Y luego fue mi boda. Tendrías que haber estado, Peter. Lola llevaba un vestido con grandes guirnaldas de flores de taramora. Le colgaban del cuello como mandarinas. Y yo llevaba mis pantalones cortos blancos y mis viejas gafas de sol de espejo.
Todo el mundo estaba invitado, por supuesto. Toda la población. Y, durante la ceremonia, todos cantaron que daba gusto, sobre todo cuando llegó el momento del himno de Tuva. Fue una extraña ceremonia antigua, una versión tuvana de la tradicional anglicana. El sacerdote era de Vanu (en Tuva no tenemos). Se llama reverendo Kenneth Taupu, un tipo peculiar, y estaba tan nervioso que tuvo que escaquearse dos veces a hacer pis durante la ceremonia. Y cuando llegamos a los votos…
—Arnold Trevellyan, aceptas a esta mujer…
—Sí, acepto.
—… en la salud y en la enfermedad…
—En la salud y en la enfermedad…
—… en la riqueza y en la pobreza…
—… en la riqueza y en la pobreza…
—… y prometes solemnemente…
—… y prometo solemnemente…
—… que nunca en esta vida…
—… que nunca en esta vida…
—… tomarás a más de nueve esposas…
—… tomaré a más de nueve esposas…
—… antes de llegar a la edad de cincuenta años…
—… antes de llegar a la edad…
¡Por Dios bendito! Eso fue lo que se me pasó por la cabeza. ¡Otras nueve esposas más! ¡Antes de cumplir los cincuenta! Ya me habían advertido de todo este asunto del matrimonio, que practicaban la poligamia desde hacía siglos, etcétera, etcétera. En todas las islas es lo mismo: Oloua, Tu’unoho, e incluso Tonga, aunque me dicen que allí están intentando aboliría. Pero, aun así… Cuando lo estás oyendo por boca del mismísimo sacerdote… Y por dentro piensas que en el transcurso de los próximos ocho años, bueno, estás legalmente autorizado —según la ley de Tuva— a casarte con otras nueve mujeres. Eso es una al año. O, para ser precisos, una cada diez meses y medio. Y eso en una isla en la que solo hay treinta y una mujeres.
—No tienes por qué casarte con nadie más —me explicó Lola esa misma tarde—. No es obligatorio. Y hay algunas mujeres que cuentan por dos, las grandes de verdad, como Gilbertine y Doris. Si te casaras con las dos, probablemente se consideraría como si tuvieras cinco esposas, si me incluyes a mí.
Yo pestañeé y me eché a reír mientras trataba de digerir todo aquello.
—Pero ¿no te importaría? —le pregunté.
—¿Importarme? —Parecía descolocada—. ¿Por qué demonios iba a importarme? Un hombre como tú necesita varias esposas. Eres un rey, no lo olvides. ¿Acaso no tuvo vuestro Enrique VIII un montón de esposas?
—Seis —dije—. Y mató a dos de ellas.
—Pues en Tuva no puedes hacer eso —dijo ella—. Tienes que cuidar de nosotras. «En la salud y en la enfermedad», ¿recuerdas? En Tuva nos tomamos los votos matrimoniales muy a pecho.
—Bueno, supongo que podría casarme con Doris —dije—, pero no estoy muy seguro de que pudiera tomarla. No me darían los brazos para rodearla entera.
Lola me miró con desaprobación por primera vez.
—Me da la impresión de que no te estás tomando esto demasiado en serio —dijo.
Así que ahí lo tienes, Peter. Si alguna vez quieres otra mujer —u otras ocho—, será mejor que te pases por aquí.
