Contamos aquí con una pequeña aula; solo tenemos seis alumnos y la señorita Rose imparte clases a todos ellos. Es de la isla de WeiKitu y acaba de llegar hace unos días. Joven, bonita como una orquídea, y con unos ricitos oscuros que flotan por encima de sus hombros.
Hoy mismo he asistido a su primera clase de lengua. Ojalá hubieras estado aquí, Peter. Te prometo que habríamos estado los dos echándonos unas risas en la última fila.
—Mi nombre es señorita Rose —le dice a uno de los niños—, y tu nombre es Kawa.
—Mi nombre es señorita Rose —repite Kawa—, y tu nombre es Kawa.
—No —dice ella pacientemente—. Tu nombre es Kawa. Tú eres un niño.
—No —repite Kawa—. Tu nombre es Kawa. Tú eres un niño.
—No —dice la señorita Rose (empieza a exasperarse)—. Mi nombre es señorita Rose.
—No —repite Kawa—. Mi nombre es señorita Rose.
—Ay, madre —dice la señorita Rose—. Por qué seré tan…
—AiooeiA —digo levantándome al fondo del aula y declamo en mi mejor tuvano. Y la clase entera revienta a reírse. Y la señorita Rose parece en cierto modo avergonzada. Y me doy cuenta de que he cometido un terrible error. Verás, Peter, lo que quería decir era «paciencia»; quería ser amable con la señorita Rose. Pero no me salió del todo bien. En realidad «AiooeiA» significa «peluda», pero peluda como un perezoso. Y la señorita Rose se ruboriza y a los niños les entra una risa tonta, y algunos hasta sueltan silbidos. (En todas las islas de por aquí, el vello está considerado como algo muy seductor). Y a todos les parece la monda.
Y ahora todo el mundo va diciendo por ahí que le he echado el ojo a la señorita Rose y que pronto habrá otra boda. Y han empezado a hacer ruiditos de campanas de boda y a tirarle arroz a la señorita Rose cuando pasa por el cocotal. E incluso Lola me ha dicho:
—He oído que estás haciendo progresos con la señorita Rose.
Y cuando he intentado explicarle que no, no, oh, por favor, Dios, que quería decir «paciencia» y que fue todo un terrible error, ella me dijo con toda tranquilidad:
—Bueno, a mí me parece encantador. La señorita Rose es muy hermosa, y muy lista, y por lo que yo sé, es muy AiooeiA también. Pero… —Hizo una pausa—. Aun así, creo que sería más diplomático escoger a una chica de Tuva como segunda esposa. Alguien como Gilbertine. Ella es AiooeiA. Tiene unos rizos negros preciosos. O Doris. Ella también es AiooeiA. Y no me olvido de que tendrías muchas esposas si eliges a cualquiera de las dos.
Le dije que me lo pensaría.
—Y, por cierto —dijo—, si de verdad querías decir «paciencia», es aiOOeia, no AiooeiA. El acento es en la «OO».
Se sentó y de repente pareció entristecerse.
—A mí nunca me has dicho que soy peluda —dijo en voz baja.
—Lo eres —dije—. Eres muy peluda. Y me encanta.
Ella sonrió.
—Gracias —dijo—. Tú también eres peludo.
Y ahora es casi mediodía y estoy cómodamente sentado en mi tumbona con la grabadora encima de la mesa que tengo delante, y el sol brilla y la arena lanza destellos, y el cielo es de un azul resplandeciente, y —¡haaala!— hay un —¡haaala!—, un banco de peces voladores dando saltos, saltos, saltos por el agua. Y —chas— otra vez. Y, espera, espera, espera —¡haaala!—, allá van otra vez. Salen del agua y trazan una parábola enorme y…, chas, por segunda vez. Debe de haber cuarenta o cincuenta, Peter, y es como un gran semicírculo plateado que revienta desde el agua. Es el resplandor del arco iris zambulléndose una y otra vez en la laguna.
