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Mi coronación. Mi puta coronación. Ojalá hubieras estado aquí, Paul. El puñetero rey Arnold I y su deliciosa reina Lola. Una corona y un cetro. Un orbe del tamaño de un balón de fútbol. Zadok the Priest sonando a todo volumen en el órgano. Vale, vale, no fue así para nada, pero de todas formas fue una ocasión memorable.

Todos los hermanos de Lola estaban allí, junto con los otros seis monarcas del archipiélago. Tuvo lugar en la capilla Wesleyan de Tuva, la misma de la boda. El edificio es minúsculo, solo tiene capacidad para unas cincuenta personas. Teníamos como trescientos invitados de otras islas, además de la extensa familia de Lola. La mayoría tuvo que quedarse de pie en el jardincito de fuera. Y vinieron dignatarios del extranjero. La reina y el primer ministro de Tonga. Y el rey de las islas Salomón. Y el secretario de Estado de Exteriores de Nueva Zelanda. Estaba blanco como un muerto cuando llegó pues, por lo visto, se había pasado todo el trayecto desde Tonga vomitando.

Recibimos cartas de reyes, reinas y príncipes de todo el mundo. El príncipe Carlos envió una de sus acuarelas del castillo de Windsor. La princesa Ana nos mandó un cuadro de un semental. Y en cuanto al príncipe Andrés…, no te lo vas a creer: una tarjeta de Beryl Cook en la que sonaba el Dios salve a la reina cuando la abrías. Y dentro había una nota que decía que él y Fergie tenían intención de venir a Tuva de vacaciones «siempre y cuando consigamos un vuelo gratis». ¡Caradura del demonio!

Probablemente te estarás preguntando por qué se presentó tanta gente a la coronación. Es que era el primer acontecimiento que se producía en Tuva en décadas. Con lo que decías en tu carta acertaste de lleno: en efecto, la isla no ha tenido monarca desde el asesinato. Casi setenta años. (Por cierto, muchas gracias por las páginas fotocopiadas. Me he estado riendo por lo bajini pensando en Warlock, yendo y viniendo por el pueblo enseñándole a la gente fotos de setas).

Imagínate lo entusiasmados que estarían con la reinstauración de la monarquía. Sinceramente, creo que fue uno de los días grandes de la historia de Tuva. Y fue extraordinariamente agradable estar en el epicentro de todo. Por primera vez desde que salí de Londres, me sentí como si volviera a estar en la pista central.

Sin champán, lástima, pero lo celebramos todos juntos después de la coronación. Pez globo a la barbacoa, guayabas, arroz. Todo regado con una tonelada de euchooe. Al final estábamos todos muy achispados. El ministro de Asuntos Exteriores de Nueva Zelanda se había recuperado del viaje en barco y ya estaba lo bastante bien para beberse como medio litro del mejunje. Dejo a tu imaginación lo que pasó después.

Y más tarde hicieron lucha de cerdos. Es el deporte local. Excitan al cerdo hasta la desesperación y luego intentan subirse a lomos de él. Kau fue el primero en intentarlo; es un tipo bien robusto. Pero el cerdo lo tiró al suelo estrellándolo contra un árbol. Después fue el turno de Djenna. Él es bastante pequeño, lo cual puede ser una ventaja, y también es rápido de pies. Pero él también salió despedido. Y entonces llegó el momento que todos habían estado esperando. Suenan las trompetas, redoble de tambores. Gilbertine entra en el cuadrilátero dando grandes zancadas y se queda mirando al cerdo. Casi se podía oler el miedo. El jodido cerdo estaba petrificado. (Y tú también lo estarías, Peter, si Gilbertine estuviera a punto de saltar encima de ti). Se va acercando al cerdo —bum, bum— y entonces se lanza encima del animal. Y la siguiente imagen son dos pares de traseros —el de ella y el del cerdo— zumbando por el cuadrilátero. Y el rugir de la muchedumbre, y los tambores sonando y culos, culos, culos.

Y entonces, sin que nadie se lo espere, el jaleo se detiene y Gilbertine se levanta plantando los dos pies en el suelo con el cerdo elevado por encima de su cabeza. Ochenta puñeteros kilos de cerdo. Y entonces, con un colosal impulso de energía, lo arroja al cielo, y lo siguiente que ve la pobre y desgraciada criatura es que se está revolviendo en el mar.

