Era mi segunda noche solo y todo aquello me había dejado de piedra. De pronto me asaltó la idea de que todo había transcurrido de un modo extrañísimo, y que iba a seguir siendo extraño durante semanas, meses, o quizá para siempre. Me fui a la cama y hundí la cabeza entre las almohadas arrugadas. Olían a Flora. A cuando duerme. Y aspiré profundamente.
¿Qué habrías hecho tú, Peter? Ponte en mi lugar. No tenía forma de contactar con ella. Sin teléfono. Sin coche. Y me habían dicho que bajo ningún concepto debía intentar abandonar la zona. Y de repente me entró un deseo irrefrenable de contarle a Flora que sí, que estaba pasando algo; contarle que en el bosque había estado sucediendo algo espectacularmente raro todo el tiempo. Había estado en lo cierto al sospechar. Y todos esos fenómenos, el candelabro y todas esas cosas, eran auténticos. Había una explicación para todo, y esa explicación había que buscarla en la cantera subterránea que ahora ella ni siquiera sabía que existía.
Me quedé tumbado en la cama y pensé mucho en Flora. Podía verla, tenía la sensación de que podía alargar la mano y tocarla, y pensaba en lo que me costaría conseguir que volviera. Y pensando en todas esas cosas, no sé por qué, de repente arrojé las almohadas al suelo, allí mismo y en aquel preciso instante. Olían demasiado a ella. Y allí se quedaron. En ese momento nuestro matrimonio era una ventisca de almohadas arrugadas, amontonadas en un rincón del dormitorio.
Me desperté al rayar el día, bajé las escaleras para concentrarme en la tarea que me ocupaba. Setas. Tenía siete u ocho semanas para producir veinticinco kilos de oronjas. Eso era lo que me habían dicho, y no había tiempo que perder. Debían de ser poco más de las nueve de la mañana cuando salí de nuevo camino de la cantera. Ya había decidido cuál sería la mejor localización para experimentar con las setas. Había una estancia hueca, medio abierta al cielo, que contaba con los niveles perfectos de luz y humedad. En un momento dado, llegué a medirlos a lo largo de un período de veinticuatro horas. Era constante, acojonantemente constante.
Hoy es tu día de suerte, me dije. Te ha tocado la lotería. Y entonces vino lo difícil. Trasladé una parte de la fértil tierra negra del bosque a la cámara y me puse a crear una serie de arriates. Que voy, que vengo; que voy, que vengo. En todo ese tiempo no vi a nadie. No entró nadie. No salió nadie. Pero sabía que estaban observando lo que hacía porque el segundo día apareció de la nada una carretilla, junto con media docena de herramientas: una regadera, una pala, cosas así.
Para el cuarto día los arriates estaban casi listos y me preparé para el gran momento: plantar mis preciosas esporas en la tierra. Las llevé todas a la cámara, me puse mis guantes esterilizados y estaba a punto de impregnar la tierra con mi poción mágica cuando oí aquella voz detrás de mí.
—¿Necesitas ayuda? ¿Puedo serte de alguna utilidad…?
Me di la vuelta y me encontré cara a cara con la visión más adorable de la hermosura que había visto en muchos años. Está la belleza, Peter, y está la Belleza con una be del tamaño de Bali. Y no lo digo solo por todo lo que ha pasado. Saltaba a la vista: un azul turquesa lechoso y cremoso.
—Setas. —Esa fue la primera palabra que le dije. No se me ocurrió nada mejor que decirle.
—Ah —dijo—. Mis favoritas. Y aquí te van a hacer muy popular.
Hablaba con un mínimo acento francés. Fueron las haches las que la delataron.
Le enseñé el sobre que contenía varias decenas de gramos de esporas de la seta de los césares.
—Tú eres Arnold Trevellyan —dijo con un deje emocionado en la voz—. Llevábamos siglos esperándote. ¡Y ahora ya estás aquí! Tú eres el hombre de las setas. Te llaman «señor César».
—Pero ¿cómo sabes…?
—Oh, fue Claude, Claude de la Regnier. Él dijo que vendrías. Estás aquí para ayudar con el banquete, ¿no es así?
—¿El banquete? —Nadie había mencionado el banquete, Peter.
—Pues es genial que estés aquí —dijo.
—Bueno, no fui yo quien decidió venir, exactamente. Fui… ¿Cómo decirlo? No tuve muchas opciones.
—¿En serio? Dijeron que habías sido extremadamente servicial. Dijeron que eras un antiguo miembro de la Orden.