Y estoy intentando acordarme de todas la cosas que querías saber. «¿Qué es lo que haces realmente?», me preguntabas. Bien, deja que te ponga al corriente de algunos datos. Me han entrado tantas prisas por contarte todo lo que ha pasado que ahora me doy cuenta de que apenas te he puesto en antecedentes. El archipiélago de Tuva es poco corriente, en el sentido de que cada isla es independiente, aunque somos una federación, una de las tres federaciones de la Micronesia. La ONU nos reconoce de forma individual, igual que a Tonga y a Vanuatu, y tenemos nuestras propias constituciones y banderas. Y aunque todo el mundo utiliza el dólar tuvano, que tiene un valor de unos setenta y cinco peniques, emitimos nuestros propios sellos. No son auténticos, es decir, no puedes mandar una carta con ellos. Para eso necesitas sellos de Tonga. Pero me han dicho que están bastante cotizados como objeto de coleccionista. En Baddington’s podría venderlos mil veces por encima de su precio.
No exportamos mucho. A decir verdad, lo único que se envía fuera en cierta cantidad es la concha de la almeja de Tuva. Por dentro tiene un vivo color rosáceo y se muele para hacer una especie de pigmento que se usa para el esmalte de uñas. Cuando llegué aquí me quedé sorprendido al descubrir que casi todo el mundo en la isla, hombres y mujeres, llevaban las uñas pintadas. Algunos hombres llegan a pintarse las de los pies. ¡De rosa, por el amor de Dios!
Por supuesto, a mí también me las pintaron; manos y pies. «Hay que hacerlo, señor. Usted es el rey». En la coronación intenté disimularlo, pero el ministro de Exteriores de Nueva Zelanda me las vio cuando estábamos en la playa.
—¡Caramba! —dijo—. Lo siguiente será ponerse un sujetador.
Bueno, te gustará saber que todavía no he llegado a eso, pero hay un buen número de hombres en la isla a los que nos les vendría mal un poco de apoyo en la zona pectoral.
Pues esas son cuatro pinceladas de lo que somos. Sellos, uñas rosas y sol todo el día. Y como ya he dicho antes, yo soy el dueño y señor, un monarca absoluto en toda regla. (Lola también ha puesto su granito de arena, claro está). No encontrarás en Tuva una segunda cámara. No hay miembros del parlamento. Ni nadie que cuestione mis decisiones. Por supuesto que, oficialmente, se nos llama monarquías constitucionales, pero al rey Bulawei de Oloua le gusta bromear y decir que su isla no es una monarquía constitucional, sino una monarquía que da la casualidad de que tiene constitución.
Tiene gracia pensar que mi poder es muchísimo mayor que el de la reina de Inglaterra. Cuando la conocí, hace unos meses, me preguntó si la traición seguía considerándose un crimen capital en Tuva. Tuve que confesarle que no lo sabía, y se echó a reír.
—Uno debería saber si puede cortar cabezas. —Eso fue lo que dijo—. Felipe y yo estamos siempre hablando de eso. Él quiere cortársela a Kelvin Mackenzie. Y yo se la cortaría a Margaret.[2]
Ahí lo tienes. Es oficial. Ella odia a Maggie T. Recuerda quién fue el primero en decírtelo.
¿Qué más preguntabas en tu carta? Ah, sí, la población. «¿A cuánta gente gobiernas?». Bueno, no es que seamos una comunidad muy numerosa. Yo soy el primero en admitirlo. Algunas veces nuestro pequeño mundo puede resultar de lo más… vacío. Y eso me recuerda a Londres y a las subastas grandes de verdad, cuando la sala está abarrotada de gente y hay un rumor de fondo, y bullicio, y yo estoy en la tribuna, agitando los brazos y controlando hasta el más mínimo movimiento en la sala. Y se ven caras ansiosas, todas mirándome fijamente, nerviosas, y el precio aumenta más, y más, y más… Pero, claro, en ninguna de las islas del archipiélago vive tantísima gente. En Niuapulapei hay solo cincuenta y dos. En Ta’ula, treinta y cinco. Incluso Oloua, que es la isla grande, tiene menos de doscientos.
