1

Peter Rushton me contó muchas cosas sobre Arnold, sobre su trabajo, su vida familiar y su matrimonio con Flora. Ella era cinco años más joven que su marido y, según las palabras de Peter, era «como un cartucho de dinamita». Discutían con bastante frecuencia, eso fue lo que dijo Peter, aunque no dudaba de que estuvieran muy enamorados.

—Casi como si fueran novios. Compartían secretitos. Lo compartían todo.

Pero cuando se pelearon —bang, bum, zas—, el cielo se desplomó sobre sus cabezas. Fue la tercera guerra mundial, con todo un intercambio de armas nucleares. Peter no culpaba a Flora de sus disputas. Arnold, dijo, podía ponerse verdaderamente imposible. Inflexible. Llevaba las cosas al límite.

Le pregunté más cosas acerca de los motivos de sus riñas.

—Bueno —dijo Peter—, ella pensaba que el problema era el trabajo de él. Quería largarse. Cambiar. Llevarse a Arnold. Y quería hijos. Sí, lo que Flora quería en realidad, lo que quería desesperadamente, era una familia. Les ocurre a todas las mujeres. Pero Arnold…

Se detuvo un instante, como reflexionando sobre todo lo que había sucedido. Y entonces se inclinó hacia delante, hacia mí, como si quisiera confesarme algo solo a mí.

—Para todo el mundo fue un auténtico golpe saber que el divorcio era inminente —dijo—. Y cuando se enteraron del motivo de su ruptura, bueno, la reacción fue de rotunda incredulidad.

Y con razón. No solo iba a casarse Arnold con una reina —una auténtica reina de carne y hueso—, sino que se rumoreaba que era muy atractiva, y mucho más joven que él. Peter me contó que, a pesar de que Arnold siempre estaba pendiente de las mujeres —«era como si estuviera necesitado de atención»—, se había mantenido fiel a Flora al ciento cincuenta por ciento desde el día de su boda.

—Ella era su mujer, su amante y su amiga —dijo—. Él la adoraba a ella, y ella, a él. A decir verdad, Arnold idolatraba a Flora a su extraña manera.

Peter también me contó que en su club de buscadores de setas todo el mundo había «alucinado» con la noticia. Pero añadió que había algo en este asunto que no lo había pillado del todo por sorpresa. Arnold tenía un lado…, digamos, un poco raro. Esas fueron sus palabras. «Un poco raro». Lo conocía desde hacía más de treinta y seis años; sin embargo, había una parte de él que desconocía por completo. Ciertas cosas no cuadraban.

Peter creía que podía ser una «cuestión de atención». A Arnold, dijo, le gustaba acaparar la atención. Por eso disfrutaba tanto dando conferencias y charlas.

—Podía hablar sin parar sobre cualquier tema que le sacaras. Sillas estilo Regencia. Las amantes del rey Carlos II. Y, por supuesto, setas.

»La última charla que dio sobre setas se celebró en la Real Sociedad Geográfica. Estaba llena. A rebosar. Y casi todo eran mujeres. Cientos de mujeres sentadas en el borde de sus sillas. Cientos de mujeres con la lengua fuera. Las tenía embobadas. Y entonces se puso a hablar de las propiedades afrodisíacas del robusto basidiomiceto; bueno, casi se podía oír el bullicio de las hormonas.

—Pero ¿a Flora no le molestaba? —pregunté yo—. No me imagino que muchas esposas acepten de buen grado que cientos de mujeres se coman con los ojos a sus maridos.

—Bueno, ella estaba acostumbrada —dijo Peter—. Y sabía que Arnold nunca le sería infiel. Confiaba en él total e incondicionalmente. A pesar de lo impredecible que era.

Le pregunté qué quería decir con eso.

—Arnold no hace las cosas del mismo modo que el resto de la gente —dijo Peter haciendo repicar los dedos sobre la mesa—. De eso nada. ¿Cómo explicarlo…? Quizá… Sí, déjeme que le hable del comedor comunitario. ¿Conoce el comedor para pobres de Bayswater?

Aquello me sonaba vagamente.

—Era para gente sin hogar. Un sitio donde podían comer comida caliente. Una vez al día, cada noche.

—¿Y qué tiene que ver con Arnold?

—Él lo montó. Fue idea suya. Y… —Peter se echó a reír—. Siempre servían sopa de champiñones. Todos los días. Una puñetera sopa de champiñones.

—¿Por qué?