Te lo digo de verdad, Peter, es mejor que las corridas de toros. Y nadie resulta herido, ni siquiera el cerdo. Salió del agua chorreando, empapado y con expresión de estar un poco decepcionado consigo mismo. Y entonces echó a correr hacia el cocotal.

Ishmael y Solomon (son dos de nuestros aldeanos), encendieron una hoguera enorme y estuvimos allí sentados hasta por la mañana, comiendo, bebiendo y bailando bajo las estrellas. La única pega fue el calor. Cuarenta y tres grados, y la humedad te oprimía el cuello. Nos desnudamos todos y fuimos a nadar a la laguna, aunque no fue muy refrescante. El mar está más o menos a la misma temperatura que el agua de baño en Inglaterra, y flotando había algas que parecían jerséis gordos empapados. Te rozan los brazos y los muslos, lo cual es una sensación especialmente desagradable. Todo el tiempo tienes la impresión de estar a punto de ser arrastrado por los tentáculos de alguna medusa gigante. Se suele encontrar ese tipo de alga en esta época del año, o eso me dijeron. Las traen las corrientes cálidas.

Y lo siguiente que recuerdo es que es bien pasada la medianoche y alguien grita: «¡Buccinos gigantes! Es la hora de los buccinos gigantes». Son esas cosas crujientes que los lugareños sacan de la laguna. Le exprimes encima un poco de jugo de tima, le rocías unos trocitos de cebolla cruda y entonces —chuuuuic—, lo sorbes de la concha. Fiu. Vuela hasta tu boca (la primera vez que me comí uno casi me ahogo), y tienes que masticarlo antes de tragar. Cris, cris, cris; con tres mordiscos suele bastar. Es una sensación especialmente horrible, como masticar cartílagos, y la cosa empeora por el hecho de que el maldito bicho sigue vivito. En realidad sientes en la lengua cómo se retuerce. Es como si estuviera intentando escaparse. Por eso tienes que tragar, tragar en cuanto lo hayas partido con los dientes en tres trozos no del todo muertos.

Se supone que es un afrodisíaco, eso dice todo el mundo. Y será mejor que no entre en detalles sobre lo que sucedió más tarde, esa misma noche. Lo único que puedo decirte es que fueron cayendo uno, dos, tres, ocho, nueve, diez… Y lo único que sabes es que estás en cueros y dando saltos en la cama con una de las mujeres más deliciosas del mundo. Y tres horas después, sí, tres horas, estás allí tumbado, empapado en sudor, y pensando: Caray, a lo mejor me he pasado con los buccinos gigantes.

Así que, aquí estoy, con dolor de cabeza y de cuerpo, y estoy en mi porche, relajándome en mi tumbona y contemplando mi reino en la isla. El cielo azul. La arena blanca. El agua refulgente. Y la única molestia menor son los niños, que corretean por todas partes haciéndose pasar por ambulancias inglesas.

Pero en realidad no me puedo quejar, porque mientras hablo contigo en este preciso momento, un ave del paraíso con copete rojo acaba de posarse en el pasamano de mi porche. Pío, pío. ¡Ahí lo tienes! ¿Lo has oído trinar? Escucha…, tiene la melodía más exquisita del mundo entero, sobre todo en época de apareamiento. Es este pío, pío, oola, oola, pío, pío. Si tienes suerte, hará… Ahí va otra vez. ¿Lo oyes? Acaba de empezar. Ah, ha salido volando. Son muy tímidos, no están acostumbrados a los humanos.

Pero ¿por dónde iba? ¿Por dónde iba? Ah, sí. Salí de las canteras y regresé al bosque, y estaba desesperado por encontrar a Flora. Había un pequeño sendero que te alejaba del claro —probablemente una cañada—, pero al final conducía a un sendero más amplio. Y entonces, después de vagar durante diez o quince minutos, me encontré de nuevo en la casa abandonada.

—¡Flora… Flora! —Me desgañité. No dejé de gritar en todo el rato, mientras me abría paso entre los helechos, gritaba su nombre. Y, al final, gracias a Dios, obtuve una respuesta.

—¡Arnold! —Estaba a poco más de veinte metros, y, aun así, la vegetación era tan densa que seguía sin verla.

