Era sábado, 6 de enero, y estaba sentado en mi mesa del Telegraph. La tarde anterior le había pedido a Peter el número de teléfono de Flora. Quería saber qué podía contarme sobre la cantera de Francia. Y también quería descubrir, más por curiosidad que por otra cosa, qué había fallado en su matrimonio.
—Excelente, excelente, excelente —fue la satisfecha respuesta de Peter—. Buen chico. Todo marcha como un reloj. Pipizuela se va a alegrar.
—¡Peter! Solo quiero hacerle unas cuantas preguntas.
—Sí, sí, todo eso ya lo entiendo. Vale, ¿tienes un bolígrafo? Pues claro que sí. Eres periodista.
Marqué el número que me había dado, pero la línea estaba ocupada. Volví a intentarlo unos minutos más tarde, pero seguía ocupada. Al tercer intento, dio tono una… y otra vez antes de que su voz dijera simplemente:
—¿Hola?
—Hola. Soy Tobías. Tobías Edwardes. Solo quería decirte que…, bueno, siento haberte consternado la otra noche. No era mi intención…
—No lo hiciste, te lo prometo. Soy hipersensible. Es una de mis debilidades. No debería ser tan… Debería ser más como tú. Tus palabras se me quedaron grabadas, ¿sabes? Y creo que tienes razón. Pienso demasiado. Y leo demasiado a Emily Brontë. No debería dejar que me afecte tanto y…
Estuvimos hablando un cuarto de hora y la conversación discurrió con total fluidez. Hablamos de Peter y Philippa. De Singapur. De trabajo y de comida y…
—Estaba pensando si te podría convencer para que nos veamos. Para cenar. Invito yo, por supuesto. Alguna noche de esta semana.
—Me encantaría —dijo ella—. No me han sacado de casa desde que volví. Qué sorpresa.
Y antes de darme cuenta, estaba hecho. A las cinco y media del 9 de enero —tan solo tres días después— me encontraría con Flora en Grenouille, un pequeño restaurante francés en Frith Street.
—¿Tengo que llevar carabina? —me preguntó con un deje travieso.
—No hace falta —dije—. Ese es mi papel.
Llegamos al restaurante al mismo tiempo y ella me besó en la mejilla izquierda. Me retiré un poco, me había pillado por sorpresa, dejando su segundo beso en el aire.
—¿No quieres el otro? —dijo con una risa nerviosa.
Charlamos, bebimos y comimos. Flora empezó con una ensalada tibia de queso de cabra. Yo tomé carpaccio de ternera.
—Toma —dijo, ofreciéndome un trozo de tostada. Me chocó el hecho de que me lo ofreciera en su propio tenedor, un detalle menor, pero se me quedó grabado.
Le devolví el cumplido con la ternera.
—Ñam —dijo—. La carne roja es lo mejor. Carne roja y queso. Soy una carnívora devota. Nunca he entendido a los vegetarianos.
Terminamos los entrantes y bebimos un poco de vino.
—Siento lo de la otra noche —dijo—. Me sentí tan… No sé… Me daba la sensación de que no sacaba nada en claro. Y después me sentí tan estúpida. Es que se me hacía rarísimo estar de vuelta en Inglaterra después de tanto tiempo fuera. De vuelta en Clapham. De vuelta en la vieja casa. De vuelta en todo, salvo por el hecho de que todo había cambiado.
»Y volver a pisar la casa fue… Bueno, la última vez que estuve allí fue con Arnold. Todavía estábamos juntos. Habíamos abandonado aquel lugar como lo que habitualmente se califica de “pareja felizmente casada”. Y ahora, al regresar a aquel lugar solitario, que seguía amueblado con nuestras cosas y con la enorme cama de matrimonio, pero en la cual habían dormido los inquilinos… Pues fue todo tan raro. Pensaba que sentiría rabia. Pensaba que estaría amargada. Pero no, ni una cosa ni la otra. Solo sentía tristeza.