—Ah, ahí es donde entra en juego Arnold. Decía que las setas eran gratis para todo el mundo. Una comida democrática. Aparecían por todas partes, incluso en pleno centro de Londres. Hyde Park. Saint. James Park. Wimbledon Common. Las encontrabas por todas partes, solo con buscarlas.

—¿Es eso cierto?

—Sí, sí —dijo Peter—. Supongo que sí. Y entonces, un día, aparece en Taplow Bottom con un autobús lleno de gente sin hogar. Cuarenta y dos. Había alquilado un autocar y se los había llevado hasta allí. Y se va con ellos al bosque. Y les enseña todo lo que tiene que ver con las setas y cómo buscarlas e identificarlas.

»A Philippa no le hizo ni pizca de gracia, claro. No le sentó nada bien encontrarse a cuarenta y dos vagabundos apestosos rondando por nuestra casa aquella tarde. La verdad es que estaba furiosa. Se pasó los dos días siguientes desinfectando las sillas y las alfombras, por si los vagabundos eran portadores de alguna enfermedad contagiosa. Por supuesto, a esas alturas Arnold ya se había llevado a sus vagabundos de vuelta a Londres y les había dicho que se buscaran sus propias setas. “Salid a buscar vuestra propia comida, malditos vagos de mierda”. Eso fue lo que les dijo.

—¿Y lo hicieron?

—Eso es lo más increíble —dijo Peter—. La mayoría de ellos lo hicieron. El ochenta por ciento. Arnold les cayó bien. Lo admiraban. De alguna forma, y nunca he entendido muy bien cómo, consiguió hablarles en su propio idioma. Y al día siguiente por la tarde me llamó, como unas castañuelas de contento, y me dijo que habían encontrado más de trece kilos de setas.

—¿Y qué hay del veinte por ciento que no salió a buscar?

—Los mandó a hacer puñetas —dijo Peter con una carcajada—. Directamente. No le interesaban los holgazanes. Y se negó a darles más sopa.

La conversación de más arriba tuvo lugar en el Red Lion, un pequeño pub del común de Taplow Bottom. Yo estaba intrigado por lo que Peter me había contado: solo consiguió acrecentar mi curiosidad respecto a Arnold.

Cuando nos terminamos las cervezas, Peter me propuso que volviéramos a su casa porque tenía algo que creía que podría interesarme. Resultó que Arnold le había enviado recientemente la primera de la que sería una serie de casetes sobre su nueva vida en Tuva. Peter quería que la escuchara porque tenía la vaga sensación —una sensación que no lograba precisar— de que su amigo podía estar metido en algún lío.

Se oyó el chasquido del botón de reproducción, un zumbido momentáneo. Y entonces la voz de Arnold cobró vida: «Claro que te echo de menos. Y echo de menos a Philippa. Pero, por otra parte, estoy junto a la ventana…». Sonaba tan cercano, y su voz tan familiar, que era como si estuviera en aquella misma habitación. Sus obligaciones reales en Tuva no lo habían cambiado en lo más mínimo. Estaba claro que era el mismo. El mismo Arnold que conocí en Borgoña.

Escuchamos la segunda parte de la cinta sobre Francia, la parte en la que Arnold hablaba de su llegada al Morvan.

—Cuando fui a entrevistarlo, en ningún momento mencionó nada sobre que hubiera alguien fuera —le dije a Peter.

—No —dijo él—. A mí tampoco me lo mencionó. Es típico de Arnold: solo consigues que te cuente la mitad del asunto.

Era, efectivamente, típico de Arnold. Solo había pasado unas horas en su compañía, pero me bastaron para familiarizarme con su discurso prolijo. No obstante, eso… era extraño. ¿Era verdad? ¿Realmente había alguien fisgoneando por los alrededores de su casa?

—Ni idea —dijo Peter—. No dice nada más.

—¿Y qué es toda esa historia de Warlock?

Peter se encogió de hombros.

—No me suena de nada —dijo.

Escuchamos la cinta una segunda vez y nos concentramos en los fragmentos sobre Tuva.

—Nunca había oído hablar de ese lugar —le dije a Peter.

—No, tengo que confesar que yo tampoco. No está en este atlas. —Señaló el The Times Atlas of the World—. Pero, claro, tampoco aparecen la mitad de las demás islas del Pacífico. Ni siquiera parece que hayan puesto a Tonga por si acaso.

