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El lunes por la tarde fui en coche hasta Taplow Bottom, y llegué veinte minutos antes de lo que había acordado con Peter. Su mujer, Philippa, me abrió la puerta cuando llegué a su casa; era la primera vez que nos veíamos.

—¡Ajá! —fue lo primero que dijo—. Usted debe de ser el periodista de investigación —añadió en un tono que expresaba simultáneamente desaprobación y una moderada admiración.

Le expliqué que en realidad trabajaba para la sección internacional.

—Vaya, es tremendamente glamuroso —dijo ella ablandándose un poco—. Y es mi periódico favorito. Ese y el Mail. Me gusta el Mail, pero solo por los cotilleos del mundo del espectáculo, la verdad. A Peter le avergüenza, por supuesto. Pero, créame lo que le digo, yo lo he pillado a él muchas veces leyendo las entrevistas de los famosos. Oh, sí. Ayer mismo me di cuenta de que le estaba prestando mucha atención a un artículo sobre Madonna.

—No se crea ni una palabra de lo que le diga Pippy —interrumpió un Peter con aspecto desaliñado, que había aparecido en lo alto de las escaleras—. Bien…, pase, amigo mío. Póngase cómodo en el salón.

Philippa me ofreció una taza de té, pero Peter volvió a interrumpirla una vez más.

—¿Té? —exclamó con fingida sorpresa—. ¡Viene hasta Taplow Bottom, Pippy, querida, y tú le ofreces té! Creo que necesitamos un par de cervezuelas y unos taquizuelos de cheddar.

Reparé en que esa era una de las expresiones preferidas de Peter. Le gustaba añadir «zuelos» al final de las palabras. Las cervezas se convertían en cervezuelas. Las cortezas se volvían cortezuelas. Incluso había ocasiones en que llamaba a su mujer Pipizuela.

Desapareció en la cocina, dejándome momentáneamente en compañía de Philippa. Era el paradigma del ama de casa de los condados de los alrededores de Londres: falda de tweed, zapatos cómodos y medio bote de laca. Llevaba un par de gafas de montura oscura, lo que le daba una apariencia severa. Mi primera impresión fue que se parecía extremadamente a las mujeres que respondían a las cartas de los lectores del Telegraph. Tardé un poco en darme cuenta de que había malinterpretado a Philippa por completo. Revestía el sentido común con el que se enfrentaba a la vida con un malicioso sentido del humor. En realidad era bastante divertida, aunque nunca estuve seguro del todo de si era esa su intención.

Aproveché que Peter había salido de la habitación para hacerle algunas preguntas sobre Flora.

—Flora —dijo— es la viva imagen de la belleza. Es la mujer más maravillosa, divina y encantadora de la tierra. Vivaz. Un poco impulsiva algunas veces. En ocasiones, frágil. Pero —añadió sonriéndose— usted también lo sería si estuviera casado con él.

Le pregunté a qué se refería.

—Arnold tiene un lado tozudo, ¿sabe? Oooh, sí. Tozudo, tozudo. Hacía tiempo que ella quería recoger los bártulos. No sé por qué, pero nunca dio la impresión de encontrarse a gusto en Londres. Quería un cambio de aires. Un poco de frescor campestre. Pero Arnold era adicto a su trabajo.

Dejó escapar un leve bufido.

—Y para Flora —continuó— esa tozudez suponía un punto de fricción.

—Pero estoy seguro —dije— de que no fue la razón de todo lo que ha sucedido.

—No, no, no. También estaba el asunto de los hijos. Ella estaba desesperada por tener retoños. Y… —Se interrumpió en mitad de la frase, se cruzó de brazos y suspiró—. De todas formas, simplemente no encaja. Estaban enamorados, ¿comprende? Estoy segura de que estaban profundamente enamorados. Esos dos estaban hechos el uno para el otro, eso es lo que le he dicho a Peter muchas veces. Y Arnold necesitaba a Flora. La necesitaba más que a nada en el mundo. Oh, sí. Detrás de todo hombre y todo eso. Y ahora ha conocido a esta chica, Lola, que debe de tener la mitad de años que él, y se ha largado a la otra punta del mundo. Sé que los hombres son hombres y que la mayoría se deja llevar por sus testículos. Pero, aun así, no le encuentro sentido. Hay algo que no encaja. No lo entiendo.

—¿Y qué hay de Flora? —pregunté—. ¿Cómo se lo ha tomado?

—Bueno, ese es un tema aparte —dijo Philippa—. Solo he hablado con ella una vez en seis meses. Y no será por que no lo haya intentado. Pero después de la experiencia en Francia y todas las cosas por las que ha pasado, bueno, se fue a Singapur para quedarse con su hermana. Y luego se marcharon las dos de trekking por Tailandia y Birmania. Y la única ocasión en la que conseguí mantener una conversación a medias con ella fue cuando llegó a Singapur. Pero no quería hablar sobre lo que había sucedido. Dijo que estaba tratando de olvidarlo. Y eso fue todo. Charlamos, por supuesto, pero no sobre Arnold.