En Tuva tenemos la respetable cifra de sesenta y tres habitantes, ni más ni menos. El otro día caí en la cuenta de que, si me casaba con diez mujeres, me convertiría en el marido de una sexta parte de la población. Dos de nuestras mujeres se han quedado embarazadas recientemente, lo cual causó un frenesí tal que se han celebrado festejos en los que han participado todos los habitantes de la isla. Capturaron un atún condenadamente grande en las aguas que quedan entre la isla y Kitu —era más grande que una vaca— y lo arrastraron hasta la playa. Entonces lo destriparon y lo asaron en una hoguera. Vaya, cómo me habría gustado que estuvieras aquí. Cantando. Un baile en topless fabuloso. Y todos bebimos demasiado del euchooe que hacen aquí, que —a lo mejor ya te lo he contado— es una especie de licor feroz y asqueroso que se hace con leche de coco. A la mañana siguiente me desperté con la cabeza como una cosechadora.
Ah, aquí está Lola. Trae un plato y un vaso. Mi almuerzo.
—Lola, Lola, ven a decirle algo a Peter. Aquí. Acércate un poco más, chérie, o este cacharro no captará tu voz. Tienes que saludar a Peter. Es mi mejor amigo.
—No, Arnold, no. Por favor. No sé qué…
—Bueno, está grabando, así que será mejor que digas algo, cualquier cosa. Solo para que puedan oír tu voz adorablemente sexi. Adelante. Quiero que te oigan hablar.
—Oui, mais qu’est-ce que je peux dire? Bueno…, eh…, hola. Hola, Peter. Soy… Lola y, bueno, Arnold quiere que…, que te salude. Así que…, hola. O, mejor dicho, aleimako. Es lo que decimos aquí, en Tuva. Y, bueno, Arnold me ha contado muchas cosas sobre ti. Y… creo que tienes que venir a visitarnos. Con tu mujer. Sí. No estoy muy segura de lo que os habrá estado contando Arnold sobre Tuva, pero es…, bueno, un paradis. ¿Cómo se dice eso?
—Paraíso.
—Paraíso, claro, eso es. Se me olvida todo. Por aquí es todo muy bonito. Hay playas y arrecifes de coral, y les palmiers…
—Palmeras…
—Sí, y el sol. Y ballenas. Arnold me ha dicho que te interesan las ballenas…
—Sí, esa es Philippa. Le encantan las ballenas.
—Bueno, Philippa, si querías ver ballenas, no te lo puedes perder… Y, bueno, no sé qué más podría contarte. ¿Qué más hay…?
—Recítales un poema. En tuvano. Diles el Haaiehwo. Eso les gustará.
—¿El Haaiehwo? Bueno, vale… Si me acuerdo. Es una vieja canción tuvana, ¿sabes?, una chanson de pêcheur. Así la llaman: una canción de pesca. Y es lo que cantaban hace mucho tiempo, cuando las expediciones pesqueras se hacían a la mar. Se pasaban tres o cuatro días en el océano, pescando los peces grandes, y esto es lo que cantaban:
Eoiee Houewieo Moeno aaekone eio loeoem taeo
Eoiee houeweomeoneke oiechi eio lham
Eoiee houelleoine ekemonei sloeimek obeoi
Aoi ghereoimee gher ee gher ait uleuo.
»Y ya. Es muy bonita.
—¿Y se la puedes traducir? Para que entiendan la letra.
—¿Traducirla? A ver si me acuerdo. Hace muchos años que papá me la enseñó. Veamos, eh, déjame ver…
Cuando la dama del sol alza su cabeza adormilada
Cuando el alba se levanta de su lecho soñoliento
Cuando el sol… —no, la luz— flota en el más pálido de los cielos
Los pescadores pescan el pez que vuela.
