5

Pasaron más de dos semanas antes de que volviera a ver a Potito y Pipizuela. El 20 de diciembre la sección internacional me mandó a Bucarest para cubrir los acontecimientos que se estaban desencadenando con rapidez en Rumania. Se decía que Ceaucescu estaba metido en un lío descomunal y que la gente estaba empezando a pensar lo impensable.

—Lo van a joder —dijo mi editor de internacional—. Quédate con lo que te digo. Y tú, Toby, estarás allí para verlo.

En efecto, estaba allí; fui testigo de todo. Pero también presencié una conversación de lo más insólito e inesperado, que guardaba una relación directa con el destino de Arnold Trevellyan, a unos ocho o nueve mil kilómetros de Tuva.

Llegué a Bucarest un gélido miércoles por la tarde; me bajé del avión y me topé con un viento helado. Un taxi me esperaba para llevarme al hotel Intercontinental, que alojaba a todos los periodistas extranjeros que había en la ciudad, así como a un nutrido grupo de periodistas rumanos. Me fui directamente al bar del hotel y vi algunas caras conocidas: Michael Brown, de The Times, y Jonathan Howard, de Reuters.

—Nos volvemos a encontrar —dije, y les ofrecí una copa a los dos.

—Berlín, Praga, Bucarest —dijo Michael—. ¿Qué vendrá después?

—Moscú —bromeé.

—Así se habla —dijo Jonathan—. Me gustaría estar allí cuando todo esto estalle.

El bar en el que nos pasamos las siguientes tres horas era oscuro y deprimente. Parecía estar atrapado en un perpetuo anochecer.

—¿Te has enterado de los rumores? —preguntó Michael.

—¿Y los desmentidos? —añadió Jonathan.

Me quedé sentado en silencio, escuchando los cotilleos que les habían sacado a sus «fuentes», en este caso, los conserjes del hotel.

—Mañana habrá una concentración popular. En la plaza del palacio. Ceaucescu va a dar un discurso. Eso si consigue volver de Irán, claro.

Se hace raro llegar a una ciudad cuando algo grande está a punto de suceder. En Bucarest se palpaba el nerviosismo. Había inquietud e incertidumbre, y todo el mundo estaba ocupado inventando teorías sobre lo que iba a pasar.

Existía una buena razón para esperar que de verdad se estuviera fraguando algo. Solo un par de días antes, el ejército había disparado contra la multitud de manifestantes en la ciudad occidental de Timisoara. Pero no habían continuado con los disparos durante mucho tiempo. Cuando descubrieron por qué se habían echado a las calles —trataban de proteger a un famoso sacerdote—, los soldados empezaron a confraternizar con la gente. Como Michael había dicho esa misma mañana, «cuando el ejército cambia de bando, el régimen está con la mierda hasta el cuello».

A la mañana siguiente había docenas de periodistas desayunando. Todas las publicaciones y cadenas de televisión tenían su propia mesa. Todos debatían sobre la táctica a seguir y trataban de decidir a quién debían entrevistar.

Los periodistas de la prensa escrita operábamos de distinta forma que los de las televisiones. No teníamos equipos de apoyo, ni cámaras de televisión, ni técnicos a remolque. O bien trabajábamos solos o con un corresponsal local que conociera el terreno. Y ahora era el corresponsal al que habíamos contratado para que me ayudara —Andrei Georgescu— a quien estaba esperando conocer.

Y aquí es donde Arnold Trevellyan vuelve a entrar en escena. Para empezar, fue Arnold quien me puso en contacto con Georgescu. Le estaba contando que me había especializado en la Europa del Este, que había cubierto noticias en Bulgaria, Hungría y Polonia, cuando de repente me interrumpió.

—Si alguna vez va a Rumania —me dijo—, tiene que ir a ver a Andrei Georgescu. Es un viejo amigo. Dirige la Real Sociedad Micológica. Un hombre de setas. Habla inglés. Y es periodista. A lo mejor quiere formar equipo con él.

Y me dio su tarjeta.

Y ahora, unos seis meses más tarde, allí estaba, sentado en el mejor hotel de Bucarest y esperando a que llegara el amigo de Arnold.

—¿Señor Edwardes? —Un hombre pequeño de pelo oscuro se acercó a mi mesa y me tendió la mano un tanto vacilante. Yo me puse de pie y le tendí la mía.

Andrei era reportero ocasional para Scînteia, uno de los diarios rumanos. Hablaba mi lengua de forma excelente —como había dicho Arnold— y tenía contactos en varios ministerios del gobierno. También tenía acceso a fax, un punto importante a favor, que estaba dispuesto a poner a mi servicio.

Le ofrecí un café y le estuve preguntando por Arnold. Le pregunté si lo conocía bien y con qué frecuencia se veían.

