12

—La señorita Rose, señor. —Era Gilbertine la que hablaba—. Toda piel y huesos, ¿no cree?

—Bueno —respondí pensando en voz alta—, los hay que encuentran la piel y los huesos muy atractivos.

Gilbertine se echó a reír.

—Mi abuelita decía que una chica sin carne es como un pastel sin relleno. —Se dio un pellizco en la barriga—. Hay que tener relleno, señor.

Al ver que no respondía (pues no estaba en absoluto seguro de qué debía contestar, Peter), ella me preguntó:

—Disculpe la pregunta, señor rey, pero ¿tiene intención de casarse con la señorita Rose?

—No entraba en mis planes —dije con toda honestidad—. Soy muy feliz con la reina Lola. Y esta idea de tener diez esposas no me acaba de convencer.

—Pero necesita unas cuantas más —exclamó, escandalizada por lo que acababa de decir—. Usted es nuestro rey, señor.

(Cuando dijo esto, pensé en ti, Peter. Ojalá hubieras estado aquí para oírlo).

Se quedó pensativa un instante y luego añadió, con una indecisión impropia de ella:

—Por supuesto —pausa—, la señorita Rose solo contaría como una esposa —pausa—, mientras que yo contaría por dos —pausa—, incluso por más.

Le pregunté qué rayos quería decir.

—Bueno —dijo—, una mujer normal pesa…, ¿cuánto?, unos setenta y siete okes. —Un oke, Peter, equivale a novecientos gramos, más o menos—. La flacucha señorita Rose, me imagino, debe de pesar solo unos cincuenta y cinco okes, mientras que yo, en mis días buenos, después de una buena comilona, peso ciento treinta okes. ¡Eso es más que dos señoritas Rose! Y si me las apaño para subir otros cuarenta okes, o así, que es lo que estoy intentando, entonces pesaré como tres veces ella. De modo que, si quiere contarla a ella como una esposa, tendrá que contarme a mí como tres.

—No estoy seguro de haber compren…

—¿No lo ve, señor rey? —dijo—. Es cuestión de números. Si quiere menos esposas, entonces tiene que elegir a las redondas. Los pasteles grandes, rollizos y jugosos. Así se lleva dos, quizá tres, por el precio de una.

Me eché a reír.

—Déjame que me lo piense —dije—. Creo que tengo que echar cuentas.

—Bien —dijo—. Pero debe tener en cuenta, señor, que yo, más Doris, más la reina Lola juntas casi seguro que equivaldríamos a diez esposas.

Así que, ahí lo tienes, Peter. Vivo en una isla en la que dos más uno hacen diez; en la que una esposa cuenta por tres y en la que mi preciosa elegida considera la poligamia no solo aceptable, sino deseable.

En todo caso, esto viene a cuento para decirte que la semana pasada estuve un día entero a solas con Gilbertine. Me dijo que tenía que enseñarme algo urgentemente en el flanco norte del monte Tuva.

Salimos pronto hacia la montaña, antes de las seis, y el aire era lo más fresco que llega a ponerse aquí. Hacía una mañana preciosa. Una auténtica maravilla. El cielo tenía un color azul pálido, rebosante de luminosidad, y las estrellas se resistían a replegarse ante el avance del día: Sirio centelleaba, Castor y Pólux refulgían, y las Pléyades se exhibían destellando en medio de una bruma blanca que brillaba por el cielo como polvos de talco.

Vestíamos pantalones gruesos y botas. A Gilbertine le preocupaba que la marcha resultara dura, entre la afilada palmera ngali y las espinas del árbol de las pagodas. Verás, el caso es que no hay sendero que te lleve al flanco norte de la montaña. Nadie va por allí, y Gilbertine dijo que tendría que ir abriendo la senda a fuerza de machete.

—Dime, Gilbertine. ¿Qué es lo que quieres enseñarme?

—Un pequeño obsequio, señor —dijo ella—. Todo lo bueno se hace esperar.

Era extraordinaria la sensación de que la jungla se cerraba sobre nosotros, que sus ventosas y tentáculos se cernían sobre nuestras cabezas y trataban de envolvernos en un abrazo mortífero. Era claustrofóbico. Opresivo. Y costaba respirar. Árboles imponentes, trepadoras enmarañadas, arbustos y palmeras que supuraban. Árboles del té, con sus esbeltas hojas, madreselvas gigantescas y saxífragas, y arbustos de pino de Lacebark de corteza oleaginosa. A nuestros pies, musgo espachurrado. Avanzábamos penosamente por una esponja gigante de vegetación. Era mullido, como caminar encima de un colchón, solo que cada vez que levantabas el pie se oía un sorbido, el ruido que se hace al sorber el líquido de un buccino gigante.