»Bueno, es algo así. Solo que, al traducirlo, no tiene el mismo efecto. Porque en tuvano riman las vocales. Pero te puedes hacer una idea. Y el pescado que capturaban, bueno, según decía mi padre era el mejor del mundo. Y una vez —esto ya se lo he contado a Arnold—, cuando cumplí diecisiete años, me llevó a Maison Lipuko, en la Île Saint Louis. Es uno de los mejores restaurantes de París. Y, según dijo papá, la comida era la que más se acercaba a la cocina tuvana.
»Me parece que sigue allí. En la rue le Regrattier, creo. Enfrente de una floristería llamada Bonsai. Lo recuerdo porque mi padre me regaló un bonsái por mi cumpleaños. Y, bueno, para mí la escapada fue una gran sorpresa. Yo apenas había salido a ver mundo, ¿sabes? Las amenazas eran cada vez más alarmantes y mi padre insistía en que para nosotros era, bueno, demasiado peligroso quedarnos en “la sociedad”. Esa era su expresión, muy de los años treinta. Pero por mi cumpleaños, solo una vez, nos arriesgamos a reincorporarnos a la sociedad.
»Y comimos pez trompeta con papaya. Es muy característico de Tuva mezclar pescado con fruta. Al pobre papá casi se le saltan las lágrimas cuando terminamos de comer. Él se fue de Tuva en 1918, ¿sabes?, cuando tenía once años, e ir a Maison Lipuko siempre le trae recuerdos de su infancia. Y pobre, pobre papá; murió antes de tener ocasión de volver a casa. Lo enterraron en París. En Père Lachaise. Y entonces…, bueno, ya he hablado bastante. Arnold está… ¿cómo se dice?, ansioso por contaros más cosas. Así que ya os dejo con él. Y por favor, venid. Le daréis una alegría.
Pues esa era Lola. Espero que te haya gustado el sonido de su voz. Habla en serio cuando dice que sería un placer que vinierais. Nos encantaría veros por aquí…
Pero quería contarte, ahora que no me oye, quería hablarte de Flora. Sí, verás, te estaba contando que se había marchado después de nuestra pelea, y yo me encontraba solo en la casa y había tomado la decisión de ir a buscarla tan pronto como amaneciera. Pero cuando me desperté sentí la imperiosa necesidad de ir a dar un paseo. Aclararme las ideas. Quería volver a las canteras, ¿sabes? Y quería pensar las cosas con la mente despejada. Calcular el siguiente movimiento. En cualquier caso, ese era el plan. Pero, como bien sabes, Peter, las cosas no siempre salen según las planea uno. Y, desde luego, aquella mañana en particular así fue.
Me levanté y vi que el día estaba pasado por agua; era la clase de día chorreante en que el cielo tiene un aspecto tan plomizo que no puedes evitar preguntarte si el sol habrá apagado las luces definitivamente. El interior de la casa estaba tan húmedo como una toalla, y el único ruido que se oía era el plic, plic, plic, plic de la lluvia rebosando del canalón y cayendo sobre el tejado ondulado del cobertizo. Plic. Uno. Plic. Dos. Plic. Tres. Caía con regularidad absoluta a cada segundo, un golpeteo propio de un metrónomo que parecía ofrecer un cierto consuelo.
Me gusta caminar bajo la lluvia y tenía muchas ganas de salir. Me puse el abrigo de cuero y las botas de cualquier manera, salí al aire fresco y cerré la puerta con doble vuelta. Una vez fuera, los plic se oían aún más, y cada uno de ellos me salpicaba con cinco o seis gotitas de agua que salían disparadas. Solo cuando volví a mirar hacia la casa, me di cuenta de que faltaba algo. Mi moto. Mi moto, Peter, había desaparecido. No estaba. La había dejado junto a la fachada lateral de la casa (sin bloquear y sin candado, puesto que nunca se me habría pasado por la cabeza que alguien pudiera robármela). Y ahora había desaparecido. Hasta se veían en el barro las roderas. Y caí en la cuenta de que, bueno, de que ahora sí que estaba hasta el cuello. Encallado. A la deriva. Mi única salida era a pie.