—Pero ¿no está intentando recuperarlo? —pregunté—. Por todo lo que ha dicho Peter, parecen el matrimonio ideal. Seguro que ella querría intentar…

—Creo que debe de haber sido la proverbial gota que ha colmado el vaso. Creo que se dio cuenta de que Arnold estaba teniendo una aventura.

—Pero no la estaba teniendo —dije abruptamente—. Me contó que, cuando Flora se marchó, él ni siquiera conocía a Lola.

Philippa me miró con incredulidad.

—Los hombres son todos iguales —dijo—. ¿De verdad se cree eso? Usted, ni más ni menos que un periodista. Pero como parece estar tan interesado en saber más cosas sobre Flora, le contaré algo…

—Bueno —dijo Peter irrumpiendo en la sala—, dos cervezas. Una para ti. Y otra para…

—¿Qué demonios…? —dijo Philippa mordiéndose la lengua. Peter llevaba puesto un gorro de baño de goma verde, unas chanclas y unas gafas de submarinista.

—¿Qué? —dijo—. ¿Cómo estoy?

—Esto…, atractivo —dije—. Muy atractivo.

No estaba muy seguro de qué más podía decir. Peter y Philippa se volvían a cada minuto más extravagantes.

—Nos han invitado a un baile de disfraces el próximo fin de semana —explicó Peter—. «Vengan vestidos de fauna de estanque». Eso es lo que decía la invitación. Así que yo voy de rana.

—Pues es realmente efectivo. Y muy… ranudo.

Me volví hacia Philippa.

—¿Y tú…?

—De princesa de la rana —dijo toda sonriente—. ¿No es evidente?

Peter se deshizo del gorro, dejó las cervezas y entonces me pasó una.

—El señor Edwardes estaba preguntando…

—Tobías…, por favor.

—El señor… Tobías estaba preguntando por Flora. Ni siquiera he tenido ocasión de contártelo, mi queridísimo Potito, pero va a volver. Sí, regresa a Londres en una semana, más o menos. No estoy segura de cuánto tiempo va a quedarse; me lo ha dicho Anabelle (es una amiga común) esta mañana. Pero tendrá que estar en Londres al menos un día o dos, porque los inquilinos se marchan.

Se volvió a mirarme mientras decía todo aquello y añadió:

—Y si te apetece conocerla, podría organizar una cena. No te prometo nada, pero veré qué puedo hacer.

—Solo quiere conocerla porque está soltera —dijo Peter con una carcajada que bordeaba lo lascivo. Su comentario me irritó, tal vez porque había una parte de él que era cierta.

—Ya está bien de cháchara —dijo—. Vamos a escuchar la cinta. Vamos, las cervezas están abiertas; ponte cómodo. Voy a ponerla. Eres libre de darle al botón de pausa cuando quieras.

«Y luego fue mi boda. Tendrías que haber estado, Peter». Arnold contó la historia del cura incontinente y sus votos matrimoniales, y entonces procedió a enumerar la lista de ruidos que Peter le había grabado.

Pulsé el botón de pausa.

—¿Qué? ¿Los adivinó todos? —pregunté.

—Casi —dijo Peter—. El número dos no era una desbrozadora, sino un cortasetos. El cuarto era un coche de bomberos. Pero lo pillé en lo del autobús y lo del tren, y las demás. Y los agujeros en la gelatina eran un racimo de plátanos en mi licuadora eléctrica.

Apreté el botón de reproducción y Arnold volvió a tomar la palabra, descubriendo casas y cogiendo setas, y deambulando por un salón de banquetes subterráneo. Escuchamos la cinta íntegramente y luego nos quedamos sentados en silencio un momento, digiriendo todo lo que nos había contado.

—¿Y bien? —dijo Peter—. Un salón de banquetes subterráneo. Y voces subterráneas. Y casas abandonadas. ¿Qué te parece?

—Se ha inventado una buena historia —dije.

Peter se encogió de hombros.

—Pensaba que habías dicho que viste las casas abandonadas cuando estuviste allí.

—Eso es. Bueno, vi una. Pero la cantera… Eso nunca lo mencionó. De hecho no me contó mucho sobre la temporada que pasó en Francia. Recuerdo que volví a escuchar la cinta de la entrevista a la mañana siguiente y me di cuenta de lo poco que me había hablado sobre sí mismo.

Peter dio un trago a su cerveza y Philippa hizo chasquear la lengua.