¿Y qué más quería contarte? Ah, sí; le has alegrado el día a todo el mundo con la cinta que me has mandado. Se la he puesto a los isleños una y otra vez, anoche y esta mañana, y no se cansan. Pero se te ha olvidado escribir lo que era cada ruido, así que he tenido que tantear. Pues venga, vamos allá: el primero es una segadora, una de esas de gasolina. Supongo que debe de ser tuya. La número dos suena como una desbrozadora, o un cortasetos; el tercero es un Routemaster, un autobús de dos pisos. Ese lo he reconocido a la primera. Es el favorito de Lola, le recuerda a las dos semanas que pasó una vez en Londres. Luego hay una ambulancia, ¿o es un camión de bomberos? Es la que más les gusta a los niños. Has iniciado toda una pasión por las sirenas: niinoo, niinoo, niinoo. Seguramente los oirás de fondo correteando por aquí.
¿Qué más? Ah, sí. Un tren, luego un metro, luego un avión y luego un barco. Después vienen las campanas del Big Ben: din don, din don. Esa les gusta a todos. Pero después de esa, Peter, me he perdido. Suena como si te hubieras pasado los siguientes veinte minutos taladrando un cuenco de gelatina.
Has dejado pasmado a todo el mundo. Ojalá vieras la cara que ponen. ¿Sabes?, aquí la mayoría de la gente apenas sale nunca de la isla, salvo para ir a pescar; y los que salen nunca pasan de Tonga. Sencillamente, no se creen que Inglaterra sea tan ruidosa.
—Esa clase de ruidos se podrían comer, señor —dijo Gilbertine—. Se podrían comer con una cuchara.
Y ella se los comería, Peter. Y también se comería a su madre, si se la sirvieran con boniatos y salsa de papaya.
Pero me estoy yendo por las ramas. Me salgo del camino. Te estaba contando todo lo de Borgoña. Hablándote sobre la casa. Sobre la luz de una linterna fuera. Sí, allí estábamos, sentados delante de un fuego bien vivo (¡parece que han pasado siglos!), con la puerta cerrada con llave y el cerrojo echado, y alguien merodeando por nuestro jardín.
Flora, por supuesto, no sabía nada. No le conté que había visto la luz. No quería asustarla sin necesidad. Y, por lo que se ve, habría sido del todo inútil, porque la noche pasó plácidamente. El haz de la linterna no volvió a aparecer y fuera no se oía ni un ruido, excepto el lamento del viento en los árboles, quejándose y chirriando como si estuviera agotado por el esfuerzo de ir abriéndose camino por en medio del bosque.
Nos despertó la luz brillante del sol que se colaba a raudales a través de las ventanas: era uno de esos gloriosos días de otoño que te hacen alegrarte de estar vivo. Recuerdo que abrí la ventana y asomé la nariz al frío. El aire olía tan fresco como él solo: afilado, limpio, resinoso, como si lo hubieran pulido con una de esas lociones de cera de abeja que utilizábamos en Baddington’s. Sonreí con la luz del sol en la cara, convenciéndome a mí mismo de que todo el episodio de la noche anterior había sido fruto de mi imaginación.
Bajé a calentar un poco de agua y dejé a Flora en la cama. Todavía no habíamos hecho una compra grande, de manera que solo teníamos lo que nos habíamos llevado: café, té, mantequilla… cosas así. Mientras el agua se calentaba en el hervidor, me puse las botas de cualquier manera y salí al jardín. Hacía más frío de lo que esperaba, no deseaba estar fuera mucho rato. Pero iba a comprobar una cosa. Quería quedarme tranquilo. Crucé los límites del jardín, el punto en el que terminaba la hierba y empezaba el bosque. Y examiné el terreno a conciencia. No me costó mucho encontrarlas. Allí, impresas en el barro despachurrado, había huellas.
Me incliné para examinarlas más detenidamente. No me cabía ninguna duda, Peter, de que aquellas huellas no tenían más que unas horas. No eran mías. Y no eran de Flora. En efecto, alguien había estado rondando por allí la noche anterior. Alguien había estado observándonos, vigilándonos. Y en ese preciso instante, allí, en pijama, mirando las huellas, supe, simplemente supe, que alguien estaba analizando cada uno de nuestros movimientos.