Volví a las canteras. Eran como un imán que tiraba de mí. Descendí por la abertura y me fui abriendo camino por las salas exteriores, siguiendo mis propios pasos una estancia tras otra. Y entonces me encontré de nuevo en la sala cuidadosamente barrida, abrí por segunda vez aquella extraña puerta de madera del falso muro y me deslicé por el estrecho pasillo. Allí estaba otra vez, delante de la puerta que daba al salón de banquetes. No lo había soñado, existía realmente. Abrí la puerta y volví a mirar dentro. Estaba igual que el día anterior. No habían movido nada. Y estaba a punto de entrar en la sala cuando, sin que hubiera oído ni un solo ruido —¡zas!—, dos hombres me apresaron por la espalda.
—Va a tener que darnos algunas explicaciones. —Eso fue lo que me dijeron.
Ha habido varias ocasiones en mi vida en las que me he sentido verdaderamente aterrorizado. Una vez un rayo alcanzó el avión en el que viajaba. Madre mía. El cacharro entero se llenó de chispas de electricidad. Y luego está aquella vez, en mi luna de miel, cuando estuvimos en el safari de elefantes y un tigre atacó a un elefante.
Pero hay algo de verdad extraño, Peter. Esta vez no me asusté en absoluto. Fue casi como si estuviera esperando que sucediera. Verás, durante las últimas veinticuatro horas había estado todo tan patas arriba que creo que podría haber pasado cualquier cosa, y estaba preparado. Ya había comprendido que algo muy raro se estaba cociendo ahí abajo, en las canteras. Y sabía fehacientemente que me estaba poniendo en peligro. Sin embargo, me dejé llevar. Creo que fue porque no tenía mucho que perder. No te olvides de que Flora me había abandonado la tarde anterior y no iba a volver, a no ser que fuera yo a buscarla. Y recuerdo que pensé que la única forma de hacer que me escuchara, de razonar con ella, sería contarle lo que estaba sucediendo allí abajo.
Mis dos captores me hicieron retroceder por la estancia en la que me habían apresado. Doblamos hacia un pasillo excavado en la roca, que tenía una hilera de puertas a cada lado. Era igual que esos largos túneles bajos que hay en el metro de Londres; te da la impresión de que tienen kilómetros y kilómetros.
Fue más tarde, por supuesto, cuando descubrí que aquellos eran túneles de servicio. Solo los usaba el personal. Y la razón de que tuvieran tantos recodos y recovecos por todas partes era que conectaban todas las habitaciones principales, los salones de banquetes, las bibliotecas, las salas de estar… Pero otra vez me estoy adelantando. Allí estaba, llevado a la fuerza por los pasillos, cuando de pronto nos paramos.
—Aquí —dijo uno de ellos. Había una puerta estampada con un pequeño escudo que rezaba una máxima en latín: Orbis mea urbs; «el mundo es mi reino».
—Adentro —dijo uno de los hombres—. Y pórtese bien.
Los dos hablaban mi idioma a la perfección, aunque tenían un marcado acento francés.
—Bien, señor Trevellyan, tenemos algunas preguntas que hacerle.
Solo entonces, allí sentado, en una silla en el centro de la sala, vi sus rostros. Y para mí era importante, podía tomarles la medida.
No vi nada amenazante en particular. Eran morenos, de mediana edad e iban muy arreglados. Y los dos olían a colonia. No eran unos matones, y en aquel instante supe que no era su intención hacerme ningún daño.
Mis ojos oscilaban entre sus caras y la sala. Caras. Sala. Caras. Sala. Y de repente me di de bruces contra todo su esplendor. Tres sillas doradas de elegantes patas (francesas, década de 1770), y una cómoda de nogal espectacular de las Indias Orientales Neerlandesas. En las paredes había cuadros de Caillebotte y Jean Béraud.
—¿Es usted Arnold Trevellyan? —preguntó uno de los hombres mientras todos tomábamos asiento.