—Oh, será todo una gran excusa para escaparse con esa chica, Lola —dijo—. Hombres, hombres, hombres —suspiró—. Y hombres de cuarenta, bah. Testículos, simple y llanamente.

—No estoy tan seguro —dije—. Por lo que me contó Peter, Arnold podría haberse fugado con cualquier mujer a lo largo de estos años. Pero nunca lo ha hecho. De modo que, ¿por qué iba a hacerlo ahora? Tiene que haber otra razón. ¿No?

—Precisamente —dijo Peter mirando a su mujer con gesto triunfal. Éramos dos contra una, y se alegraba de poder ampararse en los números—. Bien dicho.

—¿Y ese comedor subterráneo? —dijo ella con desprecio, como si eso demostrara algo.

—No tengo ni idea de por qué nos da la matraca con eso —le respondí—. Pero os puedo contar lo que descubrí el otro día.

—¿Sí?

Les expliqué que un compañero mío del periódico, Tim Burton, estaba escribiendo un libro sobre la revolución rusa. Le había preguntado a Tim sobre el asesinato del zar y si había oído hablar de Yakov Mikhailovich Yurovski, el hombre que, al parecer, había ordenado el asesinato del rey de Tuva.

—Yakov Yurovski. Ese nombre me suena, y mucho —fue su respuesta—. Me suena alto y claro. Yurovski fue el hombre que disparó al zar. Mató personalmente al zar Nicolás II. Le metió una bala en la cabeza. Puso un sangriento fin a la dinastía real rusa.

—¿Y por qué —le pregunté— iba a matar también al rey de una isla diminuta perdida en alguna parte de la Polinesia?

—Eso se me escapa. Pero Yurovski era miembro veterano de la checa, la policía secreta rusa. Un hombre importante. Respondía directamente ante Lenin. Tengo en casa un archivo entero con información sobre él. Si quieres, te lo traigo. Pero no hay nada sobre las islas del Pacífico. No tengo ni idea de dónde viene todo eso.

Les conté a Peter y a Philippa todo lo que Tim me había dicho. Ambos asintieron despacio mientras asimilaban la información.

—Ya veo —dijo Peter en un tono de voz que indicaba que se encontraba tan confundido como yo—. Pero ¿por qué el rey de Tuva? ¿Y por qué la conexión con Rusia?

—No tengo ni idea —contesté—. Pero ahora tenemos a Arnold dentro de una casa abandonada en medio de Borgoña. ¿Y qué encuentra?

—Un retrato de la familia Romanov —dijo Peter nervioso—. Una foto de la maldita realeza rusa.

—Sí —dije—. Una foto de la realeza rusa.

—Hay que joderse —dijo Peter.

—Tendríais que oíros —intervino Philippa haciendo caso omiso a su marido—. Es como si estuvierais buscando pistas donde no las hay. Todo es pura coincidencia. Yo tengo una foto de la reina en el servicio de arriba. Y tengo esa biografía nueva de ella en el servicio de abajo. Pero eso no significa que esté a punto de asesinarla.

—Hablando de la reina —dije interrumpiéndola—, ha dicho algo sobre que la había conocido. Me pregunto qué querrá decir con eso.

Peter levantó la mano, como para indicar que tenía algo que decir.

—Mientras tú investigabas a tu asesino ruso —dijo—, yo también estaba trabajando duro. Me largué a la biblioteca de Westminster y estuve consultando todos los boletines de la corte, miré las listas de todos los compromisos de la reina. Me tiré horas. Quería ver si había visitado Borgoña en la época en que Arnold estuvo viviendo allí. Y también quería comprobar si ella y el príncipe Felipe habían estado en algún lugar cercano a Tuva.

—¿Y?

—Nada de nada —dijo Peter—. Bueno, nada de nada de Tuva, por lo menos. La última vez que estuvieron en el Pacífico Sur fue en 1978. Y ni siquiera han estado en Australia recientemente. No en los últimos años.

—¿Y en Francia?

—Eso sí es concebible —dijo Peter—. La reina fue a Francia en al menos dos ocasiones el año pasado. Pero no hay constancia de que fuera al Morvan, y Arnold no menciona haber ido a París. Así que nos quedamos igual.

—Entonces, caballeros —interrumpió Philippa—, sugiero que lo dejemos por hoy. Se está haciendo tarde y estoy segura de que todos queremos estar frescos por la mañana. Potito necesita sus horas de sueño, ¿no es verdad mi pequeño Poticito? Tendremos a Flora por aquí en solo una semana. Esperemos que pueda venir. Pero mientras tanto…

Capté la indirecta y me levanté para marcharme. A la mañana siguiente me esperaba un día muy largo y ya eran casi las once.

—¿Me llamarás si recibes otro casete? —pregunté.

—Serás el primero en saberlo —dijo Peter.