—¿La Orden?
—Sí. Pero, bueno, ¿qué importa? Ahora estás aquí. Y… —Se quedó mirando el sobre—. ¿Puedo?
Asentí y ella hundió la mano en las esporas. Y entonces las esparció por la tierra. Cayeron como polvos de talco, dejando apenas un rastro en el humus. Mientras lo hacía, yo rocié cada centímetro cuadrado de tierra con ciento cincuenta miligramos de poción, mi mezcla alcalina.
Y fue en aquel instante y lugar, Peter —plantando esporas juntos—, cuando me contó resumida su historia por primera vez. Que su abuelo había sido asesinado. Que su familia se había visto obligada a huir para salvar la vida. Que la Rusia de Lenin había planeado hacerse con el control del archipiélago de Tuva.
—¡Qué! —Debí de poner cara de sorpresa cuando mencionó a Lenin, porque de pronto pareció que se ofendía ligeramente.
—¿Es que no lo ves? —dijo—. Ese es el motivo por el cual no podíamos volver. Era demasiado peligroso. Había una conspiración. Si tienes tiempo, te contaré toda la historia. Pero ahora mismo tengo que terminar unas cuantas cosas sin falta. Pero ¿por qué no te pasas mañana? Me encantaría. Tengo que decir que ha sido un placer tropezarme contigo. Siempre apetece ver caras nuevas. Sobre todo una joven. —Joven, Peter, pensó que parecía joven—. Sí. Ven mañana. Dime que vendrás.
Y entonces, sin esperar a que respondiera, me explicó cómo llegar a sus dependencias. Y sus instrucciones fueron impecables, porque la tarde siguiente encontré el camino muy fácilmente. Y, bueno… Caramba, ¿por dónde empiezo? La cámara de banquetes: esa ya la he descrito; pero esa era solo el principio. En aquellas canteras había un palacio del tamaño de Versalles. No, era más grande que Versalles. Me dijeron que había más de quinientas estancias y algunas de ellas eran tan grandes como pistas de tenis. Salas de estar, bibliotecas, una sala de billar; todas conectadas por medio de largos y amplios corredores. Vi un Rembrandt y un Velázquez. Y luego había una sala blanca, y una sala azul pastel; de hecho, había una sala de cada color, tamaño y forma que te puedas imaginar. Había un salón de desayuno chino con un papel pintado de lo más exquisito; estaba decorado con delicadas flores amarillas y pajaritos cantores azules. Y había un salón turco adornado con azulejos de Iznik. Aquello sí que me dejó atónito. Era igualito que el harén del palacio de Topkapi. Lo único que le faltaba eran las esclavas medio desnudas.
Y todas y cada una de las salas estaban amuebladas con antigüedades maravillosas. Francesas, holandesas, austríacas. Las mejores que he visto en años. Sin embargo, lo que más me llamó la atención, lo que me dejó auténticamente pasmado, fue su iluminación. Era genial. Recuerda que el complejo entero se hallaba bajo tierra y que no había luz natural. O eso era lo que pensé la primera vez que me llevaron a la fuerza por los pasillos de servicio. Pero aquí, en la zona principal de la cantera, los techos habían sido perforados y se habían efectuado pequeñas aberturas que permitían la entrada de rayos de luz. Estaba realizado de un modo brillante; daba la impresión de que todas las habitaciones estaban iluminadas con puntitos de luz. Y no quedaba nada oscuro, ni sombrío. En el salón de desayuno chino había tanta luz como en cualquier estancia de tu casa, Peter, y las molduras doradas captaban la luz y hacían que todo brillara como un adorno navideño.
Llamé a la puerta de Lola y me invitó a entrar.
—Cómo me alegro de que hayas venido —dijo mientras yo cruzaba el umbral de su cámara—. Sabía que vendrías.
Y cuando estuve dentro, Peter, parpadeé una, dos, tres veces.
—Pareces sorprendido —dijo ella.
Y sí, estaba sorprendido. Estaba extremada y condenadamente sorprendido. Su habitación era un auténtico paraíso tropical. Parecía sacado de Tuva y transportado a las profundidades de aquella cantera. Había una hilera de columnas que apuntalaban el techo, solo que no eran columnas, sino troncos de palmeras arrancadas. Y había aves disecadas colgando del techo: periquitos, águilas pescadoras y curiosos búhos del Pacífico; todos ellos exhibían docenas de colores distintos. Algunos tenían las alas extendidas y parecían haber caído muertos en mitad del vuelo. Otros lucían encaramados a ramas y parecían estar echándose un sueñecito. Y uno de ellos hasta llevaba colgando del pico una anguila con pinta de estar muy muerta.