—Solo una vez —dijo—. Hace algunos años. En un congreso micológico en Leipzig. No lo tenemos fácil para viajar, ¿sabe? Pero, bueno, compartimos intereses. El género de la amanita. Yo también estudio la oronja verde. Así que mantenemos correspondencia habitualmente. Me cae bien. Me recuerda a un primo mío: es profesor universitario y dirige un museo al aire libre, y toca el violín en un cuarteto bastante famoso. Y cuando usted llamó, bueno…, le debo a Arnold algún que otro favor, así que me alegré de poder ser de utilidad.

Le pregunté si conocía toda la historia de Arnold. Lo de que había dejado a su mujer, que estaba viviendo en Tuva y que había sido coronado rey de la isla.

—¡Rey! —farfulló con el café en los labios—. Y de una isla del Pacífico. ¿Y eso cómo ha sido? En su última carta me contó que pronto tendría noticias suyas, pero, la verdad, eso es…

Le conté todo lo que sabía y él se echó a reír.

—¿Sabe? —dijo—, hay una parte de mí que ni siquiera se extraña.

Hablamos un poco más sobre Arnold, sobre mi visita a Francia y mi entrevista con él en su casa del bosque. Pero entonces, cuando todo el mundo empezó a levantarse de las mesas del desayuno, pensé que yo también debía ponerme en marcha.

—¿Se ha enterado de lo de la concentración de esta noche? —preguntó Andrei.

—Sí —dije—. ¿A qué hora empieza?

Me informó de los detalles que había recopilado a través de compañeros suyos y añadió que se esperaba que asistieran miles de personas.

—Si lo consiguieron en Timisoara —dijo—, en Bucarest se puede esperar que esa cifra se multiplique por diez.

Andrei me dijo que no tenía sentido intentar asegurarse entrevistas con ningún miembro del gobierno.

—Nadie contesta al teléfono y en las oficinas no hay nadie —dijo—. Y aunque contestaran al teléfono, no le contarían nada.

Le sugerí que podíamos probar a darle otro enfoque. Él propuso que nos fuéramos a los baños provinciales de Fundeni, en las afueras, al noreste de Bucarest, un lugar en el que había obtenido mucha información útil en el pasado.

—Está frecuentado por la Securitate —dijo—. Muchos de sus oficiales veteranos van allí, sobre todo los jueves. Es más probable que oigamos algo allí que en cualquiera de los ministerios.

Cuando mi expresión delató que no estaba convencido, se rió.

—No es necesario que vayamos —dijo—. Usted manda. Pero no creo que vaya a ser una pérdida de tiempo.

Asentí para mostrar mi aprobación.

—De acuerdo. ¿Cuándo?

—Cuando esté listo —respondió—. Me termino el café y podemos irnos.

Mientras esperábamos para pagar, formulé las preguntas que estaban en boca de todos.

—Si Ceaucescu cae —dije—, ¿quién cree que lo sustituirá?

Andrei se echó a reír.

—«Sí» —dijo—. Una palabra pequeña, pero tan grande a la vez. Ya ha visto a las fuerzas de seguridad en las calles. La policía. El ejército. Tienen el control, créame. Pero si resulta que cae, o si huye del país, entonces, bueno, cualquiera sabe. Tal vez el ejército dé un paso al frente para hacerse con el control. O alguien de la Securitate. Incluso es concebible que el rey intente regresar.

—¿El rey?

—Sí, el rey Miguel. Lleva años viviendo en el exilio. En Suiza. Y circula toda clase de rumores acerca de él. Se dice que está deseando volver y que tiene un montón de dinero occidental. Aquí sigue gozando de mucha popularidad, podría convertirse en una figura de unidad. Es una de las pocas personas que podrían reconciliar al pueblo.

—Me imagino que a la Securitate no le haría mucha gracia que el rey regresara. Probablemente intentarían asesinarlo.

—Sí —dijo Andrei—. Seguramente. Conociendo a esa panda de matones, casi seguro que intentarían asesinarlo. Pero ¿quién sabe qué va suceder? Como le he dicho, las cosas podrían aclararse esta noche. De hecho, presiento que las cosas se van a aclarar esta noche.

Terminamos nuestros cafés y salimos a la calle. Se tardaba veinte minutos en coche en llegar a la casa de baños, y para entonces estábamos bien inmersos en las áreas residenciales de la ciudad.

—Son muy cuidadosos a la hora de decidir a quién dejan entrar —dijo Andrei—. Es lo más parecido que hay en Rumania a un club privado.

—¿Puede conseguir que nos dejen entrar? —le pregunté.

—No se preocupe por eso —dijo—. Contactos.

Me explicó que un tío suyo trabajaba en las altas esferas del Ministerio de Aguas y Alcantarillado.

—Esta es su casa de baños favorita. Es un personaje bastante conocido, Grigore. Así se llama. Tío Grigore. Puede que esté aquí.

Empujamos la puerta y entramos a un vestíbulo con una iluminación tenue. Andrei le dijo al conserje algo en rumano y le entregó unas cuantas monedas. A cambio recibimos llaves y toallas.