—Oh, Arnold —dijo surgiendo por entre las zarzas—. Gracias a Dios. Te lo digo de corazón, nunca me he alegrado tanto de verte.

Me rodeó con sus brazos.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado?

Tuve que improvisar. No podía contarle mi descubrimiento. Sencillamente, no podía. Todavía no. Ya sabes cómo es Flora, Peter. Le habría entrado el pánico. Se habría puesto paranoica. Y antes de darnos cuenta, tendríamos entre manos un maldito culebrón. Y, además, tenía otra razón para no decir nada. Ni siquiera estaba seguro de poder confiar en mis propios ojos. Ahí estaba, bajo las motas que proyectaba la luz del sol en un bosque de Borgoña, y de repente se me hizo demasiado ridículo para expresarlo con palabras. ¿Realmente había visto lo que había visto? Bueno, en cierto modo, por supuesto que sabía que lo había visto. Y sabía que era auténtico. Y, sin embargo, también sabía que algo siniestro estaba sucediendo en esa cantera, algo impropio, y quería saber más antes de contarle nada a Flora.

—Me he perdido por completo —dije. (No quería mentirle. Nunca le había mentido).

—Y yo también —dijo ella—. Ha sido tan extraño. Estabas allí, y al minuto siguiente te habías esfumado.

—Y yo te he llamado por tu nombre mil veces —dije (lo cual también era cierto)—, pero supongo que no me has oído.

—Pues yo he hecho lo mismo —dijo Flora—. Una y otra vez.

Eso me hizo pensar, Peter, entre todo lo que gritamos y eso, me hizo pensar que en algún lugar del bosque esas ondas que crearon nuestras voces tuvieron que encontrarse. Las vibraciones debieron de chocar entre sí, como espíritus fantasmales susurrando secretos al oído del otro. «Arnold-Flora, Arnold-Flora». Hasta que esas dos series de ondas se desplomaran una encima de la otra. Arn-ra. Arn-ra. Es una idea bastante fascinante, ¿no te parece? La conjunción, quiero decir. Eso es amor verdadero. Cuerpo y alma arrastrados por la brisa.

—Oficialmente puedo declarar —dijo Flora con un alegre suspiro— que ya no estamos perdidos.

Emprendimos el camino de vuelta a la casa y pusimos la llave en la puerta, echamos el cerrojo y entramos. Recuerdo que me quité las botas de un puntapié, dejé mi cesta de setas en el salón y luego me fui directo a la cocina. Flora me siguió y nos lavamos las manos bajo el grifo del fregadero.

Te preguntarás por qué incluyo todos estos detalles mundanos. Bien, Peter, son un elemento importante en la historia. Verás, es esencial que te des cuenta de que yo era perfectamente consciente de todo lo que estaba haciendo, que cuando más tarde reflexioné sobre todo lo que había pasado, pude recordar con absoluta claridad cada acontecimiento y cada detalle de lo que ocurrió cuando entramos en la casa.

Fue mientras me estaba secando las manos con un trapo que oí su grito alarmado. Flora había ido al salón y lo siguiente que oí fue que gritaba mi nombre.

—Arnold… —dijo con un tono de voz que delataba verdadero pánico—. Arnold.

Corrí a la estancia de al lado.

—Arnold, mira —dijo—. Mira…

Me quedé helado. Sí, me quedé helado cuando vi lo que estaba señalando. Verás, me di cuenta de inmediato de qué era lo que iba mal. Teníamos un pequeño candelabro encima de la mesa, un candelabro de latón con tres velas pequeñas. La noche anterior las habíamos quemado mientras cenábamos. Las velas eran blancas; fue el único color que encontramos cuando las compramos en Avallon. Y se habían consumido hasta la muesca que marca la mitad cuando las apagamos y nos fuimos a la cama. Eran blancas, Peter; date cuenta de lo que te estoy diciendo. Eran tan blancas como una hoja de papel. Blancas como la nieve. Blancas como tu Volvo.

Sin embargo, esas velas, las que Flora estaba señalando…, pues eran rojas. De un rojo vivo. Se habían quemado exactamente hasta el mismo punto. Estaban exactamente en la misma posición. Pero eran rojas.

