—Esperemos no tener más sorpresas negativas.
Eso fue lo que dijo Flora cuando volvimos otro día de buscar setas por el bosque. No podía haber estado más de acuerdo. Ya había tenido bastantes sorpresas.
Entramos en la casa y echamos un vistazo superficial a la cocina. Todo estaba en perfecto orden. Flora dejó los cuévanos encima de la mesa y yo volví al pasillo y me desembaracé de las botas.
Sin embargo, nada más entrar en el salón —bang—, se me desencajó la mandíbula por completo. No te vas a creer, Peter, la imagen a la que tuve que enfrentarme. Allí, encima de la mesa en la que habíamos cenado y desayunado, allí, en esa mismísima mesa, estaba el candelabro. El mismo candelabro que Flora había tirado por la puerta trasera pocos días antes.
Yo la vi arrojarlo. Lo había visto salir volando por el jardín. Lo había visto aterrizar en las zarzas. Y ahora, allí estaba, de nuevo encima de nuestra mesa. Y esta vez las velas eran blancas. Tres relucientes velas blancas sin encender.
Flora se sobresaltó cuando entró en la habitación. Y entonces gritó: sí, dejó escapar un auténtico chillido.
—Oh, no —dijo—. Esto ya es demasiado, Arnold. No creo que pueda aguantarlo más.
Yo no dije nada. Por una vez me había quedado sin habla.
—Alguien está entrando en nuestra casa —dijo Flora lenta y pausadamente—. Irrumpen en la casa y tratan de asustarnos. O eso, Arnold, o este lugar está embrujado. Y sea lo que sea, no me gusta ni un pelo.
—Tenemos que ir al palacio —me aventuré—. A preguntarles qué es lo que pasa.
—Se pasan semanas fuera —dijo Flora—. La familia De la Regnier se ha ido a París. Y, además, ¿qué iban a decirnos? Por lo que sabemos están metidos en esto hasta el cuello.
—No, si están en París.
—Arnold. No seas ridículo. —Eso fue lo que dijo. Me dijo que yo era ridículo—. Esto es serio. Y no pienso pasar ni un día más en esta casa tan extraña. ¿Por qué crees que han abandonado las otras casas que hemos visto? Pues ya te lo digo yo. Es porque pasa algo raro, por eso. Tenemos que irnos. Tenemos que largarnos inmediatamente. Y si te niegas a marcharte, si te niegas a irte mientras seguimos de una pieza, entonces sencillamente tendré que marcharme yo sola.
Bueno, Peter, te puedes imaginar lo que vino después. Tuvimos una de esas peleas explosivas que la mayoría de las parejas tiene solo una o dos veces en toda su vida. Ella despotricó. Yo despotriqué. Salió, entró otra vez. Ya habíamos mantenido otras discusiones anteriormente, por supuesto. Cuando Flora y yo no nos poníamos de acuerdo en algo siempre era el fin del mundo. Y Flora siempre se mantenía en sus trece. Tenía que hacerlo, supongo, porque soy un capullo tozudo. Pero al final siempre llegábamos a un acuerdo. Te digo una cosa, Peter, después de más de diez años de matrimonio, éramos tan diplomáticos que podríamos haber liberado al puñetero Terry Waite[1] si nos lo hubieran pedido. Pero en esta ocasión no.
—No voy a quedarme —dijo—. No pienso quedarme en esta casa.
No dejaba de repetir lo mismo una y otra vez. «No voy a quedarme, no voy a quedarme». Debió de decirlo como seis o siete veces, o por lo menos esa fue mi percepción. Había perdido el sentido de la proporción. Y yo no paraba de decirle que, de no ser por ella, no estaríamos viviendo en una estúpida casa remota en medio de la nada.
Se tiró del pelo.