Setas, setas, setas. El musgo era más espeso que una almohada y nos veíamos cercados por las fucsias enredadas, tan enmarañadas que era casi imposible atravesarlas. Luchábamos por abrirnos paso en medio de una densa muchedumbre, con codos que nos empujaban y se nos clavaban, solo que las personas que formaban esa multitud eran plantas colgantes y ramas obstinadas que rascaban y pinchaban con sus espinas y púas. A mí se me clavó una espina en el pie y otra en el codo.

—Bastardas —grité mientras me las sacaba—. Sois todas unas bastardas.

—Estas no son bastardas, señor —dijo Gilbertine—. Es el árbol de las pagodas. —Señaló una enredadera de carnosas flores rosas—. Este sí es el árbol bastardo.

El cielo desapareció bajo el gran manto verde, un paraguas enorme de vegetación. Sabíamos que había salido el sol, sabíamos que ya era de día, porque la luz se filtraba en haces. Y el calor empezó a aumentar, un calor húmedo, espeso, pegajoso y pesado que se podía comer a cucharadas.

Machetazo. Machetazo. Machetazo. Setas, setas, setas. Gilbertine azotaba las fucsias con su machete y, cada vez que un miembro caía seccionado, se imponía el fuerte olor de la savia. En general no era desagradable, aunque sí intenso y extraño, y tal vez demasiado acre. Las flores tenían un brillo casi artificial, brotaban con una fuerza inusitada. Era como entrar en una funeraria, o en un crematorio. Era ese mismo olor, dulce y empalagoso. El perfume de una anciana.

Machetazo. Machetazo. Machetazo. A medida que iban aumentando la temperatura y la humedad, un velo vaporoso fue emergiendo de debajo de nuestros pies. Era como si la jungla entera estuviera hirviendo, una tetera en plena ebullición, y todas las plantas brillaban y goteaban y sudaban.

Grandes matas de flores color crema pendían de los arbustos de Hoheria de los montes, elevándose a la búsqueda del mundo como ramos de novia. Gilbertine cogió uno y me lo introdujo en el bolsillo superior. Y estaba el viejo roble, con sus ovillos, peludos como bolas de pelusa. Y el arbusto houhere, con sus hojas ásperas, que tienen el tacto de un viejo estropajo de cocina reseco. Y el árbol col, racimos de dagas verdes que estallan desde el suelo. —No toque, señor— advirtió Gilbertine. —Muy venenosos. En la jungla aún había bastante tranquilidad. Todos los animales estaban bostezando y desperezándose, y todavía no estaban del todo despiertos. Pero entonces, al aproximarnos a la cara norte de la montaña, que estaba bañada por el sol, fue como si alguien hubiera encendido el interruptor de un altavoz. ¡Bang! Pájaros trinando, una orquesta de cánticos que no acababa de armonizar, ni de afinar, pero ¡Dios mío!, estaban dando el recital de su vida.

Cwarck-cwarck-cwarck, Oola-Oola-Oola.

Chick/chick/chick: chick/chick/chick-ik-ik: ik,

ik:ik-ik: W000OOAH-W000OOAH-W000OOAH: broooit-broooit-broooit.

Y entonces los vimos, arriba, en las copas de los árboles. Aves del arco iris, y papagayos australianos, y cacatúas de largas colas. Había loriquitos y palomas de las frutas y, oh, sí, el más exhibicionista de todos, el loro dorado. Había dos, con sus cabezas grandes y rojas, y sus alas verdes, y la parte superior del pico amarilla. Y tienen una larga cola azul, y ese magnífico penacho dorado en la cabeza. Me dijeron que son visitantes habituales de Tuva, pero era la primera vez que los veía.

Seguimos adelante —machetazo, machetazo, machetazo—, avanzando por el flanco norte. Allí el terreno era mucho más traicionero. Había profundos precipicios y riscos escarpados que parecían elevarse por encima de la jungla. Es lo que se ve desde mar adentro. Rezumaban agua y lucían festoneados de enredaderas como cables telefónicos. En un momento dado, nos encontramos una cascada e hicimos una parada para refrescarnos. Gilbertine se desnudó de cintura para arriba, exponiendo sus pechos a todo el que pasara. Caray, Peter. Menudas calabazas. Con ese par tiene uno para años. Se quedó debajo del chorro y me hizo un gesto para que fuera con ella.

—Venga, señor —dijo—. No hace falta ropa.

¿Qué habrías hecho tú, Peter? Probablemente te habías metido de un salto. Siempre te han gustado las calabazas. Yo, en cambio, no tenía ninguna intención de quitarme la ropa. ¿Y sabes qué dijo a continuación?

—¿Es porque no está bien adornado, señor?

—¿Perdón?