Fue…, bueno, la única palabra que lo podría describir es «escalofriante». Fue uno de los momentos más auténticamente escalofriantes de mi vida. Como Psicosis. No sabía qué decir. No sabía cómo reaccionar. Tenía esa sensación que te da cuando alguien te cuenta algo horrible. Por una fracción de segundo se te para el mundo. La mente se te nubla, se te agarrota, como si estuviera cogiendo aire antes de prepararse para asimilar la realidad.

Recuerdo que me dije a mí mismo que debía mantener la calma. Recuerdo que me acerqué al candelabro y lo inspeccioné más de cerca. Al principio casi ni me atrevía a tocarlo. Y por mi cabeza cruzaron mil preguntas, preguntas que, cuando me pongo a recordar, me parecen estúpidas. ¿Nos estábamos engañando a nosotros mismos? ¿Habríamos comprado velas rojas en realidad? Pero no, incluso yo me di cuenta de que era ridículo. Había tenido las blancas en mis propias manos. Las había encajado en el candelabro. Y, además, la cera derretida que se había acumulado alrededor de la base —la cera de la noche anterior— era blanca al cien por cien.

¿Nos habíamos envenenado con las setas? ¿Acaso estábamos alucinando? Puedes reírte, Peter, pero llegué a pensarlo. Aunque también sabía que era imposible. Los dos habíamos sido muy escrupulosos al recoger nuestro botín.

Se me ocurrió que la casa podía estar encantada. A lo mejor había un espíritu maligno viviendo allí. Más tarde Flora me dijo que también a ella se le había pasado por la cabeza esa idea. ¿Y por qué narices no iba a hacerlo? Todos hemos oído historias sobre espíritus malévolos que le juegan malas pasadas a la gente lanzando cosas por las habitaciones y apareciéndose en forma de sombras en las paredes. ¿Te acuerdas de aquella casa de Marlow, Peter? ¿La grande que había junto al río? Una noche estaban los dueños sentados en el salón, cuando un jarrón salió volando por los aires.

Pero en nuestra casa no había hostilidad, ni tampoco había otros signos de cambio. No había nada roto. No había nada fuera de lugar y no habían tocado nada. Todo parecía estar como debía. Allí nos encontrábamos, al calor del hogar, y la luz del sol se colaba por las ventanas, y la casa parecía el lugar más apacible de la tierra.

—Debe de haber entrado alguien —dijo Flora.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué iba nadie a querer entrar por la fuerza para cambiar tres velas blancas medio quemadas por otras tres rojas?

—No lo sé —dijo Flora—. No lo sé.

Fui a revisar las puertas y las ventanas, solo para estar seguro. Sin duda la puerta de entrada estaba cerrada con llave cuando volvimos del bosque, recuerdo haber girado la llave. Y la puerta trasera de la cocina seguía cerrada y con el cerrojo echado. Tres ventanas estaban selladas con pintura —debía de hacer años que no se podían abrir— y la cuarta estaba atrancada por dentro.

—No entiendo cómo han podido entrar —dije con toda sinceridad. No entendía cómo y no entendía por qué. ¿Y por qué las velas?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Flora.

Percibí una nota de pánico en su voz. Era como si de pronto se hubiera dado de bruces contra la extrañeza de todo el asunto.

—Arnold —dijo—, no podemos quedarnos. No podemos quedarnos en la casa. No podemos quedarnos.

Era tan típico de Flora. Solo porque hubiera sucedido algo —algo muy raro, lo admito—, ya quería largarse.

—¿Qué quieres decir con que no podemos quedarnos? —Esa fue mi respuesta inmediata—. No seas ridícula. ¿En serio propones que dejemos la casa solo por tres tristes velas rojas? Es un misterio; de hecho, es verdaderamente extraño. Pero ¿irnos?

Me paré un minuto y entonces me di cuenta de que tenía algo más que decir. De repente sentí que estaba enfadado con ella.

—Nos quedamos —le dije—. Por lo menos yo me quedo. Y espero que tú también te quedes aquí conmigo. Me lo prometiste, ¿te acuerdas? Sí, fue una promesa inquebrantable. «Si vas en busca de tus setas», dijiste, «yo te seguiré hasta el fin del mundo».

—Sí —dijo Flora en voz baja—, pero no había contado con esto.

Y entonces —aún no me explico por qué, Peter— lancé una granada de mano en una situación ya de por sí tensa.