—Tengo la habitación más pequeña de todas —dijo Lola—. Pero, claro, Tuva es uno de los países más pequeños del mundo. Los demás tienen espacios mucho más grandes. Iván; él tiene veinte habitaciones. El turco Mehmet, que es como lo llamamos todos, tiene quince, o así. Y Mitterrand; él también tiene quince. Pero no viene casi nunca. Supongo que le resulta difícil.
—¿Iván? ¿El turco Mehmet? ¿Mitterrand? ¿De qué va todo esto? Por favor, ¿qué rayos está pasando aquí? ¿Quiénes son todas esas personas? Todo el mundo habla en clave. Nadie me dice nada que tenga sentido. No tengo ni idea de qué es lo que sucede. Me siento como si estuviera atrapado en un sueño. Me estoy volviendo loco.
Había flores y frutas prensadas, y bayas secas del tamaño de un pomelo. Y había botes de vidrio de pescado en conserva. Y había unos huevos enormes, de color verde pálido, que debían de ser fruto de algún ave monstruosa. Y también una colección de conchas que…, bueno, supongo que fueron sus dimensiones lo que más me impresionó. Vieiras como platos, buccinos como cajas de galletas y una caracola que era más grande que la rueda de una bicicleta. Te la pones al oído y lo más probable es que te arranque la cabeza de un mordisco.
—Fue idea de mi papá —dijo Lola—. Quería recrear Tuva en sus propias dependencias aquí en Creux. Quería que le recordara a su hogar.
—Es extraordinario —dije—. Es completamente extraordinario. ¿Dónde consiguió las palmeras?
—En Tuva —dijo—. Las enviaron desde allí. Tardaron meses en traerlas. Y, toma, mira esto.
Me entregó un minúsculo cepillo con un elegante mango de hueso y cerdas cortas y curvadas.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Solo es un cepillo —dijo—, pero es muy especial. Perteneció a mi abuelita y las cerdas, tócalas, son tan suaves. Están hechas con pestañas de vaca marina.
Me eché a reír, Peter. Creo que en realidad solté un bufido. ¡Las pestañas de una vaca marina!
—Es verdad —dijo ella. Y me enseñó una foto de una vaca marina. Y, para mi asombro y estupefacción, vi que en efecto tienen pestañas curvadas. Se curvan por encima de sus ojos.
—Y el mango está hecho de hueso, el hueso de un jabalí —me explicó—. En Tuva celebramos luchas con ellos. Es un deporte antiguo. Pronto lo aprenderás todo sobre este lugar —dijo—. Luis te lo va a explicar todo, ahora que eres uno de nosotros. Pero de momento, bueno, lo único que puedo hacer es enseñarte la Galería de los Monarcas.
—¿La qué?
Me sacó de su habitación y me llevó por el pasillo. Y entonces bajamos una impresionante escalinata doble; cada peldaño estaba excavado cuidadosamente en la roca.
—¿Quieres decir que las canteras ocupan varios niveles?
—Oh, sí —dijo—. ¿Todavía no te han dado una vuelta por aquí? Es terrible. La gente es tan maleducada, ¿no crees? Supongo que han perdido la costumbre. Es el problema de pasar demasiado tiempo aquí. Hay tres…, no, cuatro pisos. Claro que no abarcan toda el área, pero hay conjuntos de salas repartidos aquí y allá. Ya verás. La Galería de los Monarcas se encuentra a mucha profundidad.
Y abajo que nos fuimos, Peter, y un poco más abajo. Cincuenta escalones. Sesenta. Perdí la cuenta. Perfectamente esculpidos en la roca y blancos como el mármol.
Y entonces nos encontramos frente a una puerta enorme.
Y Lola la abre y, no por primera vez, me doy un buen pellizco en el brazo y pestañeo como si fuera el último día de mi vida. Una sala de diez o doce metros de largo. El techo tan alto como dos autobuses de dos plantas. Y cada centímetro de pared, hasta el último puñetero centímetro, cubierto de obras maestras.
—¡Por Dios bendito!
Por una vez en mi vida, y solo por una vez, me quedé sin habla. Mudo. Allí abajo tenían cuadros de todos los viejos maestros que el mundo haya conocido. Obras perdidas. Obras desaparecidas. Y obras que la mayoría de los críticos de arte probablemente ni siquiera saben que existen.
