Era un día de perros de principios de enero, dos días después de mi cena con Flora, y estaba de camino para ir a ver a Peter. Él era director comercial del Strand Century Hotel, un sitio lúgubre y anónimo cerca del King’s College. Debía de haber pasado por delante en incontables ocasiones a lo largo de los años y, sin embargo, nunca había reparado en su existencia. Y ahora, al cruzar la puerta principal giratoria, me sentí como si estuviera de nuevo en el Intercontinental de Bucarest. Era el aire viciado. Olía a ropa húmeda y a huevos cocidos, y a café. Pero café del malo. Hasta se podía oler lo barato de su color marrón claro.
—Tobías —dijo una voz detrás de mí—. ¿Te has empapado, colega?
Era Peter, que me estrechó la mano con un entusiasmo más apropiado de un club de golf y me condujo hasta su oficina, en la segunda planta.
—¿Té? ¿Café? —Me incliné por el segundo para comprobar si mi instinto no me engañaba. Efectivamente. Goteaba de uno de esos filtros de plástico.
—Ahora traerán los sándwiches —dijo Peter—. Los he pedido de jamón y queso.
Mientras esperábamos a que llegaran, dejó bien claro que quería conocer todos los detalles de lo que había sucedido en el transcurso de mi velada con Flora.
—Ella pidió pato —dije—. Y yo, venado.
—¿Y de postre? —respondió con el énfasis exacto en la palabra «postre» para que sonara libidinoso.
—Secreto de Estado —dije.
—Bueno, informaré de todo ello a Pipizuela —dijo con una suspiro medio burlón—, y…
—Peter, no hay mucho más que añadir. Pero me habló un poco más sobre Arnold, si sigues interesado en tu viejo amigo.
En cierto modo disfruté dando la vuelta a la tortilla, recordándole que el verdadero motivo de nuestra reunión, la única razón, a decir verdad, era Arnold.
Había ido a la oficina de Peter para escuchar su última cinta. En principio había sugerido que pasara otra tarde en Taplow Bottom, pero las tenía ocupadas casi todas, de modo que, en lugar de eso, me invitó a su despacho.
—Bueno, ¿y qué dice?
Peter pulsó el botón de reproducción y allí estaba Arnold, delante de nosotros, en carne y hueso, y llenando la sala con su presencia. «Era mi segunda noche solo y todo aquello me había dejado de piedra». Escuchamos la cinta en su totalidad, sin interrumpirla ni detenerla hasta que se paró por sí misma.
—¿Y bien? —le dije a Peter—. ¿Qué te parece?
—Un noventa por ciento de mí mismo me grita: ese tío es un puñetero lunático de remate. Ha perdido el norte. Pero hay un puntilloso diez por ciento que no me puedo quitar de encima. Hace treinta y seis años que conozco a Arnold, ¿sabes?, y hace tiempo que aprendí que, con él, puedes esperarte cualquier cosa. Es como lo de perder la virginidad con Grace Kelly.
—¡Cómo!
—Sí, lo has oído bien. Y es verdad. El muy cabrón lo hizo. Yo al principio no me creí ni una palabra. Volvió de América (esto fue hace años y años) y me contó que la había conocido y que se había ido de copas con ella, y luego ella propuso que se fueran juntos a la cama.
—Pero ¿cómo la conoció?
—Estaba trabajando para la ABC, ¿sabes?, la American Broadcasting Corporation. Era un trabajo temporal, unas prácticas de tres meses. Y acabó actuando en una película. Se llamaba…, bueno, era algo que tenía en el título la palabra «amapolas». Financiada por la ONU. Y la narradora de la película era Grace Kelly. Y como Arnold trabajaba con los de sonido, pues la conoció, y a ella le cayó simpático, y antes de darse cuenta, ¡bang!, estaban en la cama.
—Eso sí que es una primicia. ¿Y luego qué?
—Pues eso fue todo. No volvió a pasar. Pero nuestro querido amigo Arnold había dejado de ser virgen a la edad de dieciocho años; cabrón con suerte.
—¿Y se lo contó a Flora?
—De ninguna manera —dijo Peter—. No creo que se lo hubiera tomado muy bien.
—Bueno —dije—, en cierto modo, me has echado un cable contándome esa historia. Eso hace que lo que estoy a punto de contarte suene un poco menos estúpido.
—Ah, ¿sí? —dijo Peter—. Pues adelante.
Le conté lo que había oído en la casa de baños de Bucarest, y luego le expliqué la historia que circulaba por todas las secciones de noticias internacionales, una historia bastante rocambolesca.