—Pues no me gustan los juegos mentales, muchas gracias —dijo—. Me resultan inquietantes y tu complacencia me resulta inquietante también, y me asusta que no te estés tomando esto en serio. Lo siguiente que va a pasar es que uno de los dos va a salir perjudicado. Vendrán y nos cogerán, sean quienes sean. Esa cosa… va a crecer. Sé que va a ser así. No, Arnold, no me voy a meter en juegos mentales. —De verdad que lo llamó «juego mental»—. Y no me voy a quedar. No pienso quedarme. Si quieres, puedes venir conmigo; sí, me gustaría muchísimo que vinieras conmigo. Pero yo no pienso quedarme ni un minuto más.
—Tienes que quedarte —dije en un tono de voz sorprendentemente tranquilo—. Insisto en que te quedes. Yo vine a Francia por ti. Y tú tienes que quedarte aquí por mí.
—Esto no tiene nada que ver ni contigo ni conmigo —fue la respuesta de Flora—. Tiene que ver con algo extraño que está ocurriendo aquí.
—No va a pasar nada —dije— si te quedas.
Eso, Peter, probablemente fuera el punto medio. Habíamos ido todo lo lejos que podíamos llegar. Y lo que tenía que haber hecho, por supuesto, era recular. Tendría que haber dicho «sí, cariño; por supuesto, cariño», y haber hecho las maletas y largarnos esa misma noche. Eso habría sido lo correcto. Pero había una vocecita quisquillosa en mi interior —un enorme demonio con cuernos, de hecho— que decía que tenía que mantenerme firme. Tienes razón, Arnold. Eso era lo que me decía. Tienes razón.
—Además —dije—, ¿adónde vas a ir?
Se lo pensó un momento; la estaba viendo darle vueltas a la cabeza.
—Pues no lo sé. Tal vez, bueno, eh… —Se sonrió—. A París. Sí, París. Me quedaré en casa de Simon.
La culpa la tuvieron esas seis palabras. Elevaron nuestra discusión a un nivel completamente nuevo. ¿Te acuerdas de Simon? ¿Ese antiguo novio suyo? Un «amigo» de la universidad. En ese momento estaba viviendo en París. Y Flora sabía de buena tinta que al sugerir que podía quedarse en su casa, estaba metiendo el dedo en la llaga. Sabía que yo no lo soportaba. Y también sabía que él no me soportaba a mí. Por su parte eran celos, claro. Estoy seguro de que seguía queriendo a Flora.
—Pues que te jodan —dije arrojando al suelo el candelabro de un manotazo—, si eso es lo que quieres.
—No, no es eso lo que quiero, estúpido, cabezota, exasperante idiota del demonio. —Esas fueron las últimas palabras que me dijo. Y entonces salió de la casa convertida en un mar de lágrimas.
Y así, Peter, es como terminó. «Estúpido, cabezota, exasperante idiota del demonio». Así de simple. En un instante habíamos dejado de ser un matrimonio para convertirnos en una pareja separada. Cuando repaso ese momento, me parece tan increíble… Salió corriendo, se subió al coche y se alejó por el sendero del bosque. Y entonces se hizo el silencio. La casa se sumió en un silencio sepulcral. Y me sentí tan solo; solo en un bosque vacío y sin nadie alrededor en kilómetros y kilómetros y kilómetros.
Me pasé la tarde abatido, pensando en qué podía hacer. Pensé en ir a París. Verás, todavía me quedaba la motocicleta. La pequeña moto que me había comprado nada más llegar. Y planeé suplicarle que volviera. Aquella noche pensé muchas cosas, Peter, y rememoré todos los buenos tiempos que habíamos pasado juntos, y me las arreglé para convencerme de que aquello era lo que tenía que hacer. Sí, tenía que ir a buscarla. Perseguirla. Sí, era lo que debía hacer, aunque para mí eso significara una derrota personal.
Pero resultó que nunca tuve la oportunidad. Y es que a la mañana siguiente, todo mi mundo se volvió del revés. Hice el descubrimiento que iba a transformar mi vida.