Y entonces, sin previo aviso, oí un chillido que venía de dentro de la casa. Por un segundo se me heló el corazón. Me quedé paralizado. Y entonces me di cuenta de que era el agua en el hervidor.
—Arnold…, Arnold. —Flora me estaba llamando desde arriba—. El hervidor…
Entré, preparé té y trepé de nuevo a la cama.
Empezamos a adentrarnos en una rutina sin pararnos a pensarlo. Sí, vimos que nuestras vidas adquirían un nuevo ritmo. Y supongo que eso es a lo que estaba acostumbrado. Levantarme. Desayuno. Autobús al trabajo. Rutina. No me parece una mala cosa. Tic tac. Así es como uno mantiene el rumbo. Y aunque en el Morvan la vida no era igual a como era en Clapham, no dejaba de ser bastante agradable. Yo preparaba té y nos lo tomábamos en la cama, y a menudo nos daban las nueve y media para cuando nos sentábamos a desayunar.
Pero al cabo de unas semanas…, bueno, fue entonces cuando empezaron a suceder cosas bien curiosas. Todo empezó a ponerse raro. Y no sería una exageración afirmar que las cosas que sucedieron fueron la causa original de todos los problemas entre Flora y yo.
Era martes —lo recuerdo como si fuera ayer—, y la mañana empezó de la siguiente manera: nos vestimos, nos tomamos un café y hablamos sobre nuestros planes de explorar la zona que quedaba al este de la casa. Todavía no habíamos explorado en esa dirección, al menos no muy lejos, y yo quería estudiar la vegetación y el monte bajo.
—Botas, impermeable y navaja —leí de nuestra lista mientras Flora cogía su cesta.
—Y llaves —dijo ella—. Tenemos que seguir cerrando con llave, aunque no haya nadie por aquí.
—Tengo las llaves —respondí—. Venga, vamos.
Flora se quedó atrás un momento.
—Eh, Marshal Veuilly —dijo—. Esta mañana estás especialmente guapo. ¿Qué hay de un beso para madame de Sévignac?
La besé, un gran beso en los labios, y luego cerré la puerta con doble vuelta. Y entonces di un paso atrás para contemplar la casa, como hacía cada mañana. Aquel lugar era una auténtica rareza, Peter. Era pequeña, poco más que una cabaña, y tenía unos amplios techos de piedra. Habían sido diseñados para que parecieran cortinas de lienzo, o eso nos dijeron, y el caso es que, curiosamente, funcionaba. Parecía que se combaran por el centro. Hasta goteaban, igual que un lienzo. La casa era increíblemente húmeda; había una gran erupción de moho en la esquina del comedor. La mayoría de los desagües y cañerías estaban atascados cuando llegamos allí y, en los días de lluvia —y llovía todo el rato—, el agua se colaba a mares por debajo de la puerta trasera. Los dueños del palacio ya nos habían contado que hacía décadas que nadie vivía allí, y no lo pongo en duda. El cableado era tan peligroso que dejamos de utilizar la electricidad y nos valíamos de un par de viejas lámparas de parafina. Hacían que pareciera que estábamos viviendo una aventura.
Había un sendero que se alejaba de la casa en dos direcciones. Un ramal conducía a Creux, la aldea más cercana (digo la más cercana, pero estaba a más de veinticinco kilómetros, o así). El otro parecía seguir en dirección este, adentrándose en el bosque. Era poco más que un camino de herradura, estaba claro que hacía muchos años que no veía un vehículo, pero en su día debió de hacer las veces de carretera, porque encontramos varios mojones clavados sobre montículos de tierra. Seguimos andando y andando, y después de avanzar durante unos veinte minutos, nos tropezamos inesperadamente con otra casa.
—Pero ¿qué tenemos aquí? —le dije a Flora.
—Desde luego no son vecinos —dijo Flora—, eso seguro.
La casa se encontraba en un estado lamentable. Parte del tejado se había venido abajo y todas las ventanas habían reventado hacía tiempo. Le di una patada a la puerta principal y cedió instantáneamente. Cayó al suelo del recibidor y se partió en dos.