La sala de vapor estaba casi a oscuras. Reinaba una espesa niebla en el ambiente y la única luz procedía de unos paneles de cristal situados en el techo abovedado.

—¿Ve a esos hombres de ahí? —dijo Andrei señalando discretamente una hilera de gruesas panzas—. Securitate. Veteranos. A esos es a quienes tiene que conocer.

—¿Y cómo lo hacemos?

—No estoy seguro —rió Andrei.

Escudriñó a través del vapor para ver si alguna de las barrigas pertenecía a su tío.

—No está. Una pena. Él conoce a varios. Un par de ellos son vecinos suyos. Pero… venga. Vamos a sentarnos un poco más cerca de ellos. Abriré bien los oídos, a ver qué dicen.

Pasados unos minutos le di un codazo a Andrei y le pregunté de qué estaban hablando.

—Están decidiendo adónde van a ir a emborracharse esta noche —dijo—. ¿Ve a ese gordo de la mancha de nacimiento de color rojo oscuro? —Señaló al más grande del grupo—. Hoy cumple cincuenta años. Están haciendo planes para llevárselo por ahí.

—Entonces, no estarán en la concentración de esta noche —dije yo.

—No —dijo Andrei—. Está claro que no.

Siguió escuchando a hurtadillas mientras yo me impacientaba cada vez más por haber perdido el tiempo accediendo a ir allí. Después de unos minutos más, volví a darle a Andrei unos golpecitos y le sugerí que nos marcháramos.

—No —dijo Andrei—. Espere… Es un poco raro.

Su conversación se había ido animando, pero al mismo tiempo hablaban mucho más bajo.

—¿De qué están hablando? —pregunté—. ¿Han mencionado la reunión de esta noche?

—Espere, espere —dijo Andrei esforzándose por oír algo—. Pensaba…

Hizo una pausa y entonces me susurró al oído.

—¿Cómo se llamaba la isla en la que vive Arnold ahora?

—¿Arnold…? —Le dije que era Tuva.

—T-u-v-a. —Repitió la palabra despacio—. Bueno, eso… ¿Tuva? ¿Está seguro? ¿Esto es…?

—¿Qué? —dije—. ¿Es qué?

—Están hablando de Tuva. Sí, realmente están hablando de Tuva. «Dimitri va a ir a Tuva… Hay que despacharlo». Eso es lo que han dicho. Despacharlo. En el lenguaje de la Securitate, eso significa matarlo. Asesinarlo.

—¿A quién? ¿A Arnold? —dije.

—No… No lo sé. No han dicho el nombre. Y ahora han cambiado de tema. Ahora vuelven a hablar del cumpleaños.

Del grupo de hombres surgió un coro de risas y entonces se pusieron todos de pie. Uno se sumergió en la piscina de agua caliente. Los demás regresaron a los vestuarios.

—¿De qué demonios va todo eso? —le pregunté a Andrei.

—No tengo ni idea —dijo.

Los primeros disparos se oyeron esa misma tarde. Estábamos en la plaza del palacio, viéndolo todo, y el efecto sobre la muchedumbre fue instantáneo. De repente todo el mundo comenzó a desperdigarse en todas direcciones. Un anciano tropezó y cayó a mis pies. Andrei y yo lo levantamos del suelo.

Desde el momento en que Ceaucescu había aparecido en el balcón, el lío iba a ser inevitable. La multitud empezó a clamar «Timisoara, Timisoara», en referencia a la manifestación que había tenido lugar el miércoles.

—Nunca había visto nada así en toda mi vida —dijo Andrei. Yo tampoco. Había estado en la Europa del Este en tres o cuatro ocasiones en los últimos doce meses, pero nunca había visto a la gente comportarse de esa forma.

En menos de un minuto, todos los que había en la plaza se pusieron a gritar las mismas palabras. Ceaucescu continuó con su discurso como si nada ocurriera, hasta que la gente empezó a chillar tan fuerte que ya no se le oía lo que decía.

Durante décadas había estado acostumbrado a la adulación y al aplauso de rigor. Ahora se enfrentaba a una muchedumbre que se lo estaba pasando bien por primera vez en años. Se detuvo un segundo, se dio la vuelta y entonces se metió rápidamente en el edificio. Las puertas del balcón se cerraron a su espalda.

Se dispararon más tiros. Era imposible distinguir de dónde procedían. Hubo un destello en una de las ventanas del palacio. También debía de haber fuego en el otro extremo de la plaza, pues el centelleo era constante. Se oyó una ráfaga de ametralladora y entonces un camión blindado entró en la plaza.

—Tenemos que irnos —dijo Andrei— antes de que se descontrole todo de verdad. La Securitate no se detendrá ante nada.

Acepté lo que me decía. Regresamos al hotel, donde ya se habían congregado muchos de los demás periodistas.

—Está perdido —dijo Michael cuando me lo encontré en el vestíbulo.

Tenía razón. Cuatro días después, Ceaucescu fue procesado y ejecutado.