—Sí.
—¿Tiene cuarenta y dos años?
—Sí.
—¿Se trasladó a Creux en noviembre de 1988?
—Sí.
—¿Antes vivía en Clapham, sur de Londres?
—Sí.
—¿Está casado?
—Sí.
—¿Con Flora Trevellyan, de soltera Watson?
—Sí.
—¿Le gustan las natillas de vainilla, especialmente cuando van servidas sobre un lecho de merengue?
—S… sí. —Yo pensaba: ¿Cómo rayos sabéis eso? Lo siguiente que me van o decir es el color de mi ropa interior.
—Y…
—Llevo ropa interior azul y verde —dije.
Se miraron sorprendidos y luego se volvieron otra vez hacia mí.
—No —replicaron—. Creo que podrá comprobar que su ropa interior es naranja.
Miré hacia abajo y, he aquí lo curioso, vi que tenían razón. Me la había puesto esa misma mañana.
—Pues bien —dijo uno de los hombres—, si me permite proseguir, discutieron ustedes acerca de unas velas y la señora Trevellyan se marchó, y… ¿dónde está?
—En París, creo.
—¿Cuándo regresará?
—No lo sé.
La respuesta a esta última pregunta levantó claramente sus sospechas y les hizo arquear las cejas. Me pidieron más detalles. Les dije que era bastante posible que se quedara en casa de Simon Leach, en su piso de la rue Mouffetard, y sugerí —aunque no sé por qué razón, por muchas vueltas que le dé— que era potencialmente peligroso.
—Sí —dijo uno de los hombres—, pero solo para usted.
Preguntaron si Flora sabía de la existencia de la cantera, a lo cual contesté con un «no» sincero. Y entonces me formularon una serie de preguntas distintas. ¿Por qué había elegido el Morvan para vivir? ¿Por qué me pasaba las horas fisgoneando por el bosque? ¿Y por qué y por qué y por qué?
—Setas —les dije con toda honestidad—. Setas, setas, setas.
—¿Setas? —dijeron los dos al unísono—. Champignons?
Se miraron y advertí un levísimo asomo de sonrisa.
—Voilà. Justo lo que dijo Claude. —Entonces se volvieron hacia mí con otra pregunta—. ¿Y qué podría decirnos acerca de las setas?
Fue una provocación en toda regla. Oh, Peter, tendrías que haberme oído. Durante las siguientes tres horas, quizá más, los bombardeé con un cargamento completo de información sobre las setas. Les hablé de tricolomas ceñidos, de Marasmius epiphyllus y de Pluteus phlebophorus. Les conté por qué el níscalo produce leche y por qué las pezizas expelen esporas cuando les echas el aliento. Los deleité con una conferencia sobre hábitats, les di recetas, les conté cómo se podían propagar las setas.
Y ahí fue donde, por fin, me pararon.
—Ajá —dijo uno—. Eso era lo que queríamos saber desde el principio. ¿Quiere decir que se puede propagar cualquier tipo de seta? ¿Incluso las silvestres?
—Sí —dije—. Creo que sí.
—¿Cualquiera?
—La mayoría.
—¿Amanitas?
Miré a los dos hombres fijamente a los ojos, dándoles una buena dosis de su propia medicina, y dije con toda la confianza que fui capaz de reunir:
—Sí, creo que podría cultivar amanitas.
Y lo hice, Peter, lo hice. La humedad y la temperatura que había en esas canteras, y el nivel de luminosidad: todo era perfecto para el cultivo de una familia de setas que, por lo que yo sé, nadie había cultivado en toda la historia de la humanidad.
Pero no fue solo eso. Cada vez estaba más convencido de que la clave de la germinación de la amanita estaba en la alcalinidad del suelo. Solo podían crecer si el suelo era absolutamente perfecto. Y…, bueno, no te voy a aburrir, pero confeccioné un líquido, mi poción mágica, que lo conseguía. Veintitrés ingredientes distintos, siete productos químicos y una pizca de genialidad. Era un líquido elaborado específicamente para la amanita. Ya lo había mencionado en mi artículo, el de Science. Pero ahora lo he perfeccionado aún más.