—Pero ¿qué pasó con la casa durante el divorcio? —le pregunté—. ¿Por qué no la vendisteis? ¿Te dejó que te la quedaras?
—¿El divorcio? —Pronunció las palabras muy despacio y con un tono de ligera sorpresa—. El divorcio. Ah, no lo sabes. Claro que no. ¿Por qué ibas a saberlo? La cuestión es, Tobías, que no hemos resuelto nada. No ha habido divorcio. No hemos arreglado nada. Nunca hemos hablado de eso. Nunca he recibido la llamada de un abogado. No he hablado con Arnold sobre esto. Estoy completamente a ciegas. Me han dejado sin un resquicio de luz. Y estoy completamente perdida en cuanto a lo que tendría que hacer. Si pudiera ver a Arnold, si pudiera verlo siquiera. Dios mío, creo que lo agrediría. Le gritaría y le chillaría…
—¿Y luego qué?
—No lo sé —dijo con voz queda—. No lo sé.
Se hizo un silencio mientras se serenaba. Estaba ruborizada y visiblemente abochornada.
—Pero se ha casado con Lola —dije—. Viven como un matrimonio.
—Solo sé lo que Philippa me ha contado. Dice que se casaron por el rito tuvano. No es lo mismo. No está reconocido legalmente en este país. Ni en ningún otro lugar. Solo en Tuva. Y en todas esas otras estúpidas islas. De modo que no tiene ningún valor, no significa nada. No vale ni el maldito pedazo de papel en el que está escrito.
—Salvo, presumiblemente, para Arnold.
—Sí. Y para su mujer. —Pronunció la palabra «mujer» con un intenso tono de ironía—. Verás, al llevarse a cabo esa ceremonia, que, por lo que dice Philippa, está reconocida en Tuva, él se convirtió en rey. Y por lo que se ve, eso es lo que quería Arnold. Es extraño, lo sé. Es tan raro que todavía no me entra en la cabeza. Arnold siempre ha estado obsesionado con los monarcas absolutos. La idea lo tenía fascinado. Catalina la Grande, Luis XIV. Para él era como una fantasía. «Imagínate», me dijo una tarde, «imagínate poder controlar las vidas de todos tus súbditos. Imagínate que tienes el poder de la vida y la muerte al alcance de la mano. En ese mismo instante dejas de ser un simple mortal. Te conviertes en un dios». Y entonces sonrió. «No es de extrañar que los romanos divinizaran a sus emperadores».
»Y ahora su pequeña fantasía enfermiza parece haber asumido su propia realidad. Pero, en lugar de robarles la cabeza a los demás, parece estar perdiendo la suya.
Escuché lo que decía. Prácticamente podía oír la voz de Arnold mientras ella relataba todo aquello. Tenía muchas más preguntas que hacerle, pero llegaron los platos principales y nos interrumpieron.
—Mmmm. Pato con cerezas —dijo Flora mientras le ponían el plato delante—. Qué lujo.
—Yo tengo obsesión por el venado —dije—. ¿Quieres probar?
Ella asintió y pasamos de nuevo por la experiencia del intercambio de comidas.
—Hay muchas cosas que desconozco —dijo volviendo al tema de Francia—. Pero lo único que puedo decir es esto: algo pero que muy raro estaba sucediendo en toda la zona que rodeaba el lugar donde vivíamos. En kilómetros a la redonda no había ni una sola casa habitada. Los propietarios del palacio eran excéntricos de verdad, aunque casi nunca estaban allí. Y yo a menudo tenía la sensación de que me observaban. Era como si alguien no quisiera que estuviéramos allí. Que quisiera echarnos.
Se detuvo un segundo y dudé sobre si debía contarle lo que sabía de las canteras. Se me ocurrió que ella no sabía nada de lo que Arnold había estado contándonos. No se habían comunicado desde que él se marchó a Tuva, y ella no había oído ninguna cinta.