—Además —dije—, toda esta gilipollez fue idea tuya desde el principio. Eras tú la que quería largarse. Eras tú la que quería arrastrarme a que me tomara un año sabático. Yo me habría quedado muy a gusto en casa de no ser por ti…

Ahora era su turno de estallar.

—¡Ah, ya veo! —dijo con un destello en los ojos—. ¡Vaya!, ¡qué típico! Todo es culpa mía, ¿no es eso? Como siempre, la culpa es mía. Tendrías que dar gracias, Arnold. Deberías dar gracias. Te he sacado de allí. Te he ayudado a escapar de ese estúpido lugar. Te he sacado de todo eso. Y sigues siendo tan insensible como para no darte cuenta de que esto va a cambiarte la vida.

Y se acabó. Din don. Primer asalto. Arnold en la esquina azul. Flora en la esquina roja. Sin embargo, y esto fue lo más sorprendente, solo podía concentrarme a medias en los fuegos artificiales que nos estábamos soltando por la habitación. Verás, pensaba en Clapham, en nuestra casa, y en el hecho de que había unos inquilinos durmiendo en nuestras camas. Y pensaba en todos los cambios que habían tenido lugar en el último mes o así, aunque no eran nada comparado con lo que estaba por venir. Y entonces, de repente…

—Arnold…, ni siquiera me estás escuchando.

Y entonces, y no por primera vez, me vi superado por los remordimientos. Sí, una gigantesca ola de remordimiento. Y me disculpé con Flora, le dije que lo sentía tanto, tanto, tanto… Y lo sentía de verdad.

—Los dos tenemos un poco los nervios de punta —dije. Eso también era verdad. Y se volvió hacia mí y me sonrió. Tenía una sonrisa adorable, sobre todo cuando estaba feliz. En esa sonrisa, las miserias humanas del mundo entero desaparecían en un segundo. Hicimos las paces. La tormenta había pasado. Y cuando se restableció la calma y los restos del enfado se habían apagado, Flora cogió el candelabro con toda tranquilidad y se fue hacia la puerta de la cocina. Y entonces, después de trastear con el cerrojo y los pestillos, abrió la puerta y arrojó el objeto a los árboles que había al fondo del jardín.

Lo vi trazar un gran arco por el aire, y una de las velas desprenderse en mitad del vuelo, antes de estamparse contra un montón de zarzas. Flora se frotó las manos, como para deshacerse de cualquier resto contaminado que pudiera dejar el candelabro, y, a continuación, encendió la cocina.

—Voy a ponerme a preparar la tortilla —dijo. Y me rodeó con sus brazos.

Son las seis en punto de la tarde y estoy mirando por la ventana; voy a deshacerme en elogios porque creo que es el único modo de que Philippa y tú vengáis hasta aquí a hacerme una visita.

Hay un mar sereno, sereno, que parece una hoja enorme de plástico verde, y el vacío del cielo abierto. Y encima de todo ello, muy arriba, está el azul más pálido que pueda existir; pero a medida que la mirada va descendiendo, se topa con el disco ardiente del sol. Es majestuoso, Peter. Un enorme pedazo de queso fundido. Un címbalo pulido. ¿O es la yema de un huevo? Sí, imagínate una gran yema de huevo líquida justo después de pincharla con un tenedor. Ya sabes, cuando empieza a sangrar por la clara del huevo y entonces se derrama por el plato y se empieza a emborronar por los lados. Solo que el que estoy contemplando ahora mismo es más naranja que un huevo: es rojo anaranjado, y a cada segundo se va poniendo más rojo. Y nunca he visto un sol tan inmenso; ocupa medio cielo. Y se refleja en la superficie del mar, solo que ahí, en el mar, ha dejado de ser redondo. Se estira convirtiéndose en una mancha alargada de naranja que se ondula y destella con el movimiento del viento sobre el agua.

En menos de un minuto —lo sé de buena tinta— empezará a derretirse en el horizonte. La otra noche lo cronometré. Tardó cinco minutos y treinta y tres segundos en sumergirse por completo. Y luego hay unos veinte minutos de crepúsculo, cuando el cielo se tiñe de rosa. Si intentaras pintarlo, obtendrías una mancha chillona. Pero cuando lo ves en persona, bueno, es sencillamente espectacular. Y entonces el calor empieza a remitir y se levanta una suave brisa en el aire, y te das cuenta de por qué vale la pena estar vivo.