—Entonces, Claude tenía razón —dijo uno de los hombres—. Será usted nuestro invitado. Y se quedará con nosotros una temporada. Le damos nuestra más cordial bienvenida.
Y entonces los dos empezaron a reírse. Y enseguida se estaban riendo tanto que uno de ellos tenía lágrimas en los ojos. Y cuando por fin pararon, preguntaron cuánto tiempo necesitaría.
Yo dije que me llevaría unas siete semanas, tal vez más. Se echaron a reír de nuevo. A decir verdad, se reían tantísimo que me contagiaron. Recuerdo que pensé lo raro que resultaba. Estaba retenido en una cantera subterránea y no sabía lo que estaba pasando, ni si estaba en peligro, y, a pesar de todo, allí estaba, riéndome a carcajada limpia.
Acuérdate de que, a esas alturas del interrogatorio, yo todavía no tenía ni idea de cuál era la identidad de aquellos dos hombres.
Y tampoco tenía idea de qué hacían allí abajo. Más en concreto, no sabía nada de nada. Pero de repente tuve la sensación de que estaban empezando a volverse las tornas. Era yo quien había iniciado la conversación sobre las setas, y ahora ellos se aferraban a cada una de mis palabras. Empezaba a pensar que la única razón por la que me habían apresado era por las setas y nada más que por las setas.
Cuando mis dos interrogadores dejaron de reírse y todos recuperamos la compostura, les pregunté qué querían que cultivara. ¿Oronjas verdes? ¿Panteras? ¿Matamoscas?
Ellos chasquearon la lengua e intercambiaron una mirada.
—No. Queremos que cultive oronjas.
—¡Oronjas!
—Sí. Amanita caesarea, la seta de los césares. Veinticinco kilos. Eso son cincuenta y cinco libras en la medida inglesa.
Se me escapó un grave silbido.
—No es moco de pavo —dije—. No es para nada moco de pavo. ¿Se dan cuenta de lo que me están pidiendo? No se ha hecho nunca. Por lo menos que yo sepa. Es la seta más exigente del mundo. Y es casi imposible cultivarla. Claro que podría intentarlo, pero necesito saber para qué. Y quiero saber qué está pasando.
Y me gustaría saber… —Suspiré exasperado—. ¿Podrían explicármelo todo —dije—, por favor?
Y todo el rato, Peter, yo pensaba: «Oronjas; qué raro». Porque aquel año era el único en el que no había oronjas silvestres en el bosque.
—Todo a su debido tiempo —fue su respuesta.
—¿Y si me niego? —me aventuré.
—Limítese a hacerlo —dijo uno de los hombres— y redundará solo en su propio beneficio. Será tratado como la realeza. Será libre de ir y venir a su antojo. Será libre de explorar. Ni se le ocurra abandonar la zona. Será apresado, tiene nuestra palabra.
—No puedo irme —dije—. Mi moto ha…
—Ahora está con nosotros —dijo el hombre más bajo—. Y no hay forma de escapar. Se encuentra bajo vigilancia en todo momento. Lo estamos observando. A donde quiera que vaya.
Se levantaron los dos y se encaminaron hacia la puerta.
—¿Soy libre? ¿De irme? —Los miré anonadado.
—Sí. Váyase a su casa. Coja sus esporas; coja todo lo que necesite. Y luego póngase a plantar. Necesitamos esas setas en menos de ocho semanas. Pero no se marche. Y no se ponga en contacto con Flora.
—Pero… —dije—. Pero…
—Lo acompañaré a la salida —dijo uno de los hombres. Me condujo de regreso a la sala de la puerta falsa y me estrechó la mano.
—Le llevaremos cuanto necesite —dijo—. No le faltará de nada.
Y así, se dio la vuelta y se marchó dejándome solo.