—¿Pero…?
—Eh, a mí no me preguntes —dijo Lola entre risas—. No sé nada de arte. Tendrás que hablar con el príncipe Jorge. De Hohenlohe-Langenburg. Él es quien las busca.
Y nada más decirlo, a renglón seguido, apareció él. Era como si todo estuviera coreografiado.
—¿Llamaban?
La voz llegó desde detrás de nosotros: sucinta, precisa, madura como una ciruela.
—Jorge, mon cher —dijo Lola con su voz ligera y airosa—. Justamente estaba hablando de ti. Este es el señor César. Arnold. El hombre de las setas, el hombre del cual nos ha estado hablando Claude. Quiere ver los cuadros.
—¡Ah!
Le di la mano. El príncipe Jorge Luis Augusto de Hohenlohe-Langenburg, ese era su nombre. Más tarde me enteré de que era descendiente, por línea materna, del teniente general Augusto Guillermo, el quinto duque, que derrotó al mariscal Königsegg en Reichenberg.
Y ahora, dos siglos después, aquí estaba el tatara, tatara, tatara, tatara, tatara, o por ahí, nieto del antiguo duque. Alto. Tieso como una vela. Medio mitteleurop, medio Fuerza Aérea Real. Era por el bigote, tan recortado, me imagino, como los setos de su ancestral Hohenlohe.
Recorrí la sala, aún falto de palabras.
—Oui, oui —dijo asintiendo—. Es verdaderamente extraordinario.
Soy el primero en admitir que no soy un gran experto en arte, Peter. Pero, bueno, algo sé. Leda, de Leonardo da Vinci. No aparece desde el siglo XVIII. Y allí estaba, ante mis propios ojos. Un enorme cisne bestial deslizando el cuello en el interior de una Leda voluptuosamente afligida. Dos cuadros más allá, Los jueces justos, de Van Eyck. Desaparecido desde…, bueno, no estoy seguro de cuándo se perdió este. El David de Miguel Ángel en bronce. Visto por última vez durante la revolución francesa. Cuatro Vermeeres que casi juraría que el mundo no ha visto jamás. Dos Giottos. Un exquisito Bellini con un verde tan luminoso que casi se te saltaban las lágrimas. Tres Masaccios y un tríptico de Veronés. No menos de seis Canalettos. Y…
—¿Cómo han adquirido todo esto?
Me froté los ojos. Y volví a frotármelos. Sí, sí. Estaba despierto, de pie frente a la Natividad con San Francisco y San Lorenzo de Caravaggio, pintado a principios del siglo XVII. Sabía algo sobre este cuadro, Peter. Recientemente había leído un artículo sobre él. Fue robado del Oratorio di San Lorenzo de Palermo. Oh, hacía unos veinte años, más o menos. Se lo llevaron una noche. Quienquiera que fuera el cerebro del robo, no lo cogieron y nunca encontraron el cuadro. Y allí estaba.
—Nunca se deben hacer demasiadas preguntas —advirtió el príncipe—. Pero, bueno, muchos proceden de colecciones reales, de Nassau, Schwarzburg-Rudolstadt, Lauenburg; el último, cuando el mandato hanoveriano tocó trágicamente a su fin. Hay algunos de Baden, de Hesse-Homburgy Mecklenburg-Strelitz. No solo vienen de Alemania, por supuesto. Hemos recibido donaciones procedentes de Italia, del Vaticano, y de colecciones reales aún existentes de todo el mundo. Este —dijo señalando el Ana de Cléveris de Holbein— es de Windsor. Un regalo de su reina. Y tenemos un par del palacio de Buckingham. Los Dureros, por ejemplo.
En toda mi vida nunca había visto colección semejante. Eran la National Gallery y la Alte Pinakothek fundidas en un gran montón de cuadros de valor incalculable.
—Ven —dijo Lola. Se estaba impacientando—. Tenemos que volver a mi habitación. Te haré un zumo de lima tuvano. Puedes volver aquí siempre que quieras.
Le di las gracias al príncipe.
—Volveremos a vernos —dijo—. Y bonne chance con las setas. ¿Sabía que mi bisabuela, la princesa Luisa, era una gran experta en setas? Ella también trabajó para la Orden.
Lola y yo volvimos a subir las escaleras; ella se pasó todo el camino hablando. Era tan refrescante como un luminoso día de primavera.
Había vivido siempre muy protegida. No había visto mucho mundo. Verás, no había podido. Era demasiado peligroso para ella. Y quería oír mis historias. Quería oírlo todo.