—Eh, musculitos —dijo Flora riéndose—. No desperdicies tus fuerzas pateando puertas.
Entré por encima de la puerta con cuidado, pasé de puntillas por el pasillo. A la derecha, una puerta conducía al salón principal, que aún mostraba restos de una alfombra. La segunda puerta daba a una cocina con el suelo embaldosado y los fogones oxidados.
—¿Arnold? —Era Flora desde fuera.
—Sí. Sí…, no te preocupes, que aún estoy vivo. Ahora salgo.
Retrocedí sobre mis pasos por el pasillo asomando otra vez la cabeza en la primera estancia antes de entrar para echar un vistazo más de cerca. Había un fuerte olor a humedad y tuve que andarme con tiento para avanzar por los listones del suelo, ya que muchos tenían manchas negras que delataban la podredumbre. Solo cuando me di la vuelta para regresar a la puerta reparé en una antigua fotografía que colgaba torcida de la pared. Estaba descolorida y el cristal, borroso por el moho, pero no había duda de quién aparecía en la imagen.
Son los Romanov, me dije. El zar de Rusia, la zarina y el resto de la familia. Posaban juntos en el solemne jardín de un palacio, y miraban directamente a la cámara. Intenté secar el cristal con la manga, pero al hacerlo la esquina del marco se partió y se me cayó todo al suelo.
—Arnold.
—Voy, voy.
Volví a salir al pasillo, meditando acerca de quién podía haber vivido allí y por qué tenían una fotografía de los Romanov en casa.
—En Francia eran muy conocidos —dijo Flora a modo de explicación—. Piensa en todos los rusos que vinieron aquí después de la revolución. Fueron miles.
Tenía razón, por supuesto, y en ese momento no le di muchas más vueltas al tema. En efecto, pasarían unos días antes de que descubriera toda la importancia de que esa foto estuviera allí.
Seguimos adelante por el camino, que se había convertido en poco más que un laberinto de zarzas, hasta que se abrió en un pequeño claro. Y allí encontramos otras dos casas abandonadas.
—¿Por qué está todo entablado? —preguntó Flora—. Es tan triste. Hasta la última casa que hay en la zona está abandonada y en ruinas. Es como si todo el mundo se hubiera largado sin más hace treinta o cuarenta años.
—Es un poco raro —dije yo—, pero supongo que así es la Francia rural. Nadie quiere casas viejas. No les gustan las cosas antiguas. No les ven la parte romántica.
—¡Pero son tan románticas! Podrían convertirse en hogares fabulosos.
—Seguro —convine—. Pero ¿cómo ibas a ganarte la vida, atrapado aquí, en medio de la nada?
Supuse que ese era el motivo por el cual las habían abandonado. Hoy, cuando pienso en ello, con la perspectiva que da el tiempo, solo puedo sonreír al ver lo ingenuo que fui. Pero en ese momento tenía sentido. Ya nos habían dicho que la del Morvan era una de las zonas más pobres de Francia. Los puestos de trabajo eran pocos y había que recorrer grandes distancias. El presidente Mitterrand había tratado de crear empleo, había dado sus primeros pasos en política en el Morvan, pero resultó ser una total pérdida de dinero.
—Pues no entiendo por qué no las ha comprado algún parisino rico —dijo Flora—. Si estuvieran en Inglaterra, se habrían vendido hace tiempo.
Echamos un vistazo a las dos casas. A grandes rasgos, se hallaban en las mismas condiciones que la primera. Flora quiso comprar las tres en el acto, hasta que le recordé lo que costaría restaurarlas.
—Bueno, ¿no podríamos comprar la que tenemos alquilada? —preguntó—. Deberíamos camelarnos a monsieur de la Regnier en su palacio. Estoy segura de que nos la vendería.
—Estoy seguro de que no lo haría —dije. (Aunque comprarme una casa allí, Peter, era lo último que se me pasaba por la cabeza). Añadí—: Ya veremos qué pasa. A lo mejor nos aburrimos. A lo mejor nos entran ganas de marcharnos.