No sé si alguna vez, Peter, te habrás encontrado en la situación de soñar que estás en un lugar rarísimo, pero real. Y entonces te despiertas bruscamente, y durante los primeros segundos no estás seguro de si te encuentras en el mundo real o en el mundo de los sueños. Y tardas unos instantes en embutirle un mensaje a tu cerebro a través de los ojos, anunciándole que, en efecto, te hallas en tu propio dormitorio, y que esa es tu acogedora cama y, sí, te acabas de despertar y todo está en orden.
Bien, pues así es como fue en mi caso, solo que no había estado dormido, ni soñando, y que, desde luego, no estaba en mi dormitorio. Pestañeé una vez, dos veces, y —sí— descubrí que seguía dentro de la cantera, y que cada vez que me pellizcaba me dolía. Sí, Arnold, estás despierto. Pellizco. Sí, Arnold, esto va en serio. Pellizco. ¡Ay! Me pellizqué con tanta mala leche que el dolor me llegó hasta el músculo. Y sí, estaba en la sala barrida a conciencia con la pared falsa de madera.
Recuerdo que miré el reloj. ¡Cuatro horas! Parecía que habían pasado unos pocos minutos. Sin embargo, también parecía que había pasado un mundo. ¿Se habría parado mi reloj? ¿O se había acelerado? ¿Era ya otro día distinto? Pero entonces advertí una luz natural que se filtraba a través del panel de vidrio del techo: confirmación de que seguía siendo de día y que llovía a cántaros, y que nada había cambiado, pese a que, al mismo tiempo, todo había cambiado.
No dejaba de preguntarme cómo algo así podía haber permanecido oculto durante tanto tiempo. Eso fue lo que me vino a la cabeza cuando vi el salón de banquetes por primera vez. Y cuanto más conocía de aquel lugar, más dudas me asaltaban. Pero entonces pensé en las cuevas de Lascaux, las que tienen pinturas rupestres de la Edad de Piedra. Habían pasado milenios sin que nadie las descubriera, ¿no es así? Igual que los manuscritos del mar Muerto. Y luego, un día, llega algún granjero francés, o un pastor beduino, o quienquiera que fuera, y se topa con ellas. Así que quizá sí era posible.
Y de todas formas, esto era de una escala muchísimo mayor que las cuevas de Lascaux. Y había gente viviendo allí abajo. Y muebles, y electricidad. Y tenían calefacción. Era una especie de fantasía a lo James Bond. Y quienquiera que lo dirigiera tenía los bolsillos de un multimillonario y el apoyo de… ¿De quién?, me preguntaba. ¿Del Estado? ¿Del alcalde del municipio? ¿De la familia bajo cuyas tierras se localizaba esta cantera?
Y así es como sucedió. Regresé a mi casa. Comí algo. Y ese mismo día, un poco más tarde, cuando salí a dar otro paseo, las vi por primera vez. Había cámaras. En los árboles. Escondidas entre las rocas. Te juro que el puñetero bosque entero estaba vigilado. Y la casa también. Había cámaras de televisión de circuito cerrado por todas partes. Así fue como se enteraron de lo de las natillas y el merengue. No me podía creer que no las hubiera visto antes.
Y, bueno, fue algunos días después cuando conocí a Lola y ella me habló de Soufflot, y de los edificios y todo lo demás. Y todo empezó a cobrar cierto sentido. Y, por lo visto, todos los documentos, todos, están en la Bibliothèque Nationale de París. Es la biblioteca nacional. Deberías entrar en la sala de manuscritos, Peter, y presentar una solicitud para lo siguiente: ¿tienes un boli a mano? Es esto…, espera. Ah, sí, aquí lo tengo. Lo tengo escrito en un trozo de papel: «Cartes des France: Ms. C3512.OE (Bourgogne-Creux)». Tiene un subtítulo: Les carrières de Soufflot.
Y en ese documento (o los tres documentos que hay enrollados juntos) encontrarás todo lo que necesitas saber.