Peter dijo que tenía intención de visitar la biblioteca de la Universidad de Londres, la de Senate House, para fotocopiar las páginas que Arnold había solicitado.

Me dijo que podía ir con él, si lo deseaba. De hecho lo hice, pues estaba intrigado, y quedamos en vernos a la hora de comer del miércoles siguiente.

—Hasta el miércoles, pues —le dije mientras me volvía para salir.

—Hasta el miércoles —respondió Peter.

El miércoles fue un día gris, húmedo y triste: había estado lloviendo toda la noche. Pensé en Arnold, a miles de kilómetros, en Tuva. Él se había quejado del calor y la humedad de su isla, pero a mí no me hubiera importado cambiar el cielo de Londres por un poco de sol tropical.

Peter me estaba esperando en la entrada de Senate House.

—Otra cinta —me dijo—. Ha llegado esta mañana. Philippa me ha llamado a la oficina para decírmelo. Todavía no he tenido tiempo de oírla. La escucharé esta noche. Si le apetece venir…

Nada me habría apetecido más, pero me era imposible. Había quedado con Kate, mi novia medio formal, para lo que tenía toda la pinta de ser la última de una serie de tibias tardes, cada día más frías, en mutua compañía. Ambos habíamos acabado por darnos cuenta de que aquel asunto no nos llevaba a ninguna parte.

Peter y yo nos registramos en la biblioteca, una mera formalidad, pagamos la cuota de un día y entonces nos dirigimos a la sexta planta, donde, según nos habían dicho, encontraríamos la sección de Oceania. Allí estaba: Esporas de hongos del archipiélago de Tuva, de Ernest Arthur Warlock. Era un libro corto, poco más que un panfleto, con menos de dos docenas de páginas. Dentro, en la página de créditos, había un subtítulo: Con una breve consideración sobre el reciente asesinato del último rey de Tuva.

Se lo indiqué a Peter.

—Me preguntó cuándo fue eso. El asesinato, quiero decir.

—Bueno, 1919, más o menos —dijo—. Mire, es la fecha en la que se publicó esto.

En las primeras páginas se relataba que el buque de Warlock, el Challenger, había atracado en Tuva en octubre de 1918, anclando en las profundas aguas que había entre Tuva y Wei-Kitu. Era evidente que Warlock había quedado cautivado por la belleza natural del archipiélago de Tuva, puesto que había dejado escrita una colorista descripción de su llegada.

Al penetrar en la bahía de Tuva, un muro de verde vegetación parecía elevarse del agua como el telón aterciopelado del Royal Court Theatre. Los peces voladores ejecutaban su danza de cortejo en las aguas de mercurio de la laguna y, en el cielo que las cubría, un par de rabijuncos de copete blanco planeaban sobre las aguas termales. Era la mismísima visión del paraíso.

—A eso lo llamo yo prosa florida —dijo Peter.

El motivo inicial por el cual Warlock había ido a Tuva era estudiar al escarabajo tigre, aunque también era experto en micología (según la página de créditos, era vicepresidente de la Real Sociedad Micológica) y esperaba poder investigar las setas de Tuva. Pero se iba a llevar una decepción en su búsqueda. No encontraría setas de ninguna clase en la isla, a pesar de la riqueza del suelo y las condiciones climáticas casi perfectas.

Una de las grandes sorpresas de mi vida profesional fue descubrir que el fruto de los hongos se hallaba totalmente ausente del archipiélago de Tuva. Después de una extensa investigación en estas islas, y en muchas otras, llegué a la conclusión de que, pese a que el humus se encuentra repleto de esporas, estas raramente, o nunca, alcanzan la madurez, lo que podría tener alguna relación con el monzón, que dos veces al año crea una humedad inestable en estos reinos marítimos.

Indagué entre los isleños nativos para saber si alguna vez habían visto setas, e incluso les enseñé fotografías y litografías de algunos de los géneros más comunes, pero ellos se mostraron confusos. Para mi sorpresa, ninguno de ellos había visto nunca una seta.

—Y pensar —dijo Peter— que Arnold ha acabado en una isla sin setas. Esa sí que es una ironía mayúscula.

El libro contenía un tosco mapa trazado a mano del archipiélago de Tuva. Todas las islas de las que Arnold hablaba estaban allí: Tuva, Oloua, Ta’ula, Wei-Kitu y las demás. Los arrecifes y atolones también figuraban y el motivo por el cual ningún navío grande podía acercarse a aquel lugar se hizo patente de forma inmediata. Aunque había profundos canales de agua que separaban las islas, cada una de ellas estaba rodeada de arrecifes y bajíos.