Seguimos penetrando en el bosque, nos pusimos a buscar setas. Habíamos quedado en que Flora cogería las comestibles, las setas de calabaza y las de cardo, mientras que yo me limitaría a las amanitas venenosas.
Flora obtuvo el primer triunfo. Una larga hilera de lenguas de vaca y una buena colección de rúsulas de pie violeta. Me temía que hiciera demasiado frío para las amanitas, la temperatura había descendido hasta unos cuatro grados durante la noche, y eso, como bien sabes, viene a ser el límite para las setas. Y con el verano húmedo y el otoño seco…, bueno, era un desastre para la oronja verde y la yema de huevo. En el mismo bosque, los árboles y los arbustos parecían haber proporcionado un manto aislante, pues había una cantidad asombrosa de brotes de hongos, aunque nada de gran interés. Los troncos muertos estaban cubiertos de yesquero quemado, esquizófilo común y estéreo peludo, y encontré más de dos docenas de yesquero multicolor.
Y entonces, ¡bingo!, encontré lo que andaba buscando. Agrupadas debajo de un pequeño pinar, había una oronja verde solitaria, una hija de puta preciosa a la que las babosas todavía no le habían hincado el diente. Y vi que estaba rodeada por un pequeño anillo de cardos; cardos marianos, para ser exactos. Hojas puntiagudas, gordas cabezas violetas… ¿Sabes cuál te digo? Y me dio que pensar, mi mente se puso a maquinar. Esa humilde planta en aquella mañana fría fue el génesis de mi gran idea…
Era fácil perder el rumbo en aquel bosque, Peter. No se parecía a ningún otro bosque que yo haya explorado. No sé por qué, todavía no me lo explico, pero mi sentido natural de la orientación se estaba torciendo. Ya sabes que normalmente me oriento muy bien. Sé distinguir si voy hacia el norte o hacia el sur; puedo adivinar dónde estoy por la posición del sol. Pero allí…, bueno, era raro. Era como si el bosque nos estuviera gastando una broma. Como si las zarzas y los escaramujos estuvieran riéndose de nosotros, burlándose, mientras tropezábamos y dábamos tumbos, perdiendo las referencias. Tenía que estar todo el rato tomando nota mentalmente de árboles concretos, o rocas, o troncos caídos, para poder encontrar el camino de vuelta al sendero. Y aun así mi brújula mental no funcionaba. En un momento dado, el sol parecía estar al noreste, y unos minutos más tarde habría jurado que se había vuelto hacia el sur. El abeto que tenía a mi izquierda hacía solo unos instantes reaparecía ahora a mi derecha. Incluso el sendero parecía tener otra posición distinta a la que tenía antes.
—No esperes que sea yo la que nos saque de aquí —dijo Flora—. Cuento con tu sexto sentido.
Y se echó a reír.
Continuamos nuestra búsqueda abriéndonos paso entre la maleza y con la mirada clavada en el suelo. Ya sabes cómo es ir buscando setas. Tu horizonte está debajo de ti, a un metro de tus ojos, y casi nunca levantas la vista. Hay una cuerda invisible que te obliga a mirar para abajo, que te ancla los ojos a la alfombra de hiedra y en cierto modo te altera la visión.
Debíamos de llevar buena parte de la última media hora buscando de esa guisa, pisando cuidadosamente entre los helechos. Cuando por fin levanté la vista, cuando erguí la espalda, no vi a Flora por ninguna parte. Miré alrededor, asomándome entre los árboles en busca de su capa de agua amarilla. Me paré. Escuché. No había ni un ruido. El bosque estaba inquietantemente silencioso. Silencioso como un cubo vacío.
—¡Flora! —Grité su nombre—. ¡Flora!
—Flora. Flora. Flora. Flora. Flora. —Resonó entre los árboles y regresó para burlarse de mí.