—Y entonces voy y leo en no sé qué revista que cuando Jrushchov gobernaba en la Unión Soviética, a finales de los años cincuenta, la KGB estaba especializada en la inestabilidad psicológica. Así lo llamaban. Los diplomáticos extranjeros que vivían en Moscú experimentaban exactamente las mismas cosas que nos estaban ocurriendo a nosotros. Cosas raras. Cosas que te hacían poner en entredicho tu salud mental. Cosas que te hacen pensar que te estás volviendo loco. Y sí, yo tenía la impresión de que estaba empezando a volverme loca. Y Arnold… Bueno, no tengo ninguna prueba.
—¿Quién vivía en el palacio? —pregunté—. ¿Sabes su nombre?
—Una antigua familia francesa —dijo Flora—. Nobles. Una familia llamada De la Regnier. Pero solo los vimos una o dos veces.
Lo anoté en mi cuaderno.
—Comprobaré el nombre —dije—. Averiguaré quiénes son. Puede que tengan algo que ver.
—Y entonces —continuó Flora—, como ya te he contado, tuvimos aquella pelea mayúscula. Y me marché.
—Bueno, hiciste bien —dije—. Tenías todo el derecho a largarte. Habías pasado por una pesadilla.
—No sé si hice bien o mal. Y te puedes imaginar la cantidad de veces que me he hecho esa misma pregunta. Pero… Ay, no sé. Arnold es maravilloso, es apasionado, sensible. Pero tiene un lado que nunca ha acabado de madurar. Está condicionado por su incapacidad…
—¿Su incapacidad…?
Flora se cruzó de brazos.
—Vaya, ¿por qué te estoy contando todo esto? No es algo que a ti te pueda interesar. Y ahora mismo es lo último de lo que me apetece hablar.
Hubo un silencio que nos propició a ambos la ocasión de comernos nuestra cena. Grenouille nos trató a cuerpo de rey aquella noche. Hacía tiempo que era mi restaurante favorito: acogedor, íntimo, francés. Y, en fin, la velada estaba resultando inesperadamente agradable. Flora era una interesante compañía.
—Bueno —dije por fin—. A ver si me aclaro. Tú te marchaste. Te metiste en el coche y te fuiste. ¿Y después qué? ¿Adónde fuiste?
Se secó los labios y se rió.
—Pues ese era el problema —dijo—. No tenía adonde ir. Ningún sitio evidente. Solo tenía a un viejo amigo, Simon, un exnovio, en París. Así que me fui allí, solo a pasar la noche. Quería fastidiar a Arnold. Ponerlo celoso. Y sí, forzarlo a venir a París. Pero…
—No fue.
—No, no vino.
—¿Mousse de chocolate, señora? ¿Tarta tatin? ¿Café?
Asintió con entusiasmo cuando el camarero propuso la tarta tatin.
—Y tu amigo Simon… ¿Puedo ser indiscreto? ¿Pasó algo…?
—No, no. Claro que no. Y tampoco había sido nunca mi intención. No con Simon. Claro que intentó tirárseme encima. Simon es así. Pero te aseguro que no me dejé asaltar. De modo que, después de pasar allí unos días, decidí irme a casa de mi hermana en Singapur. Quería desaparecer. No habría podido volver con Arnold. No allí, ni en ese momento. Necesitaba un poco de espacio para respirar. Y fue mientras estaba allí, en junio creo que fue, cuando me enteré mediante Philippa de todo lo que había pasado.
Trajeron el café y nos lo tomamos despacio, como si ninguno de los dos deseara que la noche tocara a su fin. Flora hablaba menos, ahora que estábamos a punto de terminar de cenar. Miró las velas y yo la miré a ella. Y entonces llegó el momento de pedir la cuenta y dijimos que nos trajeran nuestros abrigos. Unos segundos más tarde nos encontramos de vuelta en la acera de Frith Street.
—Bueno… —dije torpemente para llenar el silencio.
—Bueno —respondió ella.
—¿Te gustaría que volviéramos a vernos…?
—Sí —dijo—. Mucho.