un abrir y cerrar de ojos, el tío simpático podía convertirse en el tío maléfico.
Estaba a punto de hacerle otra pregunta, pero levantó los brazos como lo haría un director de orquesta cuando quiere acallar a sus músicos.
—Ya basta, ya basta —dijo—. Tengo una pregunta para usted.
—Por favor —dije—. Dispare.
—¿Por qué —dijo hablando lenta y pausadamente— entrevistó al mal llamado rey Leka? ¿Contactó él con usted, o fue usted quien contactó con él?
Le expliqué que estaba interesado en oír lo que tenía que decir sobre Albania, y si esperaba volver como rey.
—Eso es lo que espera —dijo Alia—. Lo ha dicho tantas veces.
—Sí —dije—, eso es.
—Pero no lo hará —dijo el presidente en un tono cortante—. Nos deshicimos de su padre, el derrochador de Zog, que robó toda la riqueza de nuestro país; Zog, que nos vendió a los italianos; Zog, que no era más que un mujeriego. Y ahora nos desharemos del hijo.
—Quiere decir que…
—No he dicho nada. Su prensa británica tiene fama de tergiversar lo que dicen los políticos, ¿no es así? Solo digo esto: Leka nunca, ni hoy ni mañana ni en ningún otro momento, será rey de Albania.
Se produjo un silencio. Estuve tentado de preguntarle, qué cerca estuve, por Arnold Trevellyan. Pero no me atreví. No me pareció el momento oportuno.
—Bien, si no tiene más preguntas…
Le di las gracias al presidente por su tiempo. Él sonrió y asintió.
—Queremos que el mundo exterior sepa —dijo— que, mientras el resto de Europa cae en el desorden, nosotros los albaneses, una raza orgullosa y fuerte, estamos satisfechos con el statu quo.
—Lo dejaré patente en mi artículo —dije.
—Entonces, estaré ansioso por leerlo —fue la respuesta del presidente.
Fui escoltado de vuelta al coche y después hasta el hotel. Estaba cansado tras el estrés de la entrevista, y ya era bien pasada la medianoche. Pero sabía que sería incapaz de dormirme; siempre tardaba una hora o más en relajarme después de una entrevista importante, de modo que me dirigí al bar. Y fue allí donde los acontecimientos de la noche dieron un nuevo giro. Apenas un par de horas antes el lugar había estado vacío, pero ahora se veía bastante concurrido. Al menos cinco o seis mesas estaban ocupadas, e hice un reconocimiento de la estancia en busca de algún sitio donde sentarme. Y fue entonces, justo en ese instante, cuando vi una cara que conocía sin ningún género a dudas.
Estaba sentado en el rincón más alejado del bar, rodeado por tres hombres más. Y cuando le vi el lado izquierdo de la cara, bueno, eso fue decisivo: tenía la misma mancha roja de nacimiento encima del ojo. Era una marca inconfundible. Parecía sutilmente más delgado de lo que lo recordaba, y menos ruborizado, pero tenía la misma risa ronca. Allí, a menos de cinco metros, estaba el mismo miembro de la Securitate que había visto hacía un par de semanas en los baños calientes de Bucarest.
Sabía que él no iba a reconocerme, eso era incuestionable, así que me senté en una mesa cercana. Quería estar seguro de que era él.
Lo estudié a él y luego a sus acompañantes. Eran tres y estaban todos charlando en una lengua que parecía ruso. Yo no entendía una palabra de lo que estaban diciendo, puesto que hablaban rápido y en tono bajo, pero sonaba conspiratorio.
En un momento dado, uno de ellos llevó la mano hacia un montón de papeles y sacó un mapa. No pude verlo con mucha claridad, ya que tenía una perspectiva sesgada del mismo, pero juraría que se trataba de un mapa del archipiélago de Tuva.
Conté las islas; al parecer eran seis o siete. Y el hombre, el de la marca de nacimiento, estaba señalando Tuva. Y su conversación se animó poco a poco.
¿Qué estarían diciendo? ¿Estarían hablando de Arnold? Me figuraba que sí. Pero no veía el modo de averiguar más cosas. Además, la velada estaba a punto de tocar a su fin. De repente, el gordo pidió la cuenta y recogió sus papeles. Se levantaron todos y, después de echarse unas risas, se dirigieron hacia la puerta.
No fue hasta después de que se hubieron marchado cuando me di cuenta de lo cansado que estaba. Llevaba en pie desde la madrugada y ya era casi la una y media. Seguía bien despierto y me costó otra media hora dormirme. Cuando por fin lo conseguí, me sorprendí soñando con los acontecimientos del día, solo que esta vez Flora se encontraba a mi lado. En un momento concreto, se volvió hacia mí mientras dormía y me dijo:
—¿Arnold? ¿Eres tú, Arnold?