—Bien adornado. En la sección de los calzones. ¿Cuánto mide, señor? Cuando está erguida. Su hombría, señor.

Bien, Peter, ya mientras lo estaba diciendo yo me partía de risa por dentro pensando: Me muero de ganas de contarle esto a Peter.

—¡Que cuánto mide, señor! —Se merecía un premio a la perseverancia.

Erré en el tamaño en un desesperado intento de desalentar sus insinuaciones.

—Unos tres bilks —dije.

Gilbertine empezó a carcajearse sin parar.

—Eso sí que es un tamaño real —dijo—. (Verás, cometí una equivocación. Un bilk equivale a poco más de un metro).

Nos sentamos un rato en la orilla y Gilbertine afiló su machete. La hoja estaba destrozada.

—No hay setas —dije moviendo la cabeza de lado a lado.

—No hay setas —repitió ella—. Pero no se preocupe, señor. Pronto llegaremos.

Aieeeeeek. Aieeeeeek. Se oyó un agudo chillido procedente de algún lugar a nuestra izquierda. Y luego otra vez, pero más flojo. Aieeeeeek. El eco parecía rebotaren los peñascos —bing, bong—, de un lado a otro. Gilbertine empezó a avanzar.

—Ah, sí. Casi hemos llegado.

Machetazo. Machetazo. Era mi turno de blandir el machete y ataqué esas plantas con toda la energía de la que pude hacer acopio. Estábamos acorralados en un laberinto de palolanza con miles de ramas que se extendían por el suelo como combas de saltar. Las partí en dos —zas, zas— y luego corté la parte alta de un arbusto houhere.

—Tiene mucho músculo —dijo Gilbertine—. Mire la destrucción.

Era cierto. Debí de haber talado quince o veinte arbustos.

Y ahora, chist, avanzamos lentamente hacia el chillido —aieeeeeek, aieeeeeek— y ya está al alcance de la mano. Un machetazo final y salimos del laberinto para encontrarnos a la entrada de una cueva parcialmente cubierta. La parte central debió de derrumbarse hace uno o dos siglos y está oculta bajo el mismo musgo esponjoso. Pero los laterales de la cueva están intactos y alcanzan una altura de unos quince metros o más. Y allí, sentado en una cornisa, está el solitario lémur macho, chillando.

Pero no es eso, Peter, lo que me emociona. Ni tampoco los laterales abovedados de la cueva. Es el suelo. Y las cornisas. Y los rincones, y los recodos y las grietas.

—Mire, señor —dice Gilbertine—. Esto es lo que quería enseñarle.

Por todas partes, Peter, por todas partes: setas, setas, setas. Falos, hongos gelatinosos, cañones de órgano colosales, con esos grandes y carnosos tentáculos amarillos. Nunca los había visto tan enormes. Había docenas de lenguas del diablo, de un rojo brillante, como si realmente tuvieran sangre bombeando en su interior. Y en los resquicios más oscuros de la cueva había puntitos de luz: era la luminiscente Mycena chlorophos. Y justo a mis pies, copitas del bosque del tamaño de tazas de café con leche.

—Y esto, señor —dijo Gilbertine— es lo que Warlock encontró cuando vino.

—¡Warlock! ¿En serio? No lo mencionaba en su libro.

—No, señor. No podía. La Orden. Tenían que mantenerlo en secreto. Alto secreto.

Tengo que decir, Peter, que de todas las sorpresas que me había llevado a lo largo de los meses precedentes, había pocas más agradables que esta. Aquella fue una visión que nunca, ni en mis mejores sueños, podía haber imaginado. Sentí que, por fin, mi adorado proyecto podía hacerse realidad. Cuando salí de Francia y vine a Tuva me traje las esporas de más de tres docenas de setas: setas de ostra, cortinarios azules y Cortinarius rubellus. Y también me traje la mayoría de los agáricos: la oronja verde, la amanita pantera y, por supuesto, la seta de los césares. Millones y millones de motas de polvo de esporas. Ya había probado algunos experimentos, pero todos fueron en vano. Hacía demasiado calor, o había demasiada humedad. Pero ahora no me cabía duda, lo conseguiría. Porque esta cueva, custodiada por un solitario lémur macho, parecía reunir todo lo necesario para que las esporas cobraran vida. Calor, humedad, agua, sombra. De hecho, esa cueva del flanco norte del monte Tuva parecía contar con su propio microclima. Lo único que le faltaba era un poco de ayuda de mi poción mágica.

—Gilbertine —dije mientras estábamos allí, pasmados en aquella cueva—, tenemos que volver. Tenemos que volver. Tengo que traer aquí mis esporas. ¿Volverás conmigo?

—Nada, señor, podría causarme más placer. —Y me guiñó el ojo.