—Bueno, eso explica el aislamiento, ciertamente —dije yo—. Si no hay forma de llevar un barco hasta allí, no se puede tener turismo.

—Ha dado en el clavo —dijo Peter—. Y supongo que así es como se las han arreglado para preservar sus tradiciones. En la mayoría de las islas de todo el mundo las viejas costumbres han ido desapareciendo, pero parece como si Tuva se hubiera mantenido fiel a sí misma.

Hojeó el panfleto hasta llegar a sus últimas páginas, donde se narraba el asesinato del rey de Tuva. Warlock, que había llegado a la isla pocas semanas antes del suceso, relata que el rey había recibido un disparo en la cabeza. No hacía mención alguna a la Orden, ni a nada de lo que Arnold había contado. Y tampoco Warlock había sido estrictamente testigo del asesinato.

El asesinato del rey de Tuva trajo el magnicidio a la Polinesia por primera vez en muchas décadas [escribía]. El modo en que lo mataron fue extraño y aún está pendiente de recibir una explicación satisfactoria: dos asesinos profesionales que, por lo que se cree, eran de extracción rusa. Yo, ¡ah!, me encontraba en la isla de Ta’ula en ese momento y no pude examinar el cadáver del asesino que resultó muerto. Pero tuve la fortuna de observar la bala que le fue extraída del cerebro al rey finado. Era de fabricación rusa, y más tarde me llegaron rumores de que los asesinos actuaban a las órdenes de Yakov Mikhailovich Yurovski.

—¿Yurosvsky? —dije pensando en voz alta—. ¿Y este quién es?

Peter se encogió de hombros.

—Nunca había oído hablar de él.

No había mucha más información acerca del asesinato, aparte del hecho de que los hijos del rey huyeron de la isla justo después del derramamiento de sangre. No regresaron, o eso era lo que decía Warlock, lo cual, presumiblemente, era el motivo por el cual Arnold y Lola eran los primeros monarcas que reinaban desde 1918.

—¿Lola es descendiente del antiguo rey de Tuva? —le pregunté a Peter.

—Eso creo —dijo—. Estoy casi seguro de que lo dijo. Y supongo que por eso mismo le permitieron volver.

Miré una vez más el mapa del archipiélago de Tuva y de pronto me chocó lo ridículo de la situación de Arnold. ¿Por qué iba a querer nadie en su sano juicio desarraigarse de Inglaterra, o de Francia, en el caso de Arnold, y establecerse en un diminuto atolón en el rincón más alejado del mundo? Esas islas eran más que remotas. Traté de imaginarme el continente más cercano. Probablemente sería Australia, pero quedaba a cosa de tres mil kilómetros al oeste, puede que más.

No me cabía en la cabeza cómo el Arnold que había conocido en Borgoña podía seguir cuerdo en un entorno como aquel. Decía que solo había veinte casas, más o menos, en la isla y sonaba como si la mayoría de la gente hablara su idioma de una forma fragmentaria. No era de extrañar que diera la impresión de sentir nostalgia de su hogar: el calor pegajoso, la falta de compañía, el aislamiento, el aburrimiento. Tenía a la «deliciosa» Lola, que lo acompañaba, eso era verdad, pero ¿cuánto tiempo duraría su interés por ella?

—Bueno, eso —dijo Peter— depende de lo que ella le ofrezca.

Dejó escapar una risa morbosa y luego masculló algo sobre Flora.

Flora. De repente me asaltó el deseo de conocer a la exesposa de Arnold. Tal vez fuera ella la única persona que estuviera en posición de describir las extrañas circunstancias en las que su marido la había abandonado. Ella y solo ella podía explicar qué había provocado que Arnold viera la señal.

—No es posible —dijo Peter—. Está en Singapur. Con su hermana. Me atrevería a decir que no ha vuelto a Inglaterra desde que estalló la crisis. Pero me gustaría volver a verla: es una mujer brillante. Y muy atractiva. Siempre he tenido debilidad por Flora, aunque no querría vivir con ella ni en un millón de años.

Fotocopiamos el panfleto y luego volvimos a dejarlo en la estantería.

—Me parece —dijo Peter— que tenemos que escuchar su nueva cinta. ¿Cómo lo tiene la semana que viene?

—¿El lunes? —dije.

—Hecho.