—Hay un rumor, e insisto, no es más que un rumor, según el cual todo lo que está pasando en la Europa del Este podría estar orquestado por una organización central. Lo he oído de boca de cuatro o cinco personas distintas en los últimos días. Se dice que han puesto en marcha una especie de conspiración. Afirman que todo lo que ha sucedido en Alemania, en Checoslovaquia, en Rumania, y todo lo demás, ha sido planeado, organizado por un único grupo que pretende…
—¿Qué pretende qué?
—Bueno, ese es el problema. De hecho hay dos problemas principales. A: ¿existe esa organización? Y B: ¿qué es lo que intenta conseguir? Suena tan absurdo que parece sacado de una película de Hollywood. Pero, no sé, si he aprendido algo desde que empecé a trabajar como periodista es que estas historias, estos rumores descabellados, al final resulta que siempre surgen de un atisbo de verdad.
—Pero ¿qué narices tiene que ver Arnold con eso? —preguntó Peter—. ¿Qué relación va a tener él con esto, por el amor de Dios? Está a diez mil kilómetros, en Tuva.
—Eso es verdad. Y no digo que esté implicado necesariamente. Es posible que no tenga nada que ver con todo esto. Pero tengo la sospecha, y es solo una sospecha, de que está tramando algo. Y, quién sabe, tal vez la reina y el príncipe Felipe estén también…
—¡La reina! ¡El príncipe Felipe! —espetó Peter a punto de derramar el té—. Ahora sí que desvarías.
—A lo mejor tienes razón —dije—, pero debes saber una cosa. Hace años que circulan rumores sobre el príncipe Felipe. Rumores sobre él y Mountbatten. Rumores que los vinculan a los dos muy de cerca con veteranos del ejército. Incluso he oído hablar de algún supuesto golpe de Estado, esa clase de cosas. Pregúntale a cualquiera en Fleet Street y te contará algo parecido. Por supuesto que nadie te va a dar más información que esa. Pero Mountbatten siempre ha tenido fama de ser un personaje bastante turbio. Y aunque al principio pensé que Arnold no decía más que chorradas, cuanto más le oigo hablar, más creo que…, bueno…
Le conté a Peter algo más sobre mi estancia en Rumania. Y luego le hablé un poco más acerca de mi velada con Flora. Y cuando le hablé del hecho de que Arnold todavía no había presentado una demanda de divorcio, dejó escapar un largo y profundo silbido.
—Vaya. Eso sí que es un notición. Había supuesto… Espera a que se lo cuente a Pips. Y espera a que se lo cuente a mis colegas de setas del Red Lion. Se va a armar la de San Quintín.
—Si quieres mi opinión —dije—, Arnold quiere nadar y guardar la ropa. En este asunto en particular, tiene todo lo que quiere. Se ha escapado a su pequeño reino isleño. Tiene como amante a una reina tropical que se pasea por ahí en topless la mayor parte del día. Y no quiere enfrentarse al trastorno que supone un divorcio. Preferiría hundir la cabeza en la arena.
—Pero ¿Lola no tiene nada que decir? ¿No le molestará que siga casado con Flora?
—Por lo visto no. Ya has oído lo que le dijo. Y además, la poligamia está aceptada en el archipiélago de Tuva. Suena como si todos tuvieran diez parejas.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Peter—. Le dan ganas a uno de meter en una maleta una caja enorme de condones y lanzarse a la aventura. Deben de hacerlo como conejos. —Hizo una pausa—. Oye…, no irás a contar eso, ¿no? —dijo—. Era un chiste de tíos, y eso.
Llamaron a la puerta de Peter y apareció una bandeja de sándwiches cruzando el umbral, seguida de una mano, un brazo y luego el resto de una de las camareras del hotel.
—Jamón y queso —dijo con una voz joven y anticuada a la vez. Sonrió—. Y atún. Y le he puesto unas patatas fritas con sal, señor Rushton. Sé que le gustan las patatas.
—Buena chica, Deirdra —dijo Peter en un tono que pretendía ser amistoso, pero que sonaba manifiestamente paternalista.
La camarera se escabulló por la puerta y llamó a alguien que estaba en el pasillo, más abajo.
—No me importaría compartir una bolsa de patatas con ella, ya sabes a qué me refiero —dijo Peter al tiempo que nos entregábamos a los sándwiches. Mientras comíamos, volvimos a poner el fragmento de la cinta en el que hablaba Lola; la parte en la que recitaba el poema sobre los pescadores.
—Suena bastante… apetecible —dijo Peter—. Muy seductora. ¿A ti qué te parece?
Y entonces se quedó callado mientras oíamos a Arnold retomar su historia. Los dos nos quedamos mirando por la ventana desconcertados. Fuera seguían cayendo gotas de lluvia.
—Un día de perros —dijo Peter.
No respondí. Seguía pensando en Arnold.
—Y gatos.