—Cuéntamelo todo sobre las setas —me dijo aquella primera tarde que pasamos juntos—. Es que me encantan las setas.
Y nos lanzamos: anécdotas sobre la feolepiota dorada, la cistoderma amiantina y la amanita vinosa. Anécdotas del bosque. Anécdotas de los días en Taplow Bottom contigo, Peter. Y le hablé sobre el comedor comunitario y mi investigación.
—¿Y qué hay de las mágicas? —preguntó—. ¿Las has probado?
—Psilocube semilanceata. Una vez —dije—, cuando era un crío.
—¡Un crío! —dijo riéndose—. Cómo te has divertido. Eres el… —Hizo una pausa—. Le roí des champignons. Siempre están intentando emparejarme con el príncipe Igor o el príncipe Ranwar o el conde Aleksandr de Montenegro. Pero son todos tan…, bueno, sabrás lo que quiero decir cuando los veas.
Y en ese punto (saca los violines, Peter, y toca una romántica melodía), ese fue el momento en que nos besamos por primera vez. Un beso grande. Fue ella la que me besó a mí. Y después, bueno, tendrás que usar la imaginación. Lo único que puedo decir es que salió el sol y las flores se abrieron, y los pájaros se pusieron a trinar, y sonó la música, y los racimos de uvas maduras colgaban de las parras y…, y…
—Háblame de Tuva —dije durante la larga y reposada tarde que pasé en su habitación.
—Pues —empezó— lo primero es que casi nadie en el mundo ha oído hablar de ella. Y la isla destaca, junto con otro puñado de islas (si no recuerdo mal eran Nuku, Hiva, Tapuaemanu y Tabiteuea), porque ningún gran explorador la ha visitado. Drake no fue a Tuva. Ni Cook. Ni Darwin. Ni nadie así.
—¿Y qué pasa con Warlock? —dije—. Estoy seguro de que él fue a Tuva.
Se le pusieron los ojos como platos.
—Estoy impresionada —dijo—. Y muy, muy sorprendida. ¿Cómo has sabido eso? Eres la primera persona que conozco que sabe algo sobre Tuva.
—Todo se reduce a las setas —dije. Warlock era un experto en setas. Y sé que estuvo en Tuva. Incluso escribió una crónica sobre su expedición que llevo años queriendo leer.
Hablamos, Peter, y charlamos, y pasamos largas tardes que mutaron en unas largas vacaciones de felicidad. Y entonces, una tarde, estábamos paseando por un corredor, cuando nos topamos con un hombre de mediana edad vestido con un traje elegantemente confeccionado.
—Ah —me dice sin más preocupación—. Por fin nos conocemos. Nos han dicho que podíamos esperarlo en cualquier momento.
«Nos han dicho que podíamos esperarlo en cualquier momento». Por lo visto en aquella cantera le habían dicho a todo dios que podía esperarme en cualquier momento.
—¿«Nos»? ¿Quién?
—Claude de la Regnier, por supuesto. Dijo que sería un día de estos, y ahora ya está aquí.
—¿Y… usted es…?
—Mis disculpas. Perdone mi falta de politesse. Permítame que me presente: Luis. Luis de Borbón.
—¿Borbón? ¡Luis de Borbón!
—Ajá —dijo él—. Un hombre con conocimientos. Un servant. Sí, Borbón. Y encantado de conocerlo. Oui, oui. Descendiente directo del rey Luis XVI.
—Pero eso —farfullé— es imposible.
Conozco la historia, Peter. No era posible.
—Si la memoria no me falla —dije—, Luis XVI fue ejecutado en el invierno de 1793. Guillotinado. En la plaza de la revolución de París. Frente a una multitud de miles de personas. De modo que… usted no…
—Por favor —dice levantando una mano e interrumpiéndome a mitad de frase—. Permítame que le cuente una pequeña historia. Una historia que explica exactamente qué hago aquí. Por qué esta magnífica sala está aquí. Y por qué todo este complejo está aquí, albergando a cientos de personas. Y también le explicaré por qué ha tenido que permanecer en secreto durante cientos de años. Verá, todo empezó con mi antepasado directo, Louis Quinze, Luis XV, que fue previsor.
Me manda sentarme, Peter, y luego él se sienta delante de mí. Y me cuenta una historia que me ayudará a explicarte por qué ahora estoy viviendo en la otra punta del mundo y casado con una belleza de reina, y sentado en mi estudio, en la isla de Tuva, contemplando una laguna que refulge como papel de plata.