Lo intenté de nuevo, solo que esta vez grité mucho más fuerte. Flooooooooooora. Oí un crujido por encima de mi cabeza, un violento batir de alas, mientras un pájaro aterrado se afanaba por atravesar la cubierta de hojas.
De pronto me di cuenta de que me había perdido. Había estado mirando al suelo, sin ver por dónde iba, y ahora estaba completamente desorientado. Y por primera vez en mi vida, sufrí un pequeño ataque de pánico. Estaba perdido de verdad. Y Flora también, supuse.
Cálmate, cálmate, cálmate. No es momento de perder los papales.
Miré a mi izquierda, a unos doscientos metros entre los árboles, donde caía un rayo de sol. Era un claro en el bosque, uno grande, y me sorprendió no haberlo advertido antes. Avancé abriéndome paso entre los helechos gritando el nombre de Flora varias veces más.
—¡Flora! ¡Flora! —Esta vez grité con todas mis fuerzas, pero no hubo respuesta. Solo un silencio terrible, un sol templado y las largas briznas de hierba meciéndose con la brisa como metrónomos borrachos.
No recuerdo si algo me llamó la atención o si oí un ruido. Pero, fuera lo que fuera, me hizo mirar al lado más alejado del claro, donde había un saliente de roca achaparrado. Parecía salir de una oquedad del suelo, y también parecía tener una abertura, como la entrada a una cueva. Me acerqué allí y vi que, en efecto, se trataba de eso mismo. El claro se hundía en una cuenca natural, y dentro de esa cuenca había un risco de piedra caliza que se erigía en una serie de torres y pináculos en forma de dientes. Entorné los ojos, nublando deliberadamente la imagen que tenía delante. Y la imaginación hizo el resto. Las formas borrosas se metamorfosearon en un palacio de fantasía, con bastiones y baluartes, y murallas almenadas. Lo único que le faltaba era un blasón grabado en la piedra, algunos banderines y una o dos justas medievales.
Del portal de piedra caliza goteaba agua, aunque llevaba días sin llover, y se había formado un hondo charco en la entrada. Inmediatamente me di cuenta de que en su día aquello había sido una cantera. Había un letrero grande escrito en rojo: «Propieté privée: défense d’entrer». A eso no le hice caso; siempre he sido de los que lo cuestionan todo. Y aquel sitio era de lo más peculiar. Incluso antes de entrar, pude comprobar que las paredes rocosas del interior mostraban las huellas de enormes formas geométricas. Habían excavado pedazos rectangulares de roca, dejando un espacio hueco que parecía el negativo vacío de una especie de escultura cubista.
Avancé despacio por el camino, el barro estaba tan pegajoso que parecía grasa, y entré por la boca de la cantera. La entrada era amplia, tal vez tres metros de ancho por treinta de alto, y el suelo se inclinó en una fuerte pendiente una vez dentro. Aquella primera habitación, si se la puede llamar así, era como el nártex de una basílica románica, un espacio cuadrado gigantesco que había sido excavado en la propia roca maciza.
No estaba completamente cerrado, pero tampoco estaba a oscuras del todo. En algunos sitios había fragmentos de techo que se habían desplomado, permitiendo que algunos rayos de luz entraran desde arriba, igual que los puntos de luz en el escenario de un teatro. Y en los lugares en los que caía la luz habían brotado matas de cardos marianos, idénticos a los del bosque.
Vaya, esto es todo un descubrimiento, me dije a mí mismo. Es para contárselo a Flora. Había olvidado por completo el hecho de que me había perdido. Hasta me había olvidado de que Flora estaba sola en el bosque. Solo podía concentrarme en mi hallazgo.
La primera habitación daba paso a diversas estancias, y cada una de ellas parecía estar a una escala más grande que la anterior. El rugoso techo de roca, quince metros por encima de mi cabeza, se sostenía gracias a unas columnas descomunales que los canteros habían dejado in situ para mantener apuntalado todo el espacio. Sin embargo, en muchos puntos el techo se había derrumbado, la gravedad o las raíces de los árboles habían causado los mayores estragos, lo cual me permitió abrirme camino en la penumbra con facilidad.
Me preguntaba cuánto tiempo haría que no había visto actividad humana, cuándo fue la última vez que los canteros del Morvan habían extraído roca de allí. Debió de ser al menos cien años antes, si no más, pues los bordes de piedra seccionados, los planos erosionados y los ángulos dentados estaban suaves como la piel de un bebé.
Seguí profundizando en la cantera, poniendo atención para recordar bien el camino. Me preocupaba mucho perderme. Dejé una flecha de piedras en el suelo de cada estancia, como Hansel y Gretel. Ya me había adentrado unos cien metros en la penumbra, y no había signos de llegar al final de la cantera.
La siguiente sala estaba considerablemente más iluminada, porque una esquina entera del techo se había venido abajo. Y allí, en medio de un gran montón de tierra negra como el carbón, había otra mata de cardos marianos. Recuerdo que pensé. Arnold Trevellyan, eres un cabrón con suerte. Porque se me pasó por la cabeza que, si esos cardos crecían allí, no había motivo para pensar que no pudieran brotar también las amanitas. Tal vez, sí, tal vez hasta podría cultivar oronjas verdes y matamoscas. Quizá pudiera cultivar yemas de huevo, Peter. Eso fue lo que pensé. Verás, ese lugar, con sus condiciones de humedad casi constantes, era como un laboratorio semisubterráneo. Lo único que faltaba era mi poción mágica.
Me agaché para examinar la tierra. Y mientras lo hacía, bueno, juro por Dios que oí voces. Estaban muy lejos, y eran poco más que un eco en la distancia. Pero sí, ahí estaban de nuevo. Un bla, bla, bla de voces.
¡Por Dios bendito! Eso fue lo que me dije. ¡Por Dios bendito! Mi primer pensamiento fue que me habían seguido, que alguien me había seguido los pasos hasta la cantera. Sentí que el corazón me hacía bum, bum, bum, bum a toda velocidad. Pero, claro: no. No era la voz de alguien que no quisiera ser descubierto. El ruido que oí, y lo oí con bastante nitidez, sonaba más a cháchara. Era como si quienquiera que hubiera allá abajo —dentro mismo de la cantera— estuviera manteniendo una conversación de sobremesa.
Bum, bum, bum, bum.
Lo siguiente que pensé fue que debía de ser una visita guiada, un grupo de gente que habían traído para rastrear las antiguas canteras. Pero no sonaba a visita guiada. No se oía la voz del guía del grupo. Ni el arrastrar de pies. Distinguía voces que hablaban alto y voces que hablaban bajo, voces de hombre y voces de mujer. No pude discernir lo que decían, sonaba demasiado embarullado. Ni siquiera pude determinar la lengua en la que hablaban.
Sigue las voces, Arnold. Eso era lo que me rondaba por la cabeza.
Crucé una, dos, tal vez tres estancias más. Y seguía oyendo las voces, a veces más fuerte, otras veces más suave. Y parecía que nunca se acercaban. ¿Me estaría engañando el oído? ¿O era la cantera la que me estaba jugando una mala pasada?
Entré en otra sala más, la novena o la décima. Y allí, me paré, percibí algo curioso. El suelo ya no estaba salpicado de fragmentos de roca caídos y cascotes rotos. Habían barrido el suelo, recientemente, y estaba limpio de escombros. Las piedras y las rocas que habían caído estaban cuidadosamente apiladas en un rincón.
Y entonces tuve la sensación de que todo sucedía muy rápido. Verás, inmediatamente empecé a notar que algo, Peter, no estaba del todo en su sitio. A pesar de estar a media luz, vi con claridad que el muro que tenía delante era falso. No era roca. Estaba hecho de madera y lo habían pintado para que pareciera roca. Un trampantojo. Y había una puerta en la pared, y cuando me apoyé contra ella —la empujé—, se abrió de pronto. Y a continuación había un pasillo corto y estrecho, con solo un pelo de luz que provenía de la sala que había al otro lado.
Recorrí el pasillo, tuve que andar a tientas, y al final me encontré en un recibidor excavado en la roca. Y fue entonces cuando me llevé la sorpresa más grande de todas. Y es que allí, en el rincón más alejado, había una puerta doble muy alta, toda de caoba y barnizada. Y tenía manijas pulidas de latón y una llave en la cerradura. Parecía salida de alguna condenada casa de campo.
Y, claro, uno no se topa con una puerta en una cantera subterránea para no pararse a abrirla, ¿no te parece? Así que alargo la mano y cojo la manija con toda firmeza, y aprieto delicadamente hacia abajo. Y casi sin darme cuenta, clic, la puerta se abre una rendija.
Y es eso, Peter, lo que resultó tan raro. Verás, fue como si me lo estuviera esperando. Fue casi como si supiera lo que me iba a encontrar detrás de esa puerta. No es que no tragara saliva, ni nada. Claro que lo hice. Tragué saliva como si fuera un maldito pez en una pecera. Imagínate: nada más abrir la puerta, caramba, me sorprendo asomado a un salón de baile. Sí, has oído bien. Un salón de baile jodidamente grande. Veinte metros de largo. Nueve metros de ancho. Y en los niveles superiores había esa especie de pegotes moldeados de estuco que parecían crema de vainilla blanca. Grandes grumos de crema de vainilla blanca.
Y eso es solo en principio. Tres arañas lagrimeando gotitas y chucherías. Y por encima…, pero, espera. Deja que me interrumpa un momento. Ya te veo negando con la cabeza. Estás haciendo muecas raras. Estás mirando a Philippa. ¿A que sí? Pues bueno, Peter, te juro por Dios y por lo más sagrado que estaba contemplando una habitación que podía haber salido de Versalles o del Pabellón Real de Brighton, o de cualquier otro palacio o casa solariega que se te ocurra. Sin embargo, ahí me ves, plantado en medio de una húmeda y rezumante cantera subterránea de Borgoña.
Había tapices colgados en la pared del fondo. Campesinos de mirada suspicaz, y faunos, y sátiros, todos ellos dándose el gusto. Una pieza magnífica de libertinaje desbocado. Flamenco. Siglo XVIII. Y en el centro de la sala, de un extremo a otro, estaba aquella larga mesa de comedor. Se podría haber sentado a doscientas personas alrededor de aquella mesa. Y había vasos de porcelana y fuentes de fayenza, y cuencos de cerámica de Delft, y jarrones de mayólica. En Baddington’s podría haber sacado una fortuna por todo ello. Tenedores, cuchillos y cucharas de plata. Seis copas y seis bandejas por cada juego. Y en el centro, en el punto focal, estaba aquel magnífico centro de mesa de plata Luis XIV desbordado de tulipanes, rosas y geranios. Y recuerdo que pensé: Qué raro. Ninguna de esas plantas florece en esta época del año.
Es extraño el modo en que reaccionamos en momentos así. De haber tenido tiempo para procesarlo todo mentalmente, para pensar en ello con lógica, supongo que habría entrado en la sala, fisgoneado un rato, investigado un poco más a fondo. Pero te digo una cosa, Peter: se reacciona de forma extraña cuando te encuentras en situaciones extrañas. Y yo no soy distinto a cualquier otra persona. De pronto me entró pánico. Sí, me quedé helado, paralizado por el miedo. Me había tropezado con algo que se suponía que no tenía que ver. Estaba claro que aquello tenía que ser un secreto. De manera que cerré la puerta del salón y regresé por el pasillo, rápido, rápido, rápido, retrocediendo sobre mis pasos, cruzando las demás salas de la cantera. Y después de tropezar, y trastabillarme y equivocarme de camino varias veces, de repente volvía a estar en la entrada, donde, para mi inmenso alivio, encontré el mismo charco embarrado y el mismo sol otoñal, y todo había vuelto más o menos a la normalidad. Y pensé: Tengo